4 de Noviembre de 1998
San Simeón Berneux, mártir
Muy estimados Amigos:
«La evangelización misionera constituye el primer servicio que la Iglesia puede rendir a todo hombre y a la humanidad entera en el mundo actual… El número de quienes ignoran a Cristo y no forman parte de la Iglesia aumenta constantemente… En consideración a ese número inmenso de hombres a los que el Padre ama y para quienes envió a su Hijo, la urgencia de la misión resulta evidente» (Juan Pablo II, 18 de mayo de 1997).
«No obstante, algunos se preguntan: ¿Es válida aún la misión entre los no cristianos? ¿No ha sido sustituida quizás por el diálogo interreligioso? ¿No es un objetivo suficiente la promoción humana? ¿No puede uno salvarse en cualquier religión?… Hoy la llamada a la conversión, que los misioneros dirigen a los no cristianos, se pone en tela de juicio o pasa en silencio. Se ve en ella un acto de «proselitismo»; se dice que basta ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a la propia religión; que basta formar comunidades capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz, la solidaridad» (Juan Pablo II, Redemptoris missio, RM, 7 de diciembre de 1990, n. 4, 46).
La puerta del bautismo
Esas objeciones que se hacen a las misiones encuentran un terreno favorable en «una mentalidad indiferentista, ampliamente difundida, por desgracia, incluso entre los cristianos, enraizada a menudo en concepciones teológicas no correctas y marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que «una religión vale la otra»» (RM, 36). En contra de semejante mentalidad, el Concilio Vaticano II declara: «Dios mismo ha manifestado al género humano el camino por el cual los hombres, sirviéndole a Él, pueden salvarse y llegar a ser felices en Cristo. Creemos que esta única verdadera religión se verifica en la Iglesia católica y apostólica, a la cual el Señor Jesús confió el encargo de hacerla llegar a todos los hombres, cuando dijo a los Apóstoles: Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo que os he encargado (Mt 28, 19-20). Por su parte, todos los hombres tienen la obligación de buscar la verdad, sobre todo en lo referente a Dios y a su Iglesia, y una vez conocida esa verdad tienen que abrazarla y llevarla a la práctica» (Dignitatis humanae, 1).
Por eso precisamente el Concilio puede añadir por otro lado: «La razón de esta actividad misionera se basa en la voluntad de Dios, que quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad. Porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el Hombre Jesucristo, que se entregó a sí mismo para redención de todos (1 Tim 2, 4-6) y en ningún otro hay salvación (Hch 4, 12). Es, pues, necesario que todos se conviertan a Él, una vez conocido por la predicación de la Iglesia, y por el bautismo se incorporen a Él y a la Iglesia, que es su Cuerpo. Porque Cristo mismo, inculcando con palabras concretas la necesidad de la fe y del bautismo, confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como puerta» (Ad gentes, 7).
Un don radical
Al canonizar a Monseñor Simeón Berneux, junto a 102 mártires de Corea, el 6 de mayo de 1984, el Papa Juan Pablo II presentó a la Iglesia el ejemplo heroico de un obispo misionero y mártir de la fe.
Nacido en Château-du-Loir (Sarthe, Francia) el 14 de mayo de 1814, sacerdote diocesano en 1837 y luego en las Misiones Extranjeras de París en 1839, el padre Berneux parte hacia el lejano oriente el 13 de enero de 1840. En Manila se entrevista con Monseñor Retord, vicario apostólico de la región de Tonkín (Vietnam). Los dos misioneros simpatizan desde el primer momento y ambos sienten la misma fogosidad por la salvación de las almas.
El 17 de enero de 1841, Monseñor Retord y los padres Berneux, Galy y Taillandier llegan a Tonkín. Tras algunas peripecias, los misioneros se dispersan. El padre Berneux se asienta en Yen-Moi, cerca de un pequeño convento de religiosas «Amantes de la Cruz», donde estudia la lengua annamita. «A pesar de no poder dar más de seis pasos, de no recibir la luz del sol más que por una pequeña abertura a quince centímetros del suelo, y de tenerme que tumbar cuan largo soy sobre mi estera para escribir, soy el más feliz de los hombres», escribe. Sin embargo, el peligro se cierne sobre el joven misionero, que deberá pasar enseguida de un escondrijo a otro. Esto conmueve a Monseñor Retord, quien pide a los padres Berneux y Galy que se reúnan con el padre Masson en la provincia de Nghe An.
El hombre propone y Dios dispone
Había sido muy prudente por parte del obispo poner relativamente a salvo a sus jóvenes misioneros, pero era demasiado tarde, puesto que su presencia había sido ya denunciada en Nam Dinh, residencia del mandarín. Durante la noche del Sábado Santo, un destacamento de quinientos soldados rodea los retiros de ambos misioneros. Durante la noche, el padre Berneux había escuchado algunas confesiones: «Eran, nos dice, las primicias de mi apostolado en tierras annamitas, y fueron también el final. Los designios de Dios son inescrutables, pero siempre dignos de ser adorados».
Al despuntar el día de Pascua, celebra la misa como de costumbre. Apenas ha terminado cuando los soldados penetran en la cabaña y se apoderan de él. Más tarde escribirá: «Sentí un gran gozo cuando vi que me llevaban, como lo fue en otro tiempo nuestro adorable Salvador, del huerto de los Olivos a Jerusalén». Lo conducen inmediatamente junto al padre Galy, que también había sido capturado. Encerrados en jaulas, y cargados con la tradicional cadena, son llevados hasta Nam Dinh, contentos de expresar su fe en Jesucristo. Los paganos les dicen: «Aquí, cuando llevamos las cadenas estamos tristes, pero vosotros, ¿por qué parecéis tan contentos?» Y el padre Berneux responde: «Porque los que seguimos la verdadera Religión, que es la de Jesús, poseemos un secreto que vosotros no conocéis. Ese secreto transforma la pena en gozo. Y venimos a decíroslo porque os amamos». Ese «secreto» evocado por el misionero es la luz de la fe, fuente de esperanza y de gozo. «La característica de toda vida misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe. En un mundo angustiado y oprimido por tantos problemas, que tiende al pesimismo, el anunciador de la Buena Nueva ha de ser un hombre que ha encontrado en Cristo la verdadera esperanza» (RM, 91).
¡Durante un mes!
Muy pronto empiezan los interrogatorios. El mandarín espera obtener denuncias, pero el padre Berneux no traiciona a nadie de los que le han escondido. Hacen entrar a tres jóvenes annamitas cristianos encarcelados y completamente magullados por los golpes: «Estos hombres van a morir. Si les aconseja que abandonen su religión durante un mes, podrán después practicarla de nuevo y los tres serán sanos y salvos. – Mandarín, responde el padre Berneux, a ningún padre se le induce a inmolar a sus hijos, ¿y pretende que un sacerdote de la religión de Jesús aconseje la apostasía a sus cristianos?». Y volviéndose hacia sus queridos neófitos les dijo: «Amigos, sólo os doy un consejo. Pensad que vuestros sufrimientos tocan a su fin, mientras que la felicidad que os espera en el Cielo es eterna. Sed dignos de ella mediante vuestra constancia. – Sí, padre, prometen ellos. – ¿De qué otra vida les habla?, pregunta riendo socarronamente el mandarín. ¿Acaso todos los cristianos tienen alma? – Sin duda alguna, y los paganos también tienen. Y usted también tiene una, mandarín».
«Todos los hombres, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen una misma naturaleza y un mismo origen, y redimidos por Cristo gozan de una misma vocación y destino divino… Al reconocer en sí mismo un alma espiritual e inmortal, el hombre… toca la verdad profunda de la realidad» (Vaticano II, Gaudium et spes, 29, 14). Esa alma es llamada a contemplar eterna y «claramente al mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es» (Vaticano II, Lumen gentium, 49), siempre que lo haya merecido aquí en la tierra. Pues, como lo explica San Benito, para vivir en el reino del Cielo «es preciso apurarse en las buenas obras, sin las cuales no puede alcanzarse… Así pues, es preciso preparar nuestros corazones y nuestros cuerpos para el combate, bajo la santa obediencia a los mandamientos de Dios… si queremos escapar de las penas del infierno y alcanzar la vida eterna, mientras aún estamos a tiempo» (Regla, Prólogo).
¡Qué alegría!
9 de mayo de 1841. El padre Berneux es trasladado a la prisión de Hué, capital de Annam. Al tener las piernas aprisionadas por unos cepos, sobrevive tumbado en la desnuda tierra. Se reanudan los interrogatorios: «¡Pisotee esa cruz! – Cuando llegue el momento de morir presentaré mi cabeza al verdugo, exclama. Pero si me manda que reniegue de mi Dios, siempre resistiré. – Haré que le golpeen hasta la muerte, amenaza el mandarín. – ¡Hacedlo si quiere!». El 13 de junio, el mandarín aprueba la ejecución: «¡Qué alegría poder sufrir por nuestro Dios!», dirá el padre Berneux.
El 8 de octubre, los padres Berneux y Galy se enteran con alegría de que son condenados a muerte. El 3 de diciembre de 1842, la firma real sanciona la sentencia del tribunal. De repente, se produce un cambio imprevisto: el 7 de marzo de 1843, al enterarse un comandante de corbeta francés que cinco de sus compatriotas se pudren desde hace dos años en los calabozos de Hué, reclama su liberación. El 12 de marzo, quiebran sus cadenas y son entregados al comandante. Aquella libertad les priva del martirio que ya saboreaban, así como de la esperanza de regresar a Annam, por respeto a la palabra que sobre aquel punto había dado el oficial francés.
Prohibido entrar
Pero el padre Berneux no se detendrá por el camino, preparándose a partir hacia otros horizontes. La vocación de misionero es una «vocación especial», que tiene como modelo la de los Apóstoles. «Se manifiesta en el compromiso total al servicio de la evangelización; se trata de una entrega que abarca a toda la persona y toda la vida del misionero, exigiendo de él una donación sin límites de fuerzas y de tiempo» (RM, 65).
En octubre de 1843, el padre Berneux es enviado a Manchuria, provincia del norte de la China, donde trabaja durante diez años, a pesar de severas contrariedades de salud (fiebres tifoideas y cólera). El 5 de agosto de 1854, Pío IX le nombra obispo de Corea. «¡Corea, escribe el nuevo obispo, esa tierra de mártires, cómo negarse a entrar!». El 4 de enero de 1856, acompañado de dos sacerdotes misioneros, Monseñor Berneux se embarca en Shanghai en un junco chino. Hasta el 4 de marzo, se ven obligados a vivir escondidos en una estrecha bodega. Llegan por fin a una pequeña isla, donde esperan durante seis días la barca de los cristianos. Prosiguen entonces su navegación y, después de una semana, llegan por fin, de noche, a una residencia secreta que se encuentra a unos pocos kilómetros de la capital, satisfechos de haber burlado la vigilancia de los guardacostas. Efectivamente, pues los extranjeros tienen prohibido entrar en Corea bajo pena de muerte.
La fuerza de la misión
El obispo se pone enseguida manos a la obra, aprendiendo en primer lugar la lengua coreana. A continuación visita a los cristianos, tanto en Seúl como en el campo y en la montaña, y luego emprende la creación de un seminario, la apertura de escuelas para muchachos, la instalación de una imprenta, etc. «La Iglesia siempre ha sabido suscitar, en las poblaciones que ha evangelizado, un impulso hacia el progreso… los misioneros, con su presencia amorosa y su humilde servicio, trabajan por el desarrollo integral de la persona y de la sociedad por medio de escuelas, centros sanitarios, leproserías, casas de asistencia para minusválidos y ancianos, iniciativas para la promoción de la mujer… son obras que atestiguan el espíritu de toda la actividad misionera: el amor, que es y sigue siendo la fuerza de la misión» (RM, 58, 60).
Monseñor Berneux atiende igualmente el futuro de la misión, eligiendo como sucesor suyo, con el acuerdo de la Santa Sede, a Monseñor Daveluy, que es ordenado obispo en Seúl el 25 de marzo de 1857. A pesar de unas condiciones de apostolado durísimas (clandestinidad, extrema pobreza, persecuciones locales periódicas…), bajo el gobierno de Monseñor Berneux, el número de bautizados, que era de 16.700 en 1859, alcanza la cifra de 25.000 en 1862. La predicación del obispo misionero estaba dando sus frutos. De hecho, «El anuncio de la Palabra de Dios tiende a la conversión cristiana, es decir, a la adhesión plena y sincera a Cristo y a su Evangelio mediante la fe. La conversión es un don de Dios, obra de la Trinidad; es el Espíritu que abre las puertas de los corazones, a fin de que los hombres puedan creer en el Señor y confesarlo (1 Cor 12, 3)… La conversión se expresa desde el principio con una fe total y radical, que no pone límites ni obstáculos al don de Dios… significa aceptar, con decisión personal, la soberanía de Cristo y hacerse discípulos suyos. La Iglesia llama a todos a esta conversión…» (RM, 46).
La conversión a Cristo y a su Iglesia conduce al Bautismo. Mediante ese sacramento, «la salvación que Jesús nos ha traído penetra en lo más profundo de la persona, librándola de la dominación del maligno, del pecado y de la muerte eterna» (Juan Pablo II, 18 de mayo de 1997). El Bautismo es la puerta de los demás sacramentos, que dan a los hombres una ayuda sobrenatural especialmente eficaz, incluso necesaria, para alcanzar el Cielo.
¡Todo eso es falso!
Pero, en 1864, una revolución palaciega y la amenaza de un ataque ruso a Corea (enero de 1866), interrumpen la labor apostólica de los misioneros y despiertan el odio contra los cristianos. El 23 de febrero de 1866, una tropa cerca la casa del obispo, penetrando en ella cinco hombres. El obispo los recibe: «¿Es usted europeo?, pregunta el jefe. – Sí, pero ¿a qué han venido? – Por orden del rey, venimos a arrestar al europeo. – ¡Que así sea!». Y se lo llevan sin atarlo. El día 27, Monseñor Berneux comparece ante el ministro del reino y dos magistrados. Le preguntan cómo entró en Corea, en qué lugar y con quién. «No le pregunten eso a un obispo, responde Monseñor Berneux. – Si no respondes, podemos según la ley infligirte grandes tormentos. – Hagan lo que quieran, que no tengo miedo».
Entre el 3 y el 7 de marzo, Monseñor Berneux soporta cada día un interrogatorio en el patio de la Prisión de los Nobles. Lo tienen atado a una elevada silla de madera, en el centro de ese patio. El «Diario del Tribunal» menciona que a cada interrogatorio se le inflige al obispo el «suplicio del tormento»; para él, «la tortura se detuvo bien al décimo o al undécimo golpe», lo que significa que unas diez u once veces se le asestan con todas las fuerzas golpes en las piernas por medio de un bastón de sección triangular del grosor de la pata de una mesa. El obispo permanece en silencio, lanzando solamente tras cada golpe un largo suspiro. Al no poder moverse solo, deben llevarlo a la celda, donde, como único remedio, le cubren las piernas descarnadas con un papel empapado en aceite.
Mientras tanto, han sido arrestados los padres Just de Bretenières, Doric y Beaulieu, siendo sometidos los tres a los interrogatorios y a las torturas. El 7 de marzo, el «Diario del Tribunal» publica: «En lo referente a los cuatro individuos europeos, que sean entregados a la autoridad militar para ser decapitados, mediante suspensión de la cabeza, para que sirva de lección a la multitud».
El cielo al alcance de la mano
La ejecución tiene lugar el 8 de marzo. Al salir de la prisión, el obispo exclama: «Así que moriremos en Corea: ¡perfecto!». Al ver aquella muchedumbre reunida, suspira: «Dios mío, ¡cuánta compasión merecen estas pobres gentes!». El Papa Juan Pablo II escribe: «El misionero se mueve a impulsos del celo por las almas, que se inspira en la caridad misma de Cristo y que está hecha de atención, ternura, compasión, acogida, disponibilidad, interés por los problemas de la gente… Jesús amaba a todos ofreciéndoles la redención, y sufría cuando ésta era rechazada» (RM, 89).
El obispo aprovecha cada alto para hablar del Cielo a sus compañeros de suplicio. El lugar elegido para el martirio es una extensa playa de arena, a lo largo del río Han. Unos cuatrocientos soldados forman círculo y plantan un mástil en el centro. El mandarín da la orden de que los condenados sean llevados a su presencia para que los preparen. Se les desgarra la ropa; las orejas, dobladas en dos, son perforadas por una flecha; el rostro es rociado con agua y luego con cal viva, impidiéndoles ver. Después de aquello, se les introduce bajo los hombros, entre los brazos atados y el torso, unos bastones cuyas extremidades reposan en los hombros de un soldado.
La marcha del Hpal-Pang
La llamada marcha del Hpal-Pang comienza alrededor del ruedo: en cabeza va el obispo, seguido por los tres misioneros, que no profieren palabra alguna. Al dar la señal, seis verdugos se precipitan gritando sobre los condenados: «¡Vamos, matemos a estos miserables, exterminémoslos!». Atan a los cabellos del obispo una cuerda sólida, de manera que su cabeza quede inclinada hacia adelante. El verdugo golpea al obispo, pero la cabeza no cae hasta el segundo golpe de sable. Todo el cielo está de fiesta para recibir en la infinita felicidad de Dios el alma de aquel mártir. Según dijeron los testigos, el obispo sonreía en el momento de la ejecución, conservando aquella sonrisa después de muerto.
No todos los cristianos son llamados a dar testimonio supremo del martirio, ni siquiera a partir para las misiones. Pero «podemos ser auténticos apóstoles, y de la manera más fructífera, incluso entre las paredes de nuestra casa, en nuestro lugar de trabajo, en una cama de hospital, en el claustro de un convento…: lo que cuenta es que nuestro corazón arda de esa caridad divina que es la única que puede transformar en luz, en fuego y en nueva vida para el Cuerpo Místico entero, hasta los confines de la tierra, no solamente los sufrimientos físicos y morales, sino incluso las penas de la rutina de todos los días» (Juan Pablo II, 18 de mayo de 1997).
Invocando a Nuestra Señora de las Victorias, Santa Teresa del Niño Jesús canta lo siguiente:
A las obras de un Misionero
Me has unido sin retorno,
Con los lazos de la oración,
Del sufrimiento y del amor…
¡Ah! por el Conquistador de las almas
Quiero inmolarme al Carmelo
Y por Él propagar las llamas
Que Jesús aportó del Cielo.
Hagamos votos para que, siguiéndola a ella, podamos también nosotros arder en deseos de salvar almas a través de nuestro deber de estado cotidiano. Es la gracia que pedimos para Usted a la Reina de los Apóstoles y al glorioso San José. También rogamos por todos sus difuntos.
>