28 de Enero de 2014
Padre Desgenettes
Muy estimados Amigos:
1836 El padre Desgenettes, párroco de Notre-Dame-des-Victoires, en París, está desalentado. Hace ya cuatro años que su dedicación no puede acabar con la indiferencia de una burguesía atascada en los intereses materiales, y considera seriamente dimitir. Esa tentación le persigue hasta el sábado 3 de diciembre, en que, al celebrar la Misa en el altar de la Virgen, se apodera de él en varias ocasiones una voz interior: «Consagra tu parroquia al Santísimo e Inmaculado Corazón de María». El padre entrega su parroquia en manos de la Virgen María y, entonces, todo se transforma: su iglesia se convierte en una especie de “Refugio de pecadores”, hasta el punto de ver cómo su fama se extiende hasta el confín del mundo. ¿Quién es ese sacerdote cuyo ministerio conoció tanta proyección?
El 10 de agosto de 1778, en Alençon (Normandia, Francia), el magistrado Charles-Guillaume Dufriche-Desgenettes, su esposa y sus dos hijos se regocijan con el nacimiento de Charles-Éléonore. La señora Desgenettes se esfuerza desde muy pronto en transmitir la fe y la devoción a su hijo. Dotado de una despierta inteligencia y de una memoria destacable, el pequeño Carlos debe corregir su naturaleza ardiente, incluso pendenciera; construye pequeños oratorios en honor a la Virgen, donde acude regularmente para implorar perdón por haberse portado mal con su madre. Además de sensible, generoso y sincero, posee un temperamento decidido que a veces le lleva a la obstinación. Para poder dominar ese ardiente carácter, se aplaza su primera Comunión seis semanas, aunque sea el primero en catecismo. Es una lección que no olvidará. A los doce años, ya piensa en el sacerdocio. La familia se ha instalado sucesivamente en Sées y después en Dreux. Asiste al colegio en Chartres, donde destaca por sus convicciones católicas; rehúsa confesarse con un sacerdote juramentado, es decir, un sacerdote que ha prestado el juramento cismático exigido por el gobierno revolucionario. La ejecución de Luis XVI, el 2 de enero de 1793, conlleva que el señor Desgenettes cese en sus funciones. Tras ser detenido, es encarcelado y despojado de todos sus bienes, por lo que la familia cae en la indigencia. Para buscar remedio, Carlos recorre el campo, donde los granjeros rivalizan en generosidad ofreciéndole víveres. Contacta con sacerdotes fieles a Roma, obligados a esconderse para evitar la cárcel, o incluso el cadalso. La señora Desgenettes se agota en gestiones inútiles ante las autoridades para conseguir la liberación de su marido. El 4 de agosto de 1794, Carlos no lo soporta más: se dirige al club revolucionario de Dreux y consigue que le dejen tomar la palabra. El alegato de aquel adolescente de dieciséis años logra no solamente la liberación de su padre, sino también la de un centenar de detenidos.
La prueba ha hecho madurar al joven y le ha fortalecido en su vocación sacerdotal; sin embargo, su familia, horrorizada por los sufrimientos que soportan los sacerdotes, se opone al proyecto. Entonces Carlos es atacado por la fiebre tifoidea. Al verse en peligro de muerte, promete consagrarse a Dios en el estado eclesiástico si se cura; se sume luego en un sueño reparador y, al día siguiente por la mañana, se halla en perfecta salud. Convertido en apóstol audaz, cubre las necesidades de sacerdotes escondidos y, con uno de ellos, comienza a estudiar teología. En 1803, favorecido por el reciente concordato, puede finalmente ingresar en el seminario mayor de Sées. No obstante, le asalta una preocupación: la salvación de su padre, que ha abandonado toda práctica religiosa. Invita a su madre y a su hermana a redoblar las plegarias durante un mes para conseguir su conversión. Poco después, sienten la alegría de ser complacidos.
El 9 de junio de 1805, en la festividad de la Santísima Trinidad, Carlos es ordenado sacerdote, y luego nombrado vicario de la parroquia Saint-Germain de Argentan, puesto delicado con motivo de la oposición entre partidarios del antiguo obispo constitucional (que había colocado el gobierno revolucionario) y los católicos que habían permanecido fieles a Roma. El joven vicario, encargado del catecismo de los niños, catequiza en a la iglesia para aumentar la solemnidad de la enseñanza y atraer así a todos los parroquianos. Muy pronto consigue restablecer la unidad de los fieles.
En 1815, Carlos acaricia la posibilidad de ingresar en la Compañía de Jesús, que el Papa Pío VII acaba de restablecer. Se sincera entonces con el padre de Clorivière, que trabaja en la restauración de los jesuitas en Francia. Ambos sacerdotes acuerdan celebrar, tanto uno como otro, la Misa del 8 de septiembre para alcanzar mediante la intercesión de María la inspiración del Espíritu Santo. Después de su acción de gracias, se reúnen. El veredicto del jesuita es inapelable: «Debe renunciar usted para siempre a su proyecto; Dios quiere que sea párroco, pues así podrá hacer mucho más el bien. – ¿Yo, párroco? ¡Jamás! He renunciado ya dos veces a ese cargo –replica el sacerdote, que se imagina para siempre como predicador, confesor y educador, pero nunca como párroco. – No pasará este año sin que reciba su nombramiento –responde el jesuita. Le enviarán a una parroquia donde tendrá que sufrir mucho, pero donde hará mucho bien. Después de algunos años, le enviarán a otra ciudad».
Una caridad perseverante
En 1816, en efecto, el padre Desgenettes es nombrado párroco de la parroquia Saint-Pierre-de-Montsort de Alençon. El arrabal de Montsort es tristemente célebre por el espíritu revolucionario y la inmoralidad de sus habitantes. En cuatro años consigue transformar la parroquia, gracias a su caridad perseverante que supera numerosos obstáculos. Sin embargo, algunos feligreses irreductibles consiguen que el ministro de cultos lo revoque. Se plantea entonces su vocación pastoral, considerando la posibilidad de dedicarse a otras obras. Pero sus virtudes como pastor son alabadas ante el Doctor Récamier, de París, que se lo comenta al padre Desjardin, párroco de la parroquia de las Misiones Extranjeras. Éste se entusiasma, hasta el punto de querer a Desgenettes como vicario. Pronto, el obispo de Sées acepta prestárselo al clero parisino, con la esperanza de recuperarlo algún día.
Carlos Desgenettes llega a París en marzo de 1819. A partir del mes de octubre sucede al padre Desjardin, y se ve, muy a su pesar, como párroco de una parroquia de París que cuenta con centenares de pobres. Se les reserva la catequesis del domingo por la tarde; quienes asisten tienen la seguridad de marcharse con vales de pan y leña. Pero el padre no se contenta con reclamar ayuda de los ricos, sino que llega a romper su propia hucha para fundar una nueva obra educativa: la Providencia San Carlos, que el rey Carlos X subvenciona generosamente. En 1829, el párroco acoge a un nuevo vicario, el futuro padre Guéranger, a quien ayudará en su proyecto de restauración de la abadía de Solesmes y de la orden benedictina en Francia. En julio de 1830, estalla la revolución. El padre Desgenettes, cuyas obras están vinculadas a las del rey proscrito, se convierte en punto de mira de los revolucionarios; como consecuencia de ello, presenta su dimisión y se dirige a Friburgo, en Suiza. Pero en la primavera de 1832, al enterarse de que el cólera sacude París, decide regresar. El arzobispo, Monseñor de Quélen, lo nombra entonces párroco de Notre-Dame-des-Victoires. Esta iglesia, fundada el 8 de diciembre de 1629 en memoria de las victorias de Luis XIII, en particular contra el partido protestante de La Rochelle, se había confiado a los Agustinos descalzos. Un humilde religioso muy popular, el hermano Fiacre, está en el origen del culto a María en ese santuario; había recibido de Dios, en noviembre de 1637, la misión de anunciar el próximo nacimiento del delfín, el futuro rey Luis XIV, y de adelantar la consagración oficial de Francia a la Virgen. Había conseguido que María fuera invocada en dicho lugar con los hermosos títulos de “Madre de Misericordia” y de “Refugio de los pecadores”.
La gran sorpresa del párroco
Pero, desde entonces, la revolución se ha abierto camino y el padre Desgenettes sólo cuenta con cuarenta personas en la Misa mayor dominical, ¡para una parroquia de cuarenta mil almas! Durante cuatro años, atraviesa un “desierto”. «Resulta en vano –dice– que el sacerdote suba al púlpito para romper el pan de la Palabra, pues no hay nadie que le escuche. Un puñado de cristianos, y que temen parecerlo, ése es todo el rebaño. Los demás, abstraídos por los cálculos del interés y de la ganancia, o ahogados en los excesos de las voluptuosidades y de las pasiones, no conocen ni la iglesia ni al pastor». Después de la locución interior recibida con motivo de la Misa del sábado 3 de diciembre de 1836, redacta los estatutos de una asociación de plegarias por la conversión de los pecadores, e invita a los fieles a acudir el domingo 11 de diciembre al oficio de las Vísperas, para implorar, mediante la intercesión del Corazón de María, la conversión de los pecadores. Toda la jornada del domingo, el pobre párroco es invadido por la preocupación, esperando que al menos acudan algunos parroquianos. Por la tarde, con gran sorpresa suya, se presentan quinientas personas, ¡muchas de ellas hombres! ¿Quién os ha traído? Muchos confesarán: «No sabíamos por qué estábamos allí». La asamblea, pasiva durante las Vísperas, participa con fervor en la Bendición del Santísimo. Se canta espontáneamente tres veces la invocación procedente de las letanías de la Virgen: “Refugio de los pecadores, ruega por nosotros”. Emocionado y llorando de alegría, el párroco pide enseguida a la Virgen María una señal de aprobación para la asociación, una conversión notoria en la parroquia, la del señor Étienne-Louis-Hector de Joly, de ideología volteriana, que fue el último ministro de justicia de Luis XVI. El padre ya había intentado en vano acercarse a ese anciano ciego y enfermo, pero el lunes día 12, por fin le recibe. Tras unos minutos de conversación, su alma se abre a la gracia y la conversión es instantánea.
El 16 de diciembre, la asociación es erigida canónicamente y, el 12 de enero, queda registrada. Antes de final de año, cuenta ya con 214 asociados. En adelante, el padre Desgenettes comprende cuál es su misión: arrastrar a los pobres pecadores a los pies de María y combatir de ese modo la obra de Satanás en las almas y en la sociedad. En cuanto a los asociados, deben participar en la Misa el primer sábado de mes y reunirse el domingo por la tarde para cumplir los ejercicios propios de la asociación. «Recordarán –dicen los estatutos– que será sobre todo por la pureza de su corazón como alcanzarán la protección del Santísimo e Inmaculado Corazón de María. Se esforzarán en merecerla mediante buenas confesiones y frecuentes comuniones». Porque –según precisa el padre Desgenettes–, «es con Jesucristo, es por Jesucristo, empleando a su lado el poder de la mediación del Santísimo Corazón de su augusta Madre, como pedimos la conversión de los pecadores».
«Confiar el mundo al Corazón Inmaculado de María –decía el beato Juan Pablo II– significa regresar al pie de la Cruz del Hijo. Más aún, ello significa confiar este mundo al Corazón atravesado del Salvador y hacerlo remontar al manantial mismo de la Redención. La Redención sobrepasa siempre el pecado del hombre y el pecado del mundo. El poder de la Redención es infinitamente superior a todas las posibilidades de mal que se hallan en el hombre y en el mundo. El Corazón de María, más que cualquier otro en todo el universo, es muy consciente de ello. Precisamente por eso llama. Y no solamente llama a la conversión, sino que también nos llama a que nos dejemos ayudar por ella, la Madre, para volver hacia el manantial de la Redención» (Fátima, 13 de mayo de 1982).
Innumerables conversiones
En un principio, las gracias más visibles concurren a recompensar el fervor de los asociados. La obra está todavía al abrigo de las calumnias y de las burlas que se abatirán sobre ella posteriormente. En una carta fechada en junio de 1837, el padre Desgenettes escribe: «Han tenido lugar conversiones innumerables y esplendorosas, y la mayor parte de ellas son de hombres de veinte a treinta años. Mi parroquia era el centro de la indiferencia y de la impiedad. Pues bien, me ha aportado consuelos sorprendentes. Nunca en mi vida he confesado tanto como después del último diciembre. Entre los neófitos, cuento con varios ateos sistemáticos, antiguos carbonarios, sansimonianos (sectas revolucionarias)… Todos viven en la actualidad cristianamente, y varios llevan una vida angélica». El 24 de abril de 1838, el Papa Gregorio XVI erige la asociación en Archicofradía; en adelante, puede sumar fieles y comunidades católicas en el mundo entero. A la muerte del padre Desgenettes, en 1860, más de 800.000 personas estaban inscritas individualmente en la Archicofradía, y se habían afiliado aproximadamente 14.000 comunidades cristianas (parroquias, congregaciones, escuelas…). En 1845, el cura de Ars solicita la inscripción de su parroquia. A decir verdad, el padre Vianney había precedido a su cofrade, al consagrar su parroquia al Corazón Inmaculado de María desde el 1 de mayo de 1836, siete meses antes que el padre Desgenettes. No por ello deja de pedir humildemente que la parroquia de Ars se sume a la Archicofradía.
El párroco de Notre-Dame-des-Victoires es consciente de que existe una relación entre su iglesia y la capilla de la rue du Bac, donde la Virgen se había aparecido, en 1830, a Catalina Labouré, religiosa de la Caridad. María le había pedido que acuñara la medalla que se conocería como la “milagrosa”. El padre Desgenettes descubre en ello el manantial de donde proceden las gracias que se extienden sobre la parroquia. Precisamente por ello, bajo su impulso, la Archicofradía se convierte en uno de los primeros hogares de difusión de la Medalla milagrosa. El padre ve también en el recurso al Corazón Inmaculado de María la sucesión de revelaciones de Paray-le-Monial: «Todas mis gracias –según pone en boca de Nuestro Señor– las habéis convertido en inútiles. Pues bien, os concedo una nueva prenda de mi amor y mansedumbre. Dirigíos a mi Madre, confiad a su Corazón tan compasivo hacia todos vuestros males, el sentimiento de vuestros pecados y remordimientos. Conjuradla, mediante la ternura, mediante los méritos y el poder de su Corazón, y ella intercederá por vosotros». El 1 de enero de 1839 aparece la primera edición del Manual de la Archicofradía, en el cual el fundador relata las gracias más notorias. Le seguirán los Anales, que serán difundidos por numerosos misioneros en los cinco continentes. La elocuencia de esos escritos rivalizará con la de los padres Lacordaire, Guéranger, d’Alzon, Libermann y Ratisbonne, que acudirán a predicar a Notre-Dame-des-Victoires. Entre las gracias obtenidas, la conversión en Roma, en 1842, de Alphonse Ratisbonne, de origen judío, tendrá una gran repercusión; su hermano mayor, Théodore, convertido en sacerdote en 1830 y miembro de la Archicofradía en 1839, ayuda al padre Desgenettes en su ministerio. Este último insiste en tener el relato detallado de la conversión de Alphonse, y lo publica en los Anales en abril de 1842. A partir de entonces, las multitudes se dirigen hacia Notre-Dame-des-Victoires.
“Señor Durodeabordar”
Todas las mañanas, después de un tiempo de oración, el padre va a la iglesia entre las 6 y las 9 para confesar, celebrando a continuación la Misa, seguida de una larga acción de gracias. Durante el día, recibe bondadosamente a toda suerte de personas, a las que encamina con frecuencia hacia el confesionario. Sin embargo, el “señor Durodeabordar”, como le habían apodado en Alençon, se impacienta cuando le molestan, incluso con santa curiosidad: «Mi tiempo pertenece a los pecadores, y son numerosos» –afirma. Un día, la madre Barat (santa Sofía Barat, fundadora de las Damas del Sagrado Corazón) recibe una fuerte réplica cuando, acompañada de sus novicias, ella le declara: «Estamos muy contentas de que haga rezar por la conversión de los pobres pecadores, ¡pues todas nosotras somos pecadoras! – Madre –responde–, ¡tengo otras cosas que hacer que ocuparme de pecadoras de esa especie!». Pero él es muy consciente de sus faltas. Dos veces al año, con motivo de su onomástica y de su aniversario de ordenación, pide públicamente perdón a los fieles por sus incumplimientos con ellos: «No conseguí mudar mi carácter cuando era más joven y ahora estoy a merced de mis impaciencias; todos esos defectos de los que me quejo ante Dios y ante vosotros me retendrán durante largos años en las llamas del Purgatorio, a no ser que Dios se apiade de mi pobre alma y María, mi buena Madre, interceda por mí».
No obstante, las calumnias de las que es objeto le ofrecen la ocasión de pasar el Purgatorio aquí en la tierra; en efecto, pues la Archicofradía no solamente le suministra amigos, como lo atestigua el padre Liber–mann: «Es un santo y un hombre de gran sabiduría. La plantilla al completo de malos sacerdotes de París la emprende contra él; pero él les deja que hablen sin hacer el mínimo gesto para justificarse… En cuanto a la Archicofradía, la envidia difunde que ese hombre santo ha instituido esa obra para amasar dinero. Si todos los eclesiásticos amasaran dinero como él, supondría una gran felicidad para los pobres… Me ha enseñado cartas que procedían de todas partes, y que anunciaban milagros realizados por las plegarias de la Archicofradía… Varios de esos milagros son de primer orden: enfermedades sin esperanza súbitamente curadas, conversiones inesperadas…». Todavía en la actualidad, los 37.000 exvotos del santuario dan testimonio de diversas gracias que conmocionaron a innumerables corazones.
El día de su santo, el 4 de noviembre de 1858, celebra por última vez la Misa en la iglesia de Notre-Dame-des-Victoires. Tiene 80 años y da muestras de grandes dificultades para desplazarse, por lo que celebra la Misa en un oratorio contiguo a su habitación. Durante otros dieciocho meses, experimentará la degradación de la vejez. En sus últimos días, tiene muchas dificultades para expresarse, pero alcanza a bendecir a los fieles el domingo del Buen Pastor, el 22 de abril de 1860. Sus últimas palabras de predicador se caracterizan por la sencillez y la audacia que mostró durante toda su vida: «Rezad, perseverad y triunfaréis. La devoción al Sagrado e Inmaculado Corazón de María es el principio y el centro de toda devoción». Entrega su alma a Dios el 25 de abril. Una inmensa multitud acude a rendirle homenaje antes de que sea inhumado en su iglesia, a los pies de la que tan a menudo le había complacido. Ante el anuncio de la muerte del santo sacerdote, el dolor se apodera del Papa Pío IX, quien había declarado en otro tiempo: «La Archicofradía del Sagrado Corazón de María es la obra de Dios, y es un pensamiento del Cielo el que la ha hecho nacer en la Tierra; será el recurso de la Iglesia».
Menos de sesenta años después, la Virgen se aparecerá a tres niños de Fátima (Portugal) para recomendar la devoción a su propio Corazón Inmaculado, para exhortar a la conversión y al arrepentimiento de los pecados, para dejar de afligir a Nuestro Señor, tan ofendido ya, y para rezar el santo Rosario: «A la luz del amor materno, comprendemos todo el mensaje de la Señora de Fátima –afirmaba el beato Juan Pablo II. Lo que más directamente se opone a que el hombre camine hacia Dios es el pecado, la obstinación en el pecado y, finalmente, la negación de Dios… La salvación eterna del hombre solamente se halla en Dios. Si el rechazo de Dios por parte del hombre se convierte en definitivo, conduce lógicamente al rechazo del hombre por parte de Dios, a la condenación. Por el contrario, la Madre, con todo el poder del amor que se nutre del Espíritu Santo y que le hace desear la salvación de todos los hombres, ¿puede acaso guardar silencio sobre lo que amenaza las propias bases de esa salvación? ¡No, no puede hacerlo!» (Fátima, 13 de mayo de 1982).
Intenta consolarme
El 13 de junio de 1917, la Virgen declaró a Lucía, la mayor de los niños que la vieron en Fátima: «Jesús quiere extender en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado. Prometo la salvación a quienes abracen esa devoción. Sus almas serán amadas por Dios con amor predilecto, como flores depositadas por mí ante su trono». Y el 10 de diciembre de 1925, precisa: «Mira, hija mía, mi Corazón rodeado de espinas que los hombres ingratos me clavan a cada momento, por sus blasfemias e ingratitudes. Tú, al menos, intenta consolarme, y anuncia de mi parte que prometo asistir en el momento de la muerte con las gracias necesarias para la salvación a todos lo que, el primer sábado de cinco meses consecutivos, se confiesen, reciban la sagrada comunión, recen el Rosario y me hagan compañía durante un cuarto de hora meditando los misterios del Rosario, con la intención de hacerme reparación».
Pidamos a la Virgen que acreciente en nuestros corazones esa virtud teologal, a fin de que todos nuestros actos se guíen por su luz.
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