25 de diciembre de 2013
Padre William Doyle, sj
Muy estimados Amigos:
«Domingo 12 de agosto por la mañana (1917). Acabamos de regresar al campamento después de seis días y siete noches consecutivos en el campo de batalla. La última noche no había posibilidad alguna de descansar, ni siquiera un momento, y puedes imaginarte que las noches anteriores se había dormido poco… Cansado como estoy, no puedo reposarme sin antes haberte contado algo de lo que ha ocurrido, pues sé que estás al acecho de las nuevas de tu hijo, y también porque mi corazón desborda del deseo de relatarte el amor y la protección de Dios, nunca tan de manifiesto como esta semana. Me ha protegido de innumerables peligros con más ternura que una madre –lo que he de relatar parece un cuento de hadas– y, si bien ha puesto a prueba mi resistencia, al menos una vez hasta el límite, era solamente para colmarme de gozo pensando que era “digno de sufrir cualquier cosa por Él”». El autor de estas líneas es un jesuita irlandés, el padre William Doyle, capellán militar durante la Primera Guerra Mundial.
William Doyle nace en Dalkey, en el condado de Dublín, el 3 de marzo de 1873, último de siete hijos. De muy joven ayuda voluntariamente a la sirvienta, encendiendo el fuego o encerando los zapatos, y procura lo necesario a los pobres, sin olvidarse del cuidado de sus almas. Ha intentado reconducir al buen camino a un borracho que ahora yace en su lecho de muerte, rechazando al sacerdote. Willie permanece a su lado largas horas rezando. Finalmente, poco antes de entregar el alma, el pobre hombre se despierta y pide que le asista un sacerdote. El 31 de marzo de 1891, el joven ingresa en el noviciado de los jesuitas de Tullaberg. El gozo que siente de entregarse a Dios le hace subir de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera del noviciado, ante la enorme extrañeza del padre que le acompaña. Más tarde escribirá a sus padres: «Desde entonces, me adelanto al día, de año en año, con el mismo ánimo alegre, asumiendo lo mejor posible las dificultades e intentando ver siempre el lado bueno de las cosas. Bien es verdad que, de vez en cuando, ha habido tribulaciones… pero con todo, puedo decir honradamente que jamás he perdido la paz y el gozo profundo que endulza las cosas amargas y allana los caminos escabrosos». El celo de su ardiente corazón se revela en un texto escrito a la Virgen durante el noviciado, donde le pide que le prepare «al martirio, por medio de un trabajo arduo y de una continua renuncia de sí mismo». Durante el segundo año de noviciado, una grave prueba de salud pone en peligro su vocación. Tras una larga estancia de reposo en familia, profesa por fin los votos el 15 de agosto de 1893.
«Agere contra»
Es nombrado profesor del Clongowes Wood College, en el condado de Kildare, donde pasa cuatro años con un centenar de jóvenes a su cargo. Un compañero traza el siguiente retrato de él: «La cualidad que más sobresalía en él era la valentía. Afrontaba las dificultades concentrando sus fuerzas y perseverado hasta el final; jamás cedía ante los obstáculos y mantenía por encima de todo la alegría de corazón y la sonrisa en el rostro». El padre William desea ser sacerdote para «ir derecho a la santidad». Recibe la ordenación sacerdotal el 28 de julio de 1907. Poco tiempo después, lo envían a Gante para el “tercer año”, año suplementario de noviciado que los jesuitas realizan tras la ordenación y antes de emprender el apostolado. En el transcurso de ese año, el padre Doyle sigue los Ejercicios espirituales de san Ignacio, sintiéndose afectado especialmente por el “agere contra”, disposición anímica que san Ignacio describe de este modo: «Los que más se querrán afectar estrechamente a Jesucristo y destacar en el servicio de su Rey eterno y Señor universal, no se contentarán con ofrecerse a compartir los trabajos, sino que actuando contra (del latín “agere contra”) su propia sensualidad y contra su amor carnal y mundano, harán además oblaciones de mayor importancia y mayor valor, ofreciéndose a imitar al Señor hasta en su pobreza y humillaciones (Ejercicios espirituales, 97). El padre Doyle comenta: «¡Cuántas cosas contienen esas sencillas palabras “agere contra”! He aquí el verdadero secreto de la santidad, el manantial escondido de donde los santos bebieron profundamente el amor de Dios y alcanzaron la cima de la gloria de la que ahora gozan». Le sorprende también la docilidad hacia el Espíritu Santo que san Ignacio recomienda al director con respecto al que sigue un retiro espiritual y busca su vocación: «Quien da los ejercicios no debe ni decantarse ni inclinarse de un lado o de otro, sino que, manteniéndose en equilibrio como la balanza, debe dejar que actúe sin intermediario el Creador con la criatura, y la criatura con su Creador y Señor» (Ejercicios espirituales, 15). En una carta, el padre Doyle escribe: «Es muy peligroso querer obligar a todo el mundo a alcanzar la perfección por el mismo camino; eso sería desconocer hasta qué punto son diversos los dones del Espíritu Santo».
Durante los primeros años de su sacerdocio, se entrega a diversos tipos de apostolado: dirige retiros espirituales, predica misiones, es capellán en las escuelas… Se muestra incansable, muy exigente para sí mismo pero lleno de misericordia hacia los demás. No contento con esperar que las personas acudan a la iglesia para la Misa, se lanza a la calle para invitarlas a ello. Por la tarde, es fácil verlo en el puerto aguardando el desembarco de los marineros, a quienes invita igualmente a las celebraciones litúrgicas. Encontrándose un día en la calle, no duda en animar a una prostituta a que cambie de vida. Unos años más tarde, ésta, encarcelada por homicidio, pedirá a las autoridades de la cárcel que manden llamar al padre Doyle, el único sacerdote con quien acepta confesarse para reconciliarse con Dios.
Nunca jamás
Especialmente atento a las almas que buscan guía espiritual, el padre Doyle les dedica largas horas en entrevistas o en correspondencia laboriosa y continuada. Es una carga tan pesada que a veces siente la tentación de abandonarla, de tal manera que escribe a un amigo: «Pide a Jesús que me ayude en todas las cartas que debo escribir. He tenido recientemente una gran tentación: que todas esas cartas eran una enorme pérdida de tiempo y que de ello no resultaba ningún bien. Y he sentido que la respuesta provenía del Señor, en el resumen que sigue: “Quizás le consuele saber que su carta me ha salvado, al menos, de cien pecados mortales. Cuando esas feroces tentaciones se presentan ante mí, saco la carta y la vuelvo a leer, y ello me ayuda a combatir al diablo y a decir: ‘No, nunca jamás ofenderé a Dios’”. Eso me ha devuelto el ánimo».
De 1910 a 1915, el padre Doyle interviene más especialmente en el ministerio de los retiros espirituales en las casas religiosas, donde su talento es muy apreciado. Pero sus cuidados se dirigen aún más a los retiros para los obreros, pues considera que las misiones populares, que en otros tiempos eran muy frecuentadas, resultan insuficientes para esos hombres que pasan largas jornadas penando bajo la carga de un trabajo duro e ingrato. También ellos tienen necesidad de algunos días de silencio para disponerse a escuchar la palabra de Dios. Sin hacer oídos sordos a las reivindicaciones legítimas de los obreros y a su situación a veces dramática, el padre considera que los esfuerzos en los planos político y social, aunque sean muy necesarios, no son suficientes. El hombre está formado de cuerpo y alma, por lo que no se puede, sin cometer una grave injusticia, desatender uno de los dos componentes de la naturaleza humana. Si bien corresponde a la sociedad civil atender a la vida temporal, solamente la religión puede aportar a las almas el remedio eterno. Curar las almas es el deber más sagrado del sacerdote. Los seguidores de los retiros del padre Doyle son raramente “ratones de sacristía”, y a veces sólo les mueve la curiosidad. Sin embargo, a menudo reciben el toque de la gracia, saliendo de los tres días de retiro llenos de gratitud por tantos favores.
En su empeño por promocionar las vocaciones, el padre publica dos opúsculos (Vocations y Shall I be a Priest?) que se difunden ampliamente. Carecen de toda pretensión literaria, y únicamente aspiran a ayudar a los jóvenes que, avergonzados por la falta de instrucción, no llegan a discernir la llamada de la vocación religiosa o sacerdotal. Muchos de ellos ni siquiera saben en qué consiste esa llamada, y otros muchos se imaginan por adelantado que semejante camino no es para ellos. «Es verdad –escribe el padre Doyle– que la vocación procede de lo alto, pero los designios de Dios pueden ser impedidos o secundados por sus criaturas, y Él siempre se ha servido de agentes secundarios para ejecutarlos. La formación del carácter y la orientación de los pasos de los jóvenes hacia el santuario están en gran parte en manos de los padres y docentes. ¡Cuántos sacerdotes y religiosos dichosos dan gracias cada día a su Creador por el don de una buena madre que fue la primera en echar las semillas de la vocación en su corazón de niño!». El padre Doyle suscita igualmente muchas limosnas para ayudar a los jóvenes pobres para que puedan costearse los estudios en el seminario; su ardor se dirige incluso a las lejanas misiones, a las que se une mediante la oración y la recaudación de fondos.
¡Lee!
Al visitar la gruta de Lourdes en noviembre de 1912, el padre Doyle se siente conmovido por las palabras de la Virgen a santa Bernardita: «Penitencia, penitencia y penitencia». Con motivo de una peregrinación a la casa natal de san Benito José Labre en Amettes (Francia), en mayo de 1917, oye una voz que le dice: «Lee lo que está escrito en la pared». Él lee: «Dios me llama a una vida austera; debo prepararme a seguir los caminos de Dios». Una luz repentina le hace comprender hasta qué punto es fecundo todo acto de sacrificio. No obstante, lejos de hacer ostentación de austeridad, procura someter a su confesor todos sus deseos de penitencia. El Catecismo de la Iglesia Católica expresa del siguiente modo la esencia de la penitencia: «La penitencia interior es una reordenación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia… La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración, la limosna, que expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los demás… La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho, por el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la Cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia» (CEC 1431, 1434, 1435).
Al sol
La propia oración, con motivo del estado de nuestra naturaleza venida a menos, es con frecuencia una penitencia. El padre Doyle escribe: «No olvides que la oración es más difícil que una penitencia corporal… Es algo que no es natural sino sobrenatural, por lo que debe ser siempre difícil; pues la oración nos saca siempre de nuestro elemento natural». Sin embargo, como afirma el Catecismo (CEC 2743), «orar es siempre posible». Pero, ¿cómo orar? «En lo que se refiere a la oración, debes esforzarte en seguir la atracción del Espíritu Santo, pues no todas las almas son conducidas por el mismo camino. No sería bueno pasar todo el tiempo en oraciones vocales, sino que debe haber meditación, reflexión, o contemplación. Intenta relajarte al sol del amor divino, es decir, permanecer tranquilo de rodillas ante el Sagrario, como lo harías al gozar del calor del sol, sin esforzarte en nada más que en amarlo, percatándote de que todo el tiempo que estás a sus pies, especialmente cuando estás seco y frío, la gracia se derrama gota a gota en tu alma y creces rápidamente en santidad». El padre Doyle escribe además: «Creo que Él (Jesús) querría que prestaras mucha más atención a las pequeñas cosas, no considerando como pequeño nada que tenga relación con su servicio o su culto. Esfuérzate en recordar que nada es demasiado pequeño para ofrecérselo –es decir, que el más insignificante acto de amor aporta una gran gracia». El padre también confiere gran importancia a las oraciones jaculatorias: breves aspiraciones hacia Dios realizadas a lo largo de la jornada, que son un poderoso medio para mantener vivo el sentimiento de la presencia de Dios y crecer en su amor.
En noviembre de 1914, el padre Doyle se presenta voluntario como capellán militar, y, un año después, se le destina a la 16a división del 8o Royal Irish Fusiliers. En el momento de presentarse voluntario, había sentido que Dios le ofrecía la gracia del martirio, y desea que esa gracia vaya unida a un acto de caridad para con el prójimo. Lo que le consuela, ante el horror de los campos de batalla, es poder ofrecer a sus compañeros los auxilios espirituales. Está siempre dispuesto a asumir riesgos cuando se trata de administrar los sacramentos a hombres en peligro, incluso si ello se considera imprudente: «La gente se muestra indecisa a la hora de decir si soy un héroe o un loco; creo que la segunda respuesta es la buena. Pero no pueden comprender lo que significa para un sacerdote la salvación de una sola alma». Nada le detiene cuando se trata de acercar los sacramentos a un alma que está a punto de presentarse ante Dios.
«La muerte –enseña el Catecismo– pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo. El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe… Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre» (CEC 1021-1022).
Celebrar de rodillas
La actitud intrépida e infatigable del padre le procura el afecto de sus hombres; además, casi todos están dispuestos a recibir los sacramentos. En ocasiones celebra la Santa Misa en un refugio tan pequeño que ni él ni los hombres que allí se encuentran pueden hacer la genuflexión, o tan bajo que debe celebrar de rodillas. Un día, tras haber cavado una trinchera para protegerse de la lluvia de las bombas, celebra el Santo Sacrificio por los muertos y por los que agonizan en el suelo a su alrededor. Por su parte, la Providencia recompensa su intrépida generosidad protegiéndole en numerosas ocasiones. El día de la Asunción de Nuestra Señora, el 15 de agosto de 1916, encontrándose en un pueblo con soldados, empieza un bombardeo alemán y todos se precipitan hacia la iglesia, sin percatarse de que precisamente es el objetivo de los cañones enemigos. Los obuses caen todos alrededor, pero ni siquiera uno toca la iglesia. El padre anota en su diario: «El 15 de agosto de 1916 cuenta como otro día de gracia y favor, entre las manos de María».
En una carta escrita cerca de la Navidad de 1916, el padre Doyle deja constancia de las gracias excepcionales que ha recibido en el frente. A pesar del peligro constante o de las condiciones inhumanas que se imponen a los soldados en la guerra de las trincheras, su vida espiritual no ha dejado de intensificarse: «Dios me ha concedido al menos una gracia desde que estoy aquí. Me siento por completo en sus manos y alegre al pensar que, pase lo que pase, todo será para su mayor gloria. Aunque el día de Navidad haya resultado miserablemente mojado, el Niño divino ha llenado de gozo mi corazón ante la idea de que, ahora, mi vida se parecía al menos un poco a la suya. Cada día experimento más que no hay vida más feliz que la que se colma de penalidades soportadas por amor a Dios…». Pero la Navidad también trae regalos que el padre comparte con los soldados. Por otra parte, el 25 de diciembre, a ambos lados del frente, están izadas las banderas blancas, y ni un solo disparo de fusil retumba el día del nacimiento del Príncipe de la paz. En enero de 1917, el padre Doyle es condecorado con la cruz de guerra.
Nuestro héroe pasa las fiestas de Pascua de 1917 en Pas-de-Calais, por un tiempo de reposo y de maniobras militares. El capellán aprovecha entonces para ofrecer a sus hombres la posibilidad de celebrar la Pascua. Más allá de esos escasos períodos de calma, normalmente falta tiempo para escuchar a todos en confesión. Así pues, antes de cada nuevo asalto, el capellán da la absolución general, momento emocionante para todos: «Creo que no puede haber nada más impactante y que inspire tanto al alma como ver a todo un regimiento ponerse de rodillas y escuchar la ola de oración que se eleva hasta el cielo, en el momento en que centenares de voces repiten el acto de contrición al unísono: “Dios mío, siento mucho haberte ofendido”… Y, después, el profundo, el respetuoso silencio mientras el sacerdote levanta la mano sobre las cabezas inclinadas y pronuncia las palabras del perdón… Me gusta ver cómo cae el vestido sucio del pecado de cada uno en el momento de la absolución, y ver la mirada de paz y de gozo en los rostros de los hombres…».
La manera normal de recibir el perdón del Señor en el sacramento de la Penitencia es la confesión individual y exhaustiva realizada con un sacerdote y seguida de la absolución. De hecho, a través del sacerdote, el propio Cristo actúa y se dirige personalmente a cada pecador para curarle. Sin embargo, la Iglesia ha admitido siempre que, en caso de grave necesidad, si la confesión individual no es posible para todos, puede darse la absolución general. Semejante absolución se comprende perfectamente en situaciones de urgencia como la de un campo de batalla. En nuestros días, la aplicación de ese principio se ha interpretado a menudo abusivamente. No obstante, la enseñanza de la Iglesia es clara: «En casos de necesidad grave se puede recurrir a la celebración comunitaria de la reconciliación con confesión general y absolución general… La necesidad grave puede existir también cuando, teniendo en cuenta el número de penitentes, no hay bastantes confesores para oír debidamente las confesiones individuales en un tiempo razonable, de manera que los penitentes, sin culpa suya, se verían privados durante largo tiempo de la gracia sacramental o de la sagrada comunión. En este caso, los fieles deben tener, para la validez de la absolución, el propósito de confesar individuamente sus pecados graves en su debido tiempo [es decir, “lo más pronto posible y en cuanto tengan ocasión de ello” –cf. Código de Derecho Canónico, 962-963]. A los obispos diocesanos corresponde juzgar si existen las condiciones requeridas para la absolución general. Una gran concurrencia de fieles con ocasión de grandes fiestas o de peregrinaciones no constituyen por su naturaleza ocasión de la referida necesidad grave» (CEC 1483).
Expuesto al fuego
Con motivo de la cuarta batalla de Ypres (31 de julio a 16 de agosto de 1917), el padre Doyle, como es habitual, se dedica a atender a todos. El jueves 16 de agosto, durante el asalto contra la ciudad de Fresenburg, le comunican que un oficial yace herido en un lugar expuesto al fuego enemigo. Acompañado de dos soldados, se desliza hasta el lugar, administra la Extrema–unción al herido y luego lo arrastra hasta detrás de las líneas de los aliados. En ese mismo instante, un obús cae en medio del pequeño grupo, causándoles a todos la muerte. El cuerpo del padre, hallado ese mismo día, es enterrado en ese mismo sitio.
Tanto protestantes como católicos, todos los soldados dan testimonio de su admiración por el padre Doyle. Un protestante de Belfast escribía: «El padre Doyle era un verdadero cristiano en todos los sentidos de la palabra… Nunca optó por lo fácil, y siempre compartió los riesgos de los demás… Pude verle muchas veces caminando al lado de un camastro, consolando a un hombre herido, mientras las balas silbaban a su alrededor y los obuses estallaban a pocos metros de allí».
Al aproximarse el centenario de la Primera Guerra Mundial, hay de nuevo interés por esa gran figura de sacerdote fallecido en el campo de batalla. Que su ejemplo nos ayude a comportarnos como buenos soldados de Cristo Jesús (2 Tm 2, 3), mediante la fidelidad de nuestro deber cotidiano y la disponibilidad al servicio del Reino de Dios.
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