27 de noviembre de 2024
Beato Alberto Marvelli
Muy estimados Amigos,
«Alberto Marvelli mostró que, en tiempos y situaciones cambiantes, los cristianos laicos saben consagrarse sin reserva a la edificación del Reino de Dios, en la familia, en el trabajo, en la cultura o en la política, llevando el Evangelio al corazón de la sociedad» ―decía el Papa san Juan Pablo II en Rímini, en 1992. Con motivo de la beatificación de ese joven italiano, fallecido prematuramente en 1946 a la edad de veintiocho años, el mismo Papa afirmaba: «Para Alberto, la Eucaristía diaria era el centro de su vida. Cuando rezaba buscaba igualmente la inspiración para el compromiso político, convencido de la necesidad de vivir plenamente como hijo de Dios en la historia, a fin de hacer de ella una historia de salvación» (5 de septiembre de 2004).
Alberto Marvelli nace el 21 de marzo de 1918 en Ferrara (Italia). Es hijo de Luis Alfredo Marvelli, director de banco en Rovigo y presidente de la sección local de las conferencias de San Vicente de Paúl. Su madre, María, se apellida Mayr y procede de una familia noble bávara. Alberto es el segundo de seis hijos. Tras varios traslados, la familia se instala en Rímini. Cuando Alberto aún no ha cumplido quince años, muere su padre de una meningitis fulminante. El joven escribirá: «Jamás olvidaré la vida ejemplar de mi padre, vivida serena y santamente incluso en los momentos más difíciles. Fue un cristiano en el pleno sentido de la palabra, sin medias tintas, sin respeto humano, sin ostentación, sincero, sonriente, siempre en gracia, sereno… Siguió siempre la voz sabia de la conciencia y no dudó en renunciar a los honores y a las riquezas cuando conseguirlos podía empañar la clara transparencia del alma». Gertrudis, hermana de Alberto, afirmará que su madre era una fuente inagotable de vida y de amor, y que además era un poco la madre de todos los niños de la parroquia. Pertenecía a varias asociaciones cristianas y llegará a ser concejala municipal al final de la Segunda Guerra Mundial.
En la escuela Alberto resulta ser un alumno brillante, incluso en las asignaturas literarias, que le gustan menos. Desde niño posee una madurez precoz y tiene mucha influencia en sus compañeros; está dotado de un temperamento impulsivo que su madre le ayuda a dominar. A la edad de doce años se integra en el grupo de los niños de la Acción Católica, frecuentando igualmente el Oratorio Salesiano. Los salesianos se ocupan de los niños, animan sus juegos, corrigen sus defectos con bondad e instauran una vida apacible y alegre. El principio pedagógico es: «Poner al joven ante la imposibilidad moral de pecar». El alma de Alberto se halla profundamente marcada por el ejemplo de Domingo Savio (1842-1857), un alumno de san Juan Bosco fallecido a los catorce años y venerado actualmente como santo. Toma prestado de él el amor a la Eucaristía, el servicio y la sonrisa. Los salesianos se apoyan en Alberto para dirigir una parte de las actividades, sobre todo recreativas. Como amante de la música, monta una pequeña orquesta. Imparte clases de catecismo, ocupándose preferentemente de los chicos discapacitados o con dificultades.
«Este día ―escribirá el 8 de diciembre de 1934―, después de la sagrada Comunión, he consagrado mi corazón a María Inmaculada para que lo conserve puro e inmaculado como el suyo». A partir de entonces su vida espiritual queda bajo la protección de la Virgen María: «Madre mía, confianza mía» es su invocación constante a la Virgen. Reza el Rosario cada día, en familia o solo, incluso a veces en bicicleta.
A Alberto le gustan todas las disciplinas deportivas: tenis, balonvolea, atletismo, fútbol, natación y vela, pero prefiere el ciclismo. El deporte es para él una manera de reformar algunos rasgos de carácter, de vencer la pereza, de fortificar su personalidad, pero también de elevarse hacia Dios. Enagosto de 1935 pasa un mes en la montaña. El contacto con la belleza de la naturaleza le llena de entusiasmo, y escribe: «En cuanto a la montaña, si no amara a Dios, creo que conseguiría amarlo permaneciendo en la montaña. ¡Cuánta paz, cuánta serenidad, cuánta belleza: todo nos habla de Dios… solamente un Dios infinitamente grande y misericordioso podía crear cosas tan bellas!». A partir de 1933 escribe un diario donde anota las aspiraciones de su vida de cristiano laico. Son páginas de conversación íntima con Jesús. «¿Qué son las diversiones del mundo ―escribe― comparadas con la alegría que aportas a quienes te aman? ¿Qué es el placer, el gozo ficticio respecto al bienestar puro y sublime que se siente al contemplarte y al recibirte en nosotros, en nuestro corazón? Menos que nada…».
¿Es difícil la pureza?
Alberto desea guardar la pureza como medio de comunión con Dios.
«Existe un vínculo entre la pureza del corazón, la del cuerpo y la de la fe ―afirma el Catecismo de la Iglesia Católica… La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir al otro como un “prójimo”; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina» (núm. 2518-2519).
«¿Es difícil conquistar la pureza? ―se pregunta el joven. Es difícil para quienes creen conseguirlo por medios humanos, pero para quienes se nutren de las fuentes inagotables de la gracia y del amor, apoyados en la Eucaristía, la meditación y la voluntad, es accesible… Un corazón puro saborea los gozos del alma, la unión íntima y continua con Dios y la contemplación del Santísimo. ¡Qué nuevo mundo, formado por impresiones infinitas de dulzura y de poder… se ha abierto ante mí al contemplar a Jesús en el Santo Sacramento!». La pureza, vivida de manera decisiva y gozosa, aparece en su rostro. No se encuentra molesto en su relación con las chicas, sino que se relaciona con ellas con sana libertad de espíritu, que es señal de castidad. La lucha por la pureza no apaga su sensibilidad, sino que la conduce a captar la verdadera esencia del amor. En una hermosa oración se expresa así: «Me dirijo a ti, Padre de misericordia, para que guardes mi corazón puro, blanco y resplandeciente. ¡Que la luz divina y sobrenatural irradie mi corazón, lo envuelva con su aureola luminosa, lo rodee con su perfume celestial, lo rocíe con agua viva y con rocío vivificante, lo proteja de las tinieblas del mundo y del pecado, lo defienda de las trampas del diablo! ¡Condúcelo a las virtudes más heroicas!».
Al no poder entrar en la Academia Naval de Livorno a causa de un ligero astigmatismo, se inscribe en la facultad de Ingeniería Mecánica de la Universidad de Bolonia, siguiendo con su compromiso en la obra de san Vicente de Paúl y en la Federación Italiana de los Universitarios Católicos (FUCI). El objetivo de esa Federación es desarrollar el compromiso de los estudiantes católicos para que pueda convertirse en fuerza evangelizadora de la vida del país. Monseñor Giovanni Batista Montini, el futuro Papa Pablo VI, anima en persona la FUCI boloñesa.
Como quiera que los recursos económicos de su familia no le permiten sufragar los estudios, Alberto debe, como otros muchos estudiantes, trabajar durante el verano. Para poder comulgar en una Misa de mediodía, deja a la familia muy temprano por la mañana sin comer nada, con motivo del ayuno eucarístico por entonces vigente (no tomar nada desde la medianoche). Un profesor le reprocha ese exceso, pero el joven responde con una amplia sonrisa: «¡Para mí es indispensable!». En su diario escribe: «¡Oh!, Jesús, que lees en mi corazón, que intento recibirte cada día en mí, que ves mis esfuerzos para amarte a fin de que tu presencia santa y misericordiosa purifique y santifique mi alma, ayuda a este pobre pecador que se prosterna a tus pies para pedirte perdón, insufla en mí pensamientos puros, santos, bondadosos y pacientes. Visítame con tu Cruz, Jesús, tú que eres feliz ayudándome a llevarla por el bien del prójimo y de mi pobre alma. No me dejes caer en la tentación y haz que cumpla mis promesas, que renuevo sin cesar a tus pies. Solamente con tu ayuda, con la de la Virgen y la de todos los santos podré alcanzar los objetivos luminosos que vislumbro en ocasiones, pero que tan lejos están. ¡Quiero, oh Jesús, llegar a ser santo! ¡Ayúdame y ayúdanos!».
Un programa riguroso y humilde
Alberto sabe que la santidad es un don de Dios, pero que requiere la colaboración del hombre. Así pues, se compromete en un programa de vida riguroso y humilde: «El silencio es el mejor modo de santificarse, de no decir tonterías y de cometer menos pecados, de rebajar el orgullo, de ejercitar la humildad y la paciencia y de aprender a conversar con Dios. Es del todo necesario que supere mis ímpetus de impaciencia, y que, en su lugar, ejerza hacia todos una paciencia cariñosa y una caridad ardiente. Antes de actuar debo reflexionar sobre lo que hago… sobre todo, debo perder la costumbre de juzgar al prójimo si no quiero ser juzgado por Dios… En caso de necesidad, debo acordarme de la caridad cristiana, de la misericordia de Dios, de las condiciones especiales en que se halla el prójimo. “No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan”: son palabras divinamente sabias, que evitan muchas ocasiones de disputa… Hay que apartar, mediante una invocación al Sagrado Corazón de Jesús y a la Virgen, todo pensamiento impuro o que oscurezca, incluso de lejos, la blancura del alma. Para frenar los impulsos del corazón y el sentimentalismo exagerado hay que tener siempre en el pensamiento a Jesús en la Cruz». También se impone un reglamento preciso: «Levantarse por la mañana lo más pronto posible y a la hora fijada. Hacer media hora de meditación todas las mañanas, sin abandonarla nunca, excepto en caso imprevisible. Media hora al día de lectura espiritual y quizás más. Ir a Misa todas las mañanas y acercarse a los sacramentos, sin deserción, salvo en caso de fuerza mayor. Voy normalmente a confesarme una vez a la semana, y veo a menudo al director espiritual. Rezar diariamente el Santo Rosario y el Ángelus al toque de mediodía» (22 de septiembre de 1938). Además, fuma en contadas ocasiones y se modera en la alimentación y en las bebidas. Pedro Jorge Frassati (1901-1925 ―estudiante de Turín, que murió después de dedicar su vida al apostolado y fue beatificado en 1990) es un modelo para él: «¡Oh, si pudiera imitarlo en su pureza, su bondad, su caridad y su devoción! Él sí que supo imitar y seguir a Cristo». Durante sus años universitarios Alberto lee las encíclicas y los discursos del Papa. Extrae sus meditaciones de El alma de todo apostolado del padre Chautard, de La imitación de Cristo, de Cristo, vida del alma y de Jesucristo en sus misterios del padre Columba Marmion (beatificado en 2000).
Un gozo inenarrable
El Papa Pío XI definía la Acción Católica como «la participación de los laicos católicos en el apostolado para la defensa de los principios religiosos y morales, para el desarrollo de una acción social benéfica y sana, bajo la dirección de la jerarquía eclesiástica y con la finalidad de restaurar la vida católica en la familia y en la sociedad». Alberto, que se inscribió en ella en 1933, ejerce las responsabilidades de presidente de los jóvenes, y después de vicepresidente diocesano. Posee un don para escuchar a quienes se dirigen a él. «Como joven de la Acción Católica ―escribe― tengo la imperiosa obligación de realizar apostolado continuamente y en todas partes… El gozo del apostolado cristiano es inenarrable. El hombre está hecho para conquistar, pero no física sino espiritualmente…».
El verdadero apóstol ―enseña el Concilio Vaticano II― no se contenta con dar testimonio de su vida, sino que «busca las ocasiones de anunciar a Cristo con la palabra, ya a los no creyentes para llevarlos a la fe; ya a los fieles para instruirlos, confirmarlos y estimularlos a una vida más fervorosa: la caridad de Cristo nos urge (2 Co 5, 14)» (decreto Apostolicam actuositatem, núm. 6).
Alberto se inscribe también en otras asociaciones, especialmente en la ACLI (Asociación Católica de Trabajadores Italianos), a las que aporta lo mejor de su energía, superando las controversias y mostrándose como signo de colaboración y de unión. Sin embargo, está convencido de que la acción apostólica no basta, sino que es necesario dedicar un tiempo importante a la oración. Anota también en su diario: «Superar los defectos más graves: la pereza, la gula, la impaciencia, la curiosidad y otros. Invocar la ayuda de Jesús en cada momento de dificultad».
Italia entra en guerra el 10 de junio de 1940. Alberto es movilizado en Trieste, en una unidad de infantería motorizada. Anota: «El derecho nacional e internacional debe fundamentarse en una base cristiana. El Evangelio y las encíclicas pontificias deben ser la norma de vida no solamente para los individuos, sino también para los pueblos, las naciones, los gobiernos y el mundo». La causa profunda de la guerra «es nuestro poco amor a Dios y a los hombres. El espíritu caritativo falta en el mundo, y por eso nos odiamos como enemigos en lugar de amarnos como hermanos, redimidos todos por Cristo».
El Papa Pío XII acababa de publicar su primera encíclica, en la cual afirmaba: «La fuente primaria y más profunda de los males que hoy afligen a la sociedad moderna brota de la negación, del rechazo de una norma universal de rectitud moral, tanto en la vida privada de los individuos como en la vida política y en las mutuas relaciones internacionales; la misma ley natural queda sepultada bajo la detracción y el olvido… Esta ley natural tiene su fundamento en Dios… Cuando temerariamente se niega a Dios, todo principio de moralidad queda vacilando y perece… El fundamento de toda la moralidad comenzó a ser rechazado en Europa, porque muchos hombres se separaron de la doctrina de Cristo, de la que es depositaria y maestra la Cátedra de San Pedro» (Summi Pontificatus, 20 de octubre de 1939).
Valiente testimonio de fe
En cuanto llega al cuartel, Alberto reúne a los miembros de la Acción Católica y a quienes están dispuestos a dar un valiente testimonio de fe, organizando reuniones de formación y participando en la Misa. Uno de sus compañeros del pelotón de formación relatará: «Con frecuencia debíamos llevar por turnos el fusil ametrallador, pero resultaba muy penoso por los tortuosos caminos de montaña. Cuando le tocaba el turno a un compañero con físico poco desarrollado, Alberto se acercaba a él y, en un abrir y cerrar de ojos, el instrumento había cambiado de hombro. Luego subía rápidamente la cuesta, depositaba la ametralladora y recuperaba su puesto en la fila sin esperar ningún agradecimiento». Pronto es desmovilizado, pues tres de sus hermanos se hallan ya en el frente, por lo que Alberto se incorpora al servicio de revisión de los proyectos de FIAT en Turín. Su actividad profesional no le impide terminar su carrera universitaria. El 30 de junio de 1941 consigue el título de ingeniero con nota de 9 sobre 10.
Con motivo de la ocupación alemana de Italia, a partir de 1943, Alberto regresa a Rímini. Solicita su ingreso en la Sociedad Obrera, asociación de laicos fundada en Roma en 1942 para desarrollar una vida de devoción basada en el misterio de la agonía de Cristo en Getsemaní. A finales de 1943 y principios de 1944, la ciudad de Rímini es destruida por los bombardeos. Alberto siempre está donde hay peligro: atraviesa los escombros humeantes y se afana en ayudar a los heridos, animar a los supervivientes, asistir a los moribundos y sacar de entre los escombros a los que han quedado bloqueados o enterrados vivos. Es contratado por un organismo de ingeniería civil, por lo que su posición le permite circular libremente, asistir a quienes carecen de alojamiento y salvar innumerables vidas con riesgo de la suya. Consigue incluso abrir vagones ya sellados que parten hacia los campos de concentración y liberar a todos los ocupantes.
Hacia finales de 1944, su familia y otras muchas se refugian en San Marino. Alberto se desvive por ellos: distribuye todo lo que posee, visita a los campesinos y a los comerciantes, compra con su dinero toda clase de alimentos, y después, con la bicicleta cargada de cestos, se desplaza donde están las personas que carecen de todo. Después de la liberación de Rímini (septiembre de 1944), forma parte de la corporación municipal reconstituida y se le encargan los trabajos públicos (reconstrucciones y, luego, asignación de alojamientos); aún no forma parte de ningún partido, pero todos reconocen y aprecian su enorme trabajo de asistencia a las personas necesitadas. Su valentía en las situaciones más difíciles y su disponibilidad le han dado popularidad. En varias administraciones se ha convertido en algo normal, ante problemas insolubles, el decir: «¡Vayan a ver al ingeniero Marvelli, que seguramente encontrará una solución!».
Visión cristiana de la cultura
Después se inscribe en el Partido Demócrata Cristiano. Para él, la política es la consecuencia de la caridad social, según dice uno de sus amigos: «Intervino y actuó precisamente así porque creía que, en aquel momento, trabajar en el partido era la mejor manera de ejercer su apostolado; añadió que abandonaría la política el día en que trabajar en el partido dejara se ser útil para el mundo católico». También se une al grupo de los Graduados Católicos, cuya primera reunión tiene lugar en septiembre de 1945, aceptando la presidencia tras la petición de su obispo. Las acciones del grupo, del que forman parte abogados, profesores, médicos y jueces, se inspiran en la visión cristiana de la cultura y de la vida social. Para que la cultura no quede reservada a los intelectuales, Alberto organiza con los Graduados, durante el invierno de 1945-1946, una universidad popular.
Alberto duda entre el matrimonio y el sacerdocio. Hace ya unos años que está enamorado de una joven, Marinella, pero respeta profundamente la libertad de ella, quien, aunque lo aprecia, no responde a sus aperturas. Le escribe cartas, pero varias de ellas quedan sin respuesta. El 24 de agosto de 1939 anotaba ya en su diario: «Sí, me pasan reflexiones por la cabeza; son reflexiones sobre la orientación de mi vida de mañana, una orientación que me parece decidida, pero que, a la vez, me llena de incertidumbre. También en eso, Señor, ilumíname. Sin embargo, quiero ser santo; para ello estoy dispuesto a renunciar a cualquier sueño o afecto terrenal, a fin de ser todo para Dios». No obstante, el 27 de julio de 1946 escribe de nuevo a Marinella una carta llena de amor y de respeto, pero que no recibe respuesta.
La noche del 5 de octubre de 1946, en Rímini, cuando circula en bicicleta, Alberto es atropellado por un camión militar conducido con gran imprudencia. Pierde el conocimiento y muere unas horas después en brazos de su madre, que ha corrido a su lado. Un sacerdote puede administrarle la Extremaunción. Al día siguiente es expuesto en la iglesia de los salesianos. Cientos de personas lo visitan: el antiguo alcalde socialista, políticos, administradores, amigos y pobres. Los funerales tienen lugar el martes 8 de octubre. Todo Rímini se ha congregado: ¡no se trata de un entierro, sino de un triunfo! El féretro es transportado por amigos desde la iglesia al cementerio, seguido de una procesión que se extiende sobre casi tres kilómetros.
Alberto fue beatificado el 5 de septiembre de 2004 por el Papa san Juan Pablo II, durante el Congreso Nacional de la Acción Católica, en el santuario de Nuestra Señora de Loreto. «A los laicos ―declara el Concilio Vaticano II― se les presentan innumerables ocasiones para el ejercicio del apostolado de la evangelización y de la santificación. El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas, realizadas con espíritu sobrenatural, tienen eficacia para atraer a los hombres hacia la fe y hacia Dios, pues dice el Señor: Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 16)» (Decreto Apostolicam actuositatem, núm. 6). ¡Pidamos a Dios, mediante la intercesión del beato Alberto, que nos fortifique para practicar buenas obras que atraigan a los hombres al Señor!