18 de septiembre de 2024
Beato Francisco Faà di Bruno
Muy estimados Amigos,
Un día, en pleno siglo xix, cuando el profesor Francesco Faà di Bruno realiza una ardua demostración desde lo alto de su cátedra de matemáticas en la Universidad de Turín, el tintineo de una campanilla anuncia el paso del Santo Viático (la Hostia consagrada) que un sacerdote lleva a una persona moribunda. Sin respeto humano alguno, el profesor desciende de la cátedra y se arrodilla junto a la ventana. Los estudiantes, llenos de estupor y admiración, acaban también por arrodillarse. ¿Quién es ese profesor y después sacerdote beatificado por el Papa san Juan Pablo II el 25 de septiembre de 1988?
Francisco Faà di Bruno nace en Alessandria (Piamonte, Italia) el 25 de marzo de 1825, duodécimo y último hijo del marqués Luis Faà di Bruno y de Carolina Sappa. Su familia, de antiquísima nobleza, vive cerca de la granja natal de Don Bosco, pero ambas familias, de condiciones sociales tan alejadas, no mantienen ninguna relación. La devoción, las artes y la concordia caracterizan el hogar familiar, donde reina la felicidad. Desde muy jóvenes, los niños participan en el reparto de limosnas a los pobres. De Francisco, de salud frágil, se encarga su abuelo paterno, por lo que pasa su primera infancia en el castillo de los Bruno, ya que le conviene la vida al aire libre. En 1834 muere su madre, de enfermedad y de agotamiento. Poco antes había confesado a su esposo: «Ser bueno no es tan difícil: basta amar para hacer el bien». Poco después, Francisco pierde también a su abuelo.
En junio de 1840, a la edad de quince años y tras terminar su plan de estudios en clásicas, Francisco duda entre la vida religiosa o la carrera militar. En el seno de la familia ya tiene cuatro ejemplos de vidas consagradas a Dios: sus hermanos Carlo Maria, frailes de las Escuelas Pías, y Giuseppe, palotino, además de sus dos hermanas, Enrica, visitandina, y Camilla, dama del Sagrado Corazón. Así pues, elige la carrera militar, pensando que podría abandonarla en el caso de querer consagrase a Dios. En la Academia Militar de Turín se distingue por su disciplina y su éxito en los estudios. En agosto de 1846 es nombrado teniente del Cuerpo Real del Estado Mayor General. En aquella época son muchos los que participan en la insurrección nacional contra la ocupación austríaca. En 1848, durante la primera guerra de independencia, Francisco está junto a Carlos Alberto (rey de Piamonte-Cerdeña), en una compañía mandada por el duque Víctor Manuel, de quien llega a ser ayudante de campo. Cuando su división está a punto de recibir el bautismo de fuego, Francisco escribe a su hermana Maria Luigia, exhortándola a rezar también por sus compañeros de armas. Teme que «en un momento tan crucial, mueran sin purificación ni consuelo del alma, a causa de esa continua negligencia de las cosas divinas con las que se revistieron en tiempo de paz y de las que no pueden desprenderse en tiempo de guerra». Él, que se esfuerza por vivir constantemente en estado de gracia (sin pecado grave), se preocupa por quienes no piensan en ello. Después de las derrotas de Custoza y de Novara, donde ha visto caer a la flor de la juventud, se preocupa especialmente por el destino final de muchos de sus compañeros y amigos.
La salvación eterna debería ser la principal preocupación de todas las personas. Salvar el alma significa conseguir participar en la vida de Dios en el Cielo para la eternidad: «Dios, en un designio de pura bondad, ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su obra bienaventurada» (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 1). Tras la muerte, todo hombre es juzgado por Cristo en un primer juicio denominado “particular”: «Es el juicio de retribución inmediata, que, en el momento de la muerte, cada uno recibe de Dios en su alma inmortal, en relación con su fe y sus obras. Esta retribución consiste en el acceso a la felicidad del cielo, inmediatamente o después de una adecuada purificación, o bien de la condenación eterna al infierno» (ibíd., núm. 208). Al final de los tiempos tendrá lugar un segundo juicio, del que el compendio del Catecismo nos dice: «El juicio final (universal) consistirá en la sentencia debida bienaventurada o de condena eterna que el Señor Jesús, retornando como juez de vivos y muertos, emitirá respecto de los justos y de los pecadores (Hch 24, 15), reunidos todos juntos delante de Él. Tras el juicio final, el cuerpo resucitado participará de la retribución que el alma ha recibido en el juicio particular» (núm. 214). Al ser el Cielo y el infierno eternos, es de máxima importancia ganar el primero y evitar el segundo. «Líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos» —pide por nosotros la Iglesia en el Canon romano (Oración Eucarística I).
Al final del año 1849, Víctor Manuel II, ya rey tras la abdicación de su padre Carlos Alberto, nombra a Francisco «preceptor en matemáticas de los Príncipes reales», enviándolo a París a fin de que pueda perfeccionarse en esa ciencia. Francisco se diploma en matemáticas el 10 de marzo de 1851. Allí frecuenta la ferviente parroquia de San Sulpicio, donde el padre jesuita Armand de Pontlevoy se convierte en su director espiritual y donde Francisco sigue los Ejercicios de san Ignacio. Se involucra en las Conferencias de San Vicente de Paúl y conoce al beato Federico Ozanam. En la Sorbona entabla gran amistad con el matemático Cauchy, católico ferviente, que será su modelo.
Ser útil a los demás
De regreso a Turín constata que los anticlericales han conseguido anular su nombramiento como preceptor de los hijos del rey, pues le han confiado otras misiones. Escribe a su hermano Alessandro: «Me encuentro fuera de lugar… Instruirme y ser útil a los demás son los goznes de la puerta de mi propia felicidad» (23 de junio de 1852). Hallándose un día en medio de un círculo de oficiales, uno de ellos se pone en contra de Francisco y le insulta públicamente. Sus compañeros lo animan a batirse en duelo, pero él conserva la calma y esquiva la provocación. Ante las dificultades que se le presentan en el ejército, y consciente de que su rechazo a entrar en la francmasonería dificulta su carrera militar, en marzo de 1853 presenta su dimisión a fin de dedicarse por completo a los estudios. Redacta entonces un “Manual del soldado cristiano”, recopilación de enseñanzas y de oraciones adaptadas al soldado que tendrá una gran difusión.
Francisco mantiene buenas relaciones con Don Bosco. Un discípulo de este, Don Juan Bautista Francesia, contará lo siguiente: «En los inicios del oratorio se presentaba casi todos los lunes un capitán de ingenieros (Francisco) que, tras depositar su espada, se confesaba, ayudaba a Misa y comulgaba. Aquello nos edificaba a todos». Don Bosco, que se encarga de los muchachos desde su ordenación sacerdotal en 1841, inspira a Francisco el deseo de ocuparse de las jóvenes de condición humilde, a menudo abandonadas. Francisco abre para ellas una escuela de canto sacro, semejante a un patronazgo. En su condición de músico desde la infancia compone una recopilación de cantos (“La Lira Católica”) que se propagará en las parroquias del Piamonte. En esa misma época pasa largas horas rezando en la iglesia de las religiosas del Santo Sacramento, donde tiene lugar la adoración perpetua. «¡Rezad, rezad sin cesar —escribirá—; todo depende de la oración!».
El único negocio
En mayo de 1854 regresa a París, donde obtiene nuevos títulos en matemáticas y en astronomía. En 1856 inventa para su hermana Maria Luisa, que está perdiendo la vista, un método de escritura y de lectura para ciegos, anterior al braille, que será útil para muchas personas y recompensado con numerosos premios. En París, durante la Cuaresma de 1856, uno de sus amigos de Turín cae enfermo y acaba falleciendo. Francisco escribe a su hermana: «Esa enfermedad me resultó el más útil de los retiros pascuales… El único negocio para mí, en adelante, si Dios me ayuda, es vivir como santo y merecer una muerte semejante. El resto es realmente inútil y no es más que un juego de niños». Ese mismo año se hace miembro de la Obra de Oriente, fundada el 4 de abril de 1856 por laicos profesores de la Sorbona. De regreso a Turín a finales de año, a imitación de lo que ha visto en París, instaura los «Fogones económicos», comercios donde se venden alimentos a precio muy bajo a favor de los obreros y de los más pobres. También funda una asociación que promueve el descanso en días festivos, de la que san Juan Bosco será vicepresidente.
Las dificultades que deben afrontar las alumnas de la escuela de canto atormentan a Francisco: algunas se quedan sin trabajo, sin guía, sin apoyo, sin una puerta donde llamar en caso de despido. Sus numerosas relaciones le permiten a menudo encontrar un trabajo para ellas, pero, para poder ocuparse mejor del asunto compra en 1858 una pequeña vivienda y un terreno en el suburbio de mala fama de Saint-Donat, donde instala “la obra de santa Zita”. «Entre las iniciativas sociales de Francisco —dirá el Papa Juan PabloII— hay que mencionar especialmente la obra de santa Zita para la promoción social y espiritual de las mujeres (criadas, paradas, aprendices, madres solteras, enfermas y personas mayores): este beato favoreció el nacimiento de una verdadera “ciudad de las mujeres”, dotada de escuelas, de talleres, de enfermerías y de pensiones, y todas según un reglamento propio. En esa iniciativa valiente y profética ofreció los bienes de su familia, sus ingresos y toda su persona» (25 de septiembre de 1988). Para acoger gratuitamente y ocupar a las jóvenes, implanta en su terreno, atravesado por un canal, una lavandería moderna con máquinas creadas por él mismo. Las mujeres allí albergadas crean una asociación que las mantiene unidas a la obra después de irse. Las internas tienen una vida espiritual intensa: una capilla las acoge por la mañana para la Santa Misa y un poco de meditación, por la tarde para visitar al Santo Sacramento y por la noche para las oraciones. Sin embargo, el fundador es víctima de múltiples calumnias e insinuaciones maliciosas. Cuando pasa por el pueblo se mofan de él llamándolo “caballero de los harapos”, y él responde a quienes se quejan de vejaciones análogas: «¡Dejad que canten los gorriones!». Veinte años después de fundar la obra, más de 10.000 mujeres jóvenes han podido ser asistidas. Francisco acoge también a chicas humildes y capaces de trabajar pero que padecen una deficiencia mental, a quienes, bajo el patronazgo de santa Clara, se las llamará “clarinas”. La obra las rescata de la miseria, incluso de la explotación, y les ofrece una asistencia moral y religiosa. En contrapartida, ellas aportan muchas tareas materiales, especialmente en la lavandería.
En 1861 la Universidad de Turín otorga a Francisco el título de profesor adjunto, pero nunca le concederá el de profesor “titular”. Sin embargo, se le atribuye la creación o el perfeccionamiento de algunos instrumentos científicos, y, en matemáticas, la “fórmula de Faà di Bruno”. Compartiendo la preocupación de Don Bosco ante la difusión de la prensa inmoral, y no habiendo conseguido fundar un diario católico, crea una biblioteca de préstamo. En 1872 creará otra, ambulante, destinada especialmente a los sacerdotes. Francisco funda diversas casas de retiro espiritual: una para las mujeres pudientes, con quienes come regularmente, hablando con las extranjeras en su lengua nativa, pues sabe francés, inglés y alemán; otra para las obreras mayores y, finalmente otra para los sacerdotes pobres y mayores.
Una influencia determinante
Francisco es plenamente consciente de la influencia que puede ejercer una buena docencia sobre sus alumnos y sobre el ambiente en el que vive; por eso concede gran importancia a la formación de maestras firmes en la fe, ricas en sabiduría pero también en virtudes. Así pues, en 1866-67 acepta encargarse de la gestión de una Escuela Normal femenina que está en declive. Contrata a buenos profesores e imparte él mismo las clases de matemáticas, física, astronomía y moral. Realiza un seguimiento individual de las alumnas y les hace tomar conciencia de que su presencia en un pueblo puede transformarlo por completo. Funda también una obra a favor de las madres adolescentes, confiada a una señorita de gran discreción que ofrece a las chicas, rechazadas por muchos, una generosa comprensión.
La preocupación de Francisco por las mujeres deja huella en la enseñanza de la Iglesia. «En el cristianismo, más que en cualquier otra religión —resaltaba el Papa Pablo VI—, la mujer tiene desde los orígenes un estatuto especial de dignidad, con aspectos numerosos y señalados que han dejado testimonio en el Nuevo Testamento» (6 de diciembre de 1976). En la carta Mulieris dignitatem, el Papa san Juan Pablo II escribía: «La dignidad de la mujer es medida en razón del amor, que es esencialmente orden de justicia y caridad… La Iglesia da gracias por todas las mujeres y por cada una… tal como salieron del corazón de Dios en la toda la belleza y riqueza de su femineidad… Tal como asumen, juntamente con el hombre, la responsabilidad común por el destino de la humanidad, en las necesidades de cada día y según aquel destino definitivo que los seres humanos tienen en Dios» (15 de agosto de 1988, núm. 29, 31).
A partir de 1863 Francisco se lanza a la construcción de una iglesia dedicada a la Virgen del Sufragio, santuario destinado a la oración por los difuntos de todas las guerras, pues su caridad se extiende a las almas del purgatorio. «El purgatorio —recuerda el Compendio— es el estado de los que mueren en amistad con Dios pero, aunque están seguros de su salvación eterna, necesitan aún de purificación para entrar en la eterna bienaventuranza. En virtud de la comunión de los santos, los fieles que peregrinan aún en la tierra pueden ayudar a las almas del purgatorio ofreciendo por ellas oraciones de sufragio, en particular el sacrificio de la Eucaristía, pero también limosnas, indulgencias y obras de penitencia» (núm. 210, 211). Un campanario original de 75 metros de altura, que el propio Francisco ha estudiado en todos sus detalles, es elevado junto a la iglesia, con tantas campanas como notas hay en la escala musical. Domina el conjunto una estatua de san Miguel Arcángel de cinco metros de altura.
Con religiosas
Son numerosas las mujeres benefactoras que ayudan a Francisco en sus obras. Pensando en el futuro, este considera fundar una congregación religiosa femenina: «Quien se centra en Dios y desea dejar para la eternidad un legado de bondad no puede actuar sin religiosas» —escribe. La joven Giovanna Gonella responde a su llamada, y luego otras que forman el núcleo de las Hermanas de Santa Zita, también denominadas Hermanas Mínimas de Nuestra Señora del Sufragio, las cuales tendrán especial devoción a María y asistirán a las almas del purgatorio. Dicha fundación tiene lugar en 1881 y con comienzos austeros, con mucho trabajo y oraciones y una gran pobreza. El reglamento refleja el espíritu militar de su autor, quien se muestra exigente y, a la vez, atrae con su amor a Dios y su ejemplo. Además, su intensa vida espiritual ha hecho que le conozcan con el apodo de “el cartujo laico”.
Pero hay otras obras también atribuidas a Francisco, como la publicación de un folleto sobre la Eucaristía, la gestión de un periódico, la dirección de un museo de las Misiones Católicas, un taller de tipografía, una clase para chicas adolescentes, una casa de convalecencia para jóvenes obreras que han dejado el hospital, etc. Poco a poco, sin embargo, se da cuenta de que el sacerdocio le permitiría guiar mejor a las almas; ¿acaso un laico puede dirigir una congregación religiosa? Después de reflexionar al respecto durante largo tiempo y de consultar a numerosas personas, se dirige al arzobispo de Turín, monseñor Gastaldi; pero este no quiere considerar una ordenación si no es después de un mínimo de seis meses de formación en un seminario. Francisco calcula que retirarse prolongadamente de sus obras, en ese momento, tendría consecuencias irremediables, por lo que, decidido a no actuar contra la voluntad de su arzobispo, relega ese proyecto para más adelante, y después se dirige a Roma para realizar un período de retiro espiritual. Allí algunas personas influyentes hablan de él al Papa Pío IX, que ya lo conoce por haberle aportado una ayuda económica importante. Lleno de comprensión, el Santo Padre decide asumir la responsabilidad de su ordenación, que tiene lugar el 22 de octubre de 1876, regalándole un hermoso cáliz. Francisco tiene cincuenta y un años. Pasarán siete meses hasta que el arzobispo se apacigüe tras el asunto; no obstante, a partir del 31 de octubre siguiente, el prelado procede a la bendición de la iglesia de Nuestra Señora del Sufragio. Por delicadeza, Francisco no se presenta a la ceremonia, celebrando una primera Misa en esa iglesia al día siguiente muy temprano. Su devoción a la Eucaristía se hace más intensa, y llega incluso a pasar muchas horas en presencia del Huésped Divino durante la noche. Francisco, consagrado desde su juventud a la Virgen, ve en la iglesia de Nuestra Señora del Sufragio el medio para mostrar a María como mediadora de las almas del purgatorio.
Ella no olvida a sus hijos
«La Virgen, a la que Jesús presentó como madre a todos los cristianos en el Gólgota —escribe— no olvidará a sus hijos que han abandonado ya la tierra pero que aún no han alcanzado el Cielo por no ser lo suficientemente puros de la mancha del pecado. María es la Madre universal que nunca abandonaría a sus hijos cuando necesitan su ayuda. Conoce los tormentos a los que están sometidas esas almas por la justicia divina. Conoce sus ardientes suspiros, todos de amor y de deseo de alcanzar el gozo del amor al que tienden irresistiblemente sus corazones, y percibe en esas desdichadas almas muchos enamorados de ella y de Jesús… María reveló precisamente a santa Brígida (libro 4) lo que sigue: “Soy la Madre de todos los que permanecen en la prisión del purgatorio”.
Y cientos de revelaciones verídicas muestran que la Virgen los visita, los consuela, intercede por ellos y a veces los libera a todos… La devoción a Nuestra Señora del Sufragio sirve para recordarnos que deberemos pagar el precio de los pecados veniales, y que debemos implorar a la Virgen María para que nos ayude a evitar los pecados, las negligencias, las frialdades que, por así decirlo, son el bosque del purgatorio; y a la vez para que nos haga amar la penitencia y la mortificación, así como el fervor, que son los medios de cumplir nuestro purgatorio en la tierra… ¡Oh, cuánta confianza despiertan esas reflexiones en nuestros corazones y cuánto amor sentimos crecer en María!» (Tratado sobre el Corazón de María). En 1881 Francisco compra una mansión en Benevello, cerca de Alba, donde abre una casa para la instrucción y formación cristiana de las chicas entre los siete y los quince años.
El 31 de enero de 1888 muere san Juan Bosco. Al enterarse de ello, Francisco exclama: «¡Acaba de morir un santo!». Dos meses después, el 27 de marzo, él mismo entrega su alma a Dios. En un acto de consagración al Sagrado Corazón de Jesús agonizante en el huerto, había escrito: «¿Qué podría devolveros por semejante exceso de amor? A la espera del momento supremo de la agonía, me ofrezco por entero a vos en holocausto… ¡Oh Corazón de Jesús!, os consagro mi cuerpo y acepto todos los sufrimientos que queráis enviarme; os consagro mi alma y me someto a todas las formas de aridez, de tristeza y de desolación por las que deba pasar».
«Francisco Faà di Bruno —decía el Papa san Juan Pablo II— es “un heraldo de la fe y de la caridad”» (2 de octubre de 2002), y en su mensaje a la Superiora General del Instituo de las Hnas Mínimas Nuestra Señora del Sufragio, notaba: «Siempre le animaba un celo interior para cooperar en la salvación de sus hermanos, preocupándose por su fin último. El destino final del hombre es, en efecto, su encuentro con Dios, encuentro ante el que hay que prepararse desde ahora mediante un compromiso constante en la ascesis, rechazando el mal y haciendo el bien… La primera y más elevada de las formas de caridad hacia nuestros hermanos es el celo por su salvación eterna» (14 de septiembre de 2002). ¡Pidamos al beato que nos ayude a practicar esa forma de caridad!