14 de diciembre de 2016

Mons. Fulton Scheen

Muy estimados Amigos:

El 2 de octubre de 1979, en la catedral de San Patricio de Nueva York, ante una multitud inmensa de fieles que habían llegado para saludar al Sumo Pontífice, avanza penosamente, entre los obispos norteamericanos, un venerable octogenario que dobla la rodilla. Juan Pablo II lo levanta y lo abraza diciendo : « Ha escrito y hablado bien de Nuestro Señor Jesucristo. Es usted un leal hijo de la Iglesia ». La multitud se conmueve por el gesto, pero el prelado se emociona con las palabras del Papa, pues nada podía complacer tanto a Monseñor Fulton Sheen, al final de una vida dedicada por entero al amor de Jesucristo y de su Iglesia. Según sus propias palabras, « La Iglesia es el Templo de la Vida y yo soy una piedra viva ; es el Árbol del Fruto eterno y yo soy una rama ; es el Cuerpo místico de Cristo en la tierra y yo soy un miembro. La Iglesia, pues, es más para mí de lo que soy por mí mismo… Me absorbe de tal manera que sus pensamientos son mis pensamientos, sus amores, mis amores, y sus ideales, mis ideales. Considero que el hecho de compartir su vida es el mayor de los dones que Dios me haya concedido jamás, al igual que consideraría el hecho de perder su vida como la mayor de las desgracias que pudieran ocurrirme… Mi vida es su vida, mi ser es su ser, y ella posee mi amor y mi dedicación ».

Mons. Fulton ScheenMonseñor Sheen viene al mundo el 8 de mayo de 1895 en El Paso (Illinois, Estados Unidos), primogénito de cuatro hermanos. El día de su Bautismo, lo colocan en el altar de la Virgen como señal de consagración especial a la Reina del Cielo. En ese momento recibe los nombres de Peter John, pero lo llamarán normalmente con el nombre de soltera de su madre, Fulton, y así será conocido. Durante toda su vida, mostrará agradecimiento por haber tenido unos padres profundamente católicos. « Las influencias más provechosas —escribirá— son las inconscientes, no deliberadas, cuando nadie mira o cuando no se busca la reacción ante una buena obra. Así es como influye a largo plazo una madre en la casa ; cumpliendo sus deberes cotidianos con amor y espíritu de sacrificio, imprime su huella en los niños, y esa huella se acrecienta a lo largo de los años ».

Fulton sigue una escolarización normal y se muestra en todo como alumno excelente. Durante el verano, ayuda a su padre en la granja a pesar de que no le atraen esas tareas, pues sus centros de interés son más bien intelectuales. En una ocasión, un vecino le dice al padre : « Tu hijo mayor no llegará a nada ; siempre está metido en libros ». Después de sus estudios de secundaria, el joven entra en la universidad, donde sus éxitos le procuran una beca con vistas a obtener un doctorado. Sin embargo, siente la llamada del Señor al sacerdocio, por lo que pide consejo a un buen sacerdote, el padre Bergan, que le responde con claridad : « Renuncia a la beca ; es lo que el Señor quiere que hagas. Y si confías en Él, después de la ordenación recibirás una educación universitaria mucho mejor ». Entonces, Fulton decide entrar en el seminario, cosa que jamás lamentará.

Un tiempo considerable

El 20 de septiembre de 1919, día de su ordenación sacerdotal, realiza dos promesas : pasar una hora ante el Santísimo cada día de su vida y celebrar la Misa todos los sábados en honor a la Virgen a fin de solicitar la protección de la Reina de los Cielos en su sacerdocio. Más tarde hablará del « sentimiento profundo y extático de amor que se adquiere con la ordenación, y que convierte en insípido cualquier otro amor ». La Hora Santa será el tema más frecuente de sus reflexiones y predicaciones, sobre todo cuando se dirija a los sacerdotes. Sostiene que resulta imposible que el sacerdote dé a Cristo a los demás si no pasa, cada día, un tiempo considerable en su presencia : « Ni los conocimientos teológicos, ni la acción social, por sí mismos, bastan para mantener nuestro amor por Cristo, si no van precedidos de un encuentro personal con Él ». Pues se trata de amor, y el amor exige pasar tiempo con el ser amado : « Son pocas las almas que meditan, ya sea porque esa palabra les da miedo, o bien porque ni siquiera saben de su existencia. En el orden humano, una persona enamorada tiene siempre en el corazón a la persona amada, vive en presencia del otro, se propone hacer la voluntad del otro y se aplica con celo a no dejar que le superen, por poco que sea, en la entrega de sí mismo. Aplicad esto al alma enamorada de Dios y tendréis los rudimentos de la meditación ».

Nada más ser ordenado sacerdote, Fulton se matricula en la Catholic University of America, en Washington, donde se graduará en teología y derecho canónico. Sin embargo, en lugar de proseguir allí sus estudios, solicita realizar el doctorado en una universidad europea, y su elección se centra en la de Lovaina (Bélgica). Tras el doctorado, en julio de 1925, Sheen obtiene la cátedra de filosofía en la misma universidad, siendo nombrado entonces vicario en una parroquia pobre de su diócesis de origen (Peoria). Después de los estudios que acaba de realizar, son muchos los que se sorprenden de ese nombramiento, que parece deshonroso para un sacerdote tan brillante. Pero él acepta de buen grado ese ministerio ; se lanza por completo al cuidado pastoral de las almas, se convierte en poco tiempo en amigo de todos y consigue numerosas conversiones. Al cabo de ocho meses, el obispo le confiesa : « Hace tres años le propuse a la Catholic University of America como miembro del claustro de profesores. Sin embargo, a causa de sus éxitos en Europa, quería saber si seguiría obediente. Ahora ya puede ir a enseñar con mi bendición ». El padre Sheen permanecerá en Washington más de veinte años, con gran aprecio por parte de los estudiantes : « En sus clases —dirá uno de ellos—, levantar la mano hubiera sido como decirle al sol que dejara de brillar por un instante. Y no nos apetecía en absoluto, de tan cautivador que era como profesor ». El joven sacerdote considera la enseñanza « como una de las más nobles vocaciones que hay en el mundo, pues, en última instancia, el objetivo de toda educación es el conocimiento y el amor por la verdad ». Sus capacidades intelectuales no le impedirán permanecer durante toda la vida muy cerca de los simples fieles. Dando prueba de gran amabilidad hacia todos, nunca deslumbra con su ciencia, sino que intenta más bien aprender algo de su interlocutor. En la docencia, se sitúa primeramente al nivel de sus estudiantes, para elevarlos gradualmente.

Quitar las máscaras

Su dedicación como profesor a tiempo completo no le impide aceptar numerosas invitaciones para predicar retiros espirituales o para impartir conferencias. Prepara sus intervenciones con sumo cuidado, y habla siempre de pie y sin notas ; le gusta decir que el fuego no se enciende cuando se está sentado. Su presentación clara y precisa de las verdades de la fe católica está sembrada de bromas que mantienen despierta la atención. Su celebridad se extiende muy pronto por doquier. La verdadera fe es, según él, lo que más falta hace, por desgracia, en el mundo. Por ello no duda en recordar con seguridad las grandes verdades del Evangelio, cuya meditación suscita la conversión de las almas : la muerte, el juicio final, el cielo y también el infierno. Para él, el hombre moderno quiere lo imposible : una religión sin cruz, un Cristo sin calvario, un reino sin justicia, y, en su iglesia, « un párroco que nunca hable del infierno ». Pero esa no es la fe de la Iglesia. En efecto, en el momento del juicio —recuerda—, « cada uno deberá aprender por sí mismo que la puerta es estrecha y el sendero es angosto para llegar a la Vida Eterna, y que son pocos los que hallan esa puerta… Allí, se quitarán todas las máscaras ; el hombre abandonará su rango, lejos de la multitud, y la única voz que oirá será la voz de su conciencia, que lo mostrará tal como es en realidad… No habrá estupefacientes para ayudarlo a olvidar o para introducirlo en la irresponsabilidad del sueño ; no habrá cócteles para ensordecerlo ante su conciencia ». Medio siglo después, san Juan Pablo II escribirá igualmente : « La Iglesia tampoco puede omitir, sin grave mutilación de su mensaje esencial, una constante catequesis sobre lo que el lenguaje cristiano tradicional designa como las postrimerías del hombre : muerte, juicio (particular y universal), infierno y gloria… Solamente en esta visión escatológica se puede tener la medida exacta del pecado y sentirse impulsados decidid amente a la penitencia y a la reconciliación » (Exhortación Reconciliatio et Pœnitentia, 2 de diciembre de 1984, nº 26).

A partir de 1928, la voz del padre Sheen se retransmite regularmente por las ondas en el programa “Catholic Hour”. Durante más de 20 años, se esfuerza por presentar a los oyentes, en términos sencillos, el contenido de la fe católica, que defiende contra los ataques modernos. Esas emisiones le ocasionan un correo abundante, y muchos de sus contactos envían dinero, que él redistribuye espléndidamente a los necesitados : « Dios restituye en tiempo, en energía o en dinero todo lo que se ha dado » —responde a quienes se quejan de su generosidad. Su notoriedad hace que sea nombrado, en 1934, chambelán papal con el título de “Monseñor”. En 1951, la televisión le invita a predicar el Evangelio en la serie de emisiones “Life is Worth Living” (La vida vale la pena vivirse). Ese apostolado proseguirá durante siete años.

Mascarón de proa

A lo largo de esos decenios, Monseñor Sheen se consolida como mascarón de proa de la lucha contra el comunismo. Antes que considerar a los revolucionarios rusos como únicos responsables del éxito de esa ideología, no duda en atribuirla a un Occidente secularizado que ha perdido la fe, fuente de su grandeza : « A medida que Occidente pierde su cristianismo, pierde su superioridad. La ideología comunista ha surgido de los restos secularizados de una civilización occidental cuya alma era en otro tiempo cristiana ». Además, la decadencia moral de Occidente hace prever su hundimiento inevitable si no acomete una seria reforma. Citando al historiador Arnold Toynbee, Sheen subraya que « dieciséis civilizaciones, de entre las diecinueve que se hundieron desde el principio de la historia, se descompusieron desde dentro ».

La redacción de sus libros, así como la cuidadosa preparación de sus sermones, conferencias y emisiones televisivas, le llevan un tiempo considerable ; a pesar de ello, encuentra los medios de visitar a los pobres, los enfermos y las lejanas misiones del tercer mundo, de responder personalmente a decenas de miles de cartas y de instruir a numerosísimas personas que acuden o regresan a la fe. Suele insistir en el hecho de que la gracia de Dios busca un alma abierta. Le gusta repetir que « el pestillo se halla en nuestro lado », pues « Dios no derriba las puertas, sino que somos nosotros quienes le bloqueamos la entrada ». El fenómeno moderno del ateísmo es objeto de sus reflexiones : « Nueve de cada diez ocasiones, el ateísmo nace en el seno de una mala conciencia —afirma—. La incredulidad nace del pecado, no de la razón ». Y aconseja de buen grado a quienes se hallan en esa situación : « Si queréis conocer a Dios, solamente existe una manera : poneos de rodillas… Si no adoráis a Dios, adoraréis otra cosa, y en nueve de cada diez ocasiones será a vosotros mismos ». Es imposible contar el número de personas que se convirtieron gracias a ese apóstol incansable : « Nunca tomo registro de los convertidos —confiesa—, por miedo a caer en el error de pensar que soy yo quien los ha ganado para Cristo. Porque Dios ya no me daría otros y me castigaría por mi orgullo… ». Un hombre que se pasea debajo de manzanos con frutas maduras las recolecta sin problemas ; del mismo modo —reconoce—, toda conversión es primero un don de Dios, otorgado a la oración, sin la cual nada bueno puede realizarse en el ámbito de la gracia.

¿ Dónde están tus dioses ?

En las guerras que ha conocido en el transcurso de su vida, Fulton ve el resultado de una multitud de pecados. La violación de la ley moral supone, de hecho, en ella misma graves consecuencias : es el pecado lo que provoca la desgracia. Frente a quienes señalan a Dios con el dedo para hacerlo responsable del mal, él escribe : « Tales hombres piensan en Dios únicamente cuando buscan un chivo expiatorio para sus propios pecados. Sin expresarlo nunca, presuponen que el hombre es el autor de todo lo bueno y bello en el mundo, y que Dios es responsable del mal y de las guerras… Ignoran que Dios se asemeja a un escritor que habría compuesto una obra de teatro, que la habría entregado a los hombres con todas las indicaciones para interpretarla a la perfección, pero que ellos la malbarataron ». Frente a los incrédulos que preguntan, cuando todo va mal, « ¿ Dónde está Dios ? », él replica : « ¿ Dónde están ahora tus dioses ? ¿ Dónde está tu “dios Progreso” frente a esas dos guerras mundiales en un espacio de veintiún años ? ¿ Dónde está tu “dios Ciencia”, en un momento en que se dedican sus energías a la destrucción ? ¿ Dónde está tu “dios Evolución”, ahora que el mundo retrocede y se convierte en un inmenso matadero ? ».

Después de recibir la consagración episcopal en Roma, el 11 de junio de 1951, Monseñor Fulton Sheen es nombrado obispo auxiliar de Nueva York. Cumplirá su ministerio durante unos quince años, asegurando la dirección de la Society for the Propagation of the Faith, organismo encargado de coordinar la ayuda a las misiones de todas las diócesis norteamericanas, en unión con la Santa Sede. En ese cometido, recogerá considerables sumas para las misiones. Sin embargo, su celebridad, por una parte, y el dinero que pasa por sus manos, por otra, hacen que sea el blanco de envidias y críticas. Una disputa con un alto dignatario eclesiástico a propósito de una donación gubernamental en favor de las misiones será para él, durante diez años, una espina dolorosa. Paradójicamente, esa contradicción le ayudará a progresar en la noche de la fe y a descubrir el gozo misterioso de sufrir con el Salvador : « Si falta un Viernes Santo en nuestra vida, jamás habrá un Domingo de Pascua —escribe—… El hecho de morir en uno mismo es el preludio esencial de la verdadera vida para sí mismo ». Con motivo de un viaje a Tierra Santa y a otros lugares relacionados con la historia bíblica, Monseñor Sheen se detiene en Éfeso, ciudad evangelizada por san Pablo, quien por poco pierde allí la vida (cf. Hechos 19). « Éfeso —dice el prelado— me ha enseñado que el hecho de predicar la Palabra provocará siempre antagonismo. Sea contra el comunismo o contra la avaricia, sea contra el divorcio o contra el aborto, el predicador no solamente será hostigado, sino también el blanco de una revuelta organizada ».

Monseñor Sheen toma parte en todas las sesiones del concilio Vaticano II, interviniendo en diversas ocasiones en el aula conciliar. En 1966, es nombrado obispo de Rochester, cargo que ejercerá durante tres años. En 1969, pasa oficialmente a la jubilación, recibiendo con ese motivo el título honorífico de arzobispo. No obstante, su actividad no disminuye, de tal modo que sermones y conferencias ante auditorios de los más variados lo llevan a recorrer los Estados Unidos y Europa. Incluso encuentra fuerzas para emprender una nueva serie televisiva titulada “What Now, America ?” (¿ Y ahora qué, América ?). ¡ Desea morir en la brecha ! Los años que siguen al concilio destacan por grandes sufrimientos ; si bien se alegra por algunas reformas, se siente profundamente afligido por el desorden que parece reinar en la Iglesia : « Nos hemos alejado del estandarte de Cristo para ir hacia el del mundo. No nos preguntamos si “eso complace a Cristo”, sino más bien si “eso complace al mundo”. Desde esa óptica, debería vestirme y actuar de tal modo que no me separe del mundo, puesto que quiero estar con él. Nos casamos con este mundo y enviudamos del mundo que está por venir. Adoptamos su palabrería y sus modas. Ese es uno de los motivos de tanta inestabilidad en la Iglesia de hoy : que la arena sobre la que caminamos es movediza. Hemos abandonado la roca que es Cristo ».

Una mirilla

En 1976, el arzobispo emérito se dirige a Rochester para la dedicatoria de los “Sheen Archives”, colección de sus escritos y grabaciones instalada en el seminario diocesano. Con ocasión de ello, dirige una confidencia a quienes piensan encontrar allí su “secreto” : durante sus viajes a París, le gusta visitar un antiguo convento de carmelitas, transformado en la actualidad en hogar para estudiantes. En ese edificio, « hay una habitación que siempre visito —dice—. Se halla al final del pasillo… Un poco por encima del escritorio hay una mirilla. Era la habitación del gran predicador Lacordaire, desde donde, cuando estaba sentado en ese escritorio, podía mirar a través de la mirilla. Y ¿ qué veía ? ¡ Veía el sagrario, veía el Santísimo ! Eso es lo que confirió grandeza a Lacordaire. No hay explicación completa de Fulton J. Sheen en esos libros o en esas grabaciones. Debéis buscar un secreto que procede de fuera, de allí donde la ciencia se convierte en sabiduría, es decir, únicamente a los pies de Cristo y de su Santo Sacramento. En consecuencia, que todos los que entren en esta sala recuerden esa mirilla. ¡ Mirad a través de ella y tendréis entonces la explicación de Fulton John Sheen ! ».

A partir de 1977, su salud empieza a resentirse. Sufre una operación a corazón abierto, lo que nunca se había intentado en una persona de su edad. En cuanto es posible, un sacerdote acude a celebrar Misa a los pies de su lecho. El arzobispo sufriente consigue pronunciar con un hilo de voz las palabras de la consagración y, jadeando, da una explicación de la Misa a una de las auxiliares que no es católica. Incluso en esos momentos extremos, se toma en serio la frase del Apóstol san Pablo : ¡ Ay de mí si no predicara el Evangelio ! (cf. 1 Co 9, 16). Una noche, mientras se halla en cuidados intensivos y apenas consciente, oye a una enfermera que habla de otro paciente que se está muriendo en una cama vecina. Incapaz de levantar la mano, Sheen levanta el dedo y traza la señal de la cruz hacia el moribundo, dándole así la absolución condicionada en el umbral de la eternidad.

Sobre la espalda

En septiembre de 1978, regresa al hospital durante cuatro meses. Escribe lo siguiente a un primo : « No me quejo de mi condición, pues creo firmemente que el Señor nos pone a menudo acostados sobre la espalda para que miremos constantemente hacia el cielo ». Durante esa estancia, consuela y reconduce a la fe a un hombre mayor, alejado de la Iglesia desde hacía 45 años y que había intentado suicidarse. Tras varias horas de conversación, Monseñor Sheen lo confiesa, lo reconcilia con la Iglesia y le da la Sagrada Eucaristía. Ese acontecimiento resulta de gran consuelo para el viejo arzobispo, que ve en ello el fruto de sus propios sufrimientos voluntariamente aceptados : « Había pedido al Señor que permitiera que mis sufrimientos hicieran bien a un alma, y Él ha satisfecho mi plegaria ».

Pero, gracias a su temperamento incansable, enseguida retoma sus actividades. En enero de 1979, es invitado al National Prayer Breakfast de Washington, en presencia de Jimmy Carter, entonces presidente de los Estados Unidos. El venerable prelado inaugura así su discurso : « Señor Presidente, es usted un pecador ». Tras un momento de silencio, continúa : « Soy un pecador ». Luego, paseando la mirada sobre las celebridades presentes, dice : « Todos somos pecadores, y todos necesitamos volvernos hacia Dios ». Billy Graham, protestante evangélico, afirmará que fue uno de los sermones más elocuentes y estimulantes que jamás había escuchado.

El Viernes Santo siguiente, muy debilitado por sus grandes sufrimientos, Monseñor Sheen sube por última vez al púlpito de la iglesia Santa Inés de Nueva York, completamente decidido a realizar una homilía aunque le cueste la vida. Siempre había considerado que el púlpito sería un buen sitio para morir. Sin embargo, los meses pasan… Finalmente, el 9 de diciembre de 1979, Fulton Sheen obtiene la gracia que a menudo había pedido : morir ante el Santísimo. Poco tiempo antes, había confesado su deseo de partir : « No es que no ame la vida, pues la amo realmente. Pero quiero ver al Señor. He pasado muchas horas ante Él presente en el Sagrario. Le he hablado en la oración, y he hablado de Él a todos los que querían oírme, ¡ y ahora quiero verle cara a cara ! ».

La causa de de beatificación de Monseñor Fulton Sheen, abierta en 2002, desembocó en 2012 en la declaración de la heroicidad de sus virtudes, llevando desde entonces el título de “Venerable”.

Mientras rezamos por su beatificación, pidámosle que comparta con nosotros su intenso amor por Jesús-Eucaristía, así como su solicitud por el destino eterno de las almas.

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