25 de Julio de 2007
Milagro de Calanda- Miguel Juan Pellicer
Muy estimados Amigos:
«Por su revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigo, movido por su gran amor y mora con ellos para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía –enseña el Catecismo de la iglesia Católica. La respuesta adecuada a esta invitación es la fe. Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios« El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos. Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación (CEC 142-143, 156).
En primer lugar, se trata de acreditar al que habla en nombre de Dios. El día de Pentecostés, san Pedro declara: Israelitas, escuchad estas palabras: A Jesús Nazareno, hombre a quien Dios acreditó entre vosotros con milagros, prodigios y señales« vosotros le matasteis clavándole en la cruz« a éste, pues, Dios le resucitó (Hch 2, 22-24). «En este testimonio –explica el Papa Juan Pablo II– se contiene una síntesis de toda la actividad mesiánica de Jesús de Nazaret« Los prodigios y las señales, al mismo tiempo testificaban que Aquél que los realizaba era verdaderamente el Hijo de Dios» (Audiencia general [AG] del 11 de noviembre de 1987). De la misma manera, san Juan Evangelista afirma: Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Éstas lo han sido para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre (Jn 20, 30-31).
Por añadidura, también los propios fieles efectuarán, a lo largo de los siglos, «milagros-signos» en nombre de Jesús; de hecho, el divino Maestro ya lo había anunciado a sus apóstoles: Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras. Yo os aseguro: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún (Jn 14, 11-12). «El fin esencial de esos signos –precisa Juan Pablo II– es hacer ver el destino y la vocación del hombre al reino de Dios» (AG del 13 de enero de 1988). No obstante, esos «milagros-signos» han chocado en algunos con cierto prejuicio contrario a lo sobrenatural «que pretendería limitar el poder de Dios o restringirlo al orden natural de las cosas, como obligando a Dios a respetar sus leyes» (AG del 9 de diciembre de 1987). En consecuencia, existen en la actualidad muchas personas que niegan la existencia o, incluso, la posibilidad del milagro, siguiendo a autores famosos cuya influencia está lejos de haberse extinguido.
Ninguna pata de palo
En 1874, el escritor francés Émile Zola visita el santuario de Lourdes. Ante los numerosos exvotos de la gruta, declara en tono burlesco: «Veo muchos bastones y muletas, pero no veo ninguna pata de palo». Quería decir con ello que nunca, ni en Lourdes ni en otro lugar, se había visto que un miembro que faltara o que se hubiera amputado recobrara vida y volviera a crecer. De igual modo se expresaba Jean-Marie Charcot, famoso neurólogo de aquella época (1825-1893): «Tras consultar el catálogo de curaciones supuestamente «milagrosas» de Lourdes, nunca se constató que la fe hiciera volver a crecer un miembro amputado». Dichas declaraciones en forma de desafío pretenden desacreditar, en nombre de la razón y del espíritu crítico, la creencia en la existencia del mundo sobrenatural. Ernest Renan declara sin ambages en su Prólogo de la Vida de Jesús: «Lo que refutamos es lo sobrenatural« Hasta ahora, nunca se ha producido un «milagro» que haya podido ser observado por testigos dignos de fe y constatado con certeza».
Efectivamente, el milagro y el mundo sobrenatural van unidos. Al no admitir este último, los racionalistas niegan la posibilidad del primero. Así pues, suelen clasificar como fábulas los relatos evangélicos que, sin embargo, «son dignos de fe de igual modo y con mayor razón que aquellos que contienen otras obras históricas» (Juan Pablo II, AG del 9 de diciembre de 1987). Los milagros evangélicos son hechos que han tenido lugar verdaderamente y que han sido realizados realmente por Cristo, y los que los cuentan han dado testimonio de ello hasta la muerte. Respecto a los Evangelios, poseemos manuscritos mucho más antiguos y más numerosos que escritos profanos de la Antigüedad considerados históricos.
¿Qué es un milagro? Un milagro es un hecho perceptible que se produce al margen o superando la manera de actuar de la naturaleza creada, y por ello mismo es una manifestación de la intervención de un poder superior a la naturaleza. Por lo demás, no han faltado milagros: «La historia de la Iglesia y, en particular, los procesos practicados para las causas de canonización« constituyen una documentación que, sometida al examen, incluso al más severo, de la crítica histórica y de la ciencia médica, confirma la existencia del poder de lo alto (Lc 24, 49) que obra en el orden de la naturaleza y la supera» (Juan Pablo II, AG del 13 de enero de 1988).
Renan desmentido
El milagro que vamos a relatar es muy anterior a Renan. No se trata de un sueño, ni de una fábula, sino de un hecho, atestiguado con todas sus circunstancias mediante pruebas históricas irrefutables. Este hecho desmiente categóricamente la afirmación de Renan« A causa de una curiosa anomalía, ha permanecido casi desconocido fuera de España durante cerca de tres siglos. El beneficiario, Miguel Juan Pellicer, es perfectamente conocido gracias a las numerosas informaciones conservadas por los archivos de la parroquia de Calanda (en la región de Aragón, al norte de España), que una persona valiente consiguió salvar del pillaje y de la destrucción durante la guerra civil de 1936.
Miguel Juan Pellicer recibe el bautismo el 25 de marzo de 1617. Es el segundo de los ocho hijos de unos modestos agricultores que llevan una vida virtuosa. La instrucción del niño se reduce al catecismo, pero esa formación religiosa elemental consigue enraizar en él una fe católica sencilla y sólida, basada en la recepción regular de los Sacramentos y en una ardiente y filial devoción a la Virgen María, venerada en Zaragoza con la apelación de Nuestra Señora del Pilar, patrona de España. A la edad de diecinueve o veinte años, Miguel se instala como obrero agrícola al servicio de un tío materno, en la provincia de Valencia. A finales de julio de 1637, mientras conduce hacia la finca un carro llevado por dos mulos cargado de trigo, cae del tiro y una de las ruedas le aplasta la pierna por debajo de la rodilla, provocándole la fractura de la tibia.
Su tío Jaime traslada sin demora al herido a la pequeña ciudad vecina, y luego a unos 60 kilómetros de allí, a Valencia, donde llega el 3 de agosto. Miguel permanece en el lugar cinco días, mientras se le aplican diversas curas que no surten efecto. Regresa entonces a Zaragoza, donde llega los primeros días de octubre de 1637. Agotado y con fiebre, es admitido en el Real Hospital de Gracia. Allí es examinado por Juan de Estanga, profesor de la universidad de Zaragoza, jefe del servicio de cirugía, y por dos maestros cirujanos, Diego Millaruelo y Miguel Beltrán. Al constatar dichos facultativos una gangrena avanzada en la pierna, concluyen que el único medio de salvar la vida al enfermo es la amputación. En su declaración ante los jueces, esos médicos describirán la pierna como «muy flemonosa y gangrenada», casi «negra». Hacia finales de octubre, Estanga y Millaruelo proceden a operar, cortando la pierna derecha a la altura de «cuatro dedos por debajo de la rodilla». A pesar de encontrarse adormecido por la bebida alcoholizada y narcótica que se usaba en aquella época, el paciente experimenta unos dolores atroces: «En medio de aquel tormento –dirán los médicos– el joven invocaba sin cesar y con gran fervor a la Virgen del Pilar». Un estudiante de cirugía, Juan Lorenzo García, se encarga de recoger la pierna cortada y de enterrarla dignamente en la parte del cementerio del hospital reservada al efecto. En aquel tiempo de fe, el respeto hacia el cuerpo destinado a la resurrección imponía que incluso los restos anatómicos se trataran con piedad. García dará testimonio más tarde de haber enterrado el trozo de pierna, horizontalmente y «en un hoyo de un palmo de profundidad», es decir, de veintiún centímetros, según la medida aragonesa.
El poder de la Virgen
Tras unos meses de estancia en el hospital, antes incluso de que se le cicatrizara del todo la llaga, Miguel acude al santuario del Pilar, a un kilómetro de distancia aproximadamente, para darle gracias a la Virgen «por haberle salvado la vida, a fin de poder seguir sirviéndola y manifestándole su devoción»; después, le pide insistentemente que le conceda «poder vivir de su trabajo». En la primavera de 1638, la administración del hospital le suministra una pata de palo y una muleta. Para sobrevivir, el joven no halla otra solución que convertirse en «pordiosero», es decir, en mendigo autorizado por el capítulo de los canónigos del santuario del Pilar. Zaragoza cuenta entonces con veinticinco mil habitantes, la mayoría de los cuales se acercan cada día a «saludar a la Virgen». Esos innumerables visitantes centran cada día su atención en el rostro sufriente de ese joven lisiado que demanda su caridad. Por su parte, Miguel asiste todos los días a la Santa Misa del santuario; cuando termina la ceremonia, se unta el muñón con el aceite de las lámparas que arden permanentemente ante la estatua de Nuestra Señora del Pilar. Por más que el profesor Estanga le explique que esas unciones no tendrán otro efecto que retrasarle la cicatrización de la llaga, Miguel continúa con su gesto de devoción: ese acto de fe en el poder de la Virgen prima, para él, sobre las normas sanitarias.
A principios de 1640, Miguel emprende el regreso a su comarca natal. Llega a Calanda, montado en un borrico, en el mes de marzo. Ese viaje de unos 120 kilómetros lo ha agotado, pero la afectuosa acogida de sus padres le ayuda a recuperar las fuerzas. Miguel va a cumplir pronto 23 años. Al no poder ayudar a los suyos con su trabajo, vuelve de nuevo a pedir limosna. Muchos serán los que darán testimonio de haber visto al joven mutilado por los pueblos de los alrededores de Calanda, montado en un borrico, con la pierna claramente cortada, para requerir la caridad de los lugareños. Ese año, el 29 de marzo de 1640, se celebra el decimosexto centenario de la «venida en carne mortal» de la Virgen María a las orillas del río Ebro, según el convencimiento de las gentes de la región. Ése es el origen de la veneración secular de los españoles hacia la Virgen del Pilar. Por la misma época, se publica en Lovaina (en Flandes, entonces española) el «Augustinus», libro del obispo Cornelius Jansen, que dará nombre al Jansenismo, doctrina tristemente célebre que rechaza como indignos de la fe pura, la devoción mariana, la piedad popular, las peregrinaciones, las procesiones, el interés de la gente sencilla por los milagros, etc.
Aquel jueves 29 de marzo, Miguel se esfuerza por ayudar a los suyos a llenar con estiércol las alforjas de su borrico. Lo hace nueve veces seguidas, a pesar de la dificultad de mantenerse de pie sobre su pata de palo. Llegada la noche, regresa a casa agotado, con el muñón más dolorido que de costumbre. Aquella misma noche, los Pellicer deben hospedar, por orden del gobernador, a uno de los soldados de la Caballería real, que se dirige hacia la frontera para repeler a las tropas francesas. Miguel se ve obligado a cederle la cama y a tumbarse sobre un colchón en el suelo, en la habitación de sus padres. Son cerca de las diez de la noche cuando se acuesta. Tras quitarse la pata de palo, se cubre con un simple abrigo, demasiado corto para cubrirle todo el cuerpo, pues ha prestado su manta al soldado, y se duerme«
Dos pies y dos piernas
Entre las diez y media y las once, la madre de Miguel entra en la habitación, llevando una lámpara de aceite en la mano. Enseguida huele «un perfume, un aroma suave». Intrigada, levanta la lámpara y observa que, del abrigo que cubre a su hijo, profundamente dormido, sale no un pie, sino dos, «uno sobre el otro, cruzados». Llena de espanto, busca a su marido, quien levanta el abrigo: no hay duda alguna, ¡se trata de dos pies, cada uno al final de una pierna! No sin dificultad, consiguen despertar a su hijo. Tomando poco a poco conciencia de lo ocurrido, Miguel queda maravillado; la primera frase que le sale de los labios es para pedirle a su padre «que le dé la mano y que le perdone las ofensas que ha podido hacerle». Esta reacción espontánea e inmediata de humildad, en quien es el beneficiario de un prodigio, es una señal muy evidente del origen divino de ese prodigio. Y cuando le preguntan emocionados si «tiene alguna idea de cómo ha podido suceder», el joven responde que no sabe nada, pero que, cuando le han despertado, «estaba soñando que se encontraba en la Sagrada Capilla de Nuestra Señora del Pilar y que se estaba untando la pierna cortada con el aceite de una lámpara, como acostumbraba a hacer». Enseguida considera como cierto que es Nuestra Señora del Pilar la que le ha devuelto y recolocado su pierna cortada. Ante notario, el lunes siguiente, los padres afirman a su vez que «estiman y consideran como verdad que la Santísima Virgen del Pilar ha rogado a su Hijo, nuestro Redentor, y ha obtenido de Dios ese milagro, en razón de las súplicas de Miguel, o porque tales eran sus vías misteriosas». Esos cristianos perciben con claridad que no es la Virgen quien «hace» los milagros, sino que, mediante su súplica, los obtiene de la Santísima Trinidad. Aunque sea amada y venerada, la Virgen no es considerada como una diosa pagana, sino como una intermediaria entre nosotros y su Hijo, según el papel maternal que Él mismo le asignó al decirle a san Juan: Ahí tienes a tu madre (Jn 19, 27).
Recuperado de su primera emoción, el joven comienza a mover y a palparse la pierna. Observándola, se pueden descubrir en ella marcas de autenticidad: la primera de ellas es la cicatriz que le dejó la rueda del carro que le fracturó la tibia; existe además la huella de la escisión de un gran quiste que tuvo cuando era pequeño; dos profundos arañazos producidos por una planta espinosa y, finalmente, las huellas de la mordedura de un perro en la pantorrilla. Miguel y sus padres están, pues, convencidos de que «la Virgen del Pilar ha obtenido de Dios Nuestro Señor la pierna que había sido enterrada más de dos años antes». Así lo declararán bajo juramento y sin vacilación ante los jueces de Zaragoza. Una gaceta de la época, «el Aviso Histórico», recoge en la fecha del 4 de junio de 1640, víspera de la apertura del proceso, que, a pesar de las pesquisas realizadas en el cementerio del Hospital de Zaragoza, la pierna enterrada no ha sido hallada, y que el hoyo que la contenía estaba vacío.
Todos están asombrados
A partir del amanecer del 30 de marzo, viernes de Pasión y festividad de Nuestra Señora de los Dolores, la increíble noticia se extiende en toda la población. Don Jusepe Herrero, vicario de la parroquia, se presenta en casa de los Pellicer acompañado del «justicia», que acumula las funciones de juez de paz y de responsable del orden público, junto con el alcalde y su adjunto, el notario real y los dos médicos de Calanda. Se forma una procesión para acompañar al joven curado milagrosamente hasta la iglesia parroquial, donde les esperan el resto de los habitantes. Todos, según dicen los documentos, están asombrados al verle de nuevo con su pierna derecha, cuando le habían visto con una sola pierna hasta la víspera por la noche. El curado se confiesa, y recibe la sagrada Comunión en el transcurso de la Misa de acción de gracias celebrada por el vicario.
Sin embargo, al principio la pierna no tiene buen aspecto: es de color morado, los dedos del pie están encorvados, los músculos se encuentran atrofiados y, sobre todo, su longitud es inferior en algunos centímetros a la de la pierna izquierda. Son necesarios tres días para que la pierna recobre su aspecto normal, con su agilidad y su fuerza. Dichas circunstancias, cuidadosamente observadas y estudiadas con motivo del proceso, confirman que no se trata de un número de ilusionismo, sino que prueban que la pierna restituida es la misma que había sido enterrada dos años y cinco meses antes, a más de 100 kilómetros de distancia« Durante el mes de junio siguiente, los testigos afirman ante los jueces de Zaragoza que Miguel «puede apoyar el talón en el suelo, mover los dedos y correr sin dificultad». Se constata, además, que desde finales de marzo el miembro recobrado se ha «alargado casi tres dedos», y que ahora es tan largo como el otro. Sólo hay una marca que no desaparece: la cicatriz que forma un círculo rojo en el lugar donde el segmento de pierna se ha juntado con el otro. Es como una marca indeleble del prodigio.
«Así pues, un milagro debería ser constatado por cierto número de personas sensatas que carecieran de interés en la causa –afirmaba Voltaire–. Y sus testimonios habrían de ser debidamente registrados, pues si necesitamos tantas formalidades para actas tales como la compra de una casa, un contrato matrimonial o un testamento, ¿cómo no iban a ser necesarias en el caso de tener que verificar cosas naturalmente imposibles?» (Artículo «Milagro» de su Diccionario filosófico). Pero he aquí que, ciento veinte años antes, un acta tal se levantó precisamente en Calanda. El lunes 1 de abril de 1640, cuarto día tras el prodigio, el párroco y un vicario de Mazaleón, localidad situada a 50 kilómetros, se desplazaban con el notario real del lugar para verificar la realidad de los hechos y redactar un acta oficial.
Ninguna voz discordante
A finales del mismo mes de abril, la familia Pellicer decide ir a darle las gracias a la Virgen del Pilar. En Zaragoza, la municipalidad exige la apertura de un proceso, para que se haga la luz sobre el acontecimiento. El 5 de junio, es decir, dos meses y una semana después del acontecimiento, el proceso canónico queda oficialmente abierto. Es público y no a puerta cerrada. Más de cien personas de condiciones sociales diferentes toman parte en él. Contra la fiabilidad de ese proceso nunca se ha manifestado voz discordante alguna. El 27 de abril de 1641, el arzobispo dicta solemnemente su sentencia, declarando «admirable y milagrosa» la restitución de la pierna derecha, anteriormente amputada, de la que se ha beneficiado Miguel Juan Pellicer, natural de Calanda.
Puede aplicársele a todo verdadero milagro lo que san Agustín decía de los de Cristo: «Los milagros realizados por Nuestro Señor Jesucristo son obras divinas que enseñan a la inteligencia humana a elevarse por encima de las cosas visibles, a fin de comprender lo que Dios significa». Por su parte, el Papa Juan Pablo II comenta: «A este pensamiento podemos referirnos al reafirmar la estrecha unión de los «milagros-signos» realizados por Jesús con la llamada a la fe. Efectivamente, tales milagros demostraban la existencia del orden sobrenatural, que es objeto de la fe. A quienes los observaban y, particularmente, a quienes en su persona los experimentaban, estos milagros les hacían constatar, casi con la mano, que el orden de la naturaleza no agota toda la realidad. El universo en el que vive el hombre no está encerrado solamente en el marco del orden de las cosas accesibles a los sentidos y al intelecto mismo condicionado por el conocimiento sensible. El milagro es «signo» de que este orden es superior por el poder de lo alto, y, por consiguiente, le está también sometido. Este poder de lo alto (cf. Lc 24, 49), es decir, Dios mismo, está por encima del orden entero de la naturaleza. Este poder dirige el orden natural y, al mismo tiempo, da a conocer que a través de él y por encima de él, obliga a conocer que el destino del hombre es el reino de Dios. Los milagros de Cristo son «signos» de este reino« Después de la Resurrección, la Ascensión y Pentecostés, los «milagros-signos» realizados por Cristo se prolongan a través de los apóstoles, y después, a través de los santos que se suceden de generación en generación» (AG del 13 de enero de 1988).
El milagro de Calanda, impensable y sin embargo perfectamente atestiguado, tiene la función de confortar nuestra fe en la existencia de un mundo invisible: el de Dios y de su reino eterno, al cual somos llamados a participar en calidad de hijos adoptivos. Ésa es la realidad suprema y eterna, a la que debemos agregar todas las demás, como un hombre prudente ordena los medios para un fin. Los milagros nos revelan sobre todo el Corazón amoroso y misericordioso de Dios hacia el hombre, en especial hacia el hombre que sufre, que se encuentra necesitado o que implora la curación, el perdón y la compasión. Los milagros contribuyen a asentarnos en una esperanza indefectible en la misericordia de Dios y nos incitan a decir con frecuencia: «Jesús, en ti confío».
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