21 de Enero de 2010
Monseñor Pallu
Muy estimados Amigos:
Con motivo del trescientos cincuenta aniversario de la fundación de la Sociedad de las Misiones Extranjeras de París, el Papa Benedicto XVI escribía, el 11 de mayo de 2008, al reverendo padre Etcharren, superior general: «Numerosos fueron los misioneros que no ahorraron sufrimientos para dar testimonio del amor de Dios entre los pueblos de Asia, a veces de forma heroica». Ese fue el caso, en particular, de Francisco Pallu, uno de los tres fundadores de la Sociedad de las Misiones Extranjeras de París, que consagró su vida a las misiones de Extremo Oriente en medio de incesantes dificultades.
Nacido en Tours, Francisco recibe el bautismo el 31 de agosto de 1626 en la iglesia de San Saturnino. Su padre, Esteban, «Señor de Périers», es consejero y abogado en la Audiencia Territorial de Tours, ciudad de la que también es alcalde. De Margarita, su madre, se dice que es «una mujer fuerte que no come pan de ociosidad». Dará al mundo dieciocho hijos, varios de los cuales morirán en tierna edad; entre los restantes habrá cuatro sacerdotes y tres religiosas. De muy joven, Francisco destaca por su inclinación al bien, ya que es de temperamento dócil, modesto y lleno de un fervor que le mueve a optar por el estado eclesiástico. Por eso se le asigna una plaza de canónigo en el capítulo de la basílica de San Martín. Al ser tan joven, consigue un permiso para estudiar en Tours y luego en París. En la capital, entabla amistad con jóvenes fervorosos, eclesiásticos y laicos, que forman una asociación bajo la protección de la Virgen. Es ordenado sacerdote en el transcurso del verano de 1650.
El deseo de sus padres es que permanezca como canónigo en la ciudad de Tours. Francisco tiene dudas: ¿Se quedará tranquilamente en la silla de coro de San Martín, como sus dos tíos paternos?, o bien ¿se hará religioso, incluso jesuita, como dos de sus hermanos? La respuesta a esos interrogantes la busca en frecuentes retiros y en la oración constante. Los canónigos de San Martín, sin saberlo, le van a aportar la solución que desea. Conociendo su excepcional prudencia, le confían la gestión de un asunto que tienen pendiente en la capital. En París, Francisco se encuentra con sus amigos de la congregación dirigidos ahora por el padre Juan Bagot, un jesuita, quien les pone en contacto, en enero de 1653, con su cofrade el padre Alejandro de Rhodes, que ha organizado admirablemente las Iglesias de Tonkín y de Cochinchina. Se decía que había bautizado a más de cien mil paganos. Ante las amenazas de expulsión de europeos, éste ha venido a pedirle al Papa Inocencio X que envíe obispos que puedan formar a un clero local. Por su parte, el obispo de Macao, posesión portuguesa, se encuentra solo para administrar la diócesis más grande del mundo, China, ¡con sus cuatrocientos millones de almas!
«No nos corresponde a nosotros elegir»
El padre de Rhodes recibe el encargo del Papa de encontrar a tres sacerdotes que no retrocedan ante la abrumadora misión de organizar las Iglesias de Asia. Conquistado por los hijos espirituales del padre Bagot, le dice a éste: «Padre, ¡acabo de ver a quienes Dios destina para nuestras misiones!». Preguntados por su padre espiritual, los jóvenes ceden la palabra a Francisco: «No nos corresponde a nosotros elegir –dice. Ordenad y podéis estar seguro de que se os obedecerá; nos abandonamos por completo a vuestra prudencia». Un fervoroso retiro les confirma en esa intención. El destino de las Misiones Extranjeras está sellado. El señor Pallu no acaba de aceptar el proyecto de su hijo, pero Francisco le asegura que ha sido llamado por Dios; por eso, según le escribe, no puede sustraerse «sin faltar a su conciencia y comprometer su salvación». Ante la tumba del apóstol de París, san Dionisio, Francisco se compromete mediante voto a ofrecer a Nuestro Señor «su vida para la salvación de las almas y la conversión de los infieles».
Esa generosa ofrenda constituye un ejemplo digno de una especial consideración. En efecto, «el perenne anuncio misionero de la Iglesia es puesto hoy en peligro por teorías de tipo relativista», resalta la Congregación para la Doctrina de la Fe, en una nota publicada el 14 de diciembre de 2007; «para muchos fieles, no está clara la razón de ser de la evangelización. Hasta se llega a afirmar que la pretensión de haber recibido como don la plenitud de la Revelación de Dios, esconde una actitud de intolerancia y un peligro para la paz» (n. 10). En un discurso, el Papa Benedicto XVI explicaba: «De hecho, los cristianos de la Iglesia naciente no consideraron su anuncio misionero como una propaganda, que debiera servir para que el propio grupo creciera, sino como una necesidad intrínseca derivada de la naturaleza de su fe: el Dios en el que creían era el Dios de todos, el Dios uno y verdadero que se había mostrado en la historia de Israel y finalmente en su Hijo, dando así la respuesta que tenía en cuenta a todos y que, en su intimidad, todos los hombres esperan. La universalidad de Dios y la universalidad de la razón abierta hacia Él constituían para ellos la motivación y también el deber del anuncio. Para ellos la fe no pertenecía a las costumbres culturales, diversas según los pueblos, sino al ámbito de la verdad que igualmente tiene en cuenta a todos» (Alocución en el Colegio de los Bernardinos, en París, el 12 de septiembre de 2008).
El sentido de la catolicidad
En 1658, la elección de la Congregación para la Propagación de la Fe (llamada entonces «Propaganda») para dirigir la evangelización de Asia, recae en Francisco Pallu, de 32 años, en Pedro Lambert de la Motte, de 34 años, y en Ignacio Cotolendi, de 28 años. Alejandro VII ratifica esa elección, y, el 17 de noviembre, Francisco es consagrado obispo en Roma, y nombrado luego vicario apostólico de Tonkín y administrador de las provincias chinas, así como de las de Laos. El nombramiento de esos nuevos obispos les confiere el derecho y les impone el deber de marchar a Extremo Oriente; sin embargo, no les asegura los medios para hacerlo. De regreso a París, monseñor Pallu publica un opúsculo en el que expone las órdenes del Papa y los motivos del nombramiento de vicarios apostólicos. Intenta conseguir, y consigue, recursos por parte del rey y de diversas familias, y hace un llamamiento para que le sigan todos aquellos que deseen consagrarse a las misiones en la nueva Sociedad. Los futuros misioneros se instalan en la Couarde, propiedad cercana a París, donde pueden prepararse espiritual e intelectualmente en el silencio (el seminario actual de la rue du Bac se adquirirá en 1663). Monseñor Pallu les comenta las instrucciones de la Santa Sede: que se adapten a las costumbres y hábitos del país y que se cree un clero autóctono que disponga, lo más pronto posible, de sus propios obispos. Sobre todo, se procurará inculcarles sólidamente el sentido de la catolicidad, el amor de la Santa Sede y la unidad en torno al Papa. Los vicarios apostólicos reciben una directiva particular: «Estad vigilantes para que, en el transcurso de vuestro viaje, nadie pueda conocer el nombre ni la finalidad de vuestra misión. Por eso debéis cambiar de nombre y vuestra manera de comportaros, y, por encima de todo, debéis disimular vuestra dignidad episcopal». Esas instrucciones, remitidas en 1659 por las autoridades romanas a los fundadores de las Misiones Extranjeras de París, dicen mucho sobre los peligros de esa tarea. A la dificultad de los viajes, a lo desconocido de las comarcas que han de atravesar, hay que añadir la hostilidad de las dos potencias coloniales de la época, España y Portugal, cuyos soberanos controlan las misiones de América y de Asia. La fundación de las Misiones Extranjeras también tiene como objetivo separar la evangelización de los pueblos de los intereses políticos.
Un puente entre Europa y Asia
Los tres nuevos vicarios apostólicos viajan por separado, llevando consigo a algunos sacerdotes y laicos. El primero que embarca es Lambert, en noviembre de 1660. Diez y ocho meses más tarde, atraca en Mergui, en Siam, la actual Tailandia. Por su parte, Cotolendi muere de agotamiento a la edad de treinta y tres años, en el mes de agosto de 1662, en la India. Después de asentar el seminario de la Sociedad de las Misiones Extranjeras cerca de París, monseñor Pallu y sus compañeros se embarcan en Marsella el 2 de enero de 1662. A partir de Alep, en Siria, deciden vestirse «a la turca». En efecto, para evitar a ciertos cristianos que se oponen al éxito de la empresa, deben ponerse en manos de guías musulmanes. Durante ese largo viaje de más de dos años, al grupo de misioneros no se le ahorran tribulaciones. Monseñor Pallu ve morir a varios de sus compañeros: «Espero –escribe– que sentiréis los mismos efectos que nosotros experimentamos, pues, por la misericordia de Nuestro Señor, lejos de sentir horror y abatimiento en el corazón por el número de nuestros hermanos muertos (aunque, en última instancia, no somos insensibles a ello), nuestro corazón experimenta, antes al contrario, mayor valentía y mayor vigor para proseguir la obra que la divina bondad ha tenido a bien dejar en nuestras manos». El obispo, desde el punto de vista de la fe, no duda de que sus compañeros, nada más ser llamados por Dios, interceden por la naciente obra y la protegen. A una importante bienhechora de las misiones, le escribe: «El puente ya ha empezado a construirse; estamos felices de que nuestros cuerpos y nuestros huesos, al igual que los de nuestros queridos hijos, puedan servir de pilotes para consolidarlo y abrir un camino nivelado y accesible a valientes misioneros para realizar una amplia recolección en aquellos campos tan fértiles».
A principios de septiembre de 1663, Mons. Pallu se embarca en Masulipatam, en la costa este de la India, para dirigirse a Tenasserim, puerto situado en la larga península malasia. Grandes tormentas prolongan la travesía, hasta el punto de que los víveres llegan a escasear. Finalmente, el 27 de enero de 1664, el obispo y sus compañeros arriban a Ayutthaya (al norte de Bangkok), capital del reino de Siam, donde pueden abordar con total seguridad a los sacerdotes extranjeros, pues la religión cristiana goza allí de plena libertad. Siam se convierte en el centro externo de la misión de Vietnam, donde en aquel momento reina la persecución. Allí, de común acuerdo con Mons. Lambert de la Motte, vicario apostólico de Cochinchina, y con sus sacerdotes, convoca un sínodo para estudiar la situación; juntos elaboran unas «Instrucciones para cumplir convenientemente las funciones apostólicas», más conocidas con el nombre de «Monita». Son tres los temas que dominan el texto: la santificación del misionero por la salvación de los cristianos, la conversión de los infieles y la organización de las Iglesias. Deciden igualmente crear un seminario donde pueda formarse el clero indígena. Los jóvenes vietnamitas sorprenderán a los misioneros por su extraordinaria desenvoltura intelectual, y los resultados que alcanzarán estarán por encima de lo que se conseguía en Europa por parte de muchachos de la misma edad. Enseguida aprenderán a leer y a escribir en latín; los mayores serán capaces de comentar el Evangelio, y los benjamines darán clases de catecismo de forma pertinente.
Bajo la inspiración de Mons. Lambert de la Motte, Mons. Pallu sueña con fundar una congregación religiosa cuyos miembros harán votos, y traza las grandes líneas de esa institución que espera pueda ser aprobada por Roma. Sin embargo, se presenta un problema bastante delicado: el de la relación entre misioneros que pertenecen a diferentes órdenes religiosas y los obispos misioneros; ¿qué autoridad pueden reivindicar sobre los religiosos los obispos nombrados por Roma? Algunos religiosos impulsan la política de su país de origen y se oponen a los misioneros franceses enviados por la Propaganda. Además, sería necesario obtener la jurisdicción sobre el reino de Siam, así como un tercer vicario apostólico que sustituyera a Mons. Cotolendi, y finalmente reclutar nuevos voluntarios para las misiones de Asia. Todos esos asuntos no pueden abordarse mediante simples misivas.
¿Gusto por la aventura?
En enero de 1665, se hace necesario el regreso a Europa de uno de los dos obispos. Después de dos años de viaje y un año solamente de presencia en Extremo Oriente, ¿se vería obligado Mons. Pallu a emprender el camino en sentido contrario? La decisión no es fácil. «Los vínculos del deber, de la ternura y de la compasión hacia aquellas almas abandonadas –escribe– producían en mí una profunda huella, y mi corazón no podía pensar en alejarse sin extrema violencia». En cuanto a las dificultades del viaje, las conoce demasiado bien para desearlas por el sólo gusto por la aventura. No obstante, reprime sus prevenciones y toma una decisión heroica: se impone viajar para establecer una sólida base en las misiones que se le han confiado. Al cabo de dos años y tres meses de viaje, Mons. Pallu llega sano y salvo a Roma en el mismo momento en que fallece el Papa Alejandro VII. Deberá esperar aún dos años para obtener del Papa Clemente IX las respuestas esperadas. El 4 de julio de 1669, Siam es erigido en vicariato apostólico, y se conceden todas las demás solicitudes. Las «Monita» son aprobadas íntegramente: el Santo Oficio las declara «llenas de espíritu apostólico», y la Propaganda las manda imprimir por cuenta propia. La obra, repetidas veces impresa, será, durante trescientos años, el vademécum de los sacerdotes de las Misiones Extranjeras. En contrapartida, el proyecto de congregación religiosa no obtiene la aprobación de la Propaganda, que lo considera demasiado severo y propenso a desanimar las vocaciones. Mons. Pallu se somete y escribe lo siguiente a Mons. Lambert: «Preferiría morirme antes que separarme un ápice de los límites que nos han prescrito, aunque sólo sea para subrayar el respeto y la obediencia que debo y que quiero demostrar durante toda mi vida a la Santa Sede».
En la primavera de 1670, Mons. Pallu se embarca en Nantes con nuevos reclutas para sus misiones, a bordo de uno de los barcos de la Compañía de las Indias que bordea la costa oeste de África. El ecuador no se franquea hasta el 10 de septiembre. En octubre, la situación se convierte en trágica, ya que más de setenta de los cien hombres con que cuenta el equipaje sucumben por el escorbuto y reciben sepultura en el océano. Los misioneros deben colaborar en la maniobra del barco. A principios de noviembre arriban al cabo de Buena Esperanza, donde la acogida de los holandeses es realmente cordial y donde permanecen dos meses. Después, son necesarios cuarenta y dos días para alcanzar Madagascar, pues una tormenta causa estragos dejando el navío sin mástil. Una vez allí, su mortífero clima se lleva a un misionero; otros dos, sin embargo, pueden salvarse in extremis. No obstante, llegan buenas noticias de Siam, donde Mons. Lambert de la Motte ha ordenado a los primeros sacerdotes vietnamitas, y donde se han producido numerosas conversiones. Monseñor Pallu debe esperar seis meses en Madagascar. Es su ascesis principal: en cuanto se percata de una urgente necesidad, un océano de retrasos se abre en el acto ante él, y experimenta que hace falta paciencia para esperar la hora de Dios. Sin aparentar enojo, adopta entonces el ritmo de la vida monástica, rezando, trabajando, intentando ser útil a las almas, hasta el momento en que se entreabre la puerta; pero detrás de la primera puerta siempre surge otra, y luego una tercera. Nunca parece tener prisa, y, manteniéndose siempre dueño de sí mismo, posee una paciencia incansable. Él mismo acabará cansando a las fuerzas adversas y a los elementos; al querer continuar su camino a pesar de todos, sin medir ni el tiempo ni la dificultad, conseguirá finalmente recorrerlo.
Rápidamente complacido
Los misioneros llegan por fin a su morada de Ayutthaya en mayo de 1673, es decir, ¡después de más de tres años de viaje! Pero Siam no es el objetivo de Mons. Pallu, cuyo destino es Tonkín, país todavía hostil a los misioneros. El obispo espera penetrar para unirse a dos sacerdotes. En 1674, se embarca en un navío francés que, alcanzado por un tornado, escapa por poco a la catástrofe. «¡Oh!, qué hermoso y saludable es encontrarse en semejantes ocasiones –escribe–, en las que se sabe por experiencia cuán cerca está Dios de quienes se complace en poner a prueba, y las grandes ventajas que hay de hallarse en la necesidad de no poder recurrir más que a Él. Entonces conservamos un vigor, un reposo y una satisfacción en el alma que ésta no conocía anteriormente; es lo que hacía proclamar a san Francisco Javier, en todos los peligros en los que se vio inmerso, que solamente esperaba y pedía a Dios que le librase de ellos para verse expuesto a otros mayores por su amor». Monseñor Pallu será rápidamente complacido. Al salir del tornado, el navío apenas vale nada, y entra más agua de la que se puede achicar. Resulta imposible en ese estado alcanzar la costa de Tonkín, de la que se han alejado. No queda otro remedio que llegar a las Filipinas, aunque refugiarse en tierra española significa meterse en la boca del lobo.
Sin quedar abatido
El vicario apostólico de Tonkín es retenido seis meses en Manila por las autoridades civiles y religiosas, que deciden delegar el asunto al Soberano Consejo de las Indias, con sede en Madrid, donde mons. Pallu podrá defender él mismo su causa. ¡Haber realizado una travesía tan larga para acabar así! Eso significa para el obispo otros cinco o seis años de viajes y discusiones perdidos entre una maraña de procedimientos. Para la misión no solamente significa un contratiempo, sino un desastre. En Tonkín se espera al obispo con impaciencia, ya que los misioneros han reunido a veinticinco candidatos al sacerdocio, y los más adelantados deben ser ordenados sacerdotes en cuanto se produzca su llegada. Otros que no fueran él se habrían dejado llevar por la cólera y habrían caído en el desánimo, pero la fortaleza de su alma le permite asumir esa nueva decepción sin quedar abatido. El viaje se realiza por el este pasando por México. En cuanto el vicario apostólico llega a España, el gobierno de Luis XIV y el Papa Inocencio XI solicitan a la corte de Madrid y obtienen rápidamente su liberación. Al abandonar Madrid en 1677, Mons. Pallu se dirige a Roma para defender a sus misiones contra el patronazgo portugués, obteniendo decretos para la organización de las Iglesias de Extremo Oriente. Esos decretos, dictados entre 1677 y 1681, conciernen sobre todo a la orden de regreso de varios religiosos de la Compañía de Jesús que perturban algunas misiones de los vicarios apostólicos, a la extensión al Japón de la jurisdicción del vicario apostólico de Siam y a la creación de obispos anamitas y chinos. Uno de los decretos más difíciles de aplicar concierne al juramento de obediencia que se debe a los vicarios apostólicos por parte de los religiosos de las diferentes órdenes que trabajan en la zona.
En 1680, liberado de la misión de Tonkín, Mons. Pallu es nombrado administrador general de las misiones de China, así como vicario apostólico de Fukien. Tras una estancia en París, llega a Siam con nuevos misioneros y ayuda económica. En junio de 1683, se embarca hacia China acompañado de un sacerdote, pero el junco es atacado y desviado a la isla de Formosa. Retenido como prisionero durante varios meses y finalmente liberado, el obispo prosigue su camino hasta que, en enero de 1684, llega por fin a China, tierra largo tiempo deseada. Sin embargo, desde los primeros meses en el continente, nota los efectos de la enfermedad que debe vencerlo. Al sentir que su fin está próximo, Mons. Pallu recomienda las misiones a Inocencio XI, y luego a Luis XIV. A los vicarios apostólicos y a los directores del Seminario de París les envía consejos para el buen funcionamiento de la Sociedad, recomendándoles sobre todo unión entre ellos: «Mientras la caridad reine en las misiones, todo irá bien, y será el principal objetivo de mis oraciones y deseos cuando me halle ante Nuestro Señor».
El 29 de octubre de 1684, Mons. Pallu muere de un catarro que lo ahoga en Moyang, provincia de Fukien. Es enterrado cerca del pueblo, al pie de la «Montaña Santa», donde descansarán sus restos hasta 1912, momento en que serán trasladados a Hong Kong, en la casa de espiritualidad de las Misiones Extranjeras de París. Resulta sorprendente que un obispo misionero haya consumido la vida en viajes sin haber podido trabajar en su propio campo de apostolado. Pero la misión que el Señor le había reservado era establecer sólidas bases sobre las cuales otros debían realizar, según los planes establecidos por sus desvelos, una obra magnífica. Desde su fundación, la Sociedad de las Misiones Extranjeras de París ha enviado a 4.273 sacerdotes a las misiones. 177 de ellos fallecieron de muerte violenta, de entre los cuales veintitrés han sido canonizados y dos beatificados.
El Papa Benedicto XVI, en su homilía del 14 de septiembre de 2008 en Lourdes, expresaba el siguiente deseo: «Que siguiendo a los grandes evangelizadores de vuestro país, el espíritu misionero que animó a tantos hombres y mujeres de Francia a lo largo de los siglos, sea vuestro orgullo y compromiso».
>