1 de Octubre de 2014
Martirios de Otranto
Muy estimados Amigos:
El 12 de mayo de 2013, con motivo de la canonización de los mártires de Otranto, el Papa Francisco decía: «La Iglesia propone hoy para nuestra veneración a una multitud de mártires que, en 1480, fueron llamados juntos a dar testimonio supremo del Evangelio. Alrededor de 800 personas, supervivientes del asedio de Otranto, fueron decapitadas en las afueras de la ciudad porque no renegaron de la propia fe y murieron confesando a Cristo resucitado. ¿Dónde encontraron la fuerza para permanecer fieles? Precisamente en la fe, que nos hace ver más allá de los límites de nuestra mirada humana, que, más allá de la frontera de la vida terrena, nos hace contemplar los cielos abiertos –como decía san Esteban– y a Cristo vivo a la derecha del Padre (cf. Hch 7, 55-56)».
En el último cuarto del siglo xv, la expansión conquistadora del Imperio Otomano representa una temible amenaza para la cristiandad. En el siglo xi, los turcos selyúcidas procedentes de Asia central, convertidos al islam, han invadido el Imperio Bizantino. A partir de 1299, el príncipe Osmán, que dará nombre a la dinastía otomana, une los clanes turcos bajo su dominio y amenaza al Imperio Bizantino hasta su mismo núcleo. En 1453, los turcos entran vencedores en Constantinopla, la “segunda Roma”. El sultán otomano Mehmet (o Mahomet) II, tras haber profanado la antigua basílica de Santa Sofía, la transforma en mezquita. Todo el Oriente cristiano y también una parte de los Balcanes están a partir de entonces en manos de los musulmanes. Sin embargo, el conquistador no quiere quedarse en eso, ya que su objetivo es someter a toda Europa para hacer de ella una tierra islámica.
¡Desdichada ciudad!
El año 1480 se presenta para Mehmet II como el momento favorable de invadir Italia, arrasada por guerras internas en las que se halla implicado el rey de Nápoles, Fernando de Aragón. El sultán prevé dos ofensivas combinadas: una hacia el Véneto, por vía terrestre a través de los Balcanes (ofensiva que será detenida por la resistencia húngara) y otra hacia Apulia (en el sudeste de Italia), por vía marítima. El Papa Sixto IV advierte en estos términos a sus compatriotas de la amenaza turca: «¡Italianos, si todavía queréis llamaros cristianos, defendeos!». Pero su llamada cae en el vacío, y Mehmet II declara al Papa con sarcasmo: «Haré que mis caballos coman la avena sobre la tumba de san Pedro». Por su parte, san Francisco de Paula (1415-1507), el célebre eremita de Calabria, ha predicho varias veces la invasión inminente del reino de Nápoles por los turcos. A principios de 1480, en presencia de sus compañeros de la Orden de los Mínimos, el santo exclama mientras mira en dirección a Otranto: «¡Ah, desdichada ciudad, cuántos cadáveres cubrirán tus calles! ¡Cuánta sangre cristiana te inundará!». Francisco de Paula manda advertir del peligro al rey de Nápoles, suplicándole que llame a sus tropas que se encuentran en Toscana, donde participan en una guerra fratricida, para defender su reino; pero Fernando trata al santo de derrotista y le ordena callarse.
El cabo de Otranto, o península salentina, “tacón” y punto más oriental de la bota italiana, se adelanta como una centinela hacia la salida del mar Adriático, a menos de 100 km de Albania, en poder de los turcos desde 1478. Ciudad griega en la antigüedad, quizás Otranto viera desembarcar a san Pedro procedente de Antioquía de camino a Roma. Administrada durante mucho tiempo por Bizancio, en 1095 fue el punto de embarque de los 12.000 cruzados normandos conducidos por Bohemundo de Tarento. En 1219, fue recibido allí con honor san Francisco de Asís, de regreso de Tierra Santa. Cerca de Otranto se halla el monasterio basiliano de San Nicolás, cuyos monjes celebran la liturgia en lengua griega.
Bloqueada en Rodas por la defensa de los caballeros de San Juan, la flota otomana –más de 150 barcos– abandona el asedio de esa ciudad para dirigirse hacia el cabo de Otranto, llevando a bordo 18.000 soldados; el 29 de julio de 1480, llega en vista de las costas. El objetivo inicial era el puerto de Brindisi, pero un viento contrario obliga a los navíos a tomar tierra 50 millas más al sur –en Roca, lugar situado a pocos kilómetros de Otranto. En el momento del desembarco de los turcos, esa ciudad solamente cuenta con una guarnición de 400 hombres. La población de Otranto se apresura a pedir auxilio al rey Fernando: «Si vuestra Majestad no toma inmediatamente las medidas indispensables, corremos grave peligro de sucumbir; cumpliremos con nuestro deber, pero nuestra muerte no será lo peor, pues lo temible es el daño causado al servicio de Dios y a los intereses de vuestra Majestad». Sin embargo, Fernando no tiene tropas disponibles y no podrá intervenir en Otranto hasta varias semanas después.
Las llaves lanzadas al mar
El 1 de agosto, los turcos desembarcan sin haber hallado resistencia. Los habitantes han formado barricadas en el interior de las fortificaciones. El pachá Agometh, general del ejército turco, envía a un mensajero para proponerles una rendición con ventajosas condiciones: si no oponen resistencia alguna, hombres y mujeres serán libres, bien de quedarse sin sufrir daños, bien de irse. Tras un animado debate, los notables de la ciudad deciden por unanimidad resistir al invasor y combatir “por Dios y la patria”. No quieren traicionar a su rey ni abrir a los infieles un acceso a Italia. Uno de los ancianos de la ciudad, Ladislao De Marco, responde así al intérprete turco: «Si el pachá quiere Otranto, tendrá que tomarla por la fuerza, porque detrás de los muros están los pechos de los ciudadanos». Para eliminar cualquier equívoco, De Marco toma las llaves de la ciudad y las lanza ostensiblemente al mar desde lo alto de una torre.
Entonces, las bombardas otomanas tiran sobre Otranto un huracán de proyectiles. En el trascurso de la noche, buena parte de los soldados de la guarnición napolitana franquean los muros de la ciudad mediante cuerdas y huyen, por lo que los habitantes quedan solos para defender la ciudad; en adelante, la batalla resulta desigual. Al alba del segundo día, los asaltantes abren una brecha en la muralla, por la que se precipitan, pero son rechazados por los defensores. Un nuevo ataque tampoco tendrá mayor éxito, pues los otrantinos lanzan agua hirviendo sobre los turcos que intentan escalar las fortificaciones. No obstante, el bombardeo incesante de la artillería otomana acaba provocando, el 11 de agosto, el desmoronamiento de la parte más frágil de las murallas, por cuya amplia brecha se introducen los asaltantes. Los defensores de la ciudad, dirigidos por Zurlo y Falconi, que combaten encarnizadamente, se desploman ante el número de los asaltantes. Las hordas otomanas se precipitan gritando por las calles, saqueando y quemando las casas una a una y masacrando a sus habitantes. Un gran número de otrantinos se ha refugiado y atrincherado en la catedral, defendida con la energía de la desesperanza por algunos hombres armados. El viejo arzobispo Stefano Pendinelli, vestido con sus hábitos pontificios, distribuye por última vez a sus fieles el Pan de Vida; luego, un dominico, fray Fruttuoso, les exhorta a prepararse cristianamente al martirio. Sus frases se ven interrumpidas por el estruendo de la puerta principal, derribada por los arietes de los asaltantes, quienes reducen definitivamente al silencio al predicador y se precipitan hacia el obispo, sentado en su cátedra. Agometh le pregunta quién es: «Soy el indigno pastor de este rebaño de Cristo». Uno de los turcos le ordena que no pronuncie más el nombre de Cristo, sino sólo el de Mahoma. El arzobispo exhorta a su agresor a convertirse si no quiere padecer la suerte de Mahoma, que fue juzgado por el tribunal de Dios por su impiedad. Fuera de sí, el pachá ordena entonces que el obispo sea decapitado. Esa ejecución es la señal de una matanza general, de modo que la sangre de los cristianos se derrama a raudales en la catedral profanada.
Al cabo de tres días, el pachá Agometh suspende la matanza y ordena a los soldados que reúnan a todos los hombres válidos de más de quince años. Presentan ante él a unos 800 hombres (813 según una tradición). Un sacerdote renegado de Calabria permanece al lado del jefe otomano; con la traducción de sus palabras, se esfuerza en convencer a los otrantinos para que renieguen de Cristo. «La victoria de los musulmanes –les dice– es una prueba de que Mahoma es más poderoso que Cristo. Si os convertís al islam, salvaréis la vida y conservaréis vuestros bienes; en caso contrario, todos seréis masacrados».
Un valeroso sastre
Entonces, un sastre de cierta edad llamado Antonio Primaldo se levanta y se dirige a sus compañeros con el siguiente discurso: «Hermanos, acabamos de oír a qué precio se nos propone comprar el derecho a prolongar esta miserable vida. Hemos combatido hasta hoy por nuestra patria, nuestra vida y nuestros amos terrenales. A partir de ahora, ha llegado el momento de combatir para salvar nuestras almas redimidas por Nuestro Señor. Ya que Él murió por nosotros en la Cruz, es conveniente que también nosotros muramos por Él, firmes y constantes en la fe. Mediante esta muerte terrenal, recibiremos la gloria del martirio y la vida eterna». Tras oír estas palabras, todos gritan al unísono y con fervor que prefieren mil veces morir de cualquier muerte antes que renegar de Cristo. Cada cual exhorta a sus compañeros, unos a sus hijos y otros a sus padres, a decir “sí a Cristo” y “no a Mahoma”, cualesquiera que sean las circunstancias.
No obstante, el jefe de los turcos promete una vez más a los prisioneros cristianos que les devolverá a sus esposas, a sus hijos y todos sus bienes si pronuncian la “shahada”, fórmula ritual que los convertirá en musulmanes: “No hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta”. En realidad, pronunciar esta frase equivale a una apostasía. Primaldo lo rechaza y renueva su juramento de fidelidad a Cristo, que la multitud repite con fervor, sabiendo de hecho que Jesucristo es Dios y que no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos (Hch 4, 12).
Jesucristo es, en efecto, el único Salvador de los hombres, como lo recordaba la Congregación para la Doctrina de la Fe en un documento aprobado por san Juan Pablo II: «Él sólo, como Hijo de Dios hecho hombre, crucificado y resucitado, en virtud de la misión recibida del Padre y en la potencia del Espíritu Santo, tiene el objetivo de donar la revelación y la vida divina a toda la humanidad y a cada hombre. En este sentido se puede y se debe decir que Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un significado y un valor singular y único, sólo de él propio, exclusivo, universal y absoluto. Jesús es, en efecto, el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos. Recogiendo esta conciencia de fe, el Concilio Vaticano II enseña: “El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. Él es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos” (Gaudium et spes, 45). Es precisamente esta singularidad única de Cristo la que le confiere un significado absoluto y universal, por lo cual, mientras está en la historia, es el centro y el fin de la misma: Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin (Ap 22, 13)» (Declaración Dominus Iesus, 6 de agosto de 2000, n. 15).
Furioso por la constancia de los 800 prisioneros en su confesión de fe, Agometh decreta entonces su condena a muerte. El 14 de agosto por la mañana, llevando una soga al cuello y con las manos atadas a la espalda, son conducidos a la colina de Minerva, a unos centenares de metros de la ciudad. El sacerdote apóstata calabrés da vueltas alrededor de ellos y les enseña una tableta donde está escrita en caracteres latinos la “shahada”: «Pronunciad esta simple frase y os salvaréis». Pero todos los condenados, invocando a Jesús y a María, se muestran dispuestos a morir. El pachá ordena que Antonio Primaldo sea ejecutado el primero. Antes de poner la cabeza sobre el tronco, el anciano exhorta a sus compañeros a ser fuertes en la fe y a mirar al Cielo que les espera. Su seguridad procede de la certeza de su fe:
«La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas, pero la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural» (Catecismo de la Iglesia Católica, 157).
Signos ciertos
Retomando las palabras de san Esteban, Primaldo exclama que ve los cielos abiertos y los ángeles consoladores. Es decapitado de un golpe de alfanje, pero, ante el estupor general, se pone de pie; su cuerpo sin cabeza, a pesar de los furiosos esfuerzos de los verdugos que le empujan y tiran de él con cuerdas, permanecerá de pie hasta el final del suplicio. Ante ese milagro, uno de los verdugos, de nombre Berlabei, se declara cristiano. Esta conversión ilustra la afirmación del Catecismo de la Iglesia Católica de que los milagros de Cristo y de los santos, las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad «son signos ciertos de la revelación, adaptados a la inteligencia de todos» (CEC, 156). Lleno de furia, el pachá condena al nuevo convertido al empalamiento, y Berlabei es bautizado de ese modo en su sangre. Cuatro testigos oculares (que aún eran niños o adolescentes en 1480) contaron en 1539, con motivo del proceso de beatificación, el prodigio del cuerpo decapitado pero siempre erguido de Antonio Primaldo, así como la conversión de Berlabei. En adelante, la colina de Minerva bañada con tanta sangre se denominará “Colina de los Mártires”, y los religiosos mínimos fundarán allí, muy pronto, un monasterio.
La caída de Otranto y la matanza de una gran parte de su población sumergen a Italia e incluso a todo el Occidente cristiano en la consternación y en el espanto. El Papa Sixto IV considera la posibilidad de huir de la amenazada Roma y lanza una llamada a la cruzada; aterrados, los potentados italianos y el rey de Francia abandonan sus rencillas. El rey Fernando se apresura, en pocos días, en cerrar la paz con Lorenzo de Médicis, y un ejército internacional de cruzados procedente de varias naciones europeas se pone inmediatamente en marcha hacia el cabo de Otranto, bajo el mando del duque Alfonso de Calabria, hijo del rey de Nápoles. Sin embargo, los turcos han reconstruido rápidamente las fortificaciones de la ciudad. Los cruzados quedan atascados todo el invierno, mientras que los musulmanes reciben víveres y municiones por vía marítima, con vistas a una gran ofensiva en primavera sobre Apulia. Pero el 3 de mayo de 1481, el sultán Mehmet II muere de improviso, y la lucha por el poder entre sus hijos Bajazet y Diem desvía de Italia la atención de los otomanos. Este acontecimiento providencial permite a Alfonso de Calabria, tras un asedio de tres meses, entrar como liberador en la ciudad mártir el 10 de septiembre de 1481. El duque se ha dejado convencer para evitar un asalto que provocaría un gran derramamiento de sangre. Los ocupantes turcos han capitulado a cambio de salvar la vida y de poder retirarse en cuatro barcos; Alfonso les fuerza a liberar a los prisioneros cristianos que se disponía a llevarse en esclavitud.
Resistencia salvadora
Apenas llegados a Otranto, los cruzados descubren
los cuerpos de los 800 mártires, intactos a pesar de permanecer un año insepultos. Alfonso los manda enterrar provisionalmente en las proximidades. El 13 de octubre, gran parte de las reliquias son trasladadas a la catedral de Otranto. Hoy en día, alrededor del altar de María, puede verse un osario con las reliquias de 560 cuerpos; el resto de las reliquias se trasladó a Nápoles. El balance de la tragedia es desgarrador: de los 22.000 habitantes de Otranto, 12.000 murieron durante y después del asedio; 813 hombres fueron decapitados (los mártires que acaban de ser canonizados); la mayoría de los demás habitantes, mujeres y niños, fueron llevados como esclavos. Solamente un pequeñísimo número de otrantinos consiguió escapar de la matanza o de la esclavitud. Sin embargo, las dos semanas de resistencia de los habitantes sitiados y el sacrificio de sus mártires salvaron Italia, permitiendo que los príncipes cristianos se repusieran y organizaran una expedición salvadora. Los cronistas de la época pudieron afirmar con toda la razón que la resistencia de Otranto permitió que se salvara la Italia del sur y, quizás, la propia Roma.
Los milagros que se han producido por la invocación a los mártires de Otranto –cuyos nombres son desconocidos, excepto el de Primaldo– o por sus santas reliquias han sido innumerables hasta nuestros días: aura luminosa alrededor de los huesos, curaciones repentinas, protección de la ciudad de Otranto contra nuevos asaltos del islam o contra terremotos… El 4 de agosto de 1980, con motivo del 500 aniversario de la tragedia, san Juan Pablo II se desplazó a Otranto con objeto de venerar a sus mártires. A la juventud que acudió a su encuentro, el Papa le dijo: «Lleváis en el corazón, como una herencia valiosísima, el admirable ejemplo de aquellos otrantinos que, el 14 de agosto de 1480, en el amanecer de la edad moderna, prefirieron sacrificar la vida misma antes que renunciar a la fe cristiana. Esta es una página luminosa y gloriosa de la historia civil y religiosa de Italia, pero especialmente para la historia de la Iglesia peregrina en este mundo, la cual tiene que pagar, a través de los siglos, su tributo de sufrimiento y de persecución para mantener intacta e inmaculada su fidelidad al Esposo, Cristo, Hombre-Dios, Redentor y Libertador del hombre… Sois los descendientes de aquella estirpe noble y fuerte que, tras haber defendido valientemente por todos los medios su querida ciudad, también supo defender, de manera sublime, el tesoro de la fe que les fue comunicado en el Bautismo… ¿Eran acaso aquellos hombres unos ilusos y estaban fuera de su tiempo? ¡No, queridísimos jóvenes! Eran hombres auténticos, coherentes. Había entre ellos jóvenes que, como vosotros, tenían ganas de vivir, de ser felices, de amar. ¡Pero que hicieron, con lucidez y firmeza, su opción por Cristo! Ante las ideologías contemporáneas que exaltan y proclaman el ateísmo teórico o práctico, yo os pregunto a vosotros: ¿Estáis dispuestos a repetir las palabras de los beatos mártires “Preferimos morir por Cristo antes que renegar de Él”?… Estar dispuestos a morir por Cristo supone la decisión de aceptar con generosidad y coherencia las exigencias de la vida cristiana; es decir, vivir para Cristo».
El proceso diocesano que tuvo lugar en Otranto en 1539 permitió escuchar a diez testigos oculares del martirio. Relataron los detalles de que disponemos, en especial los que conciernen al papel esencial de Antonio Primaldo. El culto que se rinde a los 800 mártires “de tiempo inmemorial” fue autentificado oficialmente en 1771 por la Santa Sede, lo que equivalía a una beatificación. Con vistas a su canonización, el Papa Benedicto XVI reconoció en 2012 la autenticidad de un milagro: se trata de la curación repentina y médicamente inexplicable de una monja italiana, sor Francesca Levote, aquejada de un cáncer avanzado e incurable; ese milagro se obtuvo del Señor en 1980 gracias a las plegarias de la enferma, mediante la intercesión de los mártires de Otranto.
El rechazo a los valores caducos
El 24 de junio de 2013, el Papa Francisco se dirigía a los fieles en estos términos: «En dos mil años, ¡son tantos los hombres y mujeres que han sacrificado la vida por permanecer fieles a Jesucristo y a su Evangelio! Y en la actualidad, un poco por todas partes en el mundo, ¡hay tantos mártires, aún más que en los primeros siglos, que dan la vida por Cristo, que son llevados a la muerte por haberse negado a renegar de Jesucristo! Así es nuestra Iglesia… Pero existe igualmente el martirio cotidiano, que no es la muerte sino la pérdida de la vida por Cristo, cumplida por deber con amor, según la lógica de Jesús, la lógica del don, del sacrificio… ¡mártires cotidianos, mártires de lo cotidiano! ¡Y hay tantas otras personas que pierden la vida por la verdad!». Para concluir, el Papa se dirigía a los jóvenes: «No tengáis miedo de ir a contracorriente cuando quieren robaros vuestra esperanza, cuando os proponen valores caducos. Adelante, sed valientes e id a contracorriente».
Pidamos a Dios, mediante la intercesión de los mártires de Otranto, la gracia de ser fieles a Jesucristo en el “martirio cotidiano”, y, si es necesario, hasta el martirio de sangre. Entonces, veremos un día los cielos abiertos y a Cristo a la derecha del Padre.
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