23 de Marzo de 2008
Sor María de la Trinidad
Muy estimados Amigos:
Santa Teresa de Lisieux, en su lecho de muerte, oye cómo una novicia exhala suspiros de tristeza de verla tanto sufrir: «No, la vida no es triste –contesta la moribunda. Si me dijera que el exilio es triste, yo la entendería. Cometemos un error al darle el nombre de «vida» a lo que debe terminar. Solamente a las cosas del Cielo, a lo que nunca debe terminar, debemos darle ese verdadero nombre, y, en ese sentido, la vida no es triste, sino alegre, muy alegre». Esa novicia se llamaba sor María de la Trinidad.
Nacida en Saint-Pierre-sur-Dives (Normandía) el 12 de agosto de 1874, María Luisa Castel recibe el bautismo al día siguiente. Sus padres, hermanos y hermanas la colman de un gran afecto. Es el decimotercer vástago de una familia que ha perdido ya a ocho pequeños de tierna edad. La familia verá florecer cuatro vocaciones religiosas. Su padre, maestro estatal, que nunca ha aceptado las leyes de 1882 sobre la laicidad de las escuelas, conserva para sus alumnos la piadosa costumbre de la oración de la mañana. Esa valiente actitud desagrada a las autoridades educativas. El señor Castel, forzado a dimitir de sus funciones, se instala en París. La familia acostumbra a rezar a la Santísima virgen mirando la imagen de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Los padres de María Luisa profesan igualmente una gran devoción hacia la Santa Faz de Nuestro Señor. María Luisa oye muy pronto la llamada a la vida consagrada. A la edad de 12 años, descubre una oración «Para pedir la luz sobre su vocación», que recita durante nueve días seguidos. Al acabar la novena, mientras se encuentra rezando ante la Santa Faz, recibe una inspiración que interpreta del siguiente modo: «¡Qué felices deben ser las carmelitas! ¡Seré carmelita!».
«Dios me llama y yo acudo»
El deseo del Carmelo se fortifica en su alma, sin quitarle nada a su naturaleza espontánea. A espaldas de sus padres, recorre las tiendas, las atracciones y las ferias. En el pimpampum, se divierte «por devoción» a tumbar las siluetas de curas o de monjas. Como no quiere esperar el momento de entrar en el Carmelo para consagrarse a Dios, hace voto de castidad antes de cumplir los 16 años. Pocos días después de hacer ese voto, se entera por parte de su confesor de que la priora del Carmelo de la Reparación de la Santa Faz (en la avenida de Messine, en París) la admite para realizar un retiro de ocho días. Cuando ésta le pide que exprese por escrito los motivos que la atraen al Carmelo, María Luisa traza estas cortas líneas: «Me pregunta usted, Reverenda Madre, por las razones que me hacen desear el Carmelo. A decir verdad, solamente sé una cosa: Dios me llama y yo acudo. Él ha sufrido hasta la muerte por amor a mí; también yo quiero sufrir por amor a Él». La priora le responde: «El inicio de su carta me ha confirmado su vocación». Unos meses más tarde, el 30 de abril de 1891, la joven ingresa en el Carmelo y recibe el nombre de sor Inés de Jesús. Por desgracia, su salud se resiente y, el 8 de julio de 1893, debe regresar «al mundo».
El 22 de julio siguiente, María Luisa acude en busca de consuelo al Carmelo de Lisieux. Allí es recibida en el locutorio por la nueva priora, la madre Inés de Jesús, hermana de santa Teresa del Niño Jesús. De regreso a París, María Luisa se entera de que no puede volver al Carmelo de la avenida de Messine antes de cumplir 21 años. Al ver lo apenada que está, la priora le aconseja que pida su admisión en el Carmelo de Lisieux: «El aire natal le será más favorable que el de París». Así pues, María Luisa entra en el Carmelo de Lisieux el 16 de junio de 1894, no sin antes haberse montado por última vez en el tiovivo de la feria. Durante toda su vida, conservará la marca de su juventud parisina, algo «golfilla». Su cara redondita sigue siendo tan infantil que sor Teresa la llamará «su muñequita», un apodo que expresa con claridad el afecto que Teresa le profesa; esta última, entonces joven profesa de 20 años, es la encargada de iniciarla en la vida del Carmelo. María Luisa recibe el nombre de sor María Inés de la Santa Faz. Al ser la novicia más joven de Teresa, se beneficia de sus numerosos consejos y se convierte enseguida en su ferviente discípula. Sin embargo, le da mucho trabajo a Teresa, que la trata sin miramientos y que no le permite ningún capricho. El fracaso de la joven hermana en otro Carmelo y sus modales de pequeña parisina no le atraen los favores de las hermanas mayores. Lejos de llevar la mirada baja, como lo exige el reglamento del Carmelo, a ella le gusta husmear un poco por todas partes. Teresa le advierte que su mirada se parece demasiado a la de un «conejo silvestre». No obstante, la presencia en el noviciado de esa «golfilla parisina» rejuvenece su ambiente.
Gracias a sus progresos, que son considerados suficientes, la postulanta puede tomar de nuevo el hábito del Carmelo el 18 de diciembre de 1894. Sor María Inés se halla aún lejos de la perfección, y las advertencias no le faltan. Un día, desanimada, se confía a Teresa: «¡No tengo vocación!». Teresa se contenta con reír, y sor María Inés ríe también de buen grado. Con el fin de ayudarla a corregir su costumbre de llorar por nimiedades, sor Teresa emplea un método original, según contará más tarde la joven: «Tomó de la mesa una valva de mejillón y me sujetó las manos para impedir que me secara los ojos. Luego, se puso a recoger mis lágrimas en esa valva; entonces, mis lloros se tornaron enseguida en una alegre risa». Y en eso, Teresa añadió: «En adelante, le permito que llore cuanto quiera, siempre que sea dentro de la valva». Teresa le enseña de ese modo el arte de ser feliz y de sonreír en toda circunstancia: «El rostro es el espejo del alma –dice; siempre debe estar tranquilo, como el de un niño alegre, incluso cuando se encuentre sola, porque Dios y los ángeles la observan constantemente« A Jesús le gustan los corazones alegres, y le gusta que el alma sonría siempre».
El único objetivo es agradarle
La profesión de votos de sor María Inés debería tener lugar hacia finales del año 1895. Sin embargo, la madre María de Gonzaga, superiora del noviciado, considera que no se encuentra suficientemente preparada, y la ceremonia se pospone al 30 de abril de 1896. Teresa propone entonces a la novicia que pronuncie sin demora el «Acto de Ofrenda al Amor Misericordioso», lo que realiza con fervor el 1 de diciembre de 1895: «Me hallé tan colmada de gracias –contará– que, durante toda la jornada, sentí de manera sensible la presencia de Jesús como víctima propiciatoria en mi corazón». Ese «Acto de Ofrenda», compuesto por Teresa, pretendía compensar a Dios del rechazo que expresan las criaturas hacia su Amor e incitar a trabajar con el único objetivo de agradarle. He aquí el pasaje más importante: «Para vivir en un acto de perfecto amor, me ofrezco como víctima de holocausto a Vuestro Amor Misericordioso, suplicándoos que me consumáis sin cesar, dejando desbordar, en mi alma, las olas de ternura infinita que tenéis encerradas en vos y que, de ese modo, me convierta en mártir de vuestro amor, ¡oh, Dios mío! Que este martirio, después de prepararme para presentarme ante vos, me haga finalmente morir y que mi alma se lance sin tardanza en el abrazo eterno de vuestro amor misericordioso« Quiero, ¡oh, Amado mío!, a cada latido de mi corazón, renovar esta ofrenda un número infinito de veces, hasta que las sombras se hayan desvanecido y pueda repetiros mi amor en un cara a cara eterno». Consolar a Jesús y salvar al mismo tiempo a las almas, esa es la principal motivación que inflama el corazón de Teresa y que enseña a sus discípulas. El día de su propia profesión de los votos religiosos, el 8 de septiembre de 1890, había escrito una plegaria muy íntima en la que expresaba su más hondo pensamiento: «Jesús, haz que salve a muchas almas, que hoy no haya ninguna condenada y que todas las almas del purgatorio sean salvas«». El 14 de julio de 1889, escribía ya a su hermana Celina, todavía en el mundo: «Celina, durante los pocos momentos que nos quedan, no perdamos el tiempo« salvemos almas« las almas se pierden como copos de nieve y Jesús llora«».
«Dios la ama»
Dos meses antes de la profesión de votos de sor María Inés, sus superioras deciden que, en adelante, se llamará sor María de la Trinidad y de la Santa Faz, para evitar cualquier confusión entre su nombre y el de la madre Inés, entonces priora. El 30 de abril de 1896, profesa finalmente sus votos. «Aquella jornada –escribe– fue más del Cielo que de la tierra« Sor Teresa del Niño Jesús parecía tan feliz como yo». Sor Teresa le dirá: «Puede estar agradecida de por vida, pues Dios la ama de manera especial».
En el transcurso del año 1897, el estado de sor Teresa, afectada de tuberculosis, se degrada; se teme por el contagio, y la priora decide que sor María de la Trinidad deje de acercarse a la enferma. Teresa escribe algunos mensajes cortos a su novicia para ayudarle a aceptar esa decisión: «Comprendo perfectamente la pena que siente de no poder hablar conmigo, pero tenga por seguro que también yo sufro por esa impotencia y que nunca hasta ahora me había percatado de que ocupaba un lugar tan inmenso en mi corazón». El 30 de septiembre, sor María de la Trinidad será testigo, al igual que la comunidad, de los últimos momentos de santa Teresita, así como de su hermosa y larga mirada de éxtasis en el instante en que «entra en la Vida». Después de la canonización de sor Teresa en 1925, sor María de la Trinidad escribirá: «Creo que es la primera vez que se canoniza a una santa que no ha hecho nada extraordinario: ni éxtasis, ni revelaciones, ni mortificaciones que aterran a almas sencillas como las nuestras. Toda su vida queda resumida en esta única frase: amó a Dios en todos los pequeños actos ordinarios de la vida en común, cumpliéndolos con gran fidelidad. Poseía siempre una gran serenidad de espíritu, tanto en el sufrimiento como en el gozo, porque consideraba que todas las cosas venían de parte de Dios».
La vida del monasterio continúa, con los oficios en el coro, las dos horas diarias de oración y las tareas domésticas. Teresa ha dejado sin embargo una profunda huella en la pequeña comunidad, y en especial en sor María de la Trinidad, que halla en el recuerdo de la santa un estímulo para su vida espiritual. Además, siempre tendrá la impresión de que sor Teresa del Niño Jesús la acompaña a lo largo de su peregrinación en la tierra. Esa presencia la anima en relación con el abundante correo que afluye al Carmelo a partir de la publicación de la Historia de un alma, la autobiografía de Teresa. Sor María de la Trinidad se halla, en efecto, muy ocupada a causa de ese correo, que, de veinticinco cartas al día en 1909, alcanzará el millar en el momento de la canonización en 1925.
El 10 de marzo de 1926, escribe lo siguiente a la madre Inés: «Deseo amar a Dios como nuestra pequeña Teresa lo amó; deseo ser, como ella, la alegría de su Corazón». Por sus cualidades, María de la Trinidad trabaja en el taller de encuadernación y en la cocción de las hostias. Cambiar de actividad supone una relajación para ella. Además, escribe mucho: una concordancia de los cuatro Evangelios, extractos sobre el Antiguo Testamento y diversos episodios sobre vidas de santos. Su alegría comunicativa no se ve alterada, y le gusta subrayar la indulgencia y la bondad de la madre Inés, su priora: «La encuentro tan misericordiosa –le escribe– que me parece que Dios no pueda serlo tanto». Para rezar, le basta normalmente recordar las frases y los ejemplos de aquella que había tenido la gracia de conocer: «Mis recuerdos de Teresa –escribe– me bastan para mis oraciones, y sé que Dios no me exige otra cosa sino que camine por la «Pequeña Vía» donde guió mis primeros pasos. Mi único trabajo consiste en no separarme de ella, pues« es necesario mantener la atención para permanecer en ella. Pero, cuando se camina por ella, ¡qué paz!».
«En cuanto los reconocemos»
En su «Pequeña Vía», destinada a las almas que sienten deseos de servir al Señor y de cumplir la voluntad divina, Teresita propone esta enseñanza esencial: no lamentarse de las propias debilidades, sino precipitarse más bien en brazos de Jesús para dejarse purificar por su infinita misericordia. Sor María de la Trinidad ha aprendido esa lección, y así lo explica el 2 de noviembre de 1914 a la madre Inés: «No siento más que mi miseria y mi impotencia, no veo más que tinieblas, y, a pesar de todo, permanezco en una paz indescriptible. Jesús duerme y María también, pero no intento despertarlos y, como Teresa, espero en paz la ribera de los cielos». Y también escribe a otra hermana: «¡Ah! Si viviera conmigo, cuánto la animaría constatar que somos absolutamente iguales, con nuestros pequeños defectos. Digo «pequeños» porque, en cuanto los reconocemos y deseamos corregirlos, no resultan profundos y no molestan a Jesús, pues nos sirven más bien como peldaño para llegar hasta Él mediante el sufrimiento y la humillación. Un santo es alguien que siempre se vuelve a levantar. No sé quién ha dicho esta frase, pero volverse a levantar supone que siempre estamos cayendo».
En febrero de 1923, sor María de la Trinidad contrae una neumonía. Poco después, le sale una mancha en la cabeza: se trata de un doloroso «lupus» que afecta progresivamente a todo el rostro y que le confiere una fisonomía de leprosa. Lejos de entristecerse, ella se siente feliz de reproducir en su rostro la Santa Faz de Jesús en la Pasión, que ha contemplado meditando al profeta Isaías: Así como se asombraron de él muchos –pues tan desfigurado tenia el aspecto que no parecía hombre, ni su apariencia era humana–« No tenía apariencia ni presencia; y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados (Is 52, 14; Is 53,2-5).
«¡Mi cuerpo eres tú!»
Desde muy joven, María de la Trinidad ha adquirido la costumbre de contemplar la Faz desfigurada del Señor. «La imagen santa es la cara de Cristo, pero ¿dónde está su cuerpo?». Y el Señor parece responderle: «¡Mi cuerpo eres tú!». «Sí –escribe el 3 de abril de 1910–, nosotros somos los miembros de esa cabeza adorable, y ¿cómo sorprendernos entonces de padecer sufrimiento, desprecio y humillación?». Por eso está dispuesta a llevar esa cruz con amor por Aquél al que ama por encima de todo. Comprende cada vez más que sus heridas, unidas a las del Salvador, son fuente de gracias para las almas. Al respecto, le dice a la madre Inés el 24 de abril de 1934: «Esa frase del profeta «El Señor sólo hiere para curar» me reconforta mucho cuando pienso en mi lupus; sí, todas nuestras heridas físicas o morales, unidas a las de Jesús, sirven para curar a las almas, y ¡qué gran favor poder estar asociado de ese modo a la Redención!». Sin embargo, las curas resultan largas y penosas, ya que hacen falta dos horas cada mañana para realizarlas. Ella nos dice: «Mi «lobo» me devora la cabeza día y noche. ¡Cuántos actos de abandono y de amor continuos me obliga a hacer!». Un día, en que se reprocha por no parecerse lo suficiente a Teresa en su amor por el sufrimiento, le pide que le conceda ese amor. Al día siguiente, 6 de agosto de 1940, durante la Misa de Transfiguración, día en que se acostumbraba en el Carmelo a festejar la Santa Faz, comprende que ese deseo la hace salir de la «Pequeña Vía» y que es preferible aceptar seguir siendo «pobre y sin fuerza»: «¿Acaso se le puede pedir a un niño pequeño que ame el sufrimiento? Cuando sufre, llora y es desdichado« Dios se complace en oírnos decir con Jesús: «Padre, aleja de mí este cáliz», pues sabe que, a pesar de todo, nos abandonamos a su voluntad». Para sufrir «como se debe» basta con sufrir «poco a poco», como Jesús en Getsemaní. Y es eso lo que da paz al alma. Esa paz encuentra su manantial en la certeza de que el Señor nos da su fuerza día tras día. La enferma pudo comprobarlo en sus carnes en una ocasión: «El sábado, después de la sesión con el médico, Dios me ha hecho sentir de verdad que es Él quien me sostenía, mientras me cauterizaban. Pensaba con docilidad que era su mano divina la que conducía la del médico, y que Él medía la intensidad del dolor con la fuerza que me daba para soportarlo«».
Sor María de la Trinidad se muestra cada vez más encorvada y, muy pronto, no puede ya prescindir de su bastón. A pesar de esos prematuros síntomas de vejez, sus comentarios siguen manteniendo un tono jovial, incluso cuando son muy profundos, como en esta misiva del 6 de junio de 1939: «Dios mío, si tuviera que resultaros un poquito menos agradable sin este lupus, prefiero con mucho conservarlo para resultaros del todo agradable». El 21 de julio de 1941, escribe lo siguiente al padre María Bernardo de la Gran Trapa: «Dios me concede la gracia de percibir el futuro, y por eso me abandono a Él como una criatura al mejor de los padres que todo lo hace para bien. Mi gran consuelo consiste en mirar la Faz dolorosa de Jesús y en constatar algunos rasgos semejantes a la suya. Sor Teresa del Niño Jesús gustaba a menudo de recordarme esta frase de Isaías: No tenía apariencia ni presencia; y no tenía aspecto que pudiésemos estimar, etc. Entonces me extrañaba su insistencia en retomar siempre el mismo tema. Ahora, creo de verdad que Dios la inspiraba para que me dijera ciertas cosas que tanto bien habrían de hacerme más tarde». Un religioso carmelita, que la había conocido en 1940, traza de ella este pintoresco retrato: «Tenía entonces más de 65 años, pero los sobrellevaba valientemente, a pesar del lupus que padecía en la mitad del rostro. Me transmitió una sensación de santidad y de sencillez que no he podido olvidar. Me habló de santa Teresita con tan afectuosa y respetuosa veneración que todavía hoy me emocionan».
Mal que bien, la enferma participa en las actividades de la comunidad, manteniendo su turno de lectura en el refectorio y acudiendo al oficio del coro apoyándose en su inseparable bastón. Si alguna vez no puede seguir el oficio de vigilias, lo recupera al día siguiente acudiendo la primera a la oración. Pero llega un momento en que su salud se deteriora inexorablemente, recibiendo los últimos sacramentos el 15 de enero de 1944, y diciendo: «Dulce y humilde Jesús». Durante la noche del 15 al 16 de enero, se escuchan sus últimas palabras: «En el Cielo, seguiré por doquier a la pequeña Teresa». Tras una corta agonía, expira el 16 de enero, festividad de Nuestra Señora de las Victorias, a las once de la mañana.
Colaboradores privilegiados
Sor María de la Trinidad es para todos una guía en el camino del noviciado espiritual, pues nos ayuda a comprender el valor de los sufrimientos uniéndolos humildemente a los del Salvador, según la enseñanza que nos transmitió el Papa Juan Pablo II unas semanas antes de su muerte, cuando él mismo soportaba el peso del sufrimiento y de la edad: «Queridos amigos enfermos, si unís vuestras penas a la de Cristo muriendo en la cruz para salvarnos, seréis los colaboradores privilegiados de la salvación de las almas. En esto consiste vuestra misión en la Iglesia, siempre consciente del valor de la enfermedad cuando es iluminada por la fe. Porque vuestros sufrimientos nunca resultan inútiles, antes al contrario, ya que son preciosos como participación misteriosa, pero real, en la misión salvífica del Hijo de Dios« Por eso el Papa cuenta con el poder de vuestras oraciones y con el valor de vuestros sufrimientos. Ofrecedlos por la Iglesia y por el mundo» (Mensaje a los enfermos, 11 de febrero de 2005). Dos días más tarde, Juan Pablo II añadía: «No se entra en la vida eterna sin llevar la propia cruz, en unión con Cristo. No se alcanza la felicidad ni la paz sin afrontar con valentía un combate interior. Es un combate que se gana con las armas de la penitencia, de la oración, del ayuno y de las obras de misericordia«».
Pidamos a sor María de la Trinidad que nos conceda su docilidad para con la voluntad de Dios en las pequeñas cosas de cada día, a fin de consolar al Corazón de Jesús y de conseguirle numerosas almas.
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