9 de Abril de 2014
Alfonso María Ratisbonne (Marie-Alphonse)
Muy estimados Amigos:
El 27 de noviembre de 1830, en la rue du Bac de París, en el noviciado de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, la comunidad se halla rezando en la capilla. Una joven novicia, sor Catalina Labouré, ve aparecer «un cuadro de la Virgen, tal como es representada normalmente con la advocación de Inmaculada Concepción, de pie y extendiendo los brazos… De sus manos salen, como si fueran haces, rayos de primoroso resplandor». La hermana oye en ese mismo instante: «Estos rayos son el símbolo de las gracias que María consigue para los hombres». Alrededor del cuadro puede leer, en letras de oro, la siguiente invocación: «¡Oh, María!, sin pecado concebida, rogad por nosotros que acudimos a Vos». Después, el cuadro gira y, en el reverso, distingue la letra M con una pequeña cruz encima, y, debajo, los sagrados Corazones de Jesús y de María. Después de que la hermana lo haya considerado todo, la voz le dice: «Hay que estampar una medalla a partir de este modelo, y las personas que la lleven bendecida y que digan con fervor esta corta oración, gozarán de una protección especial de la Madre de Dios». El 30 de junio de 1831, se estampan 1.500 medallas, que en un principio se difunden de mano en mano. Poco a poco se divulga la noticia de gracias concedidas extraordinarias, y el pueblo bautiza la medalla con el nombre de “milagrosa”. A partir de 1834 se inaugura una difusión fulgurante, de tal modo que, desde 1839, se habrán estampado, tanto en Francia como en el extranjero, diez millones de medallas. En 1842, se produce en Roma un acontecimiento extraordinario que confirma la apelación de esa medalla. Dejemos que el propio protagonista, Alfonso Ratisbonne, se presente a sí mismo.
«Mi familia es bastante conocida, pues es rica y caritativa. Por ello ocupa desde hace tiempo el primer lugar en Alsacia». Alfonso nace el 1 de mayo de 1814, siendo el último hijo de esa familia opulenta de diez vástagos. El cabeza de familia, Augusto Ratisbonne, pertenece a una generación de israelitas que solamente piensa en gozar de la vida terrenal; aunque es el presidente del Consistorio, sólo aparece por la sinagoga en raras ocasiones y por compromiso. Los hijos son educados, si no en la religión, al menos según las tradiciones y costumbres judaicas. A partir de sus cuatro años, Alfonso pierde a su madre, mujer cabal y virtuosa cuyos ejemplos eran los únicos que, para los hijos, hacían las veces de principios morales.
En 1825, empieza sus estudios en el colegio real de Estrasburgo. «En aquella época –escribe–, un acontecimiento supuso un duro golpe para la familia. Mi hermano Teodoro (su hermano mayor de doce años) se declaró cristiano; poco tiempo después, a pesar de insistentes recriminaciones, se hizo sacerdote y ejerció su ministerio en la misma ciudad, ante la mirada de la familia. Aquella conducta me sublevó, y acabé odiando su hábito y su carácter. Educado en medio de cristianos, indiferentes como yo, la conversión de mi hermano, me persuadió del fanatismo de los católicos, lo que me horrorizó». En julio de 1831, a la edad de diecisiete años, Alfonso obtiene el bachillerato en letras.
Disfrutar del mundo
Su padre había fallecido el año anterior, por lo que un tío sin hijos pasó a ser su segundo padre. «Mi tío era muy conocido en el mundo financiero y quiso vincularme a la banca, pues era el que mandaba en ella. Estudié derecho en París y, luego, regresé con él. Me dejó toda la libertad, por lo que llegué a creer que estábamos en el mundo para disfrutar… Era judío de nombre, pero ni siquiera creía en Dios». Sin embargo, según un testimonio, «su corazón se había conservado puro». Así que se dedicó a «servir a la causa de su pueblo oprimido y a trabajar para conseguirle una perfecta igualdad de derechos, así como una mayor fusión con el conjunto de la sociedad».
En 1841, Alfonso está a punto de cumplir los veintisiete años. Su familia, de acuerdo con su propio atractivo, decide su matrimonio con una de sus sobrinas. «Veía a mi familia colmada de alegría, pues debo decir que hay pocas donde se ame tanto como en la mía… Uno solo de sus miembros me resultaba odioso: mi hermano Teodoro. Su manera seria de hablar me irritaba. Alber-gaba un odio visceral contra los sacerdotes, las iglesias, los conventos y, sobre todo, contra los jesuitas. Felizmente, mi hermano dejó Estrasburgo, pues lo llamaron para entrar en Notre-Dame-des-Victoires, en París. Su partida fue un gran alivio para mí». Alfonso celebra sus esponsales en Niza, pero en su alma permanece un gran vacío: «En medio de la negación de toda fe, me encontraba en perfecta armonía con mis amigos, católicos o protestantes indiferentes; pero la contemplación de mi prometida despertaba en mí algo que me llevaba a creer en la inmortalidad del alma; más aún: me puse instintivamente a rezar a Dios; le daba gracias por mi felicidad, pero en realidad no era feliz». La joven sólo tiene dieciséis años, por lo que se considera apropiado aplazar la boda. Alfonso emprende entonces un viaje por Oriente.
Una súbita antipatía
Atraca en Nápoles el 9 de diciembre. «Pasé allí un mes para verlo todo y escribirlo todo. ¡Oh! ¡Cuántas blasfemias en mi diario!… No tenía ningunas ganas de ir a Roma, a pesar de la invitación de dos amigos… ¿Cómo fui a Roma? No me lo puedo explicar». Parte hacia la Ciudad Eterna con la intención de regresar el 20 de enero. Llega el día 6 y empieza a visitar febrilmente todos los monumentos de la ciudad. El día 8, una voz le llama por su nombre en la calle: es la de Gustavo de Bussierre, un antiguo condiscípulo de Estrasburgo, protestante pietista. Es invitado a cenar en casa del padre de su amigo, donde Alfonso conoce al hermano mayor de Gustavo, Teodoro de Bussierre, que se había hecho católico: «Aquello bastaba para inspirarme una profunda antipatía; sin embargo, como Teodoro era conocido por la publicación de sus viajes a Oriente, le expresé mi intención de ir a visitarlo». Unos días después, entra en la iglesia de Aracœli, en el Capitolio, donde están a punto de bautizar a dos israelitas. Inocentemente, el guía le invita a asistir a la ceremonia, pero Alfonso protesta airadamente y sale. La miseria del gueto, barrio judío próximo, provoca su indignación.
Le viene entonces a la mente la visita que había anunciado a Teodoro de Bussierre «como una obligación desafortunada». No obstante, se decide a hacerla. Entablan una educada conversación: «Le hablé de sus recorridos por Roma –relata el señor de Bussierre–, y él compartió conmigo diversas impresiones… Me habló del gueto, que había reavivado su odio contra el catolicismo. Intenté hacerle entrar en razón, pero él respondió que era judío y que moriría siendo judío… Entonces se me ocurrió la idea más extraordinaria, una idea del cielo, pues los sabios del mundo la habrían llamado locura: “Puesto que es usted de espíritu tan fuerte, prométame que llevará encima lo que le voy a dar. – ¿De qué se trata? – Sim-plemente de esta medalla”. Y le enseñé una medalla milagrosa… Él se echó vivamente para atrás. “Pero, según la manera que usted tiene de ver las cosas, le resultará del todo indiferente, y para mí será un gran placer. – Que no quede por eso –exclamó riéndose a carcajadas: quiero probarle, al menos, que es un error acusar a los judíos de obstinación”. Y él continuó con bromas que, para mí, eran blasfemias. Sin embargo, le había pasado por el cuello una cinta a la que mis hijas habían enganchado la medalla bendita… Pero me quedaba por conseguir algo todavía más difícil; quería que recitara el Memorare, la oración de san Bernardo que empieza así: “Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!”. Entonces, ya no pudo soportarlo. Pero una fuerza interior me empujaba, y luchaba contra sus reiterados rechazos con gran empeño. Le entregué la oración, suplicándole que se la llevara consigo, pero que fuera lo suficiente bueno como para copiarla, porque no tenía ningún otro ejemplar. Entonces, con un gesto de humor y de ironía, dijo: “Sea, la escribiré; le traeré mi copia y yo guardaré la suya”».
Alfonso se despide para acudir a un espectáculo. De regreso al hotel, se pone a copiar la oración; luego, agotado por el cansancio, se duerme. Durante ese tiempo, Teodoro de Bussierre vela, con unos amigos, ante Jesús en el Santísimo. Al día siguiente, 17 de enero, Alfonso vuelve a casa de Teodoro, ya que él se lo había pedido: «Aunque exasperado por mis insistencias –dijo éste–, él leía y releía la oración, a fin de descubrir qué era lo que la hacía tan preciosa a mis ojos». Incomodado, Alfonso se dirige con vehemencia a su anfitrión: «¡Brujo! ¡Hechicero!… ¡Me conoce desde hace veinticuatro horas y me obliga a oír cosas que ni siquiera mi hermano osaría decirme!». Exasperado, se levanta para despedirse definitivamente. «Usted no se irá –dijo el señor de Bussierre. “– Imposible, tengo reservado el viaje. – ¡Usted no se va, aunque tenga que retenerlo con llave en mi habitación!”. Y le expliqué que no podía abandonar Roma sin haber visto una ceremonia en San Pedro, y que había una dentro de unos días. Así que le obligué, con gran estupefacción por su parte, a anular la reserva».
Se necesitan dos milagros
Así pues, Alfonso continúa visitando los monumen- tos romanos en compañía de Teodoro: «El señor de Bussierre llevaba de tal modo las cuestiones religiosas e insistía con tanto ardor que yo me decía: “Si hay algo que puede alejar a un hombre de la religión es la insistencia que se invierte en convertirlo”. Al pasar delante de la Scala Santa –la escalera que Jesús subió, según la Tradición, durante la Pasión–, el barón se llenó de entusiasmo, levantándose del coche y exclamando: “¡Te saludo, escalera santa! ¡He aquí a un hombre que un día te subirá de rodillas!”. Me puse a reír y le dije a mi apóstol que no conseguiría nada de mí, a lo que él respondió que estaba seguro de mi conversión. “En ese caso, se necesitarían dos milagros: uno para convencerme y otro para decidirme”».
El 20 de enero, hacia mediodía, Alfonso entra en un café, en la plaza de España, para leer los periódicos; allí encuentra a dos alsacianos, uno judío y otro protestante. «Hablamos de París, de arte, de política y de cosas baladíes. Invité a esos dos amigos a las celebraciones de mi boda… Si en aquel momento un tercer interlocutor me hubiera dicho: “Alfonso, dentro de un cuarto de hora adorarás a Jesucristo, tu Dios y Salvador, y te golpearás el pecho a los pies de un sacerdote, en una casa de jesuitas, donde pasarás el carnaval para prepararte para el Bautismo, dispuesto a inmolarte por la fe católica…”, habría considerado que ese hombre estaba completamente loco».
«Al salir del café, vi al señor de Bussierre, quien me invitó a subir en su coche. El tiempo era magnífico y acepté de buen gusto. Me pidió permiso para detenerse unos minutos en San Andrés delle Fratte y me propuso que le esperara en el coche, pero le dije que prefería bajar para ver la iglesia. Estaban haciendo preparativos funerarios: “Es uno de mis amigos, el conde de Laffe-rronnays; su repentina muerte es la causa de la tristeza que, ayer, seguramente notó en mí”. Me dejó: “Será cosa de dos minutos”. La iglesia de San Andrés era pequeña, pobre y estaba desierta… Ningún objeto de arte atraía mi atención. Paseé maquinalmente la mirada a mi alrededor, sin detenerme en ningún pensamiento; recuerdo solamente a un perro negro que saltaba y brincaba ante mis pasos. Muy pronto, ya no vi nada… o más bien, ¡oh, Dios mío!, ¡¡¡vi solamente una cosa!!!… ¿Cómo será posible hablar de ello? ¡Oh!, no, la palabra humana no debe intentar expresar lo que es inenarrable… Me encontraba allí, prosternado, bañado en lágrimas, con el corazón fuera de mí mismo».
¡Qué bueno es Dios!
«Al regresar a la iglesia –relataba el señor de Busierre– descubrí al señor Ratisbonne arrodillado ante la capilla de san Miguel y de san Rafael, en actitud de profundo recogimiento. Me acerque, le zarandeé varias veces, pero sin que se percatase de mi presencia. Finalmente, alzando hacia mí su mirada bañada en lágrimas, juntó las manos y me dijo: “¡Oh, cuánto ha rezado por mí ese señor!”. Se trataba del difunto, a quien había confiado tres días antes la intención que tanto me importaba, y él me había respondido: “Si dice el Memorare, ya es vuestro, y otros igual que él”. “¿Dónde quiere ir? –dije a Alfonso. – Donde quiera. Después de lo que he visto, obedezco… ¡Qué feliz soy! ¡Qué plenitud de gracia y de felicidad para mí! ¡Qué bueno es Dios! ¡Y qué desdichados son los que no saben!”. Y cubría de besos y de ardientes lágrimas la medalla milagrosa que llevaba al cuello. Luego, me abrazó efusivamente, diciendo con rostro iluminado: “Lléveme a un confesor. ¿Cuándo podré recibir el Bautismo, sin el cual ya no puedo vivir?”. Le conduje al Gesú, la iglesia de los jesuitas, junto al padre de Villefort; al abordarlo, le enseñó la medalla y exclamó: “¡¡La he visto!! ¡¡¡La he visto!!!”. Y luego relató: “Me encontraba desde hacía un momento en la iglesia cuando, de repente, he sentido una turbación inenarrable. Todo el edificio estaba como velado a mi mirada, y una única capilla, por así decirlo, había concentrado toda la luz y, en medio de ese brillo ha aparecido, de pie en el altar, alta, brillante, llena de majestad y dulzura, la Virgen María, tal como se muestra en la medalla, y una fuerza irresistible me ha empujado hacia ella. La Virgen me ha indicado con la mano que me arrodillara, como queriéndome decir: ¡está bien! No me ha hablado, pero lo he entendido todo”. Al quedarse solo con el sacerdote, declaró que quería ser cristiano. “Preveo que deberé sufrir mucho, pero estoy dispuesto a todos los sufrimientos, y me los merezco, porque he pecado mucho”».
Un mes después, el 19 de febrero, dejará constancia ante notario: «Intenté varias veces alzar la mirada hacia la Virgen, pero su resplandor y el respeto hicieron que la bajara, sin por ello impedirme tener la certeza de su presencia. Fijé la mirada en sus manos, viendo en ellas la expresión del perdón y de la misericordia. En su presencia, aunque no me hubiera dicho ni una palabra, comprendí el horror del estado en que me encontraba, la deformidad del pecado, la belleza de la Iglesia Católica; en una palabra: me cayó la venda de los ojos… Penetrado de un sentimiento de gratitud hacia la Virgen María, pensaba en mi hermano con inenarrable gozo; sentía una viva compasión hacia mi familia, hundida en las tinieblas del judaísmo, al igual que hacia los herejes y los pecadores».
¿Qué le da la fe?
El deseo ardiente del Bautismo, inspirado por el horror del pecado original, llena el alma del convertido. Algunas personas le proponen que espere, pero él les responde: «¿Qué decís? Los judíos que oyeron a los Apóstoles fueron bautizados inmediatamente (Cf. Hc 2, 41), y ¿queréis postergarlo, después de haber oído a la Reina de los Apóstoles?». De hecho, el muy reverendo padre Roothan, general de los jesuitas, afirmará: «El sentido de la fe se manifestaba en él tan intensa y eficazmente que le hacía captar, empaparse y retener todo lo que se le proponía». En pocos días, se le considera suficientemente instruido, de tal modo que el cardenal vicario del Papa para la Ciudad de Roma fija para el Bautismo el día 31 de enero. Alfonso pasa en el Gesù los tres días precedentes, gustando de recitar una y otra vez las siguientes palabras del ritual del Bautismo: Como jadea la cierva tras las corrientes de agua, así jadea mi alma, en pos de ti, mi Dios (Sal 41, 2). Llegado el día, el cardenal, revestido con los hábitos pontificios, se adelanta hacia el fondo de la iglesia, donde se encuentra arrodillado el catecúmeno, vestido con el alba. «¿Qué pide a la Iglesia de Dios? – ¡La fe! –¿Qué le da la fe? – ¡La vida eterna! – ¿Qué nombre quiere llevar? – ¡María! – ¿Cree en Jesucristo? – ¡Sí, creo!». Cuando levanta la cabeza, toda humedecida por el agua bautismal, una inefable felicidad inunda el corazón de María Alfonso Ratisbonne. Acaba de salvar un abismo: ¡ya es cristiano! El sacramento de la Confirmación sella inmediatamente esa efusión de gracias. Luego, empieza el Santo Sacrificio; cuando el cardenal deposita la sagrada Hostia en sus labios, el nuevo cristiano prorrumpe en sollozos: «En aquel momento, no tuve una visión, sino un sentimiento muy intenso de la presencia real de Nuestro Señor».
Su familia había intentado impedir el Bautismo: «¡Es una cosa horrible renegar de la fe de los padres! – ¡Ah! –responde Alfonso– no reniego de la fe de Abraham o de Moisés, no reniego de las profecías de Isaías o de Malaquías, no reniego de David ni de Salomón… sino que reniego de Judas Iscariote». No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento (Mt 5, 17), y a los discípulos incrédulos que iban camino de Emaús, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras (Lc 24, 27). En los años 1880, dos israelitas hermanos de sangre convertidos al catolicismo y sacerdotes, Agustín y José Lemann, publicarán el fruto de su minucioso estudio de las Sagradas Escrituras: «El israelita que se convierte en católico no cambia de religión, sino que es, por excelencia, el hombre religioso que ha obtenido su plenitud, como el tallo consigue su flor… La Nueva Ley no es más que el cumplimiento y la perfección de la que la había precedido: en todas partes el mismo Dios legislador, en todas partes Jesucristo, centro y culminación de la Ley». Al entrar en la Iglesia Católica, el hijo de Israel encuentra todo lo que Israel ha perdido: «Encontrará en todas partes el Templo, el Altar y el sacrificio perpetuo; encontrará el canto de los Salmos y la lectura de los profetas; encontrará el maná, o mejor, lo que anticipaba: el pan vivo descendido del Cielo para reconducirnos allí». Un nuevo sacerdocio fundado por Cristo ha sucedido al sacerdocio levítico completamente desaparecido… «Nuestra Jerusalén, ciudad de David, ya no es una sombra. Sino que otra Jerusalén ha sido levantada. El amor es el aire que allí se respira; la verdad es su sol; la unidad romana es su vínculo… La salvación, es decir, la posesión del Cielo, es la preocupación y la meta; un único Sacrificio todopoderoso se ofrece a la Majestad divina, desde donde sale el sol hasta donde se pone (Ml 1, 11): ¡la Hostia blanca y purísima!». La relación de continuidad entre el antiguo Israel y la Iglesia es afirmada igualmente por el Concilio Vaticano II:
«Pues la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y los Profetas, conforme al misterio salvífico de Dios. Reconoce que todos los cristianos, hijos de Abraham según la fe, están incluidos en la vocación del mismo Patriarca y que la salvación de la Iglesia está místicamente prefigurada en la salida del pueblo elegido de la tierra de esclavitud» (Nostra ætate, 4).
Alfonso llega a París a principios de marzo. Ya entonces, la noticia del milagro del 20 de febrero se expande hasta los países protestantes, donde provoca un despertar de la devoción a la Virgen María, así como numerosas conversiones. Setenta y cinco años después, el 20 de enero de 1917, Nuestra Señora inspirará al futuro mártir Maximiliano Kolbe la fundación de la “Milicia de la Inmaculada”, cuyos “caballeros” tendrán como objetivo la conversión de los enemigos de la Iglesia, y, como signo de unión, la medalla milagrosa. El 12 de abril de 1842, María Alfonso comunica lo que sigue al párroco de Notre-Dame-des-Victoires: «Mi familia me concede total libertad, y esa libertad la consagro a Dios». El 14 de junio, ingresa en el noviciado de Toulouse: iba a pasar diez años en el seno de la Compañía de Jesús.
Hacia las ovejas de Israel
Mientras tanto, su hermano, el padre Teodoro, había partido hacia Roma. Era recibido por el Papa Gregorio XVI, a quien le había transmitido el deseo que le atormentaba: «¡Oh! ¡Cuán feliz sería si un día me dijeran: Dirigíos, más bien, a las ovejas perdidas de la casa de Israel!» (Mt 10, 6). Ese es el origen de las fundaciones del padre Teodoro: el “Catecumenado de los hijos israelitas”, las Hermanas de Sión y, a partir de 1847, la Congregación de los sacerdotes de Nuestra Señora de Sión. María Alfonso sigue de cerca las obras de su hermano, echándole una mano siempre que se lo permite la obediencia. Pronto manifiesta su deseo de dejar la Compañía de Jesús para unirse a él. En diciembre de 1852, el padre María Alfonso, cuyos votos eran solamente temporales, es liberado de ellos por el muy reverendo padre Roothan, ingresando entonces en Nuestra Señora de Sión.
El deseo de los dos hermanos era ser ellos mismos anatemas por sus hermanos israelitas, de los cuales también procede Cristo según la carne (cf. Rm 9, 3-5). Teodoro fallece en París, el 7 de enero de 1884, y María Alfonso lo hace en Jerusalén, el 6 de mayo siguiente. Su última frase, «Dios es testigo de que ofrezco mi vida por la salvación de Israel», se corresponde con la de san Pablo: El deseo de mi corazón y mi petición a Dios en favor de ellos es que se salven (Ibíd. 10, 1).
Que su esplendorosa conversión, obra de la medalla milagrosa, nos incite a ver en el recurso a María Inmaculada una poderosa muralla contra las embestidas del demonio, así como el mejor medio de ganar almas para Dios. ¡Oh, María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que acudimos a Vos!
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