13 de agosto de 2024

Beata María Antonia de Paz y Figueroa

Muy estimados Amigos,

«Nada nos puede ser más grato que recordar las celestiales gracias e inefables consolaciones que muchas veces hemos experimentado al hacer los Ejercicios espirituales» ―escribía el Papa Pío XI en su encíclica sobre los Ejercicios de san Ignacio… «Y hemos sacado luz y alientos para conocer y cumplir el divino beneplácito… Con razón juzgamos que los Ejercicios espirituales son y constituyen un especial medio para alcanzar la eterna salvación» (Encíclica Mens nostra, 20 de diciembre de 1929, núm. 4). El 27 de agosto de 2016 era beatificada una mujer que, convencida también del valor excepcional de los Ejercicios, empleó su vida para que su práctica no se interrumpiera en Argentina en el siglo xviii tras la supresión de la Compañía de Jesús.

Beata María Antonia de Paz y FigueroaConocida por todos en Argentina con el nombre de Mamá Antula, María Antonia de Paz y Figueroa nace en 1730 en Villa Silípica, en la provincia de Santiago del Estero, al norte del país. Sus padres forman parte de la aristocracia. María Antonia y sus tres hermanos reciben una sólida educación en la que la devoción desempeña un papel primordial. Es una hermosa joven, inteligente y dinámica. Sus padres desean encontrar para ella un «buen partido», pero ella ha decidido consagrarse por completo a Dios en la virginidad y el apostolado.

En 1585, los primeros padres jesuitas llegados a la región fundaron una escuela y pusieron en práctica su medio de apostolado más poderoso: los Ejercicios espirituales de su fundador, san Ignacio de Loyola. No dudan en llamar de puerta en puerta para invitar a los retiros espirituales, impartidos generalmente entre siete y diez días a los hombres. En Santiago del Estero se benefician de la ayuda de mujeres consagradas a Dios, las “beatas”, animadas por un gran fervor y dispuestas a ayudar en todo lo posible. Estas rezan en común cada día las tres partes del Rosario, llevando una vida muy pobre y austera. Durante los retiros dirigidos por los padres jesuitas, ellas se encargan de la casa. Además, visitan a los enfermos y a los pobres, contribuyendo también a la educación de los niños.

A la edad de quince años, María Antonia profesa votos privados, se pone un vestido negro, semejante a una sotana de jesuita, que manifiesta públicamente su consagración, y toma el nombre de María Antonia de San José. Entabla relación con una comunidad de beatas de Santiago, cuya dirección espiritual llevan normalmente los jesuitas. Mantiene también correspondencia con las religiosas contemplativas carmelitas y dominicas de Córdoba y de Buenos Aires, pero no se siente atraída por su forma de vivir. Su espiritualidad se centra en el Santo Sacrificio de la Misa y en una tierna devoción hacia el Niño Jesús; venera especialmente a la Santísima Virgen, a san José, a san Ignacio, a san Francisco Javier y a san Estanislao Kostka. Será ella quien introducirá en Argentina el culto a san Cayetano de Gaeta (1480-1547), fundador de los teatinos para la renovación del ministerio sacerdotal, la educación y las misiones; como patrón de los trabajadores y de los solicitantes de empleo, este sigue siendo invocado en Argentina. María Antonia se muestra especialmente sonriente y atenta con los demás, y colabora durante más de veinte años con los jesuitas de Santiago del Estero para desarrollar el apostolado de los Ejercicios espirituales.

Pero en el siglo xviii se desarrolla una oposición a la autoridad de la Iglesia: el Papa Pío XI escribirá que en esa época «vemos cómo se ensalza en demasía el poder de la razón humana; todo lo que supera las fuerzas o la medida del hombre, o no está contenido en los límites de la naturaleza, es rechazado y despreciado. Y hasta los derechos sacrosantos de Dios, sea particularmente, sea socialmente, son menospreciados» (Carta apostólica Meditandibus Nobis, 3 de diciembre de 1922). Los jesuitas, que por entonces desempeñan un importante papel como consejeros de los poderosos y como educadores de la juventud destinada a ejercer los altos cargos públicos, son víctimas de todo tipo de ataques y persecuciones. El historiador protestante Sismondi (1773-1842) escribió: «La sarta de acusaciones y mayormente de calumnias que hallamos contra los jesuitas resulta espeluznante. Todo el estamento judicial, la mayor parte del clero, todos los “filósofos” y los libertinos se habían reunido para denunciar a los jesuitas» (Historia de los franceses, tomo XXIX). Los soberanos de Portugal, de Francia y de España muestran hostilidad hacia ellos. En 1767, el rey de España Carlos III ordena la expulsión de los jesuitas de todos sus estados, colonias americanas incluidas. El Papa Clemente XIII protesta en vano. En Santiago del Estero la expulsión se realiza, como en otros lugares, de manera brutal: los soldados se llevan a los padres como si fueran criminales… En 1773 el Papa Clemente XIV, embaucado a su vez, suprime la Compañía de Jesús, que no será restablecida hasta 1814 por el Papa Pío VII.

Como huérfana

Después de la salida de los jesuitas, María Antonia se siente como huérfana y, cada vez que pasa ante su colegio, se le parte de nuevo el corazón. Sufre mucho al ver cómo el clero parece acomodarse a esa injusticia, pues todo lo relacionado de cerca o de lejos con la Compañía de Jesús se ha convertido en reprobable, y ni siquiera se quiere pronunciar su nombre. En ese contexto en que se censura la práctica de los Ejercicios espirituales, María Antonia, que conoce bien su valor por haberlos practicado durante tantos años y haber visto sus abundantes frutos, se siente impulsada a actuar. Se esmera en defender la reputación de los padres ante la opinión pública hostil, y se declara abiertamente discípula suya. En Santiago del Estero, por orden expresa de Nuestro Señor, como ella afirmará, y con el permiso de las autoridades eclesiásticas, María Antonia prepara una gran casa donde organiza retiros espirituales. Da muestras de una especial habilidad para encontrar a sacerdotes buenos que acepten dirigirlos siguiendo el método de san Ignacio, y demuestra la universalidad de los Ejercicios haciendo que sean los padres franciscanos o dominicos quienes los enseñen. Su discernimiento en ese ámbito, como en otros, se revela tan delicado y seguro que puede verse en ello una asistencia especial de Dios. Los numerosos frutos de esos retiros demuestran que constituyen una terapia espiritual que cura a centenares de laicos y sacerdotes, desviándolos de la puerta ancha que lleva a la perdición (Mt 7, 13) y transformándolos en fieles discípulos de Cristo y apóstoles de su Evangelio. Convencidos de que el mayor de los males es el pecado (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 1488), son muchos los que regresan a la obediencia de los mandamientos de Dios, a la adhesión de fe total a las enseñanzas de la Iglesia, a una vida de oración y a la recepción regular de los sacramentos.

«Y es cosa averiguada que ―escribirá el Papa Pío XI―, entre todos los métodos… uno principalmente ha obtenido siempre la primacía. El cual, adornado con plenas y reiteradas aprobaciones de la Santa Sede…, ha producido en el espacio de casi cuatro siglos grandes frutos de santidad. Nos referimos al método introducido por San Ignacio de Loyola, al que cumple llamar especial y principal Maestro de los Ejercicios espirituales, cuyo admirable libro de los Ejercicios, pequeño ciertamente en volumen, pero repleto de celestial sabiduría…, sobresalió y resplandeció como código sapientísimo y completamente universal de normas para dirigir las almas por el camino de la salvación y de la perfección; como fuente inexhausta de piedad muy eximia a la vez que muy sólida, y como fortísimo estímulo y peritísimo maestro para procurar la reforma de las costumbres y alcanzar la cima de la vida espiritual» (Encíclica Mens nostra, núm. 22). La particular fecundidad de los Ejercicios se debe al programa propuesto. El ejercitante ha dejado sus ocupaciones y problemas habituales para acudir a una casa donde goza de la calma, del silencio y del recogimiento. De ese modo puede dedicarse varias veces al día a la oración solitaria, y beneficiarse de la compañía de un sacerdote. En primer lugar, san Ignacio pone ante sus ojos su origen y su fin último; es el Principio y Fundamento, del que el Papa León XIII decía: «La famosa meditación de los Ejercicios sobre el fin del hombre es suficiente, ella sola, para la recuperación completa de la Ciudad» (audiencia de 1894). El ejercitante es conducido, entonces, a una profunda purificación del alma mediante la consideración de sus pecados y la consecuencia eterna que suponen para quienes no se vuelven hacia la infinita misericordia de Dios. Viene después la contemplación de la vida del Salvador, Jesucristo, que el ejercitante se esmera siempre en conocer mejor, para amarlo con más fervor y seguirlo con más fidelidad. San Ignacio propone también diversas consideraciones sobre la vida espiritual, especialmente reglas para el discernimiento espiritual…

La “beata de los Ejercicios”

Animada con ardiente entusiasmo para indicar a las almas el camino del Cielo, María Antonia traspasa los límites de la ciudad para buscar ejercitantes. Recorre a pie los campos de todo el norte de Argentina, padeciendo mil dificultades y contradicciones. Destaca por su prudencia excepcional: antes de tomar cualquier decisión se deja aconsejar por personas sabias y solicita siempre de las autoridades eclesiásticas, sean obispos o párrocos, todos los permisos necesarios para anunciar los retiros mediante carteles o en las Misas dominicales. María Antonia se esmera también en darlos a conocer de puerta en puerta y en los mercados. Cuenta con la Providencia para alimentar a los ejercitantes, pero también pide limosna; para ello consigue un asno que tira de una carreta. Se convierte en una figura conocida en toda la región, con su cayado en forma de cruz. De hecho, los alimentos no faltarán, cualquiera que sea el número de ejercitantes. La propia María Antonia admira la bondad divina, ya que lo necesario llega en el tiempo oportuno y los ejercitantes afluyen… Se convierte para muchos en un ejemplo de sencillez humilde y espontánea, y acaban llamándola “la beata de los Ejercicios”.

«Pero de esta plenitud de vida cristiana, que a todas luces producen los Ejercicios espirituales, además de la paz interior, brota como espontáneamente otro fruto muy exquisito, que redunda egregiamente en no escaso provecho social: el ansia de ganar almas para Cristo, o lo que llamamos espíritu apostólico. Porque natural efecto de la caridad es que el alma justa, donde Dios mora por la gracia, se encienda maravillosamente en deseos de comunicar a las demás almas aquel conocimiento y aquel amor del Bien infinito que ella misma ha alcanzado y posee» (PíoXI, Mens nostra, núm. 7).

El Señor sostiene a María Antonia mediante el don de los milagros. Un día en que la casa está llena de ejercitantes falta pan. María Antonia responde a su sobrina, que colabora con ella y que se lo advierte, que vaya a ver a la puerta: allí descubre unos cestos de un pan blanco y delicioso cuyo origen nadie conoce. En otra ocasión, el pequeño barril que guarda el vino se halla vacío; lo llenan entonces de agua para que la madera no se seque, y quienes luego recurren a él hallan un vino excelente que los sacerdotes emplearán incluso para la celebración de la Misa.

La futura restauración

María Antonia se dirige a Córdoba, metrópolis regional. Allí se topa con una fuerte oposición, ya que se escandalizan de ver que una mujer pobremente vestida y que no ha recibido formación alguna promueva el mensaje evangélico. Pero su humildad, su paciencia y su mansedumbre le permiten superar las dificultades. Alquila una casa y encuentra sacerdotes para predicar los Ejercicios. A principios del año 1778, en tres meses y medio, unas 3.000 personas, hombres y mujeres, siguen esos retiros, produciéndose muchas conversiones. Ese éxito le enseña que queda mucho bien por hacer en las grandes ciudades. En Córdoba, el Señor le anuncia la futura restauración de la Compañía de Jesús, y entre las ruinas acumuladas por la expulsión de los jesuitas vislumbra sus iglesias como sumergidas en la oscuridad; después, un pequeño punto luminoso y un ángel de Dios descienden del Cielo y encienden una mecha, que va iluminando todos los santuarios, donde la vida litúrgica regresa en su plenitud y belleza. Esa visión la fortalece en las horas oscuras y difíciles. Fortalecida por esa certeza, mandará celebrar, el 19 de cada mes, una Misa en honor a san José, patrono de su obra, para conseguir la gracia de esa restauración.

Después de haber organizado setenta retiros en Córdoba y de haber previsto todo para que esa obra prosiga allí, María Antonia regresa a Santiago del Estero. Ya han transcurrido once años desde que se abriera la primera Casa de los Ejercicios en esa ciudad, habiendo recorrido a pie unos tres mil kilómetros. Algunos obispos y un buen número de sacerdotes han salido transformados tras su encuentro con ella, así como gobernadores de provincia y numerosísimas personas de todas las clases sociales. A un sacerdote jesuita en el exilio, el padre Juárez, le escribe: «Tengo un gran deseo de heredar del espíritu de quien compuso los Ejercicios… con la esperanza de reformar el espíritu del mundo entero, empezando por la cristiandad».

Llevando su cruz en la mano, al grito de “Dios lo quiere”, María Antonia se dirige hacia Buenos Aires, donde la llama el Señor. Emprende ese viaje de aproximadamente mil kilómetros con algunas compañeras beatas, llegando a la capital en 1779. La entrada de aquel pequeño grupo de mujeres no pasa desapercibida. Algunos jóvenes les lanzan piedras, y ellas se refugian en un pequeño santuario: Nuestra Señora de la Piedad (que llegará a ser una gran basílica). Ese santuario será muy querido por María Antonia, pidiendo ser enterrada en él. Las beatas son acogidas después por una familia originaria de Santiago del Estero. María Antonia empieza enseguida a hablar de conversión y de penitencia, lo que resulta mal visto en la ciudad. Ella misma se entrega intensamente a la oración y a la penitencia, adquiriendo la costumbre de caminar descalza y de llevar un cilicio. Pronto se presenta en el obispado, pero no la admiten a la audiencia del obispo, y deberá volver asiduamente durante varios meses antes de poder entrevistarse con él, en un contexto todavía marcado por el rechazo a los jesuitas… «La paciencia es buena ―le gusta decir―, pero aún es mejor la perseverancia». Convencido finalmente, el obispo le concede todos los permisos necesarios, por lo que María Antonia organiza los primeros retiros espirituales. En 1781 tienen lugar veintinueve retiros, en ocasiones con doscientos participantes. Lleno de satisfacción por los resultados, el obispo se presenta voluntario para impartir él mismo algunas conferencias. El párroco de la catedral de Buenos Aires, después de haber participado en los Ejercicios como capellán, renuncia a su puesto y a sus bienes para dedicarse a acompañar a María Antonia en su ministerio. Gracias a la Providencia y a las limosnas, los retiros se imparten gratuitamente. La comida de los ejercitantes llega con tal abundancia que puede distribuirse a los pobres…

Un cuidado atento

Entre 1791 y 1793, María Antonia vive tres años en Montevideo (Uruguay), al otro lado del río de la Plata, donde instala una casa para los Ejercicios. Tras regresar a Buenos Aires, una importante donación de terreno le permite fundar, en 1797, la “Santa Misión de los Ejercicios”, para retiros de cien personas, con alojamiento reservado para las beatas. Allí acoge a los ejercitantes, vela para que tengan todos lo necesario, encuentra el modo de animarlos con una sonrisa o una frase amable y realza los momentos festivos. A las personas más instruidas les proponen libros. Algunos ejercicios se ilustran con imágenes piadosas, representaciones y sainetes. La capilla y los pasillos exhiben numerosos cuadros y estatuas, y en la casa puede verse a un Jesús de Nazaret con fama de haber hecho milagros.

Estando en los Ejercicios, importa que el ejercitante, «alumbrado por celestial magisterio, aprenda a conocer el verdadero valor y precio de la vida humana para ponerla al servicio de solo Dios; tenga horror a la fealdad del pecado; conciba el santo temor de Dios; vea claramente, como si se le rasgase un velo, la vanidad de las cosas terrenas, y, advertido por los avisos y ejemplos de Aquel que es el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6), se despoje del hombre viejo, se niegue a sí mismo, y acompañado por la humildad, la obediencia y la voluntaria mortificación de sí mismo, se revista de Cristo y se esfuerce en llegar a ser varón perfecto, y se afane por conseguir la completa medida de la edad perfecta según Cristo (Ef 4, 13), de la que habla el Apóstol; y más aún, se empeñe con toda su alma en que también él pueda repetir con el mismo Apóstol: Yo vivo, o más bien, no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 20)» (Pío XI, Mens nostra, núm… 6).

Cuando dispone de algún tiempo libre, María Antonia visita a los pobres, llevándoles auxilios corporales y espirituales. En su deseo de conversión de las personas alejadas de Dios, acoge con gran caridad a las mujeres que se arrepienten después de una vida disoluta. También cuida a niños abandonados. Su humildad ejemplar le permite apaciguar las disputas familiares o incluso eclesiásticas, así como reconfortar a los prisioneros e inculcar a todos confianza y serenidad.

Las “Hijas del Divino Salvador”

María Antonia se ha rodeado de cierto número de mujeres que, siguiendo su ejemplo, se han consagrado por completo a Dios y a la obra de los retiros espirituales. También enseñan el catecismo en las parroquias. El beaterio fundado por ellas en 1795 dará luz a la “Sociedad de las Hijas del Divino Salvador”, que continuará la obra de los retiros, se dedicará a la enseñanza religiosa de todos los niveles, a las misiones rurales y a ayudar a los más necesitados.

Cumplidos sus sesenta años de edad, María Antonia, que todavía arde en deseos por las almas, querría ofrecer los retiros a un mayor número de personas. Le piden que regrese a Tucumán y a Santiago, pero lo rechaza, pues en adelante piensa que debe concentrar sus esfuerzos en Buenos Aires. Las cartas que ha dirigido a los jesuitas exiliados serán con frecuencia copiadas y traducidas al italiano, francés y latín, y difundidas por toda Europa. Algunas han llegado incluso a Luisa de Francia, hija del rey Luis XV, siendo priora del Carmelo de Saint-Denis con el nombre de Madre Teresa de San Agustín. Un prospecto aparecido en 1791 en Roma con el título El estandarte de la mujer fuerte (cf. Pr 31, 10) revela la alta estima que se le tenía incluso en Europa.

María Antonia prosigue su vida austera, alimentándose solamente de pan y algunas verduras. Sufre grandes penas interiores. Al deteriorarse su salud redacta su testamento espiritual, donde pide que su entierro se haga sin ninguna pompa exterior, pero con fervientes oraciones. Tres días antes de morir pide que la lleven al banco de piedra situado delante de la puerta de la casa; desde allí dice a los que pasan que deben convertirse, hacer penitencia por sus pecados, anunciando grandes castigos para la ciudad, sobre todo con motivo de la inmodestia de la vestimenta. El 6 de marzo de 1799 una gran fiebre se apodera de ella, muriendo al día siguiente, a la edad de 69 años. Su cuerpo reposa en la basílica de Nuestra Señora de la Misericordia (o de la Piedad) en Buenos Aires, donde es venerada por muchos peregrinos.

La vida interior de la beata María Antonia se alimentaba de una gran fe en Dios y en su Providencia. Siendo una mujer desconocida, sin poder ni crédito alguno, dedicó todas sus fuerzas a llamar a los fieles a la conversión mediante la práctica de los Ejercicios espirituales de san Ignacio. Era una infatigable misionera, pionera en la formación de los laicos y de los sacerdotes, y condujo a Cristo a una gran parte de América del Sur. Se calcula que 80.000 personas se beneficiaron de los retiros que organizó.

«Proponer los Ejercicios espirituales significa invitar a una experiencia de Dios, de su amor, de su belleza. Quien vive los Ejercicios de modo auténtico experimenta la atracción, la fascinación de Dios, y vuelve renovado, transfigurado a la vida ordinaria, al ministerio, a las relaciones cotidianas, llevando consigo el perfume de Cristo» (Papa Francisco, 3 de marzo de 2014, en Radio Vaticana). Pidamos a la beata María Antonia que consiga para numerosas personas la gracia de realizar los Ejercicios y de sacar gran provecho espiritual de ellos para la salvación de sus almas, de muchas otras almas, para el bien de la Iglesia y del mundo.

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