21 de Mayo de 2009
Santa Teresa Couderc
Muy estimados Amigos:
«Es necesario que nuestras almas estén a los pies de Nuestro Señor, como esas sencillas y humildes flores de las faldas †de las montañas« Pido a Dios que nunca hagamos nada por ostentación, sino que hagamos el bien desde la sombra, considerándonos siempre como las más pequeñas en la Iglesia de Dios». Estas palabras de santa Teresa Couderc, la fundadora de la Congregación de las Religiosas del Cenáculo, revelan lo que fue su propia vida, una vida escondida y de una sorprendente humildad.
El propio Jesús nos enseñó la humildad mediante su ejemplo y sus palabras. Los primeros treinta años de su vida los pasó alejado de la mirada de los hombres, en Nazaret. Más tarde, y con frecuencia, recomendó a sus apóstoles la humildad, en especial la víspera de su Pasión, cuando, tras lavarles los pies, les dijo: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis «Maestro» y «Señor», y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros. En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que le envía. Sabiendo esto, seréis dichosos si lo cumplís (Jn 13, 12-17).
María Victoria Couderc nace el 1 de febrero de 1805 en una aldehuela de Sablières, pueblo del departamento francés de Ardèche, en el seno de una familia que no es ni noble ni tampoco plebeya. En la vasta propiedad de la masía la vida es apacible, aunque laboriosa. Los padres procuran dar una buena educación humana y cristiana a sus diez hijos. La madre no duda en levantarse muy temprano para acudir a Misa dos veces por semana. Desde muy jóvenes, los dos mayores, Juan y María Victoria, empiezan a sentir los primeros toques de la llamada de Dios. Las historias aún muy recientes de la persecución contra los sacerdotes y los religiosos durante el período revolucionario del Terror, confortan su ardiente deseo de entregarse a Dios.
Hacia finales de marzo de 1825, Sablières recibe a un predicador. María Victoria conoce al padre Juan Pedro Esteban Terme, sacerdote misionero, a quien confía el deseo de hacerse religiosa. Unos meses más tarde, el padre Terme la recibe en el noviciado de Aps, casa fundada con el objetivo de formar religiosas dedicadas a la enseñanza en el medio rural. María Victoria toma el nombre de sor Teresa. En aquella época, el padre Terme se ocupa de la peregrinación de san Francisco Regis en La Louvesc. Un día, se le ocurre la idea de fundar una casa para recibir a las mujeres peregrinas, a fin de evitar los muchos escándalos, ya que hasta entonces los albergues del lugar hospedaban en las mismas habitaciones a los peregrinos de ambos sexos. Por eso manda construir un edificio donde instala a tres religiosas del noviciado de Aps: sor Inés, sor Teresa y sor Regis. A pesar de su edad (veintitrés años), sor Teresa es nombrada superiora. Las religiosas de La Louvesc tendrán una doble ocupación: en invierno, se dedicarán a enseñar en el medio rural; en verano, se encargarán de acoger a los peregrinos. Sin embargo, el gran número de mujeres acogidas desorganiza la casa; entonces, a la joven superiora se le ocurre una solución: dar sólo alojamiento a las personas que consientan en hacer una novena o un triduo en honor a san Francisco Regis.
Una profunda huella
En 1828, el padre Terme organiza un retiro ignaciano que lo marca profundamente. Nada más regresar a La Louvesc, recomienda un retiro para las religiosas y anuncia que, en adelante, las peregrinas acogidas en su casa realizarán los Ejercicios Espirituales de san Ignacio. En poco tiempo, el número de asistentes llega a ser considerable, y la madre Teresa escribirá: «Estábamos impresionadas de ver con qué fervor se seguían los Ejercicios». Ante semejante éxito, el padre Terme se pregunta si procede continuar la obra de las escuelas. Poco a poco, llega a la convicción de que sólo debe subsistir la obra de los retiros espirituales.
Tras la muerte del padre Terme, en diciembre de 1834, la obra de los retiros espirituales es confiada a la dirección de los padres jesuitas. Muy pronto, las discípulas del padre Terme se separan en dos congregaciones: las educadoras se llamarán «Religiosas de San Regis», mientras que las que se encargan de los retiros se llamarán «Religiosas del Cenáculo». Con motivo de la canonización de Teresa Couderc, el Papa Pablo VI dirá: «El Cenáculo es un instituto religioso dedicado a Nuestra Señora, la Madre de Cristo, quien, en medio de la primera comunidad cristiana, espera, invoca y recibe en una nueva plenitud, la efusión del Espíritu Santo el día de Pentecostés« Es una escuela de vida y de doctrina cristiana, un refugio de silencio y de meditación, una clínica donde recuperar las fuerzas morales y espirituales« El Cenáculo es una institución especializada en un servicio social: los Ejercicios Espirituales« Sabemos hasta qué punto es apreciada en nuestro mundo una institución de ese tipo« La necesidad de compensar en intensidad religiosa y personal la vida ordinaria que se disipa en la fascinación del mal (cf. Sb 4, 12), en la atracción por la frivolidad o los intereses profanos, conviene perfectamente a los hombres de hoy que quieren seguir siendo cristianos y no perder de vista el fin verdadero y último de nuestra existencia» (10 de mayo de 1970).
Para asegurar nuestra andadura hacia el fin último, san Ignacio nos indica la táctica de nuestro enemigo, Lucifer, quien, al inspirar el deseo de las riquezas y el amor por el vano honor del mundo, quiere conducirnos a un orgullo sin límites y, de ahí, a los demás vicios. Nuestro Señor, al contrario, nos atrae a una entera pobreza espiritual y al deseo de oprobios y de menosprecios, para hacer que nazca en nosotros la humildad, que predispone a las demás virtudes (cf. Ejercicios Espirituales, 142, 146). Enseguida, la madre Teresa tendrá la ocasión de poner en práctica esa doctrina espiritual.
Perspectivas de misericordia
El 23 de octubre de 1838, un informe económico erróneo redactado por una religiosa insidiosa, mueve al obispo de Viviers, monseñor Bonnel, a dudar de la capacidad de la madre Teresa. En consecuencia, la retira del cargo y pone en su lugar a una novicia en quien deposita grandes esperanzas, concediéndole el título de «Superiora fundadora»« La madre Teresa sufre una profunda humillación, pero está persuadida de que la voluntad de Dios en su vida pasa por el olvido de su propia persona, así que acepta su destitución para vivir en la oscuridad. Para ella, la humildad no es un fin en sí mismo, sino el medio privilegiado de unirse profundamente a Dios y de ser un instrumento dócil de su santísima voluntad. Esa actitud procede de una convicción de fe: «Estamos obligados a creer y a confesar –escribirá la madre Teresa–, que todo lo que Dios hace está bien hecho, tanto más cuanto que posee perspectivas de misericordia en todo lo que ordena o permite« Todo lo que procede del buen Maestro es bueno como Él». Sin embargo, aunque resulte difícil a la naturaleza reconocer esa bondad de Dios en algunas tribulaciones, siempre es posible ver brillar un bien todavía más preciado: la Cruz. «Abracemos la Cruz tal como se nos concede –nos pide la madre Teresa–; ya sabéis que santifica todo lo que toca desde que ella misma fue santificada por quien es la fuente de toda santidad; amémosla, si ello es posible, pues cuanto más la amemos más provechosa nos resultará ».
La nueva superiora, que no tiene noción alguna de la vida religiosa, sólo permanece unos meses en el cargo, pues muy pronto, ante la confusión que introduce en la casa, el obispo comprende que debe ser relevada. Por influencia de la madre Teresa, la comunidad elije a la madre Contenet, quien considera que conviene relegar a la verdadera fundadora, que solamente tiene treinta y cinco años, al rango más bajo; hasta tal punto que la humilla con frecuencia, incluso delante de las novicias, quienes, abundando en el ejemplo, toman a broma a quien ya no es nada en la casa que ha fundado. Las religiosas, testigos de esas humillaciones, se sorprenden de la docilidad de la madre Teresa. Sor Regis dirá al respecto: «Durante mucho tiempo se encargó de la bodega y de la huerta, escardando y regando como una criada». Además, la dejan al margen de todas las cosas, encomendándole sin descanso ocupaciones que la alejan de los momentos de recreo.
Un sufrimiento más intenso
En ciertos casos –explicará el Papa Pablo VI–, la misión de una fundadora toma el cariz de un drama doloroso, en especial cuando las dificultades proceden de quienes ejercen la autoridad en la Iglesia o de miembros de su comunidad, es decir, cuando quienes provocan ese sufrimiento son personas veneradas y buenas, padres o hijas espirituales. En esos casos, se trata de sufrimientos que, a priori, se considerarían imposibles, impensables; intervienen en las relaciones del ámbito de la caridad eclesial, que es lo más imperativo y lo más bello que nos ha dejado el Señor; precisamente por ello, las heridas infligidas en esas relaciones producen un sufrimiento mucho más intenso. El amor acrecienta la sensibilidad y la transmite de la epidermis al corazón« Tal es, podemos decir, la historia de Teresa Couderc» (Ibíd.).
En medio de esas tribulaciones, la madre Teresa procura no enfadarse; a veces, pronuncia estas sencillas palabras: «Está bien», y luego, bajando la mirada, sigue con su trabajo o se va con su tranquilidad habitual. Un consejo a una de las religiosas nos revela la disposición básica de su alma: «Diga esto con frecuencia a Nuestro Señor para consolarlo: «Concededme la gracia de que me guste ser despreciada, para parecerme a vos un poco«»». En la escuela de san Ignacio, la madre Teresa ha concebido el deseo de una humildad en extremo perfecta que, para imitar a Nuestro Señor, «prefiere más la pobreza con Cristo pobre que las riquezas, los oprobios con Cristo lleno de oprobios que los honores», y desea más «ser tenida por vana y loca por amor a Cristo que primero fue tenido por tal, que por sabia y prudente en este mundo» (cf. Ejercicios Espirituales, 167).
Sin embargo, las luchas interiores de la madre se reflejan en sus palabras: «Siempre hay que estar dispuesto a aceptar de antemano todo lo que Dios permita u ordene. Solamente en esta disposición se halla el reposo y la paz« Me avergüenzo de mi debilidad y, sobre todo, de mi poca virtud, ya que recibo la Cruz de mala gana cuando se aproxima. Pero no, la deseo, cualquiera que sea, y diré siempre de buena gana: ¡Fiat! ¡Fiat!« La Cruz siempre aporta su fruto cuando la sobrellevamos con sumisión y amor». Sin saberlo, está actuando según la enseñanza que da san Benito en su Regla: «El sexto grado de humildad consiste en que el monje esté contento con todo lo que es vil y despreciable, y que juzgándose obrero malo e indigno para todo lo que se le mande, se diga a sí mismo con el Profeta: Fui reducido a la nada y nada supe; yo era como un jumento en tu presencia, pero siempre estaré contigo (Sal 72 [73], 22-23)» (capítulo vii).
El fruto de la humildad
En 1842, la madre Teresa es enviada a Lión, a una nueva fundación. Durante cerca de dieciocho meses, sola con otra religiosa, realiza los trabajos más serviles en una casa insalubre. Pero la Providencia se sirve de ella para la adquisición de otra propiedad situada cerca de la capilla de Fourvière y que es más conveniente para la obra de los retiros espirituales. Después, vuelve a perderse en la sombra durante varios años, que en gran parte transcurren en Lión. No obstante, después de la defunción de la madre Contenet en 1852, estalla una grave crisis en la casa fundada en París. Envían allí a la madre Teresa y, a base de paciencia y de oración, consigue enderezar la situación. En noviembre de 1856, es nombrada superiora en Tournon para preparar la venta de esa casa de la Congregación. Su superiorato, que dura unos meses, se resume en una palabra: bondad. Ésta, expresión de la caridad, parece proceder de la práctica de la humildad. El gran maestro espiritual que es san Benito asegura en su Regla (capítulo vii) que mediante los grados de la humildad se llega a la perfecta caridad. San Pablo recomendaba a los Filipenses: que colméis mi alegría, siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos. Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás (Flp 2, 2-4).
Después de su estancia en Tournon, la madre Teresa regresa a La Louvesc, y luego a Lión. El 20 de octubre de 1859, un padre jesuita pronuncia una conferencia a las religiosas que la conmueve profundamente: «Dice –cuenta ella– que el divino Maestro solicitaba almas consagradas a su complacencia, al cumplimiento de todas sus voluntades, es decir, víctimas propiciatorias para su gloria y para la salvación de las almas« Yo rezaba, me ofrecía a Nuestro Señor tan enteramente como era capaz. Le decía que no osaba ofrecerme como víctima, pues las víctimas debían ser puras para gustarle, y yo lo había ofendido mucho. Entonces, me hizo comprender que me quería a pesar de todo, que me aceptaba en calidad de víctima, y oí claramente las siguientes palabras: «Serás víctima de holocausto». No había en mí rebelión alguna, me adhería a ello por completo, pero estaba temblorosa, desconcertada». Nuestro Señor le explica que, en un holocausto, la víctima es consumida por completo; de ese modo, desea que en ella todo sea para Él. Así pues, no se trata necesariamente de ser devorada por el sufrimiento físico o moral, sino consumida por la voluntad de ser toda para Él. Querer cumplir de ese modo la voluntad de Dios no significa constituirse en esclavo de un Maestro exterior y lejano, sino escuchar al Señor presente en lo más íntimo de nuestra alma.
Entregarse
Hacia finales de agosto de 1860, la madre Teresa es trasladada a la casa de Montpellier. La mañana del 26 de junio de 1864, el Señor le concede una intensa revelación: «He visto un panorama general de todo el universo católico y una multitud de altares donde se inmolaba al mismo tiempo la adorable Víctima. La Sangre del Cordero inmaculado se derramaba abundantemente en cada uno de los altares« Me sorprendía enormemente de que el mundo entero no fuese santificado« He aquí lo que me pareció oír: el sacrificio es sin duda alguna suficiente por sí mismo, pero a las almas les falta correspondencia y generosidad, pues esa generosidad debe conducirnos a entregarnos a Dios. Pero, ¿qué significa entregarse?« Entregarse es morir a todo y a uno mismo, no ocuparse del yo más que para dirigirlo hacia Dios. Entregarse es también no buscarse ya en nada, ni por lo espiritual ni por lo corporal; es decir, no buscar ya satisfacción propia, sino únicamente la complacencia divina». La gracia recibida ese día remata en su alma la de la ofrenda como víctima de holocausto.
Durante los años que siguen, Dios concede a la madre Teresa muchos favores en la oración y revelaciones acerca de su propia miseria y la santidad divina, en especial la siguiente: «De repente, vi escrito, como en letras de oro, la palabra «Bondad»« Lo vi escrito en todas las criaturas animadas e inanimadas, racionales o no« Comprendí entonces que todo lo que tienen de bueno las criaturas y todos los servicios y las ayudas que de ellas recibimos son un favor que le debemos a la Bondad, que les ha comunicado algo de su bondad divina, a fin de que la encontremos en todo y por todo».
Esa revelación viene a ilustrar una de las meditaciones que san Ignacio propone: «Mirar cómo todos los bienes y dones descienden de arriba, así como mi limitado poder procede del poder soberano e infinito de arriba, y así justicia, bondad, piedad, misericordia, etc., así como del sol descienden los rayos, de la fuente las aguas, etc. (cf. Ejercicios Espirituales, 237). En efecto, los Ejercicios tienen como objetivo hacernos vivir cerca de Dios en todas las cosas, en una fe que nos lo muestra actuando en los acontecimientos dolorosos de nuestra vida.
«¡Os seguiré sin ello!»
En 1867, el Cenáculo de Montpellier se cierra y la madre fundadora regresa a Lión. Hace ya varios años que Dios la encamina hacia la participación en las angustias de Jesús en Getsemaní. Escribirá confidencialmente: «Durante bastantes años, no entendía cómo se podía conocer a Dios y no amarlo. Veía por doquier su bondad infinita y estaba inundada de consuelos. No me costaba nada estar a su servicio« Pero un día le dije a Dios: «¡Os seguiré sin ello!». Me tomó la palabra y me lo quitó todo« Enseguida me di cuenta de que era atendida y supe lo que significan las desolaciones». Su salud, que empieza a declinar, la asemeja ya a Cristo en su Pasión: todos sus miembros le producen sufrimiento, sobre todo las piernas; se queda sorda, hasta el punto de ya no poder seguir una conversación durante el recreo. Pero sobre todo es su alma lo que entra en agonía, ya que ve y siente en ella misma el combate que se libraba en el Corazón de Jesús en Getsemaní; siente horror por el pecado, y una pena incomparable causada por la ingratitud de los pecadores y su ceguera. La oración habitual de la madre Teresa es: «¡Dios mío, ten piedad de mí!».
Durante los últimos años de su vida, la madre Teresa pasa el tiempo en un sillón de paja realizando diversas tareas, mientras reza en silencio. A pesar del estado de agonía interior que perdura, su alma parece apaciguada. «Mi oración es muy sencilla –dice un día. Me presento ante el Señor y le digo todo lo que llevo en el corazón. Le felicito por sus atributos divinos, deseo que todas las criaturas le adoren y le amen«, pido la perseverancia y la santificación de los justos, la conversión de los pecadores; en una palabra, derramo mi alma ante la Majestad divina. Si siento alegrías, le hago partícipe de ellas; si penas, se las confío; desaparezco ante su presencia».
A principios de 1885, la madre Teresa sufre un síncope que la deja varias horas sin conocimiento. Al día siguiente, comunica a su superiora general una percepción sorprendente del purgatorio: «Desde ayer, estoy rodeada de multitudes que rezan sin parar con tono penetrante« Suplican, gimen, adoran a la divina Majestad y la alaban, con una concertación, una armonía, una fe, una esperanza y un amor inefables« Hay voces de hombres, voces de mujeres, voces de niños« ¡Cómo rezan y cómo cantan! ¡Oh!, ¡si supiéramos rezar como ellos«!».
Tras una agonía difícil, la madre Teresa rinde su alma a Dios el 26 de septiembre de 1885, a la edad de ochenta años. El peregrino que se acerque a La Louvesc puede ver su cuerpo, que permanece incorrupto, aparentando simplemente dormido, tal es la tranquilidad y la serenidad de su rostro.
Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado (Lc 14, 11). Esta frase divina, citada varias veces en el Evangelio, se realizó primero en Nuestro Señor Jesucristo, de quien san Pablo nos dice: Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su parte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre (Flp 2, 7-9). Del mismo modo, santa Teresa Couderc «fue prácticamente destituida de su cargo de superiora, se le discutió su título de fundadora, se le encomendaron labores y cargas inferiores a sus capacidades y méritos. Es entonces sobre todo, en esa humildad, en esa entrega de sí misma («Entregarse», decía ella) cuando se nos aparece grande» –declaraba Pablo VI al canonizarla. La fecundidad de esa vida humillada se ha manifestado igualmente mediante abundantes frutos espirituales, sobre todo en la Congregación religiosa que fundó. En la actualidad, la Congregación del Cenáculo cuenta con 500 religiosas que trabajan por la gloria de Dios en once países.
Pidamos a santa Teresa Couderc que nos enseñe la práctica de la humildad que conduce a la Caridad perfecta para con Dios y el prójimo.
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