23 de octubre de 2024
Beato Henri Planchat
Muy estimados Amigos,
«¿Ha visto usted por París a un sacerdote bajito con sombrero rojizo, sotana raída, zapatos agujereados, muy pobre porque lo da todo a los pobres, que solo va a casa de los ricos para pedir limosna, que recorre los suburbios más alejados haga el tiempo que haga, que trepa a todas las buhardillas, visita a los enfermos y socorre a los más desamparados?… ¡Ciudadano, si usted ha visto a ese sacerdote, ese es mi hijo!». Quien así habla es la madre de Henri Planchat, un sacerdote detenido en 1871 por los cabecillas de la Comuna de París, que solicita a un delegado de la justicia el indulto de su hijo. Ella no inventa nada, todo es verdad. La Iglesia honra desde entonces a aquel sacerdote como beato y mártir.
Marie-Mathieu Henri Planchat nace el 8 de noviembre de 1823 en Bourbon-Vendée (actualmente La Roche-sur-Yon), primogénito de una familia de cuatro hijos. Su padre es juez en un juzgado de primera instancia. La fidelidad de la familia a la religión católica es total, pues ya el abuelo de Henri había escondido a catorce sacerdotes en peligro de muerte durante el período oscuro del Terror (1792-94). Tres hermanos Planchat, Henri y sus dos hermanas, se harán religiosos.
En 1832 el magistrado y su familia se instalan en Lille, donde Henri toma la primera Comunión en 1835. A partir de ese momento siente un intenso deseo de recibir a Jesús en la Santa Eucaristía, pero su confesor se lo permite en muy contadas ocasiones (en la época, el acceso a la Santa Comunión para los fieles queda limitada a ciertos días). También siente una gran devoción por la Virgen.
En 1837 Henri entra como interno en el colegio Stanislas de París. A pesar de su éxito escolar, no consigue adaptarse a la vida del internado y se torna apagado y taciturno. Su padre lo confía entonces al padre Poiloup, director del colegio de Vaugirard. Una vez terminado el bachillerato en 1842, el joven se matricula en la facultad de derecho, permaneciendo en Vaugirad como supervisor y maestro sustituto. Su diario espiritual da testimonio de la lucha que debe mantener contra su temperamento fogoso y orgulloso. También debe combatir el desánimo ante su lentitud a la hora de corregir sus defectos: «El árbol de mi alma debe producir frutos en la paciencia. Debo soportar mis imperfecciones, pero no hasta el punto de aceptarlas, sino para no convertirlas en más graves mediante el desorden y el desánimo. Del mismo modo que la semilla tirada en la tierra crece insensiblemente, también el bien crece lentamente en las almas».
A partir de 1843 Henri solicita y obtiene que le admitan en el seminario parisino de Saint-Sulpice, pero su padre, relegado por motivos políticos a la presidencia del tribunal de Orán en Argelia, le pide que termine antes sus estudios de derecho, y el joven considera que debe obedecer. Laico por fuerza, se inscribe en la Sociedad de San Vicente de Paúl, donde aprende a conocer las duras realidades de la pobreza y a remediarlas. Pronto contacta con católicos que acaban de abrir un patronato donde aprendices y jóvenes obreros pueden encontrar un lugar de formación cristiana y de sano entretenimiento.
En agosto de 1847 Henri se gradúa en derecho y obtiene de su padre la autorización de entrar en el seminario. El juez Planchat fallece en 1848, por lo que Henri parte a Argelia por unos meses para ayudar a su madre y hermanas. De regreso a París destaca en el seminario por su espíritu de pobreza. En sus notas íntimas escribe: «La gente, cuando quiere convertirse, no va a confesarse a quienes tienen hermosos péndulos y bellos tapices en sus casas… Evitaré en mi mobiliario todo lo que denote elegancia». Al acercarse la ordenación sacerdotal, el seminarista escribe a su madre: «Soy feliz, mi felicidad crece cada día en la inmolación total e irrevocable de todo mi ser en el Señor». Y constata: «Hace ya mucho tiempo que la gracia me pide estar al servicio de los pobres, por espíritu de fe. Hago la firme resolución de jamás perder una ocasión de seguir ese impulso». Sin embargo, desconfía de la agitación, incluso si es causada por el anhelo del bien: «Quizás imaginé que poseía la caridad, porque me sentía inclinado a la agitación para las buenas obras. Pero eso no es la verdadera caridad. La actividad natural es el veneno de la caridad. La verdadera caridad es íntima al alma, la envuelve y la penetra. ¡Que su fuego viva en el fondo de mi alma, y así las operaciones exteriores serán perfectas!». El 21 de diciembre de 1850 Henri Planchat es ordenado sacerdote.
Reconducir a los obreros a Cristo
El 3 de marzo de 1845, un laico, Jean Léon Le Prévost (1803-1874) fundaba en París con dos amigos, Maurice Maignen y Clément Myionnet, una asociación (los Hermanos de San Vicente de Paúl) destinada a evangelizar a las clases populares. Formada solamente por hermanos laicos, la institución se especializa en la organización de patronatos donde los obreros encuentren acogida y apoyo, en el durísimo contexto social del liberalismo económico nacido de la Revolución de 1789. La intención de los fundadores es reconducir a los obreros a Jesucristo y a la Iglesia. Tres días después de su ordenación, el padre Planchat se une a esa joven congregación, aceptando con humildad someterse, aunque él sea sacerdote, a un superior laico. El hermano Le Prévost no será ordenado sacerdote hasta 1860, y en 1869 la Santa Sede precisará en el decreto de aprobación: «El Instituto debe ser sacerdotal».
La revolución de 1848 había mostrado la urgencia de la cuestión social. Frente al socialismo que promueve la abolición de la propiedad privada, unos laicos católicos (Armand de Melun y Frédéric Ozanam) reflexionan sobre cómo devolver a las relaciones sociales justicia y humanidad evitando bascular de la «ley de la jungla» liberal a las utopías socialistas destructivas del orden natural. Y el padre Planchat comienza su apostolado en Grenelle, al suroeste de París. En 1850, a raíz de la crisis social que ha supuesto el cierre de numerosas fábricas, el 80% de sus 8.000 habitantes viven en la indigencia, y la vida religiosa es casi inexistente. Los Hermanos de San Vicente de Paúl se habían instalado en 1847 y habían fundado un patronato. En diciembre de 1850 el «horno de San Vicente» suministra a los indigentes del barrio una sopa popular casi gratuita.
Nada más llegar, el padre Planchat se convierte en «cazador de almas» yendo al encuentro de los pobres que han perdido la costumbre de frecuentar la iglesia. No hay miseria ni burla que lo desanimen. A unas lavanderas que le insultan les responde regalando medallas e imágenes, de tal suerte que esas mujeres, llenas de vergüenza, le dan cinco francos, una gran suma, para decir Misas. En agosto de 1851, agotado, se desmaya al borde de la acera. Gravemente enfermo, pronto debe partir a Italia para recuperar la salud. Al cabo de un año, antes de regresar a París, es recibido en audiencia privada por el Papa Pío IX, quien le da ánimos. En abril de 1853 retoma su apostolado en Grenelle, donde permanecerá ocho años.
Henri llama a todas las puertas, hasta las de las más humildes casuchas; confiesa, convierte individualmente y regulariza a centenares de matrimonios. Va directo a su objetivo, hablando de Dios, indiferente a las burlas atraídas por su pobre sotana verdosa y su aspecto frágil. Su influencia sobre las almas solo se explica por su profunda unión a Dios. «Cien palabras a Dios, una sola a los hombres»: esa es su divisa. Pero él no trabaja aisladamente, sino que le ayudan unos laicos del barrio, agrupados en 1853 bajo el nombre de «Asociación obrera de la Sagrada Familia», que tiene como finalidad «la ayuda y el apoyo mutuos, pero también la evangelización de los obreros por los obreros». Pronto se hace cargo de un patronato de jóvenes obreras.
El padre Planchat alivia a los cuerpos con las almas, entregándose por completo. Un día de mucho frío regresa a la comunidad descalzo, suscitando la indignación de la portera. Para excusarse, el culpable explica: «He dado mis zapatos a un pobre que no tenía, en la explanada de los Inválidos. ¿Qué quiere que le diga?, ¡era mayor que yo!». Su santidad molesta al clero establecido. En 1861 el párroco de Grenelle, celoso, desencadena contra él una campaña difamatoria. Los superiores del padre Planchat se ven obligados a alejarlo de París y lo envían a Arras para que se encargue de la subdirección de un centro educativo para huérfanos y aprendices. Allí permanecerá dos años, animando a los internos a la Comunión frecuente.
Una invitación apremiante
A lo largo de los siglos, los cristianos laicos se habían alejado poco a poco de la Comunión frecuente, contentándose con comulgar en las grandes festividades. La herejía jansenista del siglo xvii había pretendido incluso que la comunión sacramental debía reservarse a un pequeño número de fieles muy perfectos. Sin embargo, numerosos santos se declararon a favor de la Comunión frecuente. Ese movimiento espiritual consiguió publicar, por orden del Papa Pío X, el decreto Sacra Tridentina (20 de diciembre de 1905), que, recordando una directiva del concilio de Trento, dispone:
«I. Dése amplia libertad a todos los fieles cristianos, de cualquier clase y condición que sean, para comulgar frecuente y diariamente, pues así lo desean ardientemente Cristo nuestro Señor y la Iglesia Católica: de tal manera que a nadie se le niegue, si se halla en estado de gracia y tiene recta y piadosa intención.
II. La rectitud de intención consiste en que el que comulga no lo haga por rutina, vanidad o respetos humanos, sino por agradar a Dios, unirse más y más con Él por el amor y aplicar esta medicina divina a sus debilidades y defectos».
El Catecismo de la Iglesia Católica precisa: «El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros (Jn 6, 53)… La Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días». Sin embargo, citando al apóstol san Pablo (1 Co 11, 27-29), el Catecismo recuerda: «Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar» (núm. 1384, 1389, 1385).
Los tres pilares
De regreso a París en 1863, al padre Planchat le encargan pronto la dirección del patronato de Santa Ana, en Charonne, un barrio obrero. A causa de conflictos personales no podrá residir en él antes de 1870, pues cada día deberá volver a Vaugirard a dormir, al otro extremo de París. En poco tiempo serán quinientos los jóvenes aprendices y obreros que vendrán a buscar a Santa Ana, con sanas distracciones, los medios de vivir una verdadera vida cristiana. El padre construye una capilla que será bendecida en 1867, y también una casa que acogerá a tiempo completo a los aprendices sin familia. Su método se apoya en tres pilares: la formación religiosa, la práctica del sacramento de la Penitencia y la Comunión eucarística frecuente. Considera que incumbe al padre espiritual distinguir si los muchachos a los que dirige son aptos para comulgar frecuentemente. Cada domingo se presenta en el confesionario a las seis de la mañana, y otros sacerdotes acuden a ayudarle para que todos puedan confesarse antes de la Misa mayor.
El padre Planchat cree en la virtud santificadora del Santísimo y de la Comunión para proteger a sus jóvenes de las malas influencias. Pronto instituye la «Obra de la primera Comunión de los recién llegados» para los obreros adolescentes o adultos. Se las ingenia para facilitar, a esos jóvenes trabajadores que ya están en la fábrica o en el taller, la preparación doctrinal y espiritual para la Comunión. Conseguirá de ese modo conducir por primera vez a la santa Mesa, tres o cuatro veces al año, a un centenar de personas de todas las edades, que previamente han seguido un retiro espiritual de tres días a cargo del patronato. En beneficio de la perseverancia de los hombres que, con demasiada frecuencia, abandonan la práctica religiosa, el padre organiza también retiros destinados a los padres de familia.
«Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la Eucaristía es ser el sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia» (CEC 1395).
Por entonces vivían en Charonne numerosos italianos que habían llegado a buscar trabajo en París, pero que aún desconocían el francés. El padre Planchat organiza para ellos retiros en italiano predicados por un religioso de ese país; en la ceremonia final todos reciben un escapulario del Carmen. El padre no se conforma con los doscientos participantes que reúne en cada retiro, pues estima en 20.000 el número de obreros italianos en París, la mayoría sin práctica religiosa. Por ello funda en Charonne una «Sagrada Familia» italiana que será el modelo de otras establecidas en diferentes barrios. Esa obra católica de los italianos continuará mucho después de la muerte de su fundador.
En la ciudad sitiada
A principios de 1870 el patronato de Santa Ana se halla en su apogeo: cuatrocientos aprendices y obreros lo frecuentan asiduamente y hay más de quinientos de los antiguos que mantienen el contacto con él. El barrio de Charonne se transforma gracias a la acción del centro, en adelante ocupado día y noche por religiosos. Pero el 2 de septiembre estalla la noticia del desastre militar francés en Sedán, y el 19 el ejército prusiano ataca París, cuyo asedio durará cuatro meses. Los obreros parisinos y sus familias quedan en el paro a causa de la interrupción del comercio y de la industria, y el hambre pronto los atenaza. El padre Planchat pide limosna de puerta en puerta y consigue suficiente dinero para tener mesa preparada, a pesar del precio exorbitado de los productos. Establece enseguida en Santa Ana una ambulancia que recoge a centenares de heridos de guerra, y procura a miles de soldados, ociosos en la ciudad sitiada, los bienes del alma y del cuerpo. Cada día acude al frente a socorrer a los heridos y a proponer los últimos sacramentos a los más afectados. El 7 de febrero de 1871 el patronato acoge a 8.000 soldados, 5.000 de los cuales comulgan después de haberse confesado. Pero esa influencia incomoda a los líderes socialistas y anarquistas, hasta tal punto de que un comandante ordena al padre, «por su interés», que deje de desviar a los soldados de sus deberes militares atrayéndolos al patronato, lo que resulta una falsa acusación. Su total entrega al ministerio hace que no busque resguardarse.
El 18 de marzo de 1871 estalla la insurrección de la Comuna de París contra el gobierno presidido por Adolphe Thiers, que se ha refugiado en Versalles. Socialistas, comunistas o anarquistas (los «federados») instauran una dictadura en la capital. París se halla entonces en manos de las facciones extremistas. En medio de una explosión de odio antirreligioso avivado por la prensa, se profanan las iglesias. El Jueves Santo, 6 de abril de 1871, un grupo de federados penetra en Santa Ana en busca del padre de Broglie, cuyo hermano es diputado en Versalles. Al no encontrar a ese sacerdote (que Henri Planchat había enviado fuera por su seguridad), un comisario, revólver en mano, notifica al «ciudadano Planchat» que queda detenido. Es conducido al ayuntamiento del distrito 20, donde sufre un interrogatorio. El Viernes Santo lo trasladan a la prefectura de policía, donde pasa las fiestas de Pascua en un calabozo minúsculo. El 13 de abril coincide en la cárcel Mazas con veinticinco eclesiásticos retenidos como rehenes, entre los cuales está el arzobispo de París monseñor Darboy. Los prisioneros permanecerán 39 días en celdas individuales, sin poder celebrar Misa. El populacho está histérico por los fracasos sucesivos de los comuneros y busca «traidores» de los que vengarse.
Los habitantes de Charonne, estupefactos al conocer la detención del padre Planchat, se movilizan. Se organiza una petición que recoge más de 300 firmas: «Certificamos que el señor Planchat es incapaz de perjudicar al gobierno, cualquiera que sea. Es en nuestro barrio el apoyo de nuestras miserias; nos falta su caridad inagotable, sobre todo en la situación en que nos encontramos. Así pues, rogamos al comité que devuelva la libertad a ese ciudadano, quien, después de tantos años, es conocido y honrado en el barrio». Esa petición quedará sin respuesta, pero el prisionero será alimentado hasta el final por los parroquianos de Charonne, por su cuenta y riesgo. Pero su salud se ve afectada: duerme mal y «siente cómo la irritación y la inflamación se apoderan de sus nervios», sobre todo cuando piensa en sus aprendices abandonados.
Acabar primero con los sacerdotes
El 21 de mayo los «versalleses» entran por sorpresa en París; les bastará una semana para convertirse en dueños de toda la ciudad. Desde ese momento se ejerce una violencia sin límites. Rigault, procurador de la Comuna, exclama: «Tenemos rehenes, entre ellos sacerdotes: ¡acabemos primero con ellos!». El 22 de mayo, 54 prisioneros de Mazas son trasladados a la cárcel de la Roquette. En un momento en que están reunidos pueden confesarse y comulgar, ya que los jesuitas llevan consigo el Santísimo.
«A los que van a dejar esta vida, la Iglesia ofrece, además de la Unción de los enfermos, la Eucaristía como viático. Recibida en este momento del paso hacia el Padre, la Comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo tiene una significación y una importancia particulares. Es semilla de vida eterna y poder de resurrección, según las palabras del Señor: El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día (Jn 6,54)» (CEC 1524).
El 24 de mayo, un populacho organizado por mujeres se introduce en la prisión de la Roquette y se apodera de seis rehenes, entre ellos monseñor Darboy y cuatro sacerdotes elegidos al azar. Son fusilados en presencia de los demás prisioneros. El 25, cinco dominicos del convento de Arcueil son abatidos en la avenida de Italia, con ocho sirvientes de su colegio. El padre Planchat pasa el día confesando a los prisioneros. El 26 de mayo por la tarde es sacado de la cárcel, junto a otros nueve eclesiásticos y unos cuarenta civiles, por el «coronel» Émile Gois. El convoy atraviesa Belleville; por el camino, vociferaciones en medio de la muchedumbre enfurecida lanzan injurias y gritos de muerte a los rehenes. Un testigo relata: «El padre Planchat caminaba cabizbajo, en profundo recogimiento, no pensando seguramente en otra cosa que en ofrecer a Dios el sacrificio de su vida». Hacia las seis, cuando los prisioneros llegan a la calle Haxo, la muchedumbre reagrupada los golpea y los empuja hasta el murete de un descampado ante el cual son alineados.
El padre Planchat suplica que salven a los padres de familia y se ofrece él mismo a morir en su lugar. Algunos cabecillas comuneros dudan en ordenar lo irreparable. De improviso estalla un disparo de revólver, seguido de un tiroteo desordenado; la masacre dura media hora, con disparos de fusil, revólver y bayonetas. Los asesinos cargan y descargan sin parar. Según algunos testigos el padre Planchat muere de rodillas, rezando hasta su último aliento. Ninguno de los cincuenta rehenes se libra. «No parece que hubo una ejecución organizada, sino una forma de linchamiento en masa» ―explicará el historiador Robert Tombs.
Henri Planchat, el «apóstol de Charonne», fue reconocido como mártir por el Papa Francisco y proclamado beato en la iglesia Saint-Sulpice el 22 de abril de 2023, en compañía de cuatro religiosos de la congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y de María (llamada «de Picpus»), víctimas como él de la masacre de la calle Haxo. Pidamos a Dios, mediante la intercesión del padre Planchat, la gracia de llegar a ser misioneros de la Eucaristía, ese sacramento de amor del que dijo Jesús: Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo (Jn 6, 51). Que el beato Henri Planchat nos ayude igualmente a consagrarnos, siguiendo su ejemplo, al servicio de los pobres y de los desdichados que Dios pone en nuestro camino. Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Mt 25, 40).