1 de mayo de 2024
Capitán Auguste Marceau
Muy estimados Amigos,
«Todo es cristiano, todo es católico a bordo del Arche d’Alliance (“Arca de la Alianza”: navío al servicio de las misiones de Oceanía) ―escribía un testigo ocular. A proa está la estatua de la Virgen de los Dolores; al fondo del camarote hay una imagen de Nuestra Señora de la Esperanza, y en el pabellón está la Cruz. Además, ¡cuánto orden y tranquilidad en la tripulación!… No se ve nada que pueda dar mal ejemplo: ni disputas, ni blasfemias, ni siquiera tumulto; las maniobras se realizan apaciblemente, y en su camarote uno está tan tranquilo como en una celda de convento. Y ¿qué puedo decir del digno capitán Marceau? Cada día asiste a la Santa Misa y comulga. Cada día realiza sus dos meditaciones y, sea el tiempo favorable o no para la navegación, él siempre conserva la misma dulzura y la misma afabilidad» (Carta de Xavier Montrouzier, misionero marista, a su hermano Henri, jesuita, 19 de julio de 1847). ¿Quién era, pues, aquel marino excepcional?
Auguste-François Marceau nace el 1 de marzo de 1806 en Châteaudun (Francia). Su padre, Nicolas-Séverin Marceau, es subprefecto de la ciudad, y su madre, Marie-Thérèse de Carvoisin, procede de la vieja nobleza. El niño es bautizado dos meses después de nacer, pero educado al margen de la fe cristiana. A la edad de dieciocho años entra en la Escuela Politécnica, donde descubre el sansimonismo. La doctrina de Claude-Henry de Saint-Simon (1760-1825) se proponía transformar la sociedad y establecer la felicidad del hombre gracias a la industria y al desarrollo económico, siempre que fueran acompañados del progreso moral e intelectual. Saint-Simon deseaba substituir la idea abstracta de Dios por la “ley universal de la gravitación”, así como fundar una religión a partir de la ciencia. Con los sansimonistas, Augusto desarrolla su interés por las cuestiones sociales, pero desde un punto de vista sectario y anticlerical; su brillante inteligencia, unida a un fuerte carácter, lo llena de orgullo. Se entrega a estudios profundos sobre la máquina de vapor, de la que se convierte en especialista. Al salir de la Politécnica, aunque no siente especial atractivo por el mar, elige la marina.
En octubre de 1826 se embarca en la corbeta La Bayonnaise en un largo crucero militar alrededor del mundo. En 1829 participa en la campaña de Madagascar, salvando a una compañía de marinos pillados en una emboscada, lo que le vale la Legión de Honor a la edad de veintitrés años. En 1832 parte en expedición a África del Norte a bordo de La Robure, y después en el Sphynx, primer navío de vapor de alta mar, cuyo funcionamiento mejora. Participa en la expedición científica que lleva a París el obelisco de Luxor, el cual, regalado a Francia por el virrey de Egipto, se instalará en 1836 en la plaza de la Concordia de París. En 1835, al mando del buque correo de vapor L’Africain, Augusto participa en la campaña de Senegal, donde se siente feliz de dominar la técnica de su barco y el manejo de los hombres. Sin embargo, aquejado de paludismo, es repatriado casi moribundo a Brest. Una piadosa prima lo acoge en su casa de Le Mans, prodigándole los mejores cuidados. En la cabecera de su cama coloca una medalla de la Virgen y hace que la cofradía del Corazón Inmaculado de María rece por él; dicha cofradía había sido fundada ese mismo año por el padre Desgenettes, párroco de Nuestra Señora de las Victorias de París. Seis meses después, gracias a la quinina y a los diligentes cuidados de los que se había beneficiado, Augusto queda restablecido. Su prima le regala la medalla de María, pero él la deja con indiferencia entre sus cosas.
Pronto le confían el vapor Le Minos, encargado del servicio de correos, lo que aprovecha para mejorar el funcionamiento de las calderas y, en consecuencia, la velocidad del barco. Gracias a sus reflejos, evita que en el navío se produzca una explosión que habría podido provocar la negligencia de un tripulante. Marceau es exigente y puntual en el servicio y un excelente oficial de marina, pero tienen un concepto negativo de él con motivo de cierta arrogancia hacia sus superiores, ya que es mucho más competente que la mayor parte de sus interlocutores en cuanto a máquinas de vapor. Fuera del servicio, se distrae en la vida mundana y libertina, blasfemando con deleite. No obstante, conserva cierta honestidad y un deseo de conocer la verdad.
La verdad de la fe
En 1838 se incorpora a la escuadra del Mediterráneo en Toulon. Le confían el vapor Le Vautour, encargado de vigilar las costas de Argelia, al que aporta algunas mejoras técnicas a pesar de las reticencias y críticas de sus colegas. A partir de 1840, varias conversiones de marinos a los que aprecia despiertan en él cierto interés por la religión católica, incluso si, en un primer momento, se muestra más bien burlón y sarcástico. También se ha fijado en un oficial que visita con frecuencia a los enfermos y, con gran curiosidad, observa cómo los marineros muestran hacia este último un respeto especial. Sabe que es un católico ferviente: «Sin embargo ―piensa―, es un hombre de gran inteligencia…». Siguiendo el consejo de una amiga, empieza a estudiar la religión católica y descubre la fe en la resurrección, que le consuela tras la muerte de uno de sus sobrinos. Le recomiendan la lectura de un libro apologético, Le Christ devant le siècle (Cristo ante el siglo), escrito por un autor católico contemporáneo. Ya desde el prólogo se siente atraído por el anuncio de una demostración de la verdad de la fe.
La apologética estudia, en efecto, los fundamentos racionales de la fe cristiana. San Pedro exhortaba: Dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza. Pero hacedlo con dulzura y respeto (1 P 3, 15). Lejos de ignorarse, «La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo» (Juan Pablo II, encíclica Fides et ratio, 14 de septiembre de 1998, núm. 1). Por ello el santo Papa escribía además: «Pido a todos que fijen su atención en el hombre, que Cristo salvó en el misterio de su amor, y en su permanente búsqueda de verdad y de sentido. Diversos sistemas filosóficos, engañándolo, lo han convencido de que es dueño absoluto de sí mismo, que puede decidir autónomamente sobre su propio destino y su futuro confiando sólo en sí mismo y en sus propias fuerzas. La grandeza del hombre jamás consistirá en esto. Sólo la opción de insertarse en la verdad, al amparo de la Sabiduría y en coherencia con ella, será determinante para su realización. Solamente en este horizonte de la verdad comprenderá la realización plena de su libertad y su llamada al amor y al conocimiento de Dios como realización suprema de sí mismo» (Fides et ratio, núm. 107).
Marceau toma conciencia de que la filosofía, sobre todo la que niega la existencia de Dios, no puede ser suficiente para la felicidad del hombre. De vez en cuando se relaciona con un sacerdote de Toulon. De lectura en lectura, de conversación en conversación con amigos cristianos, llega a una convicción intelectual de la verdad de la fe, pero esta no entra en su vida, pues su orgullo y manera de vivir suponen un obstáculo para su conversión. Le sugieren entonces que rece, pero como no conoce ninguna plegaria, ni siquiera el Padrenuestro o el Avemaría, toma prestado discretamente el libro de oraciones de la sirvienta. Y se pone también, a menudo, a hacer la señal de la Cruz. En julio de 1841 se confiesa al padre Morin, capellán de la marina en Toulon. A continuación, en el momento de recibir la Eucaristía, le asalta una fuerte tentación contra la realidad de la sagrada Hostia: «¿Acaso creo en la presencia real de Cristo?». Despreciando esa tentación, no responde, pero, tras la Comunión, se queja a la Santísima Virgen de no sentir más devoción. Entonces, de repente, su corazón se dilata y unas lágrimas inundan sus ojos. Tiene treinta y cinco años. A uno de sus amigos, oficial también, que le pregunta sobre su conversión, le responde: «¡He hecho lo que me dijiste: he leído, he rezado, y Dios ha hecho el resto!».
En un cajón
Augusto Marceau recuerda entonces la medalla de Nuestra Señora de las Victorias que le había entregado su prima al regresar de Senegal, cuando había estado al borde de la muerte. Por suerte, la encuentra en un cajón, la engancha a la cadena de su reloj de bolsillo y, después, contacta con el padre Desgenettes, frecuenta su iglesia cuando está en París y se incorpora a la cofradía mariana. Su confianza en María se hace tan grande que, en adelante, todas sus peregrinaciones marítimas se pondrán bajo la protección de la Virgen.
A principios de 1842, Marceau coincide en Nantes con el venerable Léon Papin-Dupont (1797-1876), llamado el “santo varón de Tours”, apóstol de la devoción a la Santa Faz de Jesús y de la adoración eucarística, hombre lleno de afán por las obras de caridad. Es el inicio de una amistad espiritual que se expresa a través de una correspondencia que se ha conservado. El tema principal de sus cartas es Dios, pero también sus obras marianas y sociales, así como su compromiso con la adoración eucarística para la conversión de los pecadores. Bajo su influencia, Augusto se transforma y da muestras de una gran humildad, y busca a personas susceptibles de mantener con él conversaciones espirituales. El estilo de sus cartas, secas y convencionales antes de su conversión, se transforma. Ahora transmiten afecto y ternura. Entre las primeras personas a quienes el oficial se dedica a hacer el bien se halla su propia madre, quien, bajo su influencia, se convertirá.
A Augusto se le reprocha exhibir demasiado públicamente su fe, por ejemplo participando uniformado, con cirio en mano, en la procesión del Corpus. A ello responde: «He sido públicamente incrédulo y apóstol, incluso demasiado elocuente, de la mentira; así pues, nada más justo que reparar el escándalo dado a la sociedad…». Su pasado lo ha hecho sensible a las cuestiones de reparación y de expiación, especialmente a las plegarias para reparar las blasfemias. Comprende que «toda falta cometida contra la justicia y la verdad entraña el deber de reparación, aunque su autor haya sido perdonado» (Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 2487).
Augusto se pone a leer vidas de santos. De san Ignacio de Loyola retiene una máxima que se aplica él mismo: «Es preferible una sola victoria sobre sí mismo que un gran número de obras santas que otros hacen siguiendo sus inclinaciones naturales». Medita a menudo sobre las postrimerías. Por otra parte, la realidad del purgatorio, como marca de la misericordia divina que concede a los fieles fallecidos en gracia de Dios una manera de purificarse del resto de sus pecados, le afecta profundamente. Un año después de su conversión, realiza un retiro espiritual en la trapa de La Meilleraye. Se siente atraído por la vida monástica, pero discierne que Dios lo quiere en la marina.
En julio de 1842, durante la monarquía de Julio, es nombrado comandante del yate real de vapor Comte d’Eu, por entonces en construcción. Marceau debe supervisar de cerca la construcción del navío, que debía ser una suerte de escaparate de la tecnología francesa. De hecho, señala defectos sustanciales, y el asunto llega hasta París y a la familia real, por lo que, finalmente, la obra del astillero queda interrumpida. El hecho de obrar en conciencia hace que Augusto haya perdido un puesto interesante, y ha provocado que le surjan enemigos en los ambientes de la marina.
Una obra especial
El 3 de mayo de 1843 asiste, en Toulon, a la partida de un grupo de religiosos maristas hacia Oceanía en un barco del gobierno. Un obispo del grupo le informa de las dificultades que tienen los misioneros para encontrar navíos que acepten transportarlos a Oceanía. La orden de los Maristas la había fundado en Lyon, en 1822, el beato Jean-Claude Colin, y en 1836 habían recibido del Papa la misión de evangelizar ese continente. Uno de sus miembros, san Pierre Chanel, ya había muerto como mártir en ese apostolado. En el mes de mayo de 1842, el padre Colin había enviado un informe al prefecto de la Propagación de la Fe, a Roma, en el cual escribía precisamente: «A fin de preparar a los pueblos de Oceanía para recibir el Evangelio, tendría que haber, al servicio de los misioneros, dos o tres navíos pilotados por otros tantos capitanes cristianos i dedicados a esa obra especial».
Marceau comienza a interesarse por el asunto. Por su parte, el armador de Le Havre Louis-Victor Marziou (1814-1890) ha considerado el proyecto de prestar asistencia a las misiones católicas de Oceanía. Un padre jesuita de Lyon le habla de Marceau y contacta con él para proponerle el mando de un navío con destino a esa parte del mundo. Lleno de alegría, Augusto escribe a su madre: «Me proponen el mando más magnífico que jamás haya soñado… ¿Comprendes la felicidad que supondría para mí ocuparme, en cada momento del día, de glorificar el nombre de Dios contribuyendo a la realización de la obra más magnífica que pueda fundarse en este tiempo?». Simultáneamente, la marina le propone una misión de dos años en Brasil, por lo que debe tomar una decisión difícil: o quedarse en la marina real o dimitir del ejército para comprometerse al servicio de las misiones. En este último caso perderá todas las ventajas de su situación militar: sueldo, promoción, posición social… Así pues, se toma dos días para rezar y reflexionar, y finalmente presenta su dimisión a la marina, renunciando a lo que ha supuesto su vida hasta ese momento. Sorprendido, el ministro de Marina pide explicaciones, pero al comprender las profundas motivaciones de Marceau, queda admirado y le consigue una excedencia ilimitada que supone mantener el sueldo y el derecho al ascenso. Marceau ve en ello una aplicación de la siguiente frase de Jesús: Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura (Mt 6, 33).
Entre junio de 1843 y septiembre de 1844, Marceau vive en Brest, donde funda, no sin dificultades, una Conferencia de San Vicente de Paúl. Participa en 1845, con Marziou, en la fundación de la Société Française de l’Océanie (SFO) y contribuye a buscar donantes. Esa sociedad permitirá que los misioneros viajen en buenas condiciones y que reciban todas las ayudas oportunas. Marceau viaja a Roma, donde se entrevista con el Papa Pío IX, para promover la empresa. Con un millón de francos y una cotización en bolsa, la sociedad cuenta entre sus miembros con el Santo Padre, cardenales, obispos, el rey Carlos Alberto de Saboya, etc. Al fundar la SFO, Marceau y Marziou persiguen fines algo diferentes. El armador, aunque es un cristiano generoso, también tiene expectativas comerciales, mientras que Marceau quiere dedicarlo todo, incluso él mismo, al servicio de Dios. Desea incluso tener marinos religiosos, con votos, y considera realizar una forma de noviciado… Sin embargo, desde un punto de vista económico, ese sueño resulta utópico.
Un monasterio flotante
Un navío de tres mástiles, el Arche d’Alliance, es comprado y bendecido el 30 de agosto de 1845 en Nantes. Su nombre alude a la Virgen, la nueva arca de la alianza, que zarpa el 15 de noviembre bajo el mando de Marceau. En él van doce religiosos maristas, varios laicos de buena voluntad y algunos animales de granja; también se ha cargado, por asignación del gobierno, pólvora de cañón para Tahití. Desde Nantes, el navío desciende todo el Atlántico para pasar al sur del continente americano por el estrecho de Magallanes. El 7 de abril se halla en Chile, en Valparaíso. Una semana más tarde parte hacia las islas Marquesas, que alcanza tras cuarenta días de navegación. A los ojos de Marceau, el navío es un monasterio flotante de singladura hacia la santidad, al que él mismo debe dar ejemplo. Así pues, a bordo se respeta un horario casi monástico con oración matutina, dirigida por el comandante, y oración vespertina, Rosario, Misa cuando resulta posible, conferencias espirituales… Los sacerdotes están maravillados de ver cómo los marineros participan de buena gana en los ejercicios. La fiesta de Navidad se celebra en el mar, y su preparación se extiende varias semanas, con ensayo de cantos y decoración del navío.
El 8 de julio alcanzan Tahití, donde el comandante, rosario en mano, salva su barco encallado en un arrecife. La escala durará siete semanas, tiempo en que Marceau se encarga de los asuntos del SFO, así como de establecer una casa comercial en Papeete, según las instrucciones de Marziou. El 14 de julio, un ballenero americano anuncia a los maristas el asesinato de monseñor Epalle en Santa Isabel, en las islas Salomón, el 16 de diciembre anterior. El padre Collomb, que forma parte de la expedición y que había sido nombrado coadjutor de monseñor Epalle, se siente abatido por la noticia y se abre al comandante, quien lo reconforta. El 4 de septiembre, por fin, el Arche d’Alliance alcanza la parte de Oceanía asignada a los maristas. Marceau está feliz, ya que, de momento, ha cumplido su misión. Ahora quisiera ayudar en lo posible a los misioneros a instalarse en las islas. El barco se dirige pronto al archipiélago de las islas Samoa, donde permanecerá alrededor de un mes. Marceau establece allí una nueva sede de la SFO e impresiona a la población por su bondad, lo que hace que se derrumben muchos prejuicios contra la misión católica. El 20 de octubre, la corbeta deja las islas Samoa rumbo a Wallis, donde llega el 23. Después se dirige a Futuna, donde Marceau siente gran emoción al ver a un sacerdote subir al altar para celebrar la Misa, vestido con la sotana del padre Chanel manchada aún de su sangre. El Arche leva anclas en dirección a Nueva Caledonia. Marceau sugiere organizar un retiro espiritual a bordo durante la travesía que dura una semana. El 11 de febrero de 1847, el Arche llega a San Cristóbal, en las islas Salomón.
Servidor de María
A pesar de las graves dificultades económicas, Marceau envía a Francia un informe optimista. Sigue navegando por Oceanía durante unos meses, y luego regresa a Francia. En ese viaje de retorno, se sumerge en la lectura del Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen María de san Luis María Grignion de Montfort, y se consagra a Jesús por María. En adelante firmará sus correos con el título de “servidor de María”, y después como “servidor de María Inmaculada”. Frente a las costas de Gorea (Senegal), el Arche es arrastrado por fuertes corrientes marinas hacia bancos de arena donde corre riesgo de irse a pique. Marceau y sus pasajeros invocan a María y el barco se salva. Tres navíos de guerra habían acudido en su auxilio; sus tripulaciones felicitan a Marceau, quien responde: «Dios nos ha salvado por intercesión de Ella, a la que no hemos implorado en vano». El Arche regresa a Brest a mediados de julio de 1849. Desde su partida en noviembre de 1845 hasta su retorno a ese puerto, el Arche ha estado a punto de hundirse o de embarrancar en once ocasiones. La acogida que Augusto recibe es más bien fría, pues su expedición ha durado mucho y se halla en déficit económico. Marziou se lo reprocha y decide pagarle solamente la mitad del sueldo. A Marceau no le preocupa el dinero, pues su idea sigue siendo la de una «marina misionera». El Papa lo nombra entonces caballero de San Gregorio Magno. A Marceau le persigue solo una idea: volver a zarpar. Pero la revolución de febrero de 1848 ha supuesto un golpe fatal para la SFO, que pronto deberá disolverse.
Pero la salud de Marceau se ve afectada por un cáncer de los huesos. Asume el mal abandonándose al Señor, pero conoce una nueva noche espiritual que el libro El gran medio de la oración, de san Alfonso de Ligorio, le ayuda a atravesar. Se retira a Lyon, en la casa madre de los misioneros maristas, y se integra en la Tercera Orden de María. En el transcurso de una peregrinación a La Salette, conoce a Maximino, el joven vidente. El 1 de febrero de 1851 sufre ataques de asfixia. Unas horas antes de su muerte, hablando de su misión en Oceanía con el Arche d’Alliance, declara: «Es el grano de mostaza, que Dios hará crecer a tiempo. Ya es mucho que haya sido sembrado». Tras recibir los últimos sacramentos, se apaga apaciblemente. Siguiendo el ejemplo de Augusto Marceau, recurramos constantemente a la Virgen María en nuestra vida cotidiana, y pidamos a la Madre de la Iglesia que suscite una multitud de obreros apostólicos que vayan a plantar la Cruz de Jesucristo por el mundo entero.