31 de Enero de 2007

Beato Carlos I de Austria

Muy estimados Amigos:

En plena Gran Guerra, en 1917, el escritor Anatole France, poco sospechoso de simpatizar con el catolicismo, escribía: «El emperador Carlos de Austria ha presentado una oferta de paz; es el único hombre razonable en el transcurso de la guerra, pero nadie le ha escuchado». Para explicar su búsqueda obstinada en pro de la paz, el emperador había confiado a su jefe de gabinete: «De ello depende la seguridad y la tranquilidad de la Iglesia, así como la salvación eterna de muchas almas en peligro». Carlos I fue beatificado el 3 de octubre de 2004 por el Papa Juan Pablo II.

Beato Carlos I de AustriaCarlos de Habsburgo, primogénito del archiduque Otón y de María Josefa de Sajonia, nace el 17 de agosto de 1887 en Persenbeug, no lejos de Viena (Austria). El pequeño, que es sobrino nieto del emperador de Austria Francisco José, crece bajo la vigilancia amorosa pero estricta de su madre, mujer muy cristiana. Por su parte, el padre lleva una vida licenciosa. La educación de Carlos es confiada a preceptores cristianos que impulsan sus excelentes aptitudes. Sólo tiene un defecto: la timidez.

Carlos toma la primera comunión en 1898, en Viena. Uno de los asistentes comenta: «Si no supiéramos rezar, ese joven nos enseñaría a hacerlo». El muchacho asiste asiduamente al instituto público de los benedictinos escoceses, donde desarrolla sus cualidades: franqueza, caridad, tenacidad y modestia. Aunque de salud algo irregular, el archiduque Carlos no deja de progresar en lo intelectual y espiritual. De conducta irreprochable, no por ello deja de ser alegre, y siente gran afición por la música. En 1905 inicia la carrera militar, obligatoria para un Habsburgo. El año siguiente pierde a su padre, que fallece dando muestras de una piedad y de una serenidad inesperadas. Se convierte, entonces, en el segundo en el orden de sucesión al trono, después de su tío Francisco Fernando, que le inicia en los asuntos de estado.

Ayudarnos mutuamente a ganar el Cielo

En 1908, Carlos es nombrado jefe de escuadrón en Bohemia. Uno de sus allegados dirá de él: «El sincero amor del joven archiduque hacia todas las bellezas de la naturaleza revelaba a un ser profundamente bueno que adoraba al Creador a través de todas sus obras, dejando adivinar a un hombre totalmente desprovisto de desconfianza y de odio, que acogía a todos con el corazón abierto». En 1909, Carlos conoce a la princesa Zita de Borbón-Parma, cinco años más joven que él y educada por las benedictinas de Solesmes (Francia). Carlos obtiene autorización del emperador Francisco José para pedir su mano. Después de la Misa de compromiso, Carlos insinúa a Zita: «Ahora debemos ayudarnos mutuamente a ganar el Cielo». Preparada mediante un retiro espiritual, la boda tiene lugar el 21 de octubre de 1911. Algún tiempo antes, en el transcurso de una audiencia concedida a Zita, el Papa san Pío X predice a los prometidos su próxima ascensión al trono. A pesar de que la princesa le recuerda que el heredero directo es Francisco Fernando y no Carlos, el Papa mantiene su sorprendente afirmación.

En 1912, Carlos sirve en Galitzia con el grado de capitán, encargándose activamente de su tropa para mejorar su bienestar material y moral. El 20 de noviembre, Zita da a luz a un niño, Otón; seis años más tarde, el día de la primera comunión de este primogénito, Carlos consagrará su familia al Sagrado Corazón. En febrero de 1913, la pequeña familia se establece en el castillo de Hetzendorf, cerca de Viena, donde Carlos lleva una vida de asceta, trabajando hasta altas horas de la noche, sometiéndose a todas las molestias de la vida de un oficial, sin aprovecharse nunca de su rango para obtener privilegios.

A principios de 1914, el archiduque Francisco Fernando confiesa a Carlos: «Estoy convencido de que moriré asesinado; la policía está al corriente de ello». De hecho, la francmasonería había condenado a muerte a Francisco Fernando, que representaba un obstáculo para destruir el imperio católico de Austria-Hungría. El empeño por parte de los ambientes masónicos para destruir el último imperio católico de Europa no puede sorprender a nadie. Los grupos masónicos, incluso cuando se llaman a sí mismos espiritualistas, tienen una visión del mundo cerrada a lo sobrenatural y rehúsan la noción de revelación divina como dogma; por eso la francmasonería se ha opuesto constantemente a la Iglesia Católica. Un francmasón de alto grado reconocía, en 1990, ese fundamental antagonismo: «El combate que actualmente se libra condiciona el futuro de la sociedad. Opone dos culturas: una está fundada en el Evangelio, y la otra en la tradición del humanismo republicano. Y esas dos culturas se oponen en lo fundamental. O bien la verdad es revelada y es intangible, procedente de un Dios que se halla en el origen de todas las cosas, o bien encuentra su fundamento en las construcciones del hombre, cuestionadas siempre, ya que son perfectibles hasta el infinito» (Paul Gourdeau). El 26 de noviembre de 1983, el cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, precisaba: «El juicio negativo de la Iglesia hacia las asociaciones masónicas sigue siendo el mismo, porque sus principios se han considerado siempre como irreconciliables con la doctrina de la Iglesia, y la afiliación a esas asociaciones sigue estando prohibida por parte de la Iglesia. Los fieles que pertenecen a asociaciones masónicas se hallan en pecado grave, y no pueden acceder a la Sagrada Comunión».

«Bajo tu protección«»

Francisco Fernando tiene grandes expectativas, compartidas ampliamente con su sobrino Carlos: quiere reformar el imperio apostando por el federalismo, para darle a cada uno de los pueblos que lo constituyen una mayor autonomía. Pero, el 28 de junio de 1914, es asesinado en Sarajevo por un conspirador serbio. De ese modo, Carlos se convierte en el heredero directo de la doble monarquía de la que su tío Francisco José es todavía emperador. El 19 de julio de 1914, el Consejo austro-húngaro de la Corona dirige un ultimátum a Serbia, exigiéndole una investigación para encontrar a los culpables del atentado. El rechazo parcial de ese ultimátum provoca el desencadenamiento de una guerra europea. Carlos presiente que ese conflicto será terriblemente sangriento, pero acata lealmente las órdenes de su tío abuelo y parte para el frente. En su sable, manda grabar la siguiente invocación a María: «Sub tuum praesidium confugimus, sancta Dei Genitrix» («Bajo tu protección nos refugiamos, oh! santa Madre de Dios»). Italia declara la guerra a Austria en mayo de 1915. Ascendido a coronel, Carlos es enviado a la región de Trentino, donde consigue una serie de victorias. Aunque combate a los italianos, no lo hace con gusto, ya que su esposa es una princesa italiana. En junio de 1916, nombrado general, consigue detener una ofensiva rusa en Galitzia. Sus relaciones con algunos oficiales alemanes que sirven en el mismo frente resultan difíciles. Carlos se rebela contra el uso de los gases tóxicos, práctica corriente en el frente francés; después de parlamentar con los rusos, consigue que ninguno de ambos contendientes recurra a ellos. Rechaza igualmente el bombardeo de las ciudades.

En noviembre de 1916, Francisco José muere piadosamente, tras un reinado de 68 años. Carlos de Habsburgo se convierte entonces en emperador de Austria y rey apostólico de Hungría. Tiene 29 años. En un manifiesto publicado ese mismo día, declara: «Haré todo lo que esté en mi poder para desterrar lo más pronto posible los horrores y los sacrificios que acarrea la guerra, y para procurar a mi pueblo los beneficios de la paz». El 22 de diciembre, Carlos manda a su ministro Czernin que redacte unas proposiciones de paz, aceptadas con la boca pequeña por su aliado, el emperador de Alemania Guillermo II, pero serán rechazadas por las potencias de la Entente (Francia, Gran Bretaña, Rusia e Italia). El 30 de diciembre de 1916, en Budapest, Carlos ciñe la corona que san Esteban recibiera del Papa Silvestre II en el año 1001. Sin embargo, realiza la siguiente confidencia: «Ser rey no significa satisfacer una ambición, sino sacrificarse por el bien de todo el pueblo». Poco después, Guillermo II da la orden de desencadenar a ultranza la guerra submarina. El soberano austriaco rechaza apoyar esa ofensiva, ya que, al dirigirse contra los barcos mercantes, provocará la muerte de numerosos civiles. No puede soportar la idea de que se produzcan terribles combates, que ya han provocado millones de muertos en toda Europa, y todo ello en beneficio de objetivos irrisorios. Carlos hace la siguiente observación: «No basta que sea el único en querer la paz. Es necesario que todo el pueblo y también todos los ministros estén a mi lado». No obstante, la prensa no cesa de excitar el belicismo del pueblo mediante comunicados triunfalistas, pero escondiendo la verdad acerca de la situación del imperio, donde la miseria del pueblo es cada vez mayor.

Un empeño por la paz

En marzo de 1917, Carlos pide a sus cuñados, Sixto y Javier de Borbón-Parma, que combaten en el ejército belga, que contacten con los gobiernos de la Entente. El emperador les hace entrega de una carta, en la cual declara que Austria está dispuesta a renunciar a diversas exigencias formuladas en 1914, referidas sobre todo a Serbia. Además, propone dejar a Galitzia en manos de Alemania, como compensación a la restitución a Francia de Alsacia-Lorena. Se prevé igualmente una transacción con Italia. Sin embargo, la intransigencia de las diferentes partes presentes provoca el fracaso de esa propuesta de paz. Un segundo ofrecimiento de Carlos a la Entente también fracasa, al igual que la del Papa Benedicto XV, apoyada con entusiasmo por Carlos. Los ministros francmasones franceses e italianos, por una parte, y los oficiales del estado mayor alemanes, por otra, prefieren la guerra a toda costa. Sólo en el ejército francés, aquel rechazo provocará la muerte de 300.000 soldados.

Desde el acceso al trono del emperador, se han organizado campañas calumniosas contra él, incluso en relación a sus costumbres, a pesar de su seriedad y temperamento incontestables. En contrapartida, se le considera un santurrón, ya que oye Misa diariamente y comulga; reza asiduamente el rosario y le gusta visitar los santuarios dedicados a la Virgen. En esa intensa vida espiritual, halla la fuerza necesaria para asumir sus pesadas responsabilidades. Se le acusa también de incapaz, a pesar de haber demostrado ser un oficial destacado. Habla siete lenguas y su capacidad de trabajo es extraordinaria, poseyendo además una singular y elevada capacidad de síntesis. Es capaz de discernir, mucho mejor que su entorno, el peligro mortal en que se halla su imperio. En la primavera de 1917, rechaza enérgicamente que Lenin, que vive exiliado en Suiza, atraviese sus Estados para dirigirse a sembrar la revolución en Rusia, plan maquiavélicamente concebido por el estado mayor alemán. Carlos ha comprendido que Lenin es potencialmente peligroso para toda Europa, ya que, según presiente, el bolchevismo no se contentará con arruinar Rusia, sino que se extenderá por todas partes. Sin embargo, Lenin conseguirá alcanzar Rusia a través de Alemania, viajando en un tren especial.

En el caos de la derrota

Ante la imposibilidad de concertar la paz con los países de la Entente, Carlos se ve obligado a continuar una guerra que aborrece, a fin de evitar en la medida de lo posible la desgracia que causaría a sus pueblos el derrumbamiento del imperio. En octubre de 1917, Austria consigue, contra Italia, la victoria de Caporetto; pero el emperador no se deja deslumbrar por ese éxito, alcanzado con el precio de sangre derramada y que nada soluciona. Sus poderes constitucionales, que no son ilimitados, le obligan a dejar las manos libres a los parlamentos belicistas y a su desleal ministro Czernin, que juega la carta de la «paz por la victoria», es decir, mediante la guerra. En Baden, en una sencilla casa, el emperador lleva una vida laboriosa. Su comida es de las más frugales, a causa del horror que le inspira el mercado negro, que lo contamina todo. Zita, por su parte, se consagra en cuerpo y alma a los heridos y huérfanos, creando obras asistenciales. El pueblo, en su inmensa mayoría, no se equivoca, aclamando a la pareja imperial en sus viajes.

En enero de 1918, mediante sus «catorce puntos», inspirados en los objetivos de la francmasonería, Wilson, presidente de los Estados Unidos, proclama la necesidad para la paz futura de reorganizar la Europa central y balcánica según el «principio de las nacionalidades». Ello significa el desmantelamiento del imperio austro-húngaro en provecho de pequeños estados-naciones. Esa concepción utópica, inspirada por los socialistas checos Benes y Masaryk, estará en el origen de los conflictos que desgarrarán Europa central hasta nuestros días. Carlos intenta en vano hacer entrar en razón a la Casa Blanca. En el oeste, las últimas ofensivas alemanas de mayo y junio de 1918 son detenidas, y en julio son seguidas de una contraofensiva por parte de la Entente. Durante las semanas siguientes, Alemania se repliega y, tras el desencadenamiento de la revolución de Berlín, debe solicitar el armisticio, que será firmado el 11 de noviembre. La derrota alemana provoca de rebote la secesión de las nacionalidades eslavas del imperio austro-húngaro. El parlamento húngaro proclama el destronamiento de los Habsburgo. El 2 de noviembre, el emperador se ve obligado a solicitar el armisticio a Italia. Los medios políticos le instan a abdicar, pero no se considera con derecho de disponer de una autoridad que emana de Dios. Tras ser sometido a presiones hostigadoras, el día 12, en Viena, abandona el ejercicio del poder, pero sin haber abdicado. Después, se retira al castillo de Eckartsau, donde es sometido enseguida a vigilancia policial. En marzo de 1919, la «república austriaca» proscribe a Carlos I, que protesta contra el desafuero al que se le ha sometido y reafirma su legitimidad frente a un poder surgido de la insurrección.

El emperador y su familia se instalan en Prangins, cerca de Ginebra, en Suiza. Desde ese lugar, animado por el Papa Benedicto XV, Carlos se esforzará por recuperar el trono de Hungría. Quizás pueda entonces –es la esperanza del Santo Padre– volver a formar una federación de estados católicos en Europa central. El 25 de marzo de 1921, Carlos abandona Suiza para dirigirse clandestinamente a Hungría. El almirante Horthy, jefe del estado desde 1920, se ha arrogado el título de regente y exhibe su lealtad hacia el rey. De origen calvinista, es en realidad ateo y detesta la tradición católica de los Habsburgo. El día de Pascua, en Budapest, Carlos es recibido por Horthy, que vacila, pone como pretexto mil dificultades y hace lo posible para amotinar a las potencias extranjeras a fin de impedir la restauración monárquica. Carlos, mientras tanto, cae enfermo; a pesar de que sus partidarios le proponen recobrar el poder por las armas, él lo rechaza para evitar el derramamiento de sangre. Finalmente, es enviado manu militari a Suiza a bordo de un tren especial.

Un noble y firme rechazo

Carlos visita repetidamente el monasterio benedictino de Disentis, donde busca en la oración la fuerza que necesita. Con motivo de una de esas estancias, el emperador revela a dos monjes que ciertas personalidades influyentes de Francia y de Hungría le han prometido impulsar la restauración de la monarquía en Hungría, e incluso en Austria, con la condición de que «consienta en introducir en sus Estados la escuela neutra y el matrimonio civil, junto con su secuela el divorcio». Pero Carlos se ha negado categóricamente. El emperador no tiene ninguna ambición personal, pero el día de su coronación juró consagrarse, ante Dios y ante el pueblo húngaro, a buscar el bien de quienes la Providencia había puesto bajo su dirección. No puede soportar ver cómo el país depende de una camarilla, mientras el pueblo vive en la miseria. El 21 de octubre de 1921, en compañía de la emperatriz Zita, Carlos escapa y toma un avión en Zurich. Aterriza al oeste de Hungría y marcha hacia Budapest, reuniendo para su causa a los regimientos que encuentra. Sin embargo, el almirante Horthy, haciendo creer al ejército que Carlos es rehén de los comunistas checos, ataca a las fuerzas imperiales. Carlos ordena entonces el alto el fuego. Secuestrado, rechaza de nuevo abdicar, por fidelidad a su juramento de rey coronado.

Los países de la Entente consideran indeseable al Habsburgo, ocupándose ellos mismos de su expulsión. El 31 de octubre, Carlos y Zita son embarcados en un navío británico que desciende el curso del Danubio hasta el Mar Negro. Luego, un navío rumano los conduce hasta Constantinopla. Ignoran lo que les ha podido suceder a sus hijos, que han quedado en Suiza. Cuando el capitán del buque le confiesa que va a ser trasladado a Asunción, islote perdido en medio del Atlántico sur, Carlos se estremece y exclama: «¡Entonces nunca volveremos a ver a los niños!». No obstante, enseguida sonríe, diciendo con voz sosegada: «¡Qué pusilánime soy! Sólo pueden enviarnos al lugar elegido por Dios». El 19 de noviembre de 1921, el navío atraca en Funchal, capital de la isla portuguesa de Madeira, que será –según habían decidido los ingleses– el lugar de exilio del emperador destituido. Las «Naciones aliadas» habían previsto una dotación anual para cubrir las necesidades del exiliado, pero nunca será desembolsada. Creen que Carlos es rico, pero en realidad es pobre, por lo que debe buscar un alojamiento poco oneroso. Elige la villa Quinta, situada a 600 metros de altitud, pero la elección es desafortunada, ya que, en invierno, el clima es insalubre a causa de la niebla. El 2 de febrero de 1922, tras enormes dificultades, Zita puede traer a sus hijos a Madeira.

«El Señor hará lo que quiera»

El Papa Benedicto XV concede autorización a Carlos para disponer de una capilla doméstica donde acoger al Santísimo Sacramento y celebrar la Misa, preciado consuelo para él. Durante las semanas que siguen, la ascensión espiritual de Carlos suscita la admiración de su esposa. Al enterarse de que corren rumores malintencionados acerca de su mala salud, el emperador exclama: «No quisiera morir aquí». Pero enseguida sonríe y prosigue: «El Señor hará lo que quiera». Tiene cada vez más la sensación de que el Señor va a pedirle que ofrezca su vida por el bien de sus pueblos, y confía ese pensamiento a Zita, añadiendo: «« ¡y lo haré!». No permanece en él ninguna rebelión contra los acontecimientos o contra las personas. Un testigo dirá a propósito de ello: «Nunca quería presentarse como mártir; nunca condenó a quienes le habían traicionado, y si alguien hablaba mal de ellos en su presencia, él los defendía».

El 9 de marzo, el emperador se resfría tras haber subido a pie desde Funchal a la villa. El 17, su temperatura asciende a 39º y tose. El 21, tiene 40º de fiebre y una bronquitis generalizada, que deriva en congestión pulmonar. Carlos todavía no ha cumplido 35 años, pero se encuentra moral y físicamente debilitado por las pesadas tribulaciones de los años que acaban de transcurrir. Durante los días siguientes, la neumonía se agrava. Los últimos días del emperador son los de un santo. A pesar de su extrema fatiga, asiste a la Misa que se celebra diariamente en su habitación. El 27 de marzo, solicita la Extremaunción y realiza una confesión general con plena lucidez. Manda llamar a su hijo primogénito, Otón, que solamente tiene nueve años: «Quiero que sea testigo de todo; será un ejemplo para toda su vida; debe saber lo que ha de hacer en tal circunstancia un rey, un católico y un hombre». El día 29, Carlos es víctima de dos crisis cardiacas; en privado, confiesa: «¿No es una bendición tener una confianza ilimitada en el Sagrado Corazón? Si no fuera así, mi estado sería insoportable». Un poco más tarde, declara: «Debo sufrir mucho, a fin de que mis pueblos puedan reencontrarse todos juntos». El sábado 1 de abril, tiene deseos de rezar, pero su enfermera le aconseja que duerma. Él responde: ¡«Tengo tanto que rezar!». Durante la mañana, su estado es desesperado, pero todavía puede recibir la Sagrada Comunión en el viático. El Santísimo Sacramento se expone en la habitación del moribundo, que murmura: «Ofrezco mi vida como sacrificio por mi pueblo», y después: «Mi Salvador, ¡hágase tu voluntad!». A las doce y veinticinco minutos, después de haber exclamado «Jesús, María y José», entrega su último suspiro. El emperador-rey deja tras él una viuda que espera su octavo hijo.

A pesar del aparente fracaso de su vida, Carlos I dio un admirable testimonio de conformidad a la divina Providencia en la desgracia. Por eso la Iglesia lo propuso como ejemplo por la beatificación. Puede aplicársele el siguiente pasaje del Libro de la Sabiduría: En cambio, las almas de los justos están en las manos de Dios y no les alcanzará tormento alguno. Creyeron los insensatos que habían muerto; tuvieron por quebranto su salida de este mundo, y su partida de entre nosotros por completa destrucción; pero ellos están en la paz« por una corta corrección recibirán largos beneficios, pues Dios los sometió a prueba y los halló dignos de sí (Sb 3, 1-5). «Desde el principio, el emperador Carlos concibió su cargo como un servicio santo por sus pueblos. Su principal preocupación era seguir la llamada del cristiano a la santidad, incluso en la acción política« Que sea un ejemplo para todos nosotros, sobre todo para quienes tienen hoy en día en Europa la responsabilidad política» (Juan Pablo II).

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