29 de Junio de 2011

Beato Antonio Chevrier

Muy estimados Amigos:

«Para realizar el trabajo material, encuentro a bastante gente, pero para enseñar bien el catecismo, introducir la fe y el amor de Nuestro Señor en las almas, encuentro a muy pocos, a casi nadie». Estas palabras explican el ardiente deseo del beato Antonio Chevrier de «dar a la Iglesia y al mundo sacerdotes pobres y buenos catequistas que vayan por todas partes a mostrar a Jesucristo » (Juan Pablo II, homilía de la beatificación, 4 de octubre de 1986).

Beato Antonio ChevrierNacido en Lión el domingo de Pascua 16 de abril de 1826, Antonio Chevrier es bautizado dos días después. Es el único hijo de una familia laboriosa de tejedores de seda, y crece en un mundo tumultuoso: revuelta de los tejedores y revolución de 1848. Hereda de su padre las virtudes de humildad y dulzura, y de su madre, toda una mujer de carácter ardiente y enérgico, una fe que mueve montañas. El temor de la señora Chevrier es que su marido y su hijo no sigan el buen camino y pierdan su alma. Si alguna vez el niño, por atolondramiento, comete una falta leve, su madre le manda a la cama antes de hora: «¡Vaya usted a acostarse, señor! –¡Oh!, mamá, no, no quiero ser un señor, soy tu «Toñito»». Una vez, la madre le deja llorar hasta las once de la noche, antes de darle el beso que le ha negado como penitencia. Antonio Chevrier escribirá más tarde: «¿Sabéis lo que hace hombres? Los sufrimientos, las privaciones, las humillaciones. Quien no ha sufrido nada, no sabe nada: es un blandengue». Apasionado en el juego, así como en los estudios, sus compañeros le eligen con frecuencia como jefe en el recreo e incluso en la calle. Un día, los alumnos de la escuela laica les esperan al salir de clase para atacarles. Antonio, gracias a su gran estatura y unas frases conciliadoras, se impone hasta tal punto que los granujas renuncian a la lucha.

Un globo luminoso

Su alma recibe muy pronto una gracia milagrosa. Es una época en que, en la consagración, durante la Misa, se recomienda a los fieles bajar la vista por respeto hacia las especies sacramentales. Una mañana, Antonio, por santa e ingenua curiosidad, levanta la cabeza y percibe, sin sorprenderse pero con admiración, un globo luminoso encima del cáliz, en el momento de la elevación. No será hasta mucho más tarde cuando comprenderá que aquella manifestación perceptible era extraordinaria, y dará gracias a Dios por haber reafirmado su incipiente fe. El padre Chevrier contará un día ese milagro a una persona in artículo mortis, quien, de hecho, sobrevivirá y lo divulgará. Después de su primera Comunión en 1837, Antonio solicita el privilegio de poder ayudar cada día en la primera Misa de la parroquia, a las cinco. En verano como en invierno él se muestra fiel, y lo encuentran a menudo esperando en medio del frío a que abran las puertas. En 1840, Antonio tiene catorce años; un vicario de la parroquia le pregunta si le gustaría llegar a ser sacerdote. Nunca lo había pensado, pero responde que sí, sintiendo entonces un inmenso gozo. Primero ingresa en la escuela clerical de San Francisco, y luego en el seminario menor de Argentière, cerca de Lión. En octubre de 1846, tiene lugar la toma de hábito en el seminario mayor de Saint-Irénée, y después, el año siguiente, la tonsura; con motivo de ese acontecimiento, tiene la idea de ofrecerse para las misiones extranjeras. Su madre se opone a ello con último vigor: «Es usted un ingrato, señor, un mal hijo. ¿Cree que le he educado para que le coman los salvajes?« ¡En Lión también encontrará salvajes! ¡Si se va a pesar mío, renegaré de usted como hijo!». Aquellas frases, de sabiduría demasiado humana, no habrían sido suficientes para retenerlo, si no hubiera recibido consejos semejantes de su confesor.

Ordenado sacerdote el 25 de mayo de 1850 por el cardenal de Bonald, Antonio es nombrado vicario en Saint-André de la Guillotière, en un importante suburbio obrero de Lión. La mayoría de las personas que allí viven son labriegos desarraigados. Hombres, mujeres y niños que, a partir de los ocho o nueve años de edad, trabajan en fábricas o en talleres más de ocho horas al día, incluidos los domingos. Sus casas de adobe están apretadas unas junto a otras en callejuelas tortuosas que desembocan en tristes paisajes. Su única distracción son las tabernas y los salones de baile de mala fama. En 1850, Saint-André cuenta con seis mil almas de evangelización tan difícil que, durante cuatro años, los trabajos del párroco anterior han resultado en vano. El joven apóstol está contento, pues tiene «mucho bien por hacer a su alrededor». Se levanta muy temprano: oración mental, breviario, Misa, estudios sacros y visita a los enfermos. Cuando teme que la puerta de estos últimos se va a cerrar ante su sotana, el padre Chevrier se aparta para no ser visto. En cuanto abren, pone el pie en el ángulo de la puerta y suplica tan fervientemente que casi siempre acaba entrando hasta la cabecera de la cama de los moribundos. De ese modo consigue pescas milagrosas. En la calle, el joven vicario convierte a mujeres de mala vida, lo que le procura injurias, amenazas, golpes o incluso ser perseguido a pedradas.

El secreto de un apostolado tan combatido y tan fecundo reside en la pobreza. El padre Chevrier se despoja de todo y deja en manos de Dios el cuidado de cubrir sus necesidades. El ajuar que le ha hecho su madre lo ha distribuido enseguida entre los pobres. Ella le vuelve a dar ropa, pero él lo reparte de nuevo. «¡Pero bueno –exclama la madre–, esos gastos y esfuerzos no los hago para desconocidos! –Pero esos desconocidos son hijos míos. –Pues vaya, ahora soy la abuela de todos esos malandrines. ¡Mil gracias!». Él ríe de buen grado y continúa con lo mismo. Pero como su madre le abruma con reproches, él termina respondiendo: «¿Qué significa eso? ¡Nuestro Señor Jesucristo sí que dio su sangre!». El 31 de mayo de 1856, en plena noche, las crecidas del río Ródano provocan inundaciones que acaban siendo, para algunos barrios como la Guillotière, una verdadera catástrofe. Durante varios días, Antonio Chevrier se muestra valiente e infatigable para socorrer a las víctimas arriesgando su vida, en medio de una violenta corriente y de peligrosos remolinos. Consigue salvar a numerosas personas y abastece las casas aisladas. Quizás haya un nexo de unión entre esa prueba y el acontecimiento espiritual que cambiará completamente su vida al cabo de unos meses, pues Dios tiene proyectos para él.

Todo se tambalea

La nochebuena de 1856, en efecto, mientras medita sobre la Encarnación ante el belén del Niño Jesús, el padre Chevrier siente una llamada sobrenatural que expresa del siguiente modo: «El Hijo de Dios descendió a la tierra para salvar a los hombres y convertir a los pecadores. Y sin embargo, ¿qué es lo que nos encontramos? ¡Cuántos pecadores hay en el mundo! ¡Los hombres se siguen condenando! Así pues, tomé la decisión de seguir a Nuestro Señor Jesucristo de más cerca, con objeto de poder ser más capaz de trabajar eficazmente por la salvación de las almas». Todo se tambalea en aquel momento; para él se trata de «abandonarlo todo y de vivir lo más pobremente posible». Ni impulsivo ni exaltado, se toma un tiempo de reflexión y reza. Comprende que su misión consiste en catequizar a los pobres y a los sencillos. En enero de 1857, consulta al santo cura de Ars, quien le escucha y aprueba su proyecto, considerando a partir de ese momento al sacerdote como a su hijo. En contrapartida, su propio párroco no le comprende y se opone a sus iniciativas. El padre Chevrier piensa entonces en dejar la parroquia. En junio de 1857, su encuentro con Camilo Rambaud precipita las cosas: ese relevante laico ha abandonado su situación y construye para los pobres la ciudad del Niño Jesús. La obra necesita un capellán. El cardenal de Bonald nombra al padre Chevrier para el puesto, con gran disgusto por parte del párroco y de los feligreses de Saint-André. A partir de entonces se le conoce como el padre Chevrier, aunque no sea un religioso. La tarea consiste sobre todo en celebrar Misa todos los días y en enseñar el catecismo a una veintena de niños que se preparan para la primera Comunión. Esa ciudad obrera alberga en esos momentos algo más de doscientas personas siniestradas, la mayoría a causa de las recientes inundaciones. Camilo Rambaud, o el hermano Camilo, como se le conoce, lo dirige todo. Tiene un carácter de asceta, imponiendo a sus colaboradores una extrema pobreza y una gran mortificación. Ese modo de vida atrae al padre Chevrier a pesar de su delicada salud. En 1859, ingresa en la tercera orden de San Francisco, puesto que el ejemplo del santo es lo que más desea imitar. Según las declaraciones de los testigos, Antonio Chevrier irradia alegría.

Las dos obras que Camilo Rambaud afronta, el catecismo para los niños pobres y la construcción de viviendas sociales, no pueden coexistir durante mucho tiempo. Alquilan un local en la Guillotière para el catecismo de los chicos, mientras que el de las chicas se realizará en Fourvière. El padre Chevrier ejerce pues su ministerio en tres lugares, lo que le ocasiona un trabajo que va más allá de sus fuerzas. Reza a la Divina Providencia para que le ayude a encontrar una solución. El 10 de diciembre de 1860, alquila en el barrio del Prado un amplio salón de baile, hasta ese momento de mala fama. No tiene ni un céntimo en el bolsillo, pero con la ayuda de bienhechores y animado por el arzobispo, conseguirá comprarlo poco después. Por acuerdo mutuo, Camilo Rambaud, ya sacerdote, es el superior de la ciudad del Niño Jesús, y el padre Chevrier dirige los catecismos de los chicos y de las chicas de La Providencia del Prado.

Orgullosa de su hijo

El Prado, hasta entonces «casa del diablo», se convier- te en la casa de Dios. El gran salón de baile se transforma en capilla. La señora Chevrier puede estar orgullosa de su hijo. Con la ayuda de algunos jóvenes, chicos y chicas, a los que se denomina «hermanos» y «hermanas», el padre acoge durante un período de seis meses a niños y jóvenes procedentes de familias obreras, con objeto de «convertirlos en hombres y en cristianos». Al primero, a Pedro Pacalet, lo encuentran mientras está devorando a dos carrillos cortezas de melones que ha hallado en un montón de basuras; el padre se apiada de él. Ese muchacho, discapacitado mental, se convierte en la primera piedra de la obra. Pedro toma la primera Comunión en el Prado, del que le gustará considerarse el «pilar». Los jóvenes afluyen, con edades de catorce a veinte años. Muchos de ellos trabajan en fábricas desde la edad de ocho o nueve años. Algunos son huérfanos, y otros han salido de la cárcel. En el Prado reciben una instrucción religiosa completa. Durante dos horas al día, aprenden a leer y a escribir; el resto del tiempo se centra en la educación religiosa. En ese lugar, todo se basa en la confianza en la Divina Providencia. Comen lo que hay, y, si no hay nada, en el último minuto, una persona trae lo necesario. Cuando la bolsa está vacía, el padre Chevrier se acerca a pedir limosna a la salida de las iglesias; al principio le cuesta mucho, e incluso tiene problemas a causa de la policía. A pesar de la pobreza, la vida en el Prado no es triste. La alegría del padre estalla durante los recreos, que resultan muy animados, sobre todo cuando uno u otro de los jóvenes internos ha sido anteriormente saltimbanqui, tragador de sables o acróbata.

El catecismo es la mayor preocupación del padre, tanto su tarea con los niños como con los adultos que frecuentan el Prado. «Catequizar a los hombres –escribía– es la mayor de las misiones de los sacerdotes hoy en día». Desea arrastrar a otros, pero es una misión difícil: «¡Oh!, por un alma que impartiera bien el catecismo, que tuviera espíritu de pobreza, de humildad y de caridad, por esa alma daría todo el Prado». El padre Chevrier resume la cuestión en tres frases: «Primero iluminar la inteligencia, conmover el corazón, y finalmente estimular la voluntad« Hay que instruir, pero no con grandes discursos que no alcanzan el corazón de los ignorantes, sino con instrucciones muy sencillas y al alcance del pueblo. En nuestros días habría que catequizar por todas partes, enseñar las primeras verdades, decir a los hombres que existe un Dios y enseñarles a amarlo y a servirlo».

Un instrumento providencial

Ciento cincuenta años después –escribe el cardenal Barbarin, arzobispo de Lión– las circunstancias han cambiado por completo, es cierto, pero la urgencia y el desafío son los mismos» (Carta pastoral, 2006). Sin embargo, desde 2005, es autoridad en la materia un instrumento providencial que se ofrece a todos: el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica. El Compendio –precisa Benedicto XVI– «Contiene, de modo conciso, todos los elementos esenciales y fundamentales de la fe de la Iglesia, de manera tal que constituye« una especie de vademécum, a través del cual las personas, creyentes o no, pueden abarcar con una sola mirada de conjunto el panorama completo de la fe católica» (Motu proprio del 28 de junio de 2005). Más recientemente, el Santo Padre ha retomado el tema: «La presentación orgánica de la fe es una exigencia irrenunciable. De hecho, las distintas verdades de la fe se iluminan recíprocamente y, en una visión total y unitaria, se aprecia la armonía del plan de salvación de Dios y la centralidad del misterio de Cristo« El Catecismo de la Iglesia Católica, así como el Compendio de dicho Catecismo, nos ofrecen precisamente este cuadro completo de la Revelación cristiana, que es necesario acoger con fe y gratitud. Por eso, quiero animar también a los fieles y a las comunidades cristianas a aprovechar estos instrumentos para conocer y profundizar en el contenido de nuestra fe. Así se nos presentará como una maravillosa sinfonía, que nos habla de Dios y de su amor, y que estimula nuestra firme adhesión y nuestra respuesta activa» (Audiencia general del 30 de diciembre de 2009).

El año 1870, que había empezado con el duelo por la muerte del cardenal de Bonald, termina con la guerra extranjera seguida de los disturbios sociales de la Comuna, que, en 1871, hace estragos tanto en Lión como en París. La pobreza del padre y la celebridad de sus buenas obras le sirven de muralla. Así, la obra de la primera Comunión no queda interrumpida. El padre Chevrier no tiene miedo alguno de llevar a los niños a Fourvière, atravesando en sotana toda la ciudad, en medio de los guardias nacionales que hacen la instrucción. En la festividad del Corpus Christi de 1871, lleva el Santísimo por las calles donde a penas se deja de combatir, y nadie se atreve a perturbar la ceremonia. En el mismo momento, en París, los partidarios de la Comuna fusilan al arzobispo y a un grupo de sacerdotes. Se dice del padre Chevrier que es quizás el sacerdote más audaz de su época.

Como si su trabajo en el Prado no fuera suficiente, el padre Chevrier acepta, por amor hacia los pobres, la carga de fundar una nueva parroquia en el barrio desamparado de Moulin-à-Vent, a tres kilómetros del Prado, donde no existe ninguna práctica religiosa. Una primera misión supone un gran éxito. «Lo que inspira realmente la confianza y el amor del pueblo es la virtud y la caridad –afirma el padre« Un sacerdote pobre en una iglesia de madera expuesta a todos los vientos atraerá y convertirá a más gente« que otro sacerdote en una iglesia de oro». Y más comentarios: «¡Cuánta libertad y cuánto poder recibe el sacerdote de esa santa y hermosa pobreza de Jesucristo! ¡Qué ejemplo es para el mundo, ese mundo que no trabaja más que por el dinero, que no piensa más que en el dinero y que no vive más que por el dinero!».

«Es un mensaje que no ha envejecido en absoluto –escribe el cardenal Barbarin« Oír ese mensaje supone que se abra el corazón y una reacción firme contra la tentación omnipresente del bienestar y del confort material. ¿Cómo permanecer libre ante el dinero, que es una realidad necesaria y cotidiana pero que enseguida ha conseguido engañarnos y arrastrarnos en su lógica implacable?».

Enseñar y hacer comprender

A pesar de que la labor pastoral, en Moulin-à-Vent, la ejerce la mayoría de las veces uno de sus colaboradores, el padre Chevrier es su primer párroco entre 1867 y 1871. El método «pradosiano» es primeramente la evangelización activa de los feligreses: instrucción, Rosario y Via Crucis con meditación pública. Enseñar y hacer comprender son las ideas predominantes del padre: «Si hay tantas personas que se aburren en Misa es porque no comprenden los misterios que acontecen en ella». Él mismo celebra el Santo Sacrificio con mucho esmero, obteniendo de los asistentes toda la atención posible.

«La mejor catequesis sobre la Eucaristía es la Eucaristía misma bien celebrada. En efecto, por su propia naturaleza, la liturgia tiene una eficacia propia para introducir a los fieles en el conocimiento del misterio celebrado» (Benedicto XVI, Exhortación apostólica Sacramentum Caritatis, n. 64, 22 de febrero de 2007).

En 1866, el padre Chevrier realiza en el Prado un proyecto que siempre ha acariciado: promover sacerdotes pobres para evangelizar a los pobres, para lo cual abre una pequeña escuela para niños con aptitudes para ese tipo de vocación. En 1873, sus cuatro primeros latinistas ingresan en el seminario mayor de Lión. En honor a ellos toma la pluma para escribir «El Verdadero Discípulo de Nuestro Señor Jesucristo», donde expone la pasión de su vida: seguir a Jesús siendo pobre con Él en el pesebre, crucificado con Él, comido como él en la Eucaristía, a fin de seguirlo en su gloria. «El sacerdote es un hombre despojado, un hombre crucificado, un hombre comido», como lo afirman las sentencias que el padre ha pintado en las paredes de la modesta casa de Saint-Fons, cerca de Lión. Él mismo gusta de retirarse a veces en ese lugar durante algunos días de recogimiento: «Voy a meter aceite en la lámpara, pues noto que se está apagando» –dice entonces a sus cofrades. Se trata del aceite del amor de Dios.

El despojo

El padre Chevrier se entrega sin cuartel, mucho más allá de sus fuerzas, y lo reconocerá: «Me he matado en la obra». En la primavera de 1874, cae gravemente enfermo; sin embargo, consigue retomar sus actividades y realizar una estancia de cuatro días en Roma para formar a sus futuros sacerdotes, pero su salud nunca se recuperará realmente. Cuando la obra parece llegar a la madurez, conoce la tribulación del despojo: un antiguo compañero lo abandona para estar un tiempo en la Trapa, y sus nuevos sacerdotes, ordenados en mayo de 1877, tienen dudas de continuar en el Prado. «Dios me ha dado ayudas –dice–, unos buenos coadjutores, y ahora me los quita. ¡Bendito sea su santo nombre!». De hecho, esos tres colaboradores se quedarán en el Prado, pero el padre Chevrier sufre de repente incapacidad para realizar cualquier trabajo, por lo que debe presentar su dimisión el 6 de enero de 1878, sucediéndole uno más joven. Los médicos le prescriben reposo total en Limonest, en el campo lionés. En septiembre de 1879, al comprender que se acerca el final de su estancia en la tierra, pide regresar al Prado, donde muere el 2 de octubre de 1879, a la edad de 53 años. Cerca de diez mil personas asisten a los funerales. Sus restos son sepultados en la capilla, ante el altar de la Comunión, en el mismo lugar donde antaño se hallaba la orquesta que dirigía el baile.

Los cuatro primeros sacerdotes del Prado se hallan solos y en una situación difícil. Su estatus es precario y lo seguirá siendo durante mucho tiempo, ya que las constituciones de los Padres del Prado no serán aprobadas por el arzobispo de Lión hasta 1924, es decir, cuarenta y cinco años más tarde, y las Hermanas serán elevadas a la categoría de Sociedad apostólica de derecho diocesano en 1925. El auge del Prado data de esa época, primero en la diócesis de Lión y luego en Francia a partir de 1945. La obra se encuentra actualmente en más de treinta países de Europa, Asia, África y América del Sur. Sus sacerdotes son en la actualidad algo más de un millar. La familia pradosiana la forman también Hermanos y el Instituto Femenino del Prado, mujeres que viven laicas en el mundo y que se comprometen a vivir la castidad en el celibato por amor a Cristo.

El padre Chevrier fue beatificado el 4 de octubre de 1986, en Lión, en la festividad de san Francisco de Asís. Según decía el Papa Juan Pablo II, «es un guía incomparable para los sacerdotes. Pero todos los laicos cristianos encontrarán también en él una gran luz, porque él enseña a cada bautizado cómo anunciar la Buena Nueva a los pobres, y cómo hacer presente a Jesucristo a través de su propia existencia. Hoy el contexto religioso ya no es el de la época del padre Chevrier. Nuestro tiempo está marcado por la duda, el escepticismo, la incredulidad, e incluso por el ateísmo, y una reivindicación maximalista de libertad. La ignorancia religiosa se extiende de manera desconcertante. Son pobres todos aquellos a quienes les falta Dios« quienes sufren el paro, la falta de empleo. Ya no se ve afectado solamente el mundo obrero, sino otros muchos contextos: enfermos, discapacitados o presidiarios. Las palabras de Jesús nos interpelan: Estaba en la cárcel y vinisteis a verme ».

Beato Antonio Chevrier, enséñanos a vivir según el espíritu de las Bienaventuranzas, abriendo nuestros ojos ante las pobrezas de nuestro mundo a fin de que le entreguemos lo mejor de nosotros: ¡el gozo de amar a Dios y al prójimo!

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Mons. Alán de Boismenu

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