1 de Mayo de 2008
Jérôme Lejeune
Muy estimados Amigos:
Agosto de 1997. Juan Pablo II se encuentra en Francia con motivo de las Jornadas Mundiales de la Juventud. Se dice que el Papa ha alterado el programa de su viaje, ya que, a pesar de las presiones contrarias, realiza un rodeo por Châlo-Saint-Mars, localidad del departamento de Île-de-France, a fin de recogerse ante la tumba de su amigo el profesor Lejeune, fallecido en 1994.
Jérôme Lejeune había nacido en 1926 en Montrouge, en el seno de una familia que quedó arruinada por la guerra de 1939-1945. A la edad de 13 años, descubre a dos autores, Pascal y Balzac, que lo marcan de por vida. Subyugado por el doctor Bénassis, héroe de la novela Médico de campaña, también él quiere convertirse en médico de campaña, dedicándose a los humildes y a los pobres. Después de la guerra, se sumerge con entusiasmo en los estudios de medicina. Enseguida, una motivación se añade como estímulo a su trabajo: acaba de conocer a una joven danesa, Birthe, de la que se ha enamorado apasionadamente. El 15 de junio de 1951, defiende con éxito su tesis doctoral. Ese mismo día, su futuro queda decidido en una dirección del todo diferente a la de sus proyectos: uno de sus maestros, el profesor Raymond Turpin, le propone colaborar en una magna obra sobre el «mongolismo», enfermedad que afectaba a un niño de cada seiscientos cincuenta. Jérôme acepta, por lo que, a partir de ese momento, su camino queda trazado. El 1 de mayo de 1952, contrae matrimonio en Odense (Dinamarca) con Birthe Bringsted, convertida al catolicismo, con la que tendrá cinco hijos. La vida en familia es para él objeto de predilección, sobre todo durante las vacaciones. Durante sus estancias en el extranjero, escribe a su mujer todos los días.
En 1954, se convierte en miembro de la Sociedad Francesa de Genética y en investigador del Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS). A partir de las explosiones de Hiroshima y de Nagasaki, el efecto de las radiaciones nucleares sobre la reproducción humana está al orden del día. Turpin orienta a su equipo hacia ese campo, y, en 1957, Jérôme es nombrado «experto sobre los efectos de las radiaciones atómicas en genética humana» para la ONU. Desde entonces, participa en congresos internacionales, donde destaca por su candorosa libertad de lenguaje, frente a la voluntad de dominación de algunas delegaciones.
Son ya tres hijos los que dan felicidad al hogar. Por esa época, la salud del padre de Jérôme se degrada. Jérôme debe afrontar la evidencia: se trata de un cáncer de pulmón. La agonía del padre amado le muestra hasta qué punto «es insoportable ver el sufrimiento de aquellos a quienes se ama». Su mirada se hace entonces más profunda, ya que reconocerá al propio Cristo en el rostro de cada paciente.
Aprovechando los nuevos procedimientos fotográficos, Jérôme descubre, en un tejido preveniente de un pequeño «mongólico», la presencia de un cromosoma suplementario, a nivel del par 21 (el ser humano cuenta con 23, en total 46 cromosomas). Ese es el origen del «mongolismo», enfermedad que se llamará a partir de entonces «trisomía 21». En marzo de 1959 se comunica ese descubrimiento a la Academia de Medicina. En noviembre de 1962, Jérôme recibe el «premio Kennedy»; en octubre de 1965, adquiere la titularidad de la primera cátedra de genética fundamental en París. Todo conduce a la esperanza: su descubrimiento, así como la publicidad que de él se ha hecho en el mundo científico, le hace pensar que estimularán la investigación y permitirán poner a punto tratamientos adecuados para curar a los enfermos y dar esperanza a sus padres. Las familias de los enfermos, atraídas por la celebridad internacional de Jérôme y su accesibilidad, se dirigen cada vez en mayor número a él. Da tratamiento a varios miles de jóvenes pacientes que acuden a su consulta del mundo entero; a otros les hace un seguimiento por correspondencia. Ayuda a los padres a comprender y a aceptar esa tribulación desde un punto de vista cristiano: esos hijos trisómicos, creados a imagen de Dios, están destinados a un porvenir eterno donde no quedará nada de sus imperfecciones. Les asegura que su hijo, a pesar de su grave discapacidad intelectual, rebosará de amor y de ternura.
El racismo cromosómico
Sin embargo, Jérôme percibe una corriente, sobre todo en el estamento médico norteamericano, que preconiza la supresión mediante el aborto de los enfermos por nacer. Comprueba con estupor los riesgos que su descubrimiento ha engendrado para los trisómicos. Para combatir esa forma de racismo, la llamada a la realidad experimental le parece un arma decisiva. De ese modo se muestra a las mentalidades disconformes que no está permitido considerar como extranjeros a la especie humana a unos seres que, biológicamente, forman parte de esa especie: el embrión es un hombre.
En agosto de 1967, el profesor Lejeune es invitado a la séptima asamblea mundial de la Asociación Médica Israelita, que tiene lugar en Tel-Aviv. Alternan los trabajos y las excursiones; la primera de ellas tiene como meta el lago Tiberíades. «Entré en una pequeña capilla de mal gusto –relata Jérôme«–. Me estiré en el suelo cuan largo era para besar la huella imaginaria de los pasos de quien estaba allí». En aquel instante, nota un sentimiento desconocido: «Un hijo que reencuentra a un Padre muy amado, un Padre finalmente conocido, un Maestro reverenciado, un Corazón sacratísimo descubierto; había de todo ello y mucho más«». Todo se funde en el fuego de esa hoguera de amor: el mundo, los honores, el éxito y el temor a la opinión del prójimo. Sólo existe el Señor y la necesidad de responder a su bondad solícita.
Cuando Jérôme alcanza a los demás congresistas, una fuerza se ha apoderado de él. ¿Con qué objetivo? Un incidente le dará la pista. Al llegar a Caná, el guía pregunta si alguien sabe la razón de la fama internacional de la ciudad. Jérôme toma el micro y, de manera ingenua, cuenta el episodio evangélico de las bodas y el milagro del agua convertida en vino. Silencio. Luego, el guía dice: «¡No lo ha acertado usted! La importancia de Caná reside en la presencia de los laboratorios de cosmética Helena Rubinstein». Risotada general. Jérôme calla; se siente impotente para vengar el ultraje que Cristo acaba de recibir ante sus propios ojos. Se encuentran ahora en Nazaret; al salir del autocar, todos se dirigen a la basílica de la Anunciación. Unos hablan en voz alta, otros se dedican a hacer bromas obscenas sobre la visita del ángel y la virginidad de María. Jérôme nota que le están provocando. ¿Qué puede hacer? Entra y, lentamente, se santigua y se arrodilla por reverencia hacia el misterio de la Encarnación acontecido en ese lugar. Curiosamente, su actitud humilde y valiente hace callar a los burlones. Después de esa profesión pública de fe, nadie provocará ya al profesor Lejeune, pero es marginado por el grupo.
«He perdido el Nobel»
En agosto de 1969, la Sociedad Norteamericana de Genética concede a Jérôme el «William Allen Memorial Award», la más alta distinción que pueda otorgarse a un genetista. Desde su llegada a San Francisco, donde se lo van a entregar, Jérôme percibe claramente que se considera la posibilidad de autorizar el aborto de los trisómicos. Se presenta como pretexto que resultaría cruel e inhumano dejar que nazcan pobres seres condenados a una vida inferior y que supongan una carga insoportable para su familia. Jérôme se asusta: «¡Mediante mi descubrimiento –se dice– he hecho posible esa vergonzosa especulación!». Después de la concesión del premio, debe pronunciar una conferencia ante sus colegas. ¿Tendrá la valentía de decir la verdad? Le viene a la memoria una frase célebre de san Agustín: «Dos amores han creado dos ciudades: el amor por uno mismo llevado hasta el desprecio de Dios ha creado la ciudad terrenal; el amor de Dios llevado hasta el desprecio de sí mismo ha creado la ciudad celestial». Poco importa su prestigio en el mundo científico, pues Jesús dijo: En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Mt 25, 40). ¡Hablará! La naturaleza corporal de los hombres –explica– se halla contenida por completo en el mensaje cromosómico, desde el primer momento de la concepción; ese mensaje hace del nuevo ser un hombre, no un simio, ni un oso, sino un hombre cuyas cualidades físicas se encuentran incluidas ya por completo en las informaciones dadas a sus primeras células. A esas virtualidades, que estarán al servicio de su vida intelectual y espiritual, nada se añadirá: todo está ahí. Y concluye con nitidez: la tentación de suprimir mediante el aborto a esos pequeños hombres enfermos va contra la ley moral, cuyo fundamento legal queda confirmado por la genética; esta moral no es una ley arbitraria. Ni siquiera un aplauso; se produce un silencio hostil o molesto entre esos hombres que son la élite de su profesión. Jérôme los ha atacado de frente. En la carta que escribe a su esposa, dice: «Hoy he perdido el Nobel de medicina»; pero se halla en paz. En su diario confiesa lo siguiente: «El racismo cromosómico es esgrimido como un estandarte de libertad« Que esa negación de la medicina, de toda la fraternidad biológica que une a los hombres, sea la única aplicación práctica del conocimiento de la trisomía 21 es más que un suplicio« ¡Proteger a los desheredados!, ¡qué idea más reaccionaria, retrógrada, integrista e inhumana!».
Un combate mediático
Si la clase médica falla, ¿por qué no convencer a la clase política? En junio de 1970, un diputado francés, Peyret, presenta un proyecto de ley que permite el examen médico preventivo prenatal de los niños trisómicos y su eliminación mediante el aborto. En otoño, los medios de comunicación introducen el debate. Jérôme es invitado al programa Dossiers de l’Écran, emisión televisiva francesa de gran audiencia. Tras su intervención, le llega un alud impresionante de correspondencia, mediante la cual unas emocionantes cartas de grandes discapacitados de nacimiento dan testimonio de que su vida no ha sido la pesadilla que algunos pretenden; también le llegan cartas de padres de trisómicos que describen la reacción de arrebato de su hijo o de su hija cuando comprendieron que quieren matar a los que se les parecen. En realidad, la campaña a favor de la eliminación de los trisómicos es un medio de introducir el derecho al aborto. Muchos se empeñan en desacreditar a Lejeune. Después de intentar contradecirle en el transcurso de varias conferencias, el 5 de marzo de 1971, con motivo de una concurrida reunión pública en la Mutualidad, los opositores, armados con barras de hierro, acuden a importunar a las mujeres, a las personas mayores e incluso a grandes discapacitados. La policía se ve en la obligación de intervenir para ahuyentar a los agresores. En cuanto a Jérôme, acaba con algunos tomatazos en la cara.
El tema del aborto agita en ese momento toda Europa; Gran Bretaña ha acabado pisando los talones a los Estados Unidos, donde se ha legalizado el examen médico preventivo de la trisomía y su «tratamiento» mediante el aborto. La campaña mediática, en Francia, se extiende al aborto de todos los niños no deseados: «Un bebé no se convierte legalmente en una persona hasta que no ha nacido»; «una mujer tiene derecho a hacer lo que quiere de su cuerpo»« Son argumentos engañosos, ante los cuales muchos católicos se muestran permeables, incluso a veces hasta el punto de propagarlos.
Con motivo de un viaje a Virginia en octubre de 1972, le presentan a Jérôme un protocolo aplicable a partir de experimentos de fisiología o de bioquímica practicados en fetos de cinco meses, «tomando muestras» con ese objetivo mediante cesárea. Él escribe lo siguiente a su esposa: «El texto dice que deben ser tratados como cualquier otro tipo de toma de muestras de tejidos o de órganos, pero precisa que hay que matarlos transcurrido un tiempo« He dicho sencillamente que ningún texto podía reglamentar ese crimen». ¿Cómo es posible que esos colegas tan cualificados hayan llegado tan lejos? Con el pretexto del rigor científico, han recibido una formación con un punto de vista en que Dios no significa nada: está «bien», no lo que es conforme a la ley de Dios, sino lo que es eficaz; está «mal» lo que obstaculiza el progreso material. Para ellos, el feto ya no es un hombre, una criatura de Dios, cuyo destino es verlo y amarlo durante toda la eternidad. A partir de entonces puede convertirse en el blanco de todos los ataques; basta con obtener la mayoría.
El eslabón más débil
En 1973, los Estados Unidos acaban de reconocer constitucionalmente el derecho al aborto en general. En el transcurso de un congreso sobre el tema, acontecido el 18 de marzo en la abadía de Royaumont, en Île-de-France, una mujer con cierta responsabilidad lanza esta frase: «Queremos destruir la civilización judeocristiana, y para destruirla debemos destruir la familia« atacándola en su eslabón más débil: el niño que aún no ha nacido. ¡Estamos a favor del aborto!». El 7 de junio, el proyecto de ley despenalizador del aborto es presentado en la Asamblea Nacional. Jérôme constata que se aventuran cifras falsas y que se sirven de casos de extremo peligro para conseguir que se apruebe el derecho al aborto, a los que, sin embargo, él presta mucha atención. Unos supuestos sondeos incitan a creer que la mitad del estamento médico es favorable a ello; no obstante, coincidiendo en el tiempo, y gracias a la iniciativa de la señora Lejeune, se consigue recabar y publicar más de 18.000 firmas de médicos franceses (es decir, la mayor parte del estamento médico) que declaran su oposición al aborto y que ponen así de manifiesto la falsedad de la campaña mediática. A los médicos se añaden enseguida las enfermeras, y luego magistrados, profesores de derecho, juristas y más de 11.000 alcaldes y cargos electos locales. Gracias a ello, el proyecto se malogra. En ese combate, cuyo reto consiste en permanecer fiel al decálogo y en salvar vidas humanas, gran parte del clero permanece callado. El cura de su parroquia escribe a la señora Lejeune: «La Iglesia no puede presentarse como un grupo de presión. Creo que por eso la asamblea de los obispos guarda silencio en este momento». Jérôme se encuentra apenado. Un año más tarde, el 15 de diciembre de 1974, la «ley Veil» que permite el aborto es aprobada en la Asamblea Nacional, con una duración de cinco años.
El 13 de mayo de 1981, Jérôme y su esposa se hallan en Roma, ya que el Santo Padre deseaba recibirlos en audiencia privada. Después de la entrevista, el Papa los retiene espontáneamente para que coman con él. Esa misma tarde, de regreso hacia París, se enteran del atentado del que acaba de ser víctima Juan Pablo II, pocas horas después de haberle dejado. La salud de Jérôme se resiente por esa noticia. En otoño, preocupado por la situación internacional, el Papa decide enviar a cada jefe de Estado en posesión de armas nucleares una delegación de miembros de la Academia Pontificia de las Ciencias, para que les trasmitan un informe sobre los peligros de la guerra atómica. En el caso de la URSS, designa a Lejeune y a otros dos; el encuentro tiene lugar el 15 de diciembre de 1981. «Nosotros los científicos –dice con claridad Jérôme– sabemos que, por primera vez, la supervivencia de la humanidad depende de la aceptación por parte de todas las naciones de preceptos morales que trasciendan todo sistema y toda especulación». Aquella misión diplomática no deja eco alguno en la prensa. Los enredos administrativos que, a partir de la votación de la ley Veil, habían empezado a centrarse en Jérôme, sobre todo en forma de controles fiscales repetidos, toman un cariz más grave: se le suprimen los fondos de investigación y es obligado a clausurar su laboratorio. Indignados por esa actuación, unos laboratorios norteamericanos y británicos le conceden sin contrapartida alguna fondos privados; dicha solidaridad desinteresada le permite reconstituir un equipo de investigadores animados por las mismas convicciones.
A pesar de la burla
En agosto de 1988, el profesor Lejeune es obligado a testificar en Maryville, Estados Unidos, en un juicio mediático cuyo reto es la supervivencia de miles de embriones congelados. A pesar del cansancio, Jérôme decide acompañar a quienes, en el mundo entero, sufren persecución por su respeto a la vida. Quiere ayudar sobre todo a sus colegas católicos para que sigan la enseñanza de la Iglesia, a pesar de la burla del mundo. En agosto de 1989, el rey de los belgas, Balduino I, en una comprometida situación frente a su parlamento, que se dispone a autorizar el aborto, le pide consejo. Al final de la entrevista, el rey le propone: «Profesor, ¿le molestaría que rezáramos juntos un momento?». Es bien conocida la actitud ejemplar que adoptó a continuación el rey sobre ese asunto, hasta el punto de renunciar a su cargo para no ofender a Dios.
En 1991, Jérôme esboza unas «reflexiones sobre deontología médica» en siete puntos: «1) «Cristianos, no temáis». Sois vosotros quienes detentáis la verdad, y no la habéis inventado vosotros, sino que sois su vehículo. A todos los médicos, habría que repetirles: hay que vencer la enfermedad, no atacar al enfermo. 2) El hombre ha sido creado a imagen de Dios. Es la única razón que lo hace respetable« 3) «El aborto y el infanticidio son crímenes abominables» (Vaticano II). 4) La moral existe objetivamente, y es clara y universal porque es católica. 5) El hijo no es manipulable y el matrimonio es indisoluble. 6) Honrarás a tu padre y a tu madre: la reproducción monoparental por clonación o por homosexualidad no es posible. 7) El genoma humano, el capital genético de nuestra especie no es manipulable». Dejemos constancia de esta frase valiente: «En las sociedades llamadas plurales nos machacan los oídos con la frase: «pero vosotros, cristianos, no tenéis derecho a imponer vuestra moral a los demás». Pues bien, yo os digo: no solamente tenéis derecho a intentar que vuestra moral penetre en las leyes, sino que es vuestro deber democrático».
En comisión de servicios
El 5 de agosto de 1993, el Santo Padre decide crear una Academia Pontificia de Medicina, consagrada a la defensa de la vida; su presidente será el profesor Lejeune. Entre el Papa y él existe una convergencia: el aborto es, desde el punto de vista de ambos, la principal amenaza contra la paz. Si los médicos empiezan a matar, ¿por qué se privarían de ello los gobernantes? A Lejeune, ese nombramiento le deja asombrado; se concede unos días para reflexionar, pues le invade una gran fatiga. Cuando se aproxima la festividad de Todos los Santos, decide acudir a la consulta de su amigo el profesor Lucien Israel. Éste, con el rostro descompuesto, le muestra las radiografías de sus pulmones: desvelan un cáncer ya avanzado. Jérôme acepta la realidad con valentía y sumisión ante la voluntad de Dios. Deberá informar de ello a Birthe y a sus hijos. «Hasta Pascua no debéis preocuparos; viviré por lo menos hasta entonces». De repente, añade: «¡Y a Pascua no puede suceder nada que no sea maravilloso!». Las sesiones de quimioterapia comienzan a principios de diciembre, resultando muy penosas, como él esperaba. A pesar de ello, continúa atendiendo a las llamadas telefónicas y reconfortando a las familias de los pacientes. Tras advertir al Santo Padre de su estado de salud y declinar la presidencia de la Academia Pontificia para la Vida –al igual que hace con la de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, que le acababan de atribuir–, es informado de que el Santo Padre rehúsa nombrar a otro presidente. Jérôme sonríe: «Moriré en comisión de servicios». Hasta el final, se esfuerza en redactar los estatutos de la Academia. Es consciente de su impotencia, pero su espíritu de fe le muestra la fecundidad de los propios fracasos. Nunca se queja, ya que sus dolores, unidos por amor a la Pasión de Cristo, pueden reconducir al mundo hasta su verdadero eje.
El Miércoles Santo 30 de marzo de 1994, al encontrarse delirando preso de una fiebre de más de 40 grados, es trasladado a cuidados paliativos. Al día siguiente, al alba, recobra el conocimiento; el Viernes Santo, confía lo siguiente al sacerdote que le suministra los últimos sacramentos: «Nunca he traicionado mi fe». Es eso lo que cuenta ante Dios« Y a sus hijos, que le preguntan por lo que quiere legar a sus pequeños enfermos, les dice: «No tengo gran cosa, ya lo sabéis« Pero les he dado mi vida. Y mi vida era todo lo que tenía». Después, emocionado hasta el punto de derramar lágrimas, murmura: «¡Oh, Dios mío! Era yo quien debía curarlos y me voy sin haber encontrado« ¿Qué será de ellos? A continuación, radiante, se dirige a los suyos: «Hijos míos, si puedo dejaros un mensaje, este es el más importante de todos: estamos en manos de Dios. Yo mismo lo he comprobado varias veces». El día siguiente, Sábado Santo, transcurre sin altibajos: Jérôme se encuentra sereno. Sin embargo, a finales de la tarde, las molestias respiratorias se reproducen, esta vez de manera más intensa. De repente se muestra autoritario y ordena a su esposa y a los suyos que regresen a casa. No quiere que asistan a su agonía. El domingo por la mañana, hacia las siete, dice penosamente a un colega casi desconocido que le ha estado dando la mano gran parte de la noche: «Ya ve usted« he hecho bien«» y entrega el espíritu. En el exterior, pueden oírse las primeras campanadas: es el día de la Resurrección, el día de la Vida, la que no acabará nunca. Pues Jesucristo es el Dios verdadero y la vida eterna (1 Jn 5, 20).
Al día siguiente, el Papa Juan Pablo II escribía a propósito de Jérome Lejeune: «Hoy hemos sabido de la muerte de un gran cristiano del siglo XX, de un hombre para quien la defensa de la vida se convirtió en un apostolado. Es evidente que, en la situación actual del mundo, esa forma de apostolado de los laicos es especialmente necesaria«».
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