3 de Julio de 2013
Beata María Ana Sala
Muy estimados Amigos:
La tarde del 29 de enero de 1920, en Cernusco sul Naviglio, cerca de Milán, dos hermanas de la Congregación de las Marcelinas, acom- pañadas de su capellán, asisten a la exhumación de tres religiosas difuntas, con objeto de trasladar sus restos al cementerio del convento. La escena no promete nada agradable y, sin embargo,… El tiempo ha actuado en los cuerpos de las dos primeras hermanas desenterradas, pero cuando el sepulturero alcanza el féretro de la tercera, sor María Ana Sala, lo encuentra tan pesado que supone que sus restos mortales no están descompuestos. En efecto, al abrir el ataúd, aparece, bajo el sudario blanco como la nieve, el cuerpo incorrupto con el rostro fresco y rosado. El capellán, que no había conocido a sor Sala, concluye: «Era una monja joven. No debía tener más de treinta años». Pero, en realidad, en el momento de su muerte sor María Ana tenía 68 años, ¡y estaba enterrada desde hacía 29!
Informada del hecho, la superiora general de las hermanas marcelinas pone en manos del Señor ese insólito descubrimiento. Unos días más tarde, sor Gulfi sufre unas hemorragias tan graves que hacen temer una intervención quirúrgica. La madre general pide a la enferma que invoque durante tres días al Sagrado Corazón para que, mediante la intercesión de sor María Ana Sala, se evite la operación. Tres días después, sor Gulfi está fuera de peligro. Inmediatamente se recogen testimonios y documentos sobre sor María Ana. Muchos se acuerdan de ella, de su vida sencilla y de sus virtudes humildemente practicadas en los menesteres diarios de su labor. Numerosas personas habían proclamado, en el momento de su fallecimiento, que era una santa, en especial sus hermanas y sus antiguas alumnas. Por todo ello, en mayo de 1931, arranca en Milán el proceso que desembocará en la beatificación de la hermana el 26 de octubre de 1980. Para la ocasión, el Papa Juan Pablo II pondrá de relieve tres enseñanzas procedentes de su vida y ejemplo: «La necesidad de formar y de poseer un buen carácter, firme, sensible y equilibrado; el valor santificador del compromiso en el deber asignado por la obediencia, y la importancia esencial de la obra pedagógica».
María Ana Sala había nacido y había sido bautizada el 21 de abril de 1829 en Brivio, en el norte de Italia. Su familia, acomodada, es fiel a las tradiciones cristianas en esa Lombardía que entonces era una provincia de Austria. María Ana es la quinta de ocho hijos. Su padre, hombre muy creyente, trabaja en el comercio de la madera. Mediante el ejemplo de una vida auténticamente cristiana, los padres Sala orientan a sus hijos hacia Dios, velando por ellos con sabia previsión. María Ana conoce una infancia feliz, y realiza sus primeros estudios en casa. Es una niña muy dotada, de temperamento inquieto y equilibrado. A partir de los 13 años, la envían al colegio instituido el año anterior en Vimercate por las hermanas Marcelinas. La Congregación de las Marcelinas había sido fundada en 1838 por el director espiritual del seminario mayor de Milán, el padre Biraghi, y por la madre Marina Videmari, también milanesa. El principal objetivo de dicho instituto es educar a las jóvenes a la luz de la fe cristiana, permitiéndoles seguir un serio programa de estudios sin por ello abandonar las actividades domésticas. La nueva familia religiosa se ha establecido bajo el patronazgo de la hermana de san Ambrosio, santa Marcelina, que había recibido en Roma, en el año 353, de manos del Papa Liberio, el velo de las vírgenes consagradas. Desde su ingreso en el colegio, María Ana es la primera de la clase; estudia con tanta aplicación que incluso a veces se olvida de acudir al refectorio a la hora de las comidas.
Una preciada cualidad
Para ella, el ardor en el trabajo es una cualidad, pues «la ociosidad es enemiga del alma» (Regla de san Benito, cap. 48). El trabajo ocupa un lugar importante en los planes de Dios para el hombre, pues desde el principio Dios quiso asociarlo a la obra de su creación y confiarle la misión de someter la tierra y de gobernarla con santidad y justicia, de tal manera que el propio nombre de Dios sea glorificado por todo el universo. El trabajo permite asegurar la propia subsistencia y la de la familia, y también ofrece la ocasión de asociarse a otros hombres y de prestar servicio. Mediante el deber de estado cumplido con esmero y conciencia profesional, cada persona contribuye al desarrollo de su nación y de la sociedad. La Iglesia « exhorta a los cristianos a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. El cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación» (Vaticano II, Gaudium et spes, 43). A las personas que no pueden ejercer un trabajo profesional a causa de la enfermedad, el paro o la edad, se les sugiere que ofrezcan su estado y sufrimientos a Dios, en unión a la Pasión de Jesús, lo que puede procurarles gran fecundidad espiritual para la salvación de sus almas.
El Papa san Pío X expuso, en una bellísima oración a san José, de qué manera puede un cristiano santificar su trabajo: «Glorioso san José, modelo de todos los que se dedican al trabajo, concédeme la gracia de trabajar con espíritu de penitencia por la expiación de mis numerosos pecados; de trabajar con conciencia, anteponiendo el culto del deber a mis inclinaciones; de trabajar con agradecimiento y alegría, considerando como un honor emplear y desarrollar por el trabajo los dones recibidos de Dios; de trabajar con orden, paz, moderación y paciencia; sin nunca retroceder ante el cansancio y las dificultades; de trabajar sobre todo con pureza de intención y con desapego de mí mismo, teniendo siempre ante los ojos la muerte y la cuenta que deberé dar del tiempo perdido, de los talentos inutilizados, del bien omitido y las vanas complacencias en los éxitos, tan funestas para la obra de Dios. Todo por Jesús, todo por María, todo a vuestra imitación, ¡oh Patriarca José ! Tal será mi lema, en la vida y en la muerte. Amén».
Presencia necesaria
El 16 de noviembre de 1846, María Ana obtiene su diploma de aptitud de enseñanza elemental. Siente con claridad la llamada de Cristo y desea ingresar enseguida en la orden de las religiosas que la han formado; sin embargo, ese mismo día, un primo viene a buscarla para llevarla a Brivio. Hay muchas cosas que exigen la presencia serena y solícita de María Ana en casa: la mala salud de su madre, las múltiples exigencias de una familia numerosa, las dificultades económicas causadas por una estafa de que ha sido víctima su padre. Su madre la aprecia mucho y su padre busca en su corazón la fuerza del perdón cristiano y la valentía necesaria para retomar sus actividades. La asiduidad con que la joven atiende los menesteres es comunicativa, pero el padre protesta cuando da limosna a un pobre: «¡Ahora –dice– hay que pensar en nosotros. –Más vale socorrer a un indigente –le contesta María Ana–, así Dios pensará en nosotros». Además de cuidar a la familia, María Ana encuentra tiempo para dar clases y catecismo a los niños. Con una de sus hermanas, se dirige de buena gana al oratorio de San Leonardo, pequeño santuario cerca del pueblo, donde se venera una image de la Virgen. Son muchos los que allí acuden a desahogar sus penas personales, recibiendo a cambio el consuelo que aporta la esperanza cristiana y, a veces, grandes favores. Como quiera que su madre se halla enferma, ambas jóvenes rezan especialmente a la Virgen por su intención. Como lo muestra un retrato recuerdo de la familia Sala, la enferma se siente entonces curada, con la certeza de haber visto, cerca de ella, a la Virgen en actitud de bendecirla.
Dos años más tarde, la situación familiar ha mejorado considerablemente, por lo que María Ana puede ingresar en el convento de las Marcelinas en compañía de sus dos últimas hermanas: Genoveva y Lucía, admitidas como colegialas. Después del tiempo de formación, profesa sus votos perpetuos el 13 de septiembre de 1852, y su vida se desarrolla a partir de entonces según las necesidades de una Congregación docente. Serán varias las escuelas de las Marcelinas que se beneficiarán de su fecundo apostolado: las de Cernuso, de la vía Amedei (en Milán), de Génova, de Chambéry en Saboya (durante las vacaciones otoñales) y, finalmente, la de Quadronno (en Milán), internado que, en la época, también es la casa madre. A pesar de su sensibilidad despierta y rica, la hermana Sala acogerá siempre con espíritu dócil esos cambios, que no por ello dejarán de afectarla. Primeramente maestra de francés y de música en las clases elementales, en 1868 asume el cargo de vicesuperiora de la Congregación. Luego, parte para Génova. Los padres de las alumnas quedan seducidos por su bondad. Las relaciones que sor María Ana mantiene con las jóvenes se caracterizan por una gran franqueza y mucha lealtad. Ella quiere la verdad en todo y por todos.
Enseguida
Su perfecto espíritu de obediencia se manifiesta mediante la total dependencia de la que da muestras con sus superioras, e incluso con sus hermanas: «Se diría que hubiera hecho voto de obediencia a todas las hermanas» –dice un testigo. Su generosa disponibilidad hacia las alumnas, o hacia cualquiera que se dirija a ella, es proverbial: «Voy enseguida», ese es el santo y seña de toda su vida ofrecida irrevocablemente al servicio de los demás. Ese “Voy enseguida” le hace interrumpir a veces ocupaciones muy importantes. Ese constante deseo de servir ni siquiera le permite prolongar sus tiempos de encuentro íntimo con el Señor, momentos sin embargo tan ardientemente deseados por su alma presa de contemplación. Ese lema expresa su respuesta de amor a Dios con un enorme espíritu de humildad y pobreza.
En 1878, sor María Ana Sala regresa a Milán, donde, mientras prosigue con sus tareas educativas, es a la vez asistenta general de la superiora, cancillera y ecónoma de la Congregación. Pero ese cambio le cuesta: «Muy estimada superiora Catalina –escribe a su superiora del Colegio de Génova, el 1 de noviembre de 1878–, ayer me llegó el anuncio de mi nuevo destino; no puedo expresar el efecto que ha producido en mi alma, de tan sorprendida que estoy. Pero he reflexionado bastante. Si así lo quiere el Señor, el Señor me ayudará. ¿Será esa la santa indiferencia de la que hablábamos? ¡Oh! ¡Me falta tanto para adquirirla! Me avergüenzo de mí misma al constatar que, en el mismo momento en que me consideraba dispuesta a cualquier sacrificio, al concretarse, mi naturaleza reacciona aún de forma tan viva… ¿ Y nuestras queridas alumnas? ¡Sobre todo las mayores! ¡Si supiera hasta qué punto siento la separación! No sabía que las quería tanto…». No obstante, conserva su profunda paz interior.
La fundadora, de edad ya avanzada, la emplea también como secretaria, de tal modo que pronto se la conoce como el “bastón de vejez de la madre”. Ésta le consulta a menudo y le confía las tareas delicadas. La considera como una santa y, convencida de que hay que poner a prueba a los santos, no le ahorra fatigas, la trata sin miramientos y la humilla. La hace sufrir igualmente por la vivacidad de su difícil temperamento. Sor María Ana soporta durante trece años todos los cambios de humor de la fundadora. A pesar de todo, permanece profundamente unida a ella por los lazos del respeto y del afecto. Para ella, llegar a ser santa es una cuestión de verdad, de fidelidad y de coherencia con sus compromisos de bautizada y de consagrada. Y se dedica a ello con gran sencillez; la ascesis que se impone es discreta, no llama la atención, pero la ejerce practicando con perseverancia las virtudes más usuales.
Dulzura y bondad difíciles
Sor María Ana se muestra igualmente dulce y bonda- dosa con sus alumnas. Sin embargo, en una época como aquella marcada en Italia por el anticlericalismo de las clases acomodadas, las jóvenes se muestras a veces altivas, insubordinadas, no soportando ni la mínima contrariedad ni la más mínima observación. Bajo la inspiración del Espíritu Santo, sor María Ana comprende que la solución para ejercer una real y buena influencia en sus alumnas consiste en imponerse mediante una cultura vasta y segura; así pues, se dedica continuamente a un estudio personal intenso y adquiere un conocimiento muy profundo de la literatura italiana, pero también de las literaturas extranjeras, de las ciencias profanas (física, química, botánica, medicina) y de las ciencias sagradas (teología, filosofía, Sagrada Escritura). Se interesa por el arte, en especial por la música, así como por los métodos pedagógicos. Se perfecciona también en latín y en griego, y habla francés e inglés a la perfección.
Se adapta a los diversos niveles de inteligencia, animando a las mejores y ayudando a las menos dotadas, a las que llama sus joyas. Durante siete años, se encarga particularmente de una muchacha retrasada. Su método pedagógico se emplea en armonizar el Evangelio y la cultura, la fe y la vida. Efectivamente, a las personas consagradas que se dedican a la educación de los niños «les corresponde una tarea específica en este campo, pues están llamadas a introducir en el horizonte educativo el testimonio radical de los bienes del Reino, propuestos a todo hombre en espera del encuentro definitivo con el Señor de la historia», como lo señalaba el beato Papa Juan Pablo II (Exhortación apostólica Vita consecrata, III, 96, 25 de marzo de 1996).
En historia, por ejemplo, sor María Ana muestra que el poder de Napoleón comenzó a declinar cuando el emperador se enfrentó al Papa. Al comentar el Paraíso de Dante, alumbra en los corazones el amor y el deseo del Cielo. Al explicar la Ilíada, indica que la idea de Dios estuvo presente en todos los pueblos.
María Ana pone en práctica la enseñanza de san Francisco Javier: «Si amas a Dios, hablarás con naturalidad de Él con los amigos y con los vecinos, pero sin querer sentar plaza de sabia ni de predicadora, sino con espíritu de dulzura, de caridad y de humildad, destilando como sepas la deliciosa miel de la devoción, gota a gota, ora en el oído de uno, ora en el oído de otro, rogando a Dios, en el retiro de tu alma, que se digne hacer caer este santo rocío hasta el fondo del corazón de aquellos que te escuchan. Sobre todo, este oficio angélico se ha de desempeñar con dulzura, no a guisa de corrección, sino en forma de inspiración, porque es una maravilla ver cuán poderoso cebo es, para ganar los corazones, la suavidad y la amable proposición de alguna cosa buena» (Introducción a la vida devota, 3a parte, cap. 26).
Una piedad que se adapta
La tarea de sor María Ana es con frecuencia ingrata, pero ella no se desanima. En 1869, a una de sus hermanas que también se ha hecho Marcelina, le da los siguientes consejos: «No creas que resulta inútil la fatiga que no ha producido inmediatamente fruto; ten paciencia y, con la ayuda de Dios, podrás ganar mucho trabajando en su viña. Si, en alguna ocasión, notamos que nuestra carga es superior a nuestras fuerzas, guardémonos bien de perder la cabeza: es precisamente entonces cuando tenemos motivo e incluso derecho de esperar una mayor ayuda del Señor». No solamente transmite un saber intelectual, sin embargo tan útil, a sus alumnas, sino que les inculca igualmente la sabiduría y el amor de Dios. Para ella, todo ocurre en presencia de Dios, de una manera muy sencilla, y, mediante su ejemplo, acaba consiguiendo que se desee esa piedad: «La verdadera piedad –dice– es un tesoro a cualquier edad y en todas las condiciones de la existencia. Sabe adaptarse a las exigencias de la familia y de la sociedad, y mostrarse amable a todos». Durante el proceso de beatificación, una alumna declarará: «En materia de educación, sor María Ana solamente tenía un objetivo: formar verdaderas cristianas que, a su vez, fundarían familias cristianas, propagando de ese modo el Reino de Dios».
Sor María Ana desea parecerse a Jesús crucificado, aunque sin por ello buscar penitencias extraordinarias. «No hay necesidad de flagelarse –dice–, pero si cada día tomamos en paz la cruz que Dios nos envía, podemos estar seguras de nuestra salvación. Incluso las más pequeñas penas que soportamos tienen gran mérito… En cuanto a las tristezas, llevadlas a la caja de ahorros de Dios y las encontraréis en la otra vida (transformadas en gozos)… El madero de la Cruz sirve maravillosamente para alumbrar el fuego sagrado del amor de Dios». Escribe lo siguiente a una religiosa: «¡Oh! Mi buena Genoveva, no dejemos nunca de servir al Señor lo mejor que podamos, incluso cuando exige sacrificios, si es que podemos llamar de ese modo a esas pequeñas dificultades que encontramos en la práctica de las virtudes. De hecho, ¿qué es nuestro sufrimiento en comparación con todo lo que Jesús, nuestro bienamado Esposo, sufrió porque nos amaba? ¿Acaso no deberíamos, por el contrario, alegrarnos con el Señor y darle las gracias cuando nos ofrece una buena ocasión de demostrarle nuestro amor y nuestra fidelidad? ¡Oh, sí! Entreguémonos por entero al Señor y nos ayudará a convertirnos en santas» (carta del 16 de octubre de 1874). Y aconseja además: «Cada día supone un paso más por el camino que conduce al bien y a la virtud, esa valiente virtud que se alimenta y se refuerza con pequeños sacrificios que tan a menudo se nos exigen, incluso en las mejores condiciones de vida y en la edad más dichosa».
La hermana María Ana tiene al Señor siempre con ella. Sus alumnas se dan cuenta de ello, tanto durante las horas de clase, en el transcurso de las cuales su atención y su corazón se impregnan de sus explicaciones siempre tan sorprendentes, como cuando se encuentran junto a ella en la capilla con motivo de la oración comunitaria, o también cuando la ven pasar por los pasillos, apresurada, condicionada por mil y una responsabilidades, pero sobre todo por la noche, cuando, en la penumbra del dormitorio, la observan, arrodillada junto a la cama, recogida en una última conversación íntima con Jesús crucificado.
Unos ocho años antes de su muerte, cuando sor María Ana vive en el internado de Quadronno, en Milán, se manifiestan los primeros síntomas de la enfermedad que se la llevará: un tumor maligno en la garganta, fácilmente observable por la hinchazón en el cuello. Sor María Ana lleva un pañuelo negro para esconder la deformación que se convierte en demasiado visible. Y cuando los agudos dolores la obligan a interrumpir las clases, una dulce sonrisa ilumina aún su rostro sereno. Adquiere la costumbre de reírse de su mal llamando a esa deformación del cuello «Mi collar de perlas». De vez en cuando soporta una verdadera tortura que le arranca lágrimas: «Disculpadme –dice entonces–, he dado mal ejemplo. Pondré más cuidado… El mal me habrá hecho ganar algo para el Paraíso. Desde allí arriba rezaré por todas. ¡Cuán hermoso será el Paraíso!».
Transfigurada
En octubre de 1891, sor María Ana se ve obligada a interrumpir su trabajo. La enfermedad ha vencido su resistencia física y moral. Los días siguientes destacan por extremos sufrimientos. Finalmente, el 24 de noviembre, mientras en la capilla se cantan las letanías de la Santísima Virgen y sor María Ana, confiada plenamente en Dios, repite con sus labios que se apagan «Ruega por mí » a la invocación «Reina de las Vírgenes», ella entrega dulcemente su alma a Dios. En su lecho de muerte, parece transfigurada por una nueva belleza; han desaparecido incluso las huellas del cáncer que la ha llevado a la muerte.
El solo ejemplo de sor María Ana Sala nos recuerda que todos estamos llamados a la santidad: «Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena. En el logro de esta perfección empeñen los fieles las fuerzas recibidas según la medida de la donación de Cristo, a fin de que, siguiendo sus huellas y hechos conformes a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se entreguen con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así, la santidad del Pueblo de Dios producirá abundantes frutos, como brillantemente lo demuestra la historia de la Iglesia con la vida de tantos santos» (Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 40).
Recorrer el camino de la humildad y de la confianza en Dios que todo lo puede: ese es el mensaje que la beata María Ana Sala nos transmite mediante su vida entera.
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