23 de Julio de 2014

Beato Daniel Brottier

Muy estimados Amigos:

Septiembre de 1903. El joven padre Daniel Brottier, de 27 años de edad, escribe a Monseñor Le Roy, Superior General de los Padres del Espíritu Santo: «Desde que tenía doce años, esta vida de misionero siempre me la imaginé como la vida de un hombre que quiere sacrificarse e inmolarse para la salvación de las almas –rápidamente o gota a gota, ¿qué importa? No obstante, si se me permitiera expresar una preferencia, optaría por la primera eventualidad. Quiero decirle con ello, Monseñor, que la cabeza ya no se me aguanta demasiado sobre los hombros. Por otra parte, tengo buenas razones para ello. No quisiera ser presuntuoso, pero si dispone de un puesto más peligroso, donde alguien deba arriesgarse, le digo sencillamente: aquí me tiene». Estas últimas palabras dejan traslucir la actitud del joven religioso misionero. Es una respuesta de amor hacia la llamada de amor que brota de la Cruz: ¡Tengo sed!, un don absoluto y gozoso para amar hasta el final.

Beato Daniel BrottierDaniel Brottier, segundo hijo de una familia modesta y sinceramente cristiana, nace el 7 de septiembre de 1876 en Ferté-Saint-Cyr, cerca de Orleans (Francia). Dotado como está de una despierta inteligencia, de un recto juicio y de un corazón amoroso, enseguida se muestra voluntarioso y turbulento, soñando siempre con peleas. A los cinco años, asegura a su madre que será Papa. «Pero antes tendrás que ser sacerdote –le explica ella. – ¡Pues seré sacerdote!». En la escuela, Daniel ocupa los primeros puestos. A los once años, el 11 de abril de 1887, toma la primera Comunión; ese primer cara a cara con Jesús le marca profundamente, percibiendo en ello la confirmación de su llamada al sacerdocio. «El Cielo –escribirá más tarde– es un día de primera Comunión que no termina». En octubre siguiente, el muchacho ingresa en el seminario menor de Blois. A partir de esa época, sueña con ser religioso y misionero, pero le aconsejan sabiamente que prosiga primero sus estudios. Se hace querer por su alegría y entusiasmo, pero también por su devoción hacia la Virgen. El 8 de diciembre de 1892, en el seminario mayor, se viste con la sotana. A pesar de violentos dolores de cabeza que padecerá a lo largo de toda la vida, prosigue valientemente sus estudios. Tras ser ordenado sacerdote el 22 de octubre de 1899, el padre Brottier es enviado al colegio de Pontlevoy. «Es usted un educador nato» –le dice el obispo. De hecho, nada ha perdido de su disposición, de su humor y entusiasmo. Los jóvenes le siguen por su extraordinaria influencia. Sin embargo, la vocación misionera le llena de inquietud.

Siguiendo el consejo de su padre espiritual, en 1901, Daniel se postula para entrar en la Congregación del Espíritu Santo, que evangeliza el África negra. Tiene prisa por ir a trabajar en el campo tan vasto del Padre de familia: «Estoy impaciente por entregar mi vida y mi sangre por la difusión de la Buena Nueva… Es ciertamente muy ambicioso este deseo del martirio, pero, sin él, me parece que no puede haber un verdadero misionero» –escribirá más tarde. Los obstáculos a su vocación no faltan: oposición por parte del obispo, que ve partir con disgusto a ese sacerdote tan apreciado, y también de la familia. «Si la felicidad aquí en la tierra fuera el objetivo al que han de tender todos nuestros esfuerzos, mi proyecto sería insensato –escribe a su hermano–, pero los sacrificios que ahora hacemos son una simiente de gloria y de felicidad para el Cielo, y es lo que debemos considerar ante todo. Esto no quiere decir que no suframos a causa de los sacrificios, pero, cuando Dios llama, hay que caminar cueste lo que cueste. Y bien sabe Dios lo que me ha costado y lo que todavía me costará. Sin embargo, esta pena no sería nada si no hiciera sufrir a todos los que amo, y sobre todo a nuestros buenos padres.

Encauzar el torrente

En septiembre de 1902, Daniel entra en el noviciado. En noviembre de 1903, profesa sus votos y recibe sus letras obedienciales. Se entera, con decepción, que no irá a la selva, sino a una parroquia de Senegal como vicario, en Saint-Louis. Se acostumbra muy pronto al clima y a sus habitantes, quienes aprecian a ese joven misionero a quien le gusta también gastar bromas. En aquella época, la ley Combes impone la laicidad de las escuelas católicas y la expulsión de los religiosos profesores. Para salvar a la juventud, el padre Jalabert, su párroco, recurre al padre Brottier. Con singular dedicación, éste se aplica a la formación espiritual de los jóvenes: círculo católico y cofradía de los hijos de María, patronato frecuentado también por jóvenes musulmanes. Para los adultos, organiza con éxito unas conferencias apologéticas sobre la religión. «El bien resulta difícil, pero seguimos adelante –escribe. ¿Acaso no es nuestro deber intentar encauzar el torrente de impiedad que amenaza con engullir a la juventud?». No obstante, en 1911, un accidente le causa una contusión en la rodilla y una herida en la cabeza que exigirá largos meses de cuidados. Además, los dolores de cabeza que padece se han hecho tan intolerables que los médicos exigen su repatriación a Francia. Desanimado, piensa en hacerse monje trapense, pero un retiro en la abadía de Lérins le confirma en su vocación de espiritano. Nunca volverá a ver África, pero continuará trabajando para ella hasta su muerte. Recibe de Monseñor Jalabert, su antiguo párroco convertido en obispo de Dakar, una llamada urgente para colectar fondos para la construcción del Recuerdo Africano, la catedral de Dakar. Trabajará en ello hasta su culminación, en 1936.

El capellán suertudo

El 2 de agosto de 1914, Alemania declara la guerra a Francia. Daniel Brottier está exento de ser movilizado, pero no puede quedar indiferente ante las desgracias que caen sobre su país. Tras alistarse en el cuerpo de capellanes voluntarios, que acaba de autorizar el gobierno, se convierte en un capellán ejemplar, pues permanece siempre en primera línea durante los cuatro años de guerra, asistiendo a heridos y moribundos, sean franceses o alemanes. Mediante la correspondencia, se pone igualmente al servicio de las viudas de guerra o de las madres que han perdido a un hijo. En los momentos de esparcimiento, se junta con los oficiales y los soldados para jugar a naipes, aunque nunca antes había jugado; para él es un medio de ganarse los corazones y de alcanzar a las almas. Con motivo de la festividad de Pascua de 1915, consigue que toda una compañía, oficiales y soldados, se confiesen. La víspera de una ofensiva que carece de toda posibilidad de éxito, se dirige por iniciativa propia al Estado Mayor, obligando a los oficiales a constatar la imposibilidad de un ataque inmediato; de esa manera, consigue salvar centenares de vidas. Su actitud influye mucho a la hora de mantener la moral de los soldados. «Y sin embargo –afirma–, tengo miedo como los demás». El frío y la falta de sueño le agobian; son muchos los que caen a su alrededor. “El capellán suertudo”, como le denominan, ya que es manifiestamente objeto de una protección especial por parte del Cielo, se llevará de la guerra seis distinciones, Cruz de Guerra y Legión de Honor. Las cien veces que hubiera debido resultar muerto, jamás fue herido ni gaseado. Monseñor Jalabert explicará que había colocado su fotografía en una imagen doble de sor Teresita del Niño Jesús en la que había escrito: «Guárdame a mi padre Brottier, pues lo necesito». A partir de entonces, el sacerdote siente una viva devoción hacia su protectora. «Cuando sea beata, prometo levantarle una hermosa capilla» –declara para probarle su gratitud.

Después de la guerra, el padre Brottier alienta la Unión Nacional de Combatientes, retomando además las colectas para la construcción de la catedral de Dakar. La difícil coyuntura económica del país le obliga a desplegar todo su ingenio. Durante esos años, se siente inútil y estéril; los dolores de cabeza se le han acentuado de nuevo y conoce una purificación interior, en la cual sor Teresita es su apoyo y modelo. Dios está preparando el corazón de un santo para manifestar su infinita ternura hacia sus privilegiados hijos, los que han sido marcados por la tribulación, los que no son amados.

Muy pronto, en efecto, solicitan al padre Brottier para hacerse cargo de la dirección de la Obra de Auteuil, en la calle La Fontaine de París. Fundada en 1866 por el padre Roussel, esa obra acogía en un principio a niños llamados “de primera Comunión”: cada cuatro años se sucedían grupos de niños de la calle a los que preparaban para tomar la primera Comunión. Progresivamente, esa labor primordial se había completado con una dimensión humanitaria, que consistía en dotar también de un oficio a esos huérfanos. En 1895, la Congregación de San Vicente de Paúl había sucedido al padre Roussel. La Obra se había mantenido durante la guerra, pero las donaciones menguaron a causa de ella, hasta el punto de considerar la posibilidad de cerrar la casa. En 1923, el cardenal Dubois, arzobispo de París, invita a los espiritanos a encargarse de Auteuil; su superior general, Monseñor Le Hunsec, nombra para ello al padre Brottier. Así pues, el 19 de noviembre, éste toma a su cargo la Obra de Auteuil, que cuenta con 175 aprendices. Dos días más tarde, decide cumplir su promesa en honor de quien le había protegido durante la guerra. En ese lugar se edificará la capilla, para substituir otra más modesta que se había acondicionado en un almacén. El padre no tiene ni un céntimo en el bolsillo, pero comparte totalmente la ciega confianza de Teresa, que ya había rezado por esa obra, que conocía, pues el señor Castel, padre de una de sus novicias, sor María de la Trinidad, era un fiel colaborador del padre Roussel.

Su mamaíta

Los huérfanos son invitados a seguir una novena de oración, y el padre coloca a su protectora al pie del muro: «He pedido audiencia al cardenal para tratar el tema de nuestra futura capilla. Si apoyas nuestro proyecto, envíame una señal: que reciba 10.000 francos antes de esa visita. En caso contrario, renunciaré». La novena termina y se acerca la hora de la audiencia, pero nada. Sin embargo, en el instante en que sube al taxi para dirigirse al arzobispado, ¡le entregan un sobre que contiene la suma deseada! El cardenal autoriza la construcción de la capilla objetando lo siguiente: «¿No cree usted que, para unos muchachos, un joven santo sería más adecuado que una pequeña santa? – No, Eminencia; esos niños que desde tan pequeños se han visto privados del afecto de una madre, sienten un vacío tan grande en el corazón que seguramente se encariñarán con esa joven santa, a la cual le deberán todo. Será su mamaíta».

Tras abrirse una suscripción el 8 de diciembre de 1923, las ofrendas se multiplican; de tal modo que, cada día, el padre Brottier recibe, con frecuencia de forma anónima, un billete de 1.000 francos. A partir de 1925, el año de la canonización de Teresa, las obras se encuentran suficientemente avanzadas como para permitir que Monseñor Le Hunsec pueda celebrar en la capilla una primera Misa pontificia el día de Navidad. Finalmente, el 5 de octubre de 1930, el edificio es consagrado por el cardenal Verdier. Este feliz acontecimiento no impide que el padre Brottier se sienta atormentado por la preocupación sobre la suerte de los huérfanos. Es necesario ampliar los locales para arrancar a numerosos niños de los peligros de la calle, de la miseria física y moral. Según dice, «esos niños son mis pequeños salvajes». Quiere conducirlos a Dios y se lamenta de no poder acogerlos a todos, hasta el punto de llorar por ello: «Hoy, de nuevo, me he visto obligado a rechazar a diez huérfanos; ya no sé dónde meterlos». Se dedica a mendigar y, en cuatro años, consigue duplicar la capacidad de acogida. A su muerte, acontecida en 1936, habrá 1.425 aprendices. Al no poder acogerlos a todos en Auteuil, inventa el “Hogar en el campo” para confiar a los niños a familias campesinas recomendadas. El objetivo es también que la nueva generación adquiera de nuevo el gusto por la tierra. En marzo de 1932, Monseñor Le Hunsec y el padre Brottier son recibidos en audiencia por el Papa Pío XI, quien bendice con afecto al padre: «Hay que ampliar –dice– los lugares de caridad para nuestros queridos niños», y entrega una donación substancial que marca el principio de la extensión de la obra en provincias con la apertura de una o dos casas cada año. A pesar de las dificultades sociales de la época, el padre no duda en llamar a la puerta del corazón de los franceses, quienes responden con generosidad.

El pararrayos

El padre Brottier no pierde de vista la obra, tan importante, de la primera Comunión. «Se trata –según dice– del pararrayos de la casa. Dios no puede golpear una casa que salva tantas almas de niños pobres». Durante las jornadas de preparación, los niños son alojados y alimentados gratuitamente; en contrapartida, el padre les pide que recen por los huérfanos. Estos últimos, muchachos de 13 a 18 años, no han recibido, la mayor parte de las veces, ni educación, ni instrucción, ni religión; hay, pues, numerosos prejuicios que vencer y voluntades rebeldes que someter. El método del padre consiste en darles confianza, con dulzura y firmeza, sin excesivo rigor ni demasiada libertad. Aprovecha la ocasión de la proclamación de las notas para dirigir cumplidos a los aprendices, así como observaciones e incluso reproches. Si bien la severidad de la corrección es necesaria a veces, viene seguida de ánimos, y el padre manifiesta siempre su confianza en el futuro; los niños le aman y le veneran. Ese sacerdote, animado de un ardiente celo por la salvación de las almas, les inculca el desvelo por la pureza del alma y la necesidad de no quedarse con un pecado mortal en su conciencia.

Para desarrollar su obra, el padre Brottier se lanza a publicar. Además del boletín de L’Œuvre du souvenir africain (“La obra del recuerdo africano”) y el Courrier d’Auteuil (“Correo de Auteuil”), también funda La France illustrée (“La Francia ilustrada”) y dos publicaciones para los jóvenes: Missions (“Misiones”) y L’Ami des jeunes (“El amigo de los jóvenes”). Consciente del peligro del activismo, llega el primero a la capilla para la oración de la mañana antes de celebrar la Misa; pasa el resto del día en su despacho, tanto escribiendo artículos y cartas (a veces un centenar, si bien en ocasiones recibe 600 cartas al día) como recibiendo y escuchando con extraordinaria paciencia a los jóvenes o a almas descarriadas que reconduce por el buen camino. Louis Delage, gran industrial del automóvil, compagina su vida entre el trabajo y todos los placeres que dan la fortuna y la notoriedad. En cuanto a vida cristiana, nada de nada. Sin embargo, en 1934, una catástrofe financiera socava su empresa, hundiéndole en un profundo desánimo. Entonces, un amigo le propone que visite al padre Brottier. La entrevista, de una media hora, consigue transformarlo, haciendo de él un verdadero cristiano. «Cuando le dejé –relata Louis Delage–, el padre me tomó las manos y me dijo: “Tenga confianza, siga luchando. No sé si su empresa se salvará, pero dígase a sí mismo que lo que quiera Dios será para su bien. Y cada vez que sienta cómo se debilita, que sienta cómo su pensamiento se traslada hacia lo que denomina sus extravíos, deténgase y rece un ‘Padrenuestro’, de todo corazón. Tenga confianza en Él”. Y yo, que me hallaba tan lejos de la Iglesia, abandoné sin el más mínimo pesar todas las relaciones y manifestaciones mundanas, y me encuentro feliz, como jamás lo he estado, incluso en los momentos gloriosos de mi existencia industrial, cuando realizo mis peregrinaciones a Chartres, Lisieux y Lourdes. Relaciono la protección del padre Brottier con ese sentimiento de libertad y de bienestar que siento y que me hace decir que, si hubiera perdido una gran fortuna, habría encontrado otra todavía más grande: ¡la fe!».

«Dios lo reveló…»

En el corazón del padre Brottier, la fe es total, sin vacilación, sencilla y firme en el sentido en que está dispuesto a entregar su vida por ella. Los manantiales de su fe son la veracidad infinita de Dios y de Cristo, la indefectibilidad y la infalibilidad de la Iglesia. «¿Quiénes somos nosotros –explica– para discutir con Dios? Puesto que Dios lo ha revelado, ¿por qué no someterse humildemente?».

«Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo –nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por esto, es todavía menos contrario a nuestra dignidad presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela» (CEC 154).

Durante el Año de la Fe, inaugurado en octubre de 2012 y que prosiguió hasta la festividad de Cristo Rey, el 24 de noviembre de 2013, la Iglesia nos invitó a releer y a meditar el Catecismo de la Iglesia Católica, del que Benedicto XVI publicó un resumen (el Compendio) al inicio de su pontificado en 2005. Se trata de guías preciosas para profundizar y vivir en la fe. La Profesión de fe de Pablo VI constituye igualmente un documento de referencia, que comenta brevemente el Credo con una formulación precisa. Dicho texto responde indirectamente a errores que siguen siendo actuales.

Al padre Brottier nunca le han afectado los errores del modernismo, esa gran herejía que devastaba la Iglesia en sus primeros años sacerdotales. Es más: se compadece abiertamente de «esos pseudo-doctores que, en materia de fe, pretenden saber más que el Papa». Por añadidura, da muestras de una confianza sin límites hacia la divina Providencia: «No hay que dudar de ella. Rezar y actuar: con ello se aplanan montañas». También el dogma de la comunión de los santos está fuertemente anclado en su alma: «Creedme, son los muertos quienes conducen a los vivos. Creemos que vamos nosotros solos, pero, en realidad, somos conducidos por esa multitud de intercesores y de amigos que tenemos en el Cielo. Siempre he confiado mis lanzamientos de propaganda a las almas del Purgatorio, y jamás me he arrepentido de ello. Debéis saber que nuestros muertos son sólo invisibles, pero permanecen muy cerca de nosotros y, llegado el momento, cuando caiga el telón, nos reencontraremos para siempre».

No perdamos tiempo

En 1933, un problema cardíaco serio fuerza al padre Brottier a abandonar durante dos meses la dirección de la Obra. A continuación, su estado de salud se degrada, lo que no le impide declarar a finales de 1935: «Tengo la mente llena de vastos proyectos… Será lo que Dios quiera. Trabajemos, no perdamos el tiempo, no dejemos sitio a nuestras penas, pues tendremos toda la eternidad para descansar». ¿Acaso presiente que su fin está próximo? «De un día para otro puedo desaparecer. Sin embargo, el futuro podrá vislumbrarse sin demasiada inquietud, pues he creado alrededor de mis huérfanos una red de amistades y de dedicación que considero indestructible» (entonces, la Obra cuenta con 150.000 bienhechores). El 2 de febrero de 1936, a modo de compensación al padre por no estar en Dakar con motivo de la consagración de la catedral, que tanto le ha costado, los huérfanos organizan una pequeña fiesta. Profundamente emocionado, se dirige a ellos por última vez diciéndoles: «Mi felicidad está entre vosotros. Muchos se han extrañado de que no fuera a Dakar en busca de algunos laureles. Ya he superado la edad de conocer los honores humanos. En cuanto a Dakar, puedo deciros que ni por un instante he pensado en la gloria humana. Debemos ver en todo el amor de Dios, que hace coincidir los acontecimientos para la consecución de su mayor gloria». Al día siguiente, sufre una doble congestión pulmonar. «No intentéis buscar –dice– el origen de mi enfermedad. Si pudieran verse todas las miserias que llaman a mi puerta, si pudiera medirse mi impotencia a la hora de aliviarlas, podría saberse lo que hoy me quebranta». En Auteuil, todos piden sin descanso por su curación. El 12 de febrero, recibe los últimos sacramentos. Le trasladan al hospital Saint-Joseph, donde entrega su alma a Dios la mañana del 28 de febrero de 1936, a la edad de sesenta años. El 2 de marzo, el cardenal Verdier preside las exequias en la capilla de Auteuil, demasiado pequeña para la ocasión.

Después de su muerte, su obra no dejará de desarrollarse, de tal modo que, en 1939, acogerá a más de 2.000 huérfanos. Curaciones, conversiones y otros prodigios del padre Brottier harán que Juan Pablo II lo beatifique en 1984: «Daniel Brottier –decía el Papa– trabajaba como si todo dependiera de él, pero sabiendo también que todo depende de Dios. Había confiado a los niños de Auteuil a santa Teresa del Niño Jesús, a quien pedía familiarmente ayuda, seguro como estaba de su apoyo eficaz para todos aquellos a los que había ofrecido su propia vida».

Siguiendo el ejemplo del padre Brottier, hagamos nuestro ese pensamiento de sor Teresita: «Nunca es suficiente la confianza que depositamos en Dios, tan bueno y misericordioso. De Él obtenemos todo cuanto esperamos».

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