24 de Junio de 2009
Sor María Gabriela de la Unidad
Muy estimados Amigos:
El 20 de abril de 2005, el día siguiente de su elección como sucesor de Pedro, el Papa Benedicto XVI afirmaba: «Por tanto, con plena conciencia, al inicio de su ministerio en la Iglesia de Roma que Pedro regó con su sangre, su actual Sucesor asume como compromiso prioritario trabajar con el máximo empeño en el restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los discípulos de Cristo. Esta es su voluntad y este es su apremiante deber».
La unidad de los cristianos es una obra divina, sobrenatural, que solamente puede conseguirse con la oración. «Orar por la unidad no está sin embargo reservado a quien vive en un contexto de división entre los cristianos», escribía el Papa Juan Pablo II en su encíclica Ut unum sint (Que sean uno) del 25 de mayo de 1995. Es necesaria la colaboración de todos: «Para poner de relieve esta exigencia he querido proponer a los fieles de la Iglesia católica un modelo que me parece ejemplar, el de una religiosa trapense, María Gabriela de la Unidad, que proclamé beata el 25 de enero de 1983. Sor María Gabriela, llamada por su vocación a vivir alejada del mundo, dedicó su existencia a la meditación y a la oración centrada en el capítulo 17 del Evangelio de san Juan y la ofreció por la unidad de los cristianos. Este es el soporte de toda oración: la entrega total y sin reservas de la propia vida al Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo. El ejemplo de sor María Gabriela nos enseña, nos hace comprender cómo no existen tiempos, situaciones o lugares particulares para rezar por la unidad. La oración de Cristo al Padre es modelo para todos, siempre y en todo lugar» (n. 27).
«No soportaba nada»
María Sagheddu nace en Dorgali, población situada en la costa oriental de Cerdeña, el 17 de marzo de 1914, y ocupa el quinto lugar en una familia de ocho hijos. Su padre es pastor y su madre, Catalina, se ocupa de todo; a la vez dulce y firme, procura conducir a los suyos por el camino del temor amoroso de Dios. María es una niña alegre que habla por los codos, a veces para exigir lo que le gusta y otras para criticar lo que no le conviene. Desde su infancia, se muestra obstinada e impaciente. Un día, su madre le pide que vaya a tirar las mondaduras de patatas, pero María se hace la sorda. La madre insiste con firmeza, obligándola después a obedecer. Despechada, ésta regresa al cabo de un rato con las mondaduras, que no ha tirado. Ella misma se describirá así: «Cuando era pequeña, no soportaba nada; incluso estaba resentida con las piedras que encontraba por el camino».
En 1919, María pierde a su padre. Su primera comunión no modifica sensiblemente nada de su comportamiento. A pesar de su naturaleza asombrosamente vivaz, se abstrae con facilidad en la lectura, actividad que, junto al juego de las cartas, la atrae más que la devoción. Un domingo, su madre la previene: «Están tocando vísperas, ve, María. – Si, ya voy», responde la niña, que sin embargo no se mueve. Al cabo de un momento, la madre insiste: «Ya es tarde, María», y sale dejando la puerta entreabierta. María no puede cerrar el libro, y las vísperas terminan sin ella. La joven no faltaría a la Misa dominical, pero al ser las vísperas voluntarias, se las ahorra gustosamente.
Despierta e inteligente, María se encuentra, en la escuela, entre las primeras. Sobresale sobre todo en aritmética, y hace frente a la maestra si se percata de algún error o distracción. Al final del curso elemental, debe abandonar la escuela para ayudar en la casa, donde da muestras de seriedad y de un gran sentido del deber. La pobreza de la familia la estimula a colaborar en las tareas domésticas, en la colada en el río, en la elaboración del pan por la noche y en el trabajo del campo. Sin embargo, no le gusta que la corrijan, y sólo obedece a regañadientes. Hacia la edad de catorce años, consciente de sus defectos, rehúsa entrar en la Acción Católica, que reúne a los jóvenes de la parroquia, pues no se siente preparada para responder a las exigencias de semejante compromiso.
En 1932, María aún no tiene diecisiete años cuando fallece su hermana Juana Antonia, un año más joven que ella. María estaba muy unida a esa hermana frágil y con frecuencia enferma a la que había rodeado de afectuosos cuidados. Reflexiona entonces sobre el sentido que debe dar a su propia existencia, y un profundo cambio se deja sentir en su vida. También en esa época, toma conciencia de que la religión es ante todo el encuentro con Alguien, con Cristo que conduce al Padre. En su encíclica Deus caritas est, el Papa Benedicto XVI escribe: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Introducción). María no ha desvelado el misterio de ese encuentro, pero sus consecuencias son bien visibles. Así pues, desdeñando su orgullo natural, se apunta a la Acción Católica, se presenta voluntaria para enseñar el catecismo a las niñas, pasa largos momentos en oración y se convierte en dulce y delicada. Al principio, enseña el catecismo con una vara en la mano, pero un día, el vicario quita la vara y deja en su lugar una nota con estas palabras: « Ármese de paciencia y no con una vara». María acepta la amonestación y cambia de método.
«Donde quiera»
María lee en la Introducción a la vida devota de san Francisco de Sales que algunas jóvenes abandonan el mundo por el claustro: «¿Por qué yo no?», se pregunta. Durante dos años reflexiona mucho, rehusando algunas peticiones de matrimonio. Finalmente, en 1935, desvela su deseo de vida religiosa al vicario, el padre Meloni, que no se da ninguna prisa en darle una respuesta afirmativa. No obstante, antes de partir a otra parroquia para la que ha sido nombrado párroco, el padre Meloni pregunta a María dónde quiere ser religiosa. «Envíeme donde quiera», responde ella. El sacerdote la orienta a la Trapa de Grottaferrata, cerca de Roma. Puesta al corriente de ello, la madre de María acepta, pero reprocha a su hija que no haya dicho nada anteriormente.
A pesar de la oposición de uno de sus hermanos, que considera que deshonra a la familia, María ingresa en Grottaferrata el 30 de septiembre de 1935. En ese lugar encuentra un mundo nuevo que la impresiona fuertemente, y escribe lo siguiente a su madre: «Cuando, estando en el locutorio, se abrió la verja y ví cosas nuevas y oí frases desacostumbradas, me pareció que se estaba abriendo el paraíso« Si usted pudiera escuchar cómo cantan las hermanas, pensaría estar escuchando a los ángeles». Toma el nombre de María Gabriela, y su adaptación se realiza progresivamente. Al principio de su vida religiosa –escribirá una hermana–, la impaciencia, que era su principal defecto, aún no había desaparecido. Un día la vimos impacientarse contra la madre maestra porque un cuchillo le parecía demasiado pequeño e inadecuado para pelar. Otro día empezó a llamar a la puerta de la madre abadesa. Al no obtener respuesta, insistió. El mismo silencio. Y ocurrió lo mismo seis veces seguidas. Acabó dando un puñetazo a la puerta y se marchó enojada. No le gustaba perder el tiempo». En otra ocasión, la vicemaestra le indica en el refectorio que no come bastante pan, y su respuesta estalla en el acto: «No le corresponde a usted hacerme esa observación; ¡yo como lo que quiero!». Las dos monjas se separan enfadadas« Sin embargo, esas salidas de tono no permiten olvidar las grandes cualidades que esconde su naturaleza: una total rectitud, una dedicación incondicional, una gran prontitud en humillarse y en renunciar a sus opiniones en cuanto reconoce que los demás tienen razón. Siempre está dispuesta a acudir allí donde puede ser útil.
El único temor de sor María Gabriela es que la expulsen de la comunidad: «Si me expulsan –confiesa un día–, aprovecharé la penumbra de la noche cuando nadie vigila el cercado, escalaré el muro y regresaré al monasterio». Sin embargo, ha conseguido merecer el aprecio de sus hermanas, y los sufragios de éstas son favorables a su admisión para la toma de hábito monástico, que tiene lugar el lunes de Pascua 13 de abril de 1936. Con ese motivo, escribe a su madre: «A pesar de mi miseria personal y de ser una indigna criatura que no ha hecho otra cosa que ofenderle, Jesús no me ha rechazado, sino que me ha acogido en su Corazón. Él, mi Creador, no ha desdeñado llamarme su esposa« Ha querido hacer de mí el objeto de su misericordia. Cuando pienso en ello, me siento confundida, al ver el gran amor de Jesús y mi ingratitud y mi no correspondencia a su predilección«». Sor María Gabriela acaricia el gran deseo de santificarse mediante la observancia de la Regla, sin llamar la atención. Algunas de sus hermanas darán testimonio de que su vida era completamente normal. Ocurre lo mismo en el plano espiritual, ya que su oración es muy sencilla, sin consuelos especiales. Un día en que habla de ello a la madre abadesa, ésta le pregunta: «¿Le gustaría tener dones extraordinarios? –No. Dones extraordinarios no, no son necesarios si puedo conseguirlo sin« Apreciaré mi vida, por más monótona que pueda ser». Sor María Gabriela se aplica a un recogimiento intenso, adoptando un aspecto serio que parece excesivo. La madre abadesa le indica que sería más agradable verla sonreír de vez en cuando. Enseguida, su rostro se muestra distendido y la tensión da lugar a una expresión dulce y serena, y después a una sonrisa que no la abandona prácticamente nunca.
La unidad como Dios la quiere
El 31 de octubre de 1937, en la festividad de Cristo Rey, sor María Gabriela profesa sus primeros votos monásticos por tres años. Escribe a su madre: «Ahora estoy segura de habitar para siempre en la casa del Señor, y por ese motivo mi alegría es inmensa». En enero de ese año, había llegado por primera vez a la Trapa de Grottaferrata el librito de la «Semana de oraciones para la Unidad de los Cristianos», publicado por el padre Paul Couturier, sacerdote francés y gran apóstol de la Unidad. Con insistencia, este último pedía la oración de las monjas para que se realice «la Unidad de los Cristianos, como Dios la quiere, por los medios que Él considere». Una monja mayor había ofrecido su vida por esa causa y había fallecido un mes después.
A principios del siglo xx se había instituido, por iniciativa de un ministro anglicano, L.T. Wattson, una semana de oración destinada a conseguir de Dios el retorno a la unidad católica de todas las Iglesias separadas de Roma. Esa octava de oración había tenido lugar por primera vez del 18 al 25 de enero de 1908, entre la festividad de la Cátedra de san Pedro en Roma, fijada entonces el 18, y la de la Conversión de san Pablo, el 25. A partir de 1909, san Pío X concede su bendición a esa iniciativa, que conoce rápidamente un gran desarrollo. El año siguiente, Wattson se convierte al catolicismo. En 1916, el Papa Benedicto XV extiende la práctica de la octava de oración a la Iglesia universal. Después, con objeto de facilitar la participación de los protestantes, la oración se transforma en una petición para la reunión de los cristianos; a partir de entonces, son muchos los que se unen a esa «Semana de oración» para pedir a Dios la unidad que Cristo quiere para sus discípulos.
Sin compromiso
«La falta de unidad entre los cristianos es ciertamente una herida para la Iglesia; no en el sentido de quedar privada de su unidad, sino en cuanto obstáculo para la realización plena de su universalidad en la historia» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Jesus, 6 de agosto de 2000, n. 17). Cuando la Iglesia Católica insiste en la necesidad de unir más a los cristianos, no quiere decir que ponga en duda la unidad que Cristo le concedió desde el principio y que subyace en ella «de manera inalienable» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 820). Tampoco quiere decir reducir la explicación de la Revelación que Nuestro Señor Jesucristo le confió: «No se trata en este contexto de modificar el depósito de la fe, de cambiar el significado de los dogmas, de suprimir en ellos palabras esenciales, de adaptar la verdad a los gustos de una época, de quitar ciertos artículos del Credo con el falso pretexto de que ya no son comprensibles hoy. La unidad querida por Dios sólo se puede realizar en la adhesión común al contenido íntegro de la fe revelada. En materia de fe, una solución de compromiso está en contradicción con Dios que es la Verdad. En el Cuerpo de Cristo que es camino, verdad y vida (Jn 14, 6), ¿quién consideraría legítima una reconciliación lograda a costa de la verdad?» (Ut unum sint, n. 18).
En enero de 1938, un nuevo librito llega a la Trapa de Grottaferrata con motivo de la Semana de la Unidad. Se habla de las vidas que han sido ofrecidas para la unidad en el seno del anglicanismo, del protestantismo y del catolicismo. Profundamente afectada, sor María Gabriela acude humildemente a arrodillarse ante su abadesa para formularle una petición: «Permítame que ofrezca mi vida«». Sorprendida, la abadesa pide un momento de reflexión. Más tarde, la monja insiste: «Creo que el Señor lo quiere, pues me siento impulsada a ello, incluso cuando no quiero pensar en ello». La abadesa le pide que se lo diga al capellán, y éste autoriza la ofrenda. La joven monja no considera necesario redactar un acta por escrito y se ofrece desde el fondo de su corazón. Sor María Gabriela ama apasionadamente a Jesucristo: si Él ofreció libremente su vida en sacrificio para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos (Jn 11, 52), ella se siente llamada a acompañarlo, por amor, en su inmolación. El entusiasmo de su abadesa por el ecumenismo y el ejemplo de entrega que otros han hecho de su vida son elementos suficientes para decidirla a realizar su propia ofrenda.
Poco tiempo después de su ofrenda, sor María Gabriela siente un dolor en el hombro; su salud se resiente y, después de Pascua, la llevan a Roma para ser examinada por los médicos, que descubren una tuberculosis. La perspectiva de quedarse en el hospital la hace sufrir mucho, por lo que escribe a su abadesa: «He llorado tanto que ya no puedo más« A veces me pregunto si el Señor me habrá abandonado. Otras veces pienso que pone a prueba a quienes ama« Termino siempre abandonándome a la voluntad de Dios». Unos días más tarde añade: «Me ofrecí por entero a mi Jesús y no quiero desdecirme de mi palabra. Soy débil, es verdad, pero el Señor, que es conocedor de mi fragilidad y de la causa de mi dolor, me perdonará, estoy convencida de ello». Le asaltan también pensamientos contra sus superioras, que parece que no tengan corazón por dejarla en el hospital. Pero se da cuenta de que se trata también de otra tentación, y procura combatirla. A principios del mes de mayo se encuentra «en la cruz», sin otro consuelo que saber que está sufriendo para cumplir la voluntad de Dios.
Un tesoro para no compartir
Quince días después de su hospitalización, es trasladada a un pabellón de cuidados donde las condiciones de vida son menos penosas. Sin embargo, ella es consciente de sus debilidades: «Hace mucho tiempo que me di cuenta de que tan solo era un pigmeo en las sendas espirituales, pues me dejo llevar por cualquier viento que sopla« Quisiera ser fuerte, fuerte como el acero, y tan solo soy una brizna de paja». Pero el mal progresa y, ante la imposibilidad de atajarlo, se permite que la monja pueda regresar al monasterio a terminar sus días. Sor María Gabriela se siente angustiada de pensar que su presencia en la comunidad podría poner en peligro de contagio a sus hermanas, pero por otra parte no quiere morir lejos de su monasterio. Finalmente, regresa a Grottaferrata el 29 de mayo, tomando todas las precauciones necesarias para evitar trasmitir su enfermedad a las demás. Por otra parte, no pierde el sentido del humor, y dice un día a la enfermera que se acerca demasiado a ella: «El Señor me ha concedido el tesoro de mi enfermedad y no quiero compartirlo con nadie« ni siquiera con usted». La madre abadesa le sugiere que adopte una divisa que le ayude en los momentos más difíciles. Ella elige «Ecce ancilla Domini – He aquí la esclava del Señor ». Cada vez se manifiesta más en ella el abandono en las manos del Señor: «En otro tiempo pensaba en mis pecados, pero ahora no recuerdo nada concreto. Soy como un niño. Me he entregado y desde entonces siento una gran paz». No desea ni vivir ni morir, sino asumir lo que Dios le envíe: «Cuando estaba en el hospital –dice–, no podía resignarme a la separación; ahora, si debiera irme por el bien de la comunidad, lo haría sin dudarlo». Algunas horas con más llevaderas, y sor María Gabriela las acoge son sencillez. Sin embargo, no espera gracias místicas: «Dios no me las ha concedido –dice–, pues soy una puerta abierta a la vanagloria y al orgullo. No deseo consuelos, pues no son necesarios; la gracia es suficiente para todo». El Evangelio de San Juan es una importante fuente espiritual para ella. El librito que usaba tiene las páginas amarillas a causa del uso intensivo de los capítulos 12 al 20 del cuarto Evangelio, y muy especialmente el capítulo 17, la oración de Jesús por la unidad de sus discípulos.
El sello de la credibilidad
Un día, acostada en la cama y abatida, sor María Gabriela dice a Jesús: «Señor Jesús, te amo y quisiera amarte mucho, amarte por el mundo entero». La unidad de los cristianos por la que se había ofrecido la trapense va unida a la evangelización. «Desde sus inicios, el movimiento ecuménico ha estado íntimamente vinculado con la evangelización. La unidad es, en efecto, el sello de la credibilidad de la misión y el Concilio Vaticano II ha relevado con pesar que el escándalo de la división «es obstáculo para la causa de la difusión del Evangelio por todo el mundo». Jesús mismo, en la víspera de su Pasión oró: para que todos sean uno« para que el mundo crea (Jn 17, 21)» (Congregación para la Doctrina de la Fe, 3 de diciembre de 2007).
La última noche de sor María Gabriela transcurre con alternancia de momentos tranquilos y de sufrimientos intensos. En un momento dado gime: «¡No puedo más!». La madre abadesa le pregunta: «¿Quiere ofrecer lo que le queda de vida por la Unidad? – Sí », responde ella claramente. Por fin, después de las vísperas de aquel domingo del Buen Pastor, el 23 de abril de 1939, exhala su último suspiro con una sonrisa. Por error, en lugar del tintineo del toque de agonía, suena un carillón festivo, que es respondido con el vuelo de campanas de la iglesia parroquial, en medio de un concierto gozoso.
El ejemplo de sor María Gabriela nos recuerda que todos los fieles pueden trabajar para la unidad de los cristianos, en primer lugar mediante la conversión de su corazón: «Pues, aunque la Iglesia Católica posea toda la verdad revelada por Dios, y todos los medios de la gracia, sin embargo, sus miembros no la viven consecuentemente con todo el fervor, hasta el punto que la faz de la Iglesia resplandece menos ante los ojos de nuestros hermanos separados y de todo el mundo, retardándose con ello el crecimiento del reino de Dios. Por tanto, todos los católicos deben tender a la perfección cristiana y esforzarse cada uno según su condición para que la Iglesia, portadora de la humildad y de la Pasión de Jesús en su cuerpo, se purifique y se renueve de día en día, hasta que Cristo se la presente a sí mismo gloriosa, sin mancha ni arruga» (Vaticano II, Unitatis redintegratio, n. 4).
El 19 de agosto de 2005, en Colonia, el Papa Benedicto XVI clausuraba un encuentro ecuménico con estas palabras: «Veo con especial optimismo el hecho de que hoy se está desarrollando una especie de «red», de conexión espiritual entre católicos y cristianos de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales: cada uno se compromete en la oración, en la revisión de la vida, en la purificación de la memoria, en la apertura a la caridad. El padre del ecumenismo espiritual, Paul Couturier, habló a este respecto de un «claustro invisible», que acoge en su recinto a estas almas apasionadas de Cristo y de su Iglesia. Estoy convencido de que, si un número creciente de personas se une en su interior a la oración del Señor para que todos sean uno (Jn 17, 21), dicha plegaria en el nombre de Jesús no caerá en el vacío».
Pidamos a la bienaventurada Virgen María, mediadora de toda gracia, que nos conceda esa unidad de los cristianos en un solo rebaño y con un solo Pastor (cf. Jn 10, 16), a fin de que se cumpla la voluntad de su divino Hijo.
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