23 de Abril de 2020
Keriolet
Muy estimados Amigos:
La noche del 25 al 26 de julio de 1624, una hermosa dama se aparece a Yvon Nicolazic, un campesino laborioso, recto y juicioso que vive en la aldea de Keranna, cerca de Auray, en el sur de Bretaña (Francia). Yvon tiene unos treinta años y es un hombre piadoso que reza el Rosario todos los días. La hermosa dama le revela: «No temas… soy Ana, madre de María. Di a tu rector (es decir, al párroco) que, en la parcela de terreno llamada el Bocenno hubo en otro tiempo una capilla dedicada a mi nombre… Deseo que sea reconstruida lo más pronto posible y que te encargues de ella, porque Dios quiere que yo sea venerada allí». El 7 de marzo siguiente, Nicolazic descubre en el campo indicado una estatua de santa Ana, lo que confirma la autenticidad de la aparición.
En aquel momento, santa Ana no formuló ninguna llamada a la penitencia ni a la conversión. Sin embargo, doce años más tarde, en 1636, dará muestras de su poder de intercesión al obtener la conversión de un gentilhombre de la comarca, conocido por sus desmanes y temido malhechor, que se mofaba de los milagros que realizaba y de la credulidad de los peregrinos atraídos en masa por aquellas maravillas. Ese gentilhombre, Pedro Le Gouvello de Kériolet, había nacido en Auray el 14 de julio de 1602. Era el último y único varón de una familia de cuatro hijos, y había pasado su juventud en el castillo de Kerlois, en el municipio de Pluvigner. El joven Pedro da muestras de tendencias viciosas; es un hijo rebelde y un alumno díscolo que sólo piensa en los juegos, en las brutalidades y en los placeres sensuales. Ni el amor ni el temor hacen mella en él. Sus padres lo inscriben en el colegio de los jesuitas de Rennes. Como el centro carece de internado, el adolescente se ve expuesto a los peligros de una libertad casi completa. Lleva entonces una vida desordenada, recurre al robo para satisfacer sus pasiones y recluta a una banda de golfillos con quienes se entrega al pillaje contra los demás alumnos. Por debilidad, sus desdichados padres pagan sus deudas, pero sin dejar de escribirle cartas para reconducirlo a sus obligaciones. Sin embargo, él permanece sordo a sus buenos consejos.
De regreso a Kerlois, y no sabiendo ya cómo proveerse para dar satisfacción a sus desorbitados gastos, roba a sus padres una suma importante, pero es descubierto y escapa. Tiene veintidós años y marcha a Constantinopla con el propósito de hacerse musulmán, pero unas providenciales circunstancias lo detienen en el camino: en un bosque de Alemania es asaltado por unos bandoleros. Frente a semejante peligro, su fe de bretón parece despertar y promete peregrinar a Notre-Dame-de-Liesse, cerca de Laon, pero nada más escapar a la muerte como por milagro se olvida de la promesa y prosigue el viaje, aunque sin conseguir llegar más allá de Hungría. De regreso a París, se entrega al libertinaje y a la brujería.
Una inmensa fortuna
Cuando decide volver a Bretaña, Pedro está dominado más que nunca por la violencia. La pasión por el duelo lo posee, provocando a la gente sin motivo, solamente por el placer de batirse con ellos. Sus ganas de pelea lo llevan pronto a otro terreno: se alista como soldado y toma parte en la guerra que opone Italia a Alemania, pero su rebeldía ante la disciplina militar hace que abandone el uniforme tan sólo un año después de enrolarse. Por la misma época muere su padre, dejando una herencia importante. Pedro, que intuye ciertas discrepancias con sus coherederos, se hace entonces hugonote (protestante) con el fin de obtener de los suyos, mediante chantaje, importantes ventajas sobre la herencia a cambio de retornar a la Iglesia Católica. Su impiedad se complace con ese juego sacrílego, adquiriendo así una inmensa fortuna. Algún tiempo después, ambiciona ser magistrado en el Parlamento de Bretaña. Compra el cargo, pero se requiere superar un examen antes de ejercerlo. Kériolet intenta en vano esquivar la prueba. Sin embargo, gracias a su inteligencia consigue alcanzar mal que bien sus objetivos, de tal modo que él, que merecería ser juzgado, es autorizado para juzgar a los demás, con gran escándalo por parte de la gente honrada. De hecho, siembra la discordia por doquier envenenando las denuncias y llegando incluso a resolver los asuntos por la espada.
Con la esperanza de que sus importantes funciones terminarán por hacerle sentar la cabeza, su familia intenta casarlo, pero él prefiere continuar con su vida de escándalo. Ahora bien, se muestra bondadoso con los pobres y nunca les escatima una limosna. No obstante, según confesará, «a menudo daba limosna a los pobres y me compadecía de sus miserias, pero no por amor a Dios ni a la Virgen, pues no quería oír hablar de ellos… Cuando un pobre me decía “Ruego a Dios que os lo devuelva”, o bien “Rezaré un Rosario por vos”, yo le decía que no me hablara de ello y que no necesitaba sus avemarías». Paradójicamente, Pedro permanece secretamente fiel al rezo diario del Ave María, un poco por rutina sin duda, con motivo probablemente de una promesa hecha a su madre. La Madre de Misericordia no olvidará esa consideración, aunque sea ligera.
Un misterioso maleficio
Una noche de 1635, Pedro queda profundamente preocupado por una visión del infierno, viendo el lugar que le es reservado si sigue despreciando la justicia divina. Enseguida se confiesa, da muestras de una sincera contrición, huye de los antros de perdición y frecuenta solamente las iglesias. Durante dos meses se postula en la Cartuja de Auray, pero, en cuanto es admitido al noviciado, reanuda las pasiones impuras, abandona el monasterio y termina peor que antes. En aquella época, los acontecimientos de Loudun, en la región de Poitou, se expanden por Francia y Europa. Desde 1632, las religiosas ursulinas de la ciudad, víctimas de un maleficio, se hallan poseídas por el demonio. Todas serán liberadas, una tras otra, después de numerosos exorcismos que acabarán en 1638. El padre Surin (1600-1665), jesuita y también atormentado largo tiempo por el demonio, atestiguará: «Se podría escribir un libro entero si se quisieran relatar todos los grandes bienes que Dios obtuvo de esa posesión, para su gloria y la salvación de las almas».
Al principio de 1636, Kériolet, acompañado de dos camaradas de libertinaje, emprenden camino a Loudun. Su plan consiste en secuestrar a una joven hugonota cuya reputación de belleza ha llegado a sus oídos. La tarde de su llegada, Pedro, que ya no cree ni en Dios ni en el diablo, entra por curiosidad en la iglesia de la Santa Cruz, donde un religioso está exorcizando a una poseída. Asiste a esos exorcismos durante cuatro días seguidos, que le impresionan. El quinto día, él mismo es atacado por el demonio, quien lo interpela mediante la voz de una poseída: «¡Cómo! ¡Ese Dios que desprecias desde hace tantos años! ¡Oh, malvado! Creía tenerte atrapado para llevarte al infierno cuando hiciste en Notre-Dame-de-Liesse aquel voto que nunca has cumplido. ¡Ingrato e indigno de los favores de esta Virgen!». El demonio le revela entonces otros numerosos hechos de su vida, y añade: «¡Blasfemador y ateo! ¿Acaso es posible que semejante hombre reciba misericordia?». Golpeado por esas fulminantes revelaciones, Pedro se estremece de arriba abajo. Le pregunta: «¿Puedes decirme por qué salí de los cartujos? —¡Dios, responde el diablo a través de la poseída, no podía soportar a un hombre tan impuro en una casa tan santa!».
Tocado sorprendentemente por la gracia, Kériolet es vencido, por lo que confiesa públicamente sus pecados y se confiesa sacramentalmente. Al día siguiente, 6 de enero, es irreconocible: si la víspera era burlón y altanero, ahora se muestra humildemente prosternado como el publicano del Evangelio. El demonio, exorcizado por el sacerdote, reconoce sin embargo a Pedro y profiere con rabia: «Está en tal estado que si continúa así será tan alto en el cielo como bajo habría sido en el infierno con nosotros. —¿Y quién, además de Dios, trabaja tan poderosamente por su salvación?, pregunta el sacerdote. —Es la Virgen María, la gran amiga de este hombre. Ha puesto el brazo hasta el codo para sacarlo de sus escorias». A continuación, dirigiéndose a Pedro, dice: «Tu barril estaba colmado, pero has tenido algo de devoción hacia ella».
Un capítulo muy importante
La Iglesia afirma la existencia del demonio, así como su acción sobre la creación, y enseña con qué medios podemos combatirlo. El santo Papa Pablo VI decía: «Se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer su existencia; o bien quien hace de ella un principio que existe por sí y que no tiene, como cualquier otra criatura, su origen en Dios; o bien la explica como una pseudorrealidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias… Este capítulo sobre el demonio y sobre la influencia que puede ejercer, tanto en cada una de las personas como en comunidades, sociedades enteras o acontecimientos, sería un capítulo muy importante de la doctrina católica que debería estudiarse de nuevo, mientras que hoy se le presta poca atención… Hoy prefieren algunos mostrarse valientes y libres de prejuicios, tomar actitudes positivistas, prestando luego fe a tantas gratuitas supersticiones mágicas o populares; o peor aún, abrir la propia alma –¡la propia alma bautizada, visitada tantas veces por la presencia eucarística y habitada por el Espíritu Santo!– a las experiencias libertinas de los sentidos, a aquellas otras deletéreas de los estupefacientes, como igualmente a las seducciones ideológicas de los errores de moda; fisuras estas a través de las cuales puede penetrar fácilmente el Maligno y alterar la mentalidad humana. No se ha dicho que todo pecado se deba directamente a la acción diabólica; pero es, sin embargo, cierto que quien no vigila con cierto rigor moral sobre sí mismo se expone a la influencia del mysterium iniquitatis, a que se refiere san Pablo (2Ts 2, 3-12), y que hace problemática la alternativa de nuestra salvación» (Audiencia general del 15 de noviembre de 1972).
No basta con creer en la existencia del demonio, sino que hay que conocer sus astucias para combatirlo adecuadamente al seguir a Cristo. San Ignacio de Loyola, heredero de la experiencia de los padres del desierto y de los maestros espirituales, aporta reglas de discernimiento muy instructivas para ello: la conducta del Maligno «es la de un seductor en querer ser secreto y no descubierto… Cuando el enemigo de la naturaleza humana quiere engañar con astucias y artificios al alma justa, quiere y desea que sean recibidas y tenidas en secreto; pero cuando el alma las descubre a su buen confesor o a otra persona espiritual que conozca sus engaños y malicias, mucho le pesa al enemigo; porque colige que su malicia resultará impotente, al ser descubiertos sus engaños manifiestos… Así mismo, como un caudillo que pretende conquistar un castillo donde espera obtener rico botín, al asentar su real y mirar las fuerzas o disposición de dicho castillo, lo combate por la parte más flaca; de la misma manera el enemigo de la naturaleza humana, acecha a nuestro alrededor y examina todas nuestras virtudes teologales, cardinales y morales, y por donde nos halla más flacos y más necesitados para nuestra salud eterna, por allí nos bate y procura tomarnos» (Ejercicios espirituales, núm. 326-327).
Más austero que un monje
Pedro de Kériolet tiene treinta y cuatro años; empieza una nueva vida y parte a pie en peregrinación a Notre-Dame-de-Liesse, para reparar su omisión sacrílega de 1624 y dar las gracias a la Madre de Misericordia por su protección. Por el camino entrega todo el dinero que lleva consigo e intercambia sus hermosos ropajes con los andrajos del primer mendigo que se encuentra. Esa peregrinación acrecienta su fervor. Es el principio de una larga serie de peregrinaciones en el transcurso de las cuales Pedro manifiesta su fe y su arrepentimiento. En segundo lugar, se dirige a Sainte-Baume, en Provenza, donde pide a santa Magdalena el don de las lágrimas de la penitencia, así como una parte de su amor por Jesucristo.
De regreso a Bretaña, Pedro se hace muy pronto tan famoso por sus penitencias como lo había sido por sus desórdenes. Retirado en su castillo de Kerlois, lleva una vida más austera que la de un monje, compartiendo su tiempo entre la oración, el estudio y la meditación; el pan y el agua son su alimento habitual. Viste pobremente y duerme casi siempre completamente vestido en una silla, sin otra almohada que la mesa o algún libro. Los religiosos y los mendigos son sus únicos huéspedes, y las cosas de Dios su único entretenimiento. Las riquezas que habían servido de alimento a las pasiones de Kériolet alimentan ahora su caridad sin límites. Santa Ana posee una parte importante de esa distribución liberal, hasta tal punto que, once años después de las apariciones, la peregrinación de Auray está en plena expansión. Pedro favorece igualmente con sus ofrendas a los hospitales del lugar, e incluso adelanta el dinero necesario para construir un hospital en Keranna. Finalmente, profesa en manos de su confesor un voto de pobreza mediante el cual entrega el disfrute de sus bienes a los pobres y a los enfermos, reservándose solamente su administración. Vende además su cargo de consejero en el Parlamento, aunque de buena gana habría cedido a cambio de nada esa dignidad, pero prefiere sacar el mayor partido posible en beneficio de los pobres.
Conmovidos por su vida fervorosa y su abnegación, unos amigos le animan a recibir el sacerdocio. Nada estaba más lejos de su pensamiento. Su primera reacción es declinar, lleno de espanto, ante un ministerio que ni siquiera es digno de los ángeles, ya que su vida pasada es un obstáculo infranqueable. No obstante, su confesor le pide que se prepare para las sagradas Órdenes. Pedro se somete temblando. Al cabo de seis meses, recibe la tonsura y las Órdenes menores. El 7 de marzo de 1637 es ordenado diácono; el 28 de marzo siguiente, en una catedral de Vannes llena, monseñor de Rosmadec lo ordena presbítero. En el momento de recibir la unción de las manos, Pedro siente la tentación de retirarlas por considerarlas indignas de recibir el sacramento, después de haberlas manchado con tan numerosas infamias e incluso muertes. El obispo lo anima recordándole que han sido lavadas en la Sangre de Dios hecho hombre. Lo imposible se ha hecho realidad: ¡el bandido de Kerlois se ha convertido en sacerdote de Jesucristo! Nunca la misericordia divina se había mostrado con tanto brillo ante lo fieles.
¡He aquí quizás a Nuestro Señor!
El castillo de Pedro se convierte en un verdadero hospital para los pobres. Viendo a Cristo en cada uno de ellos, alberga hasta ciento cincuenta al día, sin contar a los vagabundos que a él acuden. La finca ya no basta para hospedarlos a todos, por lo que acondiciona un amplio dormitorio en un edificio vecino que se llama el naranjal. No contento con alimentar y acoger bajo su techo a todos esos miserables, también les suministra la ropa. «A cada pobre que recibía lo miraba como a Jesucristo —dirá. Si me topaba con enfermos graves, era a ellos a quienes abrazaba con mayor gusto, pensando en mi interior: he aquí quizás a Nuestro Señor. Me venía a la memoria lo que le sucedió a san Martín, a san Francisco y a otros santos». Su corazón desborda misericordia y compasión hacia los más débiles, a quienes considera como hermanos e hijos, viviendo con ellos en familia. Se muestra amable y servicial con todos, procurando no rehuirlos, excepto cuando debe reprender a quienes perturban el orden de la casa. Una amplia capilla, dedicada a Nuestra Señora de la Misericordia y situada cerca de Kerlois, adquirida por sus padres poco después de su nacimiento, acoge cada día un gran número de pobres para quienes el padre Kériolet ofrece el Santo Sacrificio de la Misa con gran fervor. Allí, arrodillado e inmóvil, a menudo con los brazos en cruz, pasa largas horas en oración. Todos los viernes medita la Pasión del Salvador.
Sin embargo, Pedro retoma sus peregrinaciones, caminatas penosas que son una de sus maneras de realizar penitencia, sin por ello abandonar a los pobres, que confía a sacerdotes amigos suyos. Cuando ven pasar a ese pobre sacerdote, vestido con sotana desgastada, con el rostro demacrado, la mirada baja, con un rosario en la mano, sin bolsa ni bastón de viaje, muchos dicen con asombro: «¡Ahí va ese diablo de Kériolet!». Y admiran su conversión. Afectado de gota y con los pies destrozados, no hace menos de diez leguas (40 km) al día, mendigando el pan. Por la noche duerme en el suelo, con frecuencia al aire libre, pues no queda sitio en las hospederías para un miserable con tan mal aspecto como él. Así camina durante meses enteros, sin curiosidad alguna por los bellos monumentos, evitando la compañía de los demás viajeros. Su devoción lo conduce de nuevo a Notre-Dame-de-Liesse y a Loudun, pero también al Monte Saint-Michel, a Montserrat y a Santiago de Compostela en España, así como a Roma. De regreso a Kerlois, el padre Kériolet consigue tiempo para visitar las capillas de la región. La que frecuenta con mayor asiduidad es la iglesia de Santa Ana: dos veces a la semana; el miércoles y el sábado oficia allí la Misa y reparte limosnas.
Los años pasan y, en adelante, Keriolet inspira tanta veneración como antes miedo. Hay personas piadosas que buscan su dirección espiritual, pero él las elude, pues desea seguir siendo el capellán de los pobres. Además, hay otra carga que acaba por ocuparlo. Había recibido los poderes de exorcizar, pero hasta entonces solamente los había utilizado con enorme reserva; a partir de 1645, siguiendo la opinión de su director espiritual, se consagra por entero a ese ministerio. Recibe a los poseídos, los confiesa, los exorciza y les da la sagrada Comunión. Con gran humildad y admirable paciencia, el antiguo esclavo del demonio consigue someterlo y expulsarlo a veces por la fuerza. «La posesión del cuerpo —afirma no obstante—, aunque digna de gran compasión, no es la más terrible, sino que la única verdadera y digna de temer es la posesión de las almas mediante el pecado, pues la otra no es a menudo más que una prueba y una ocasión de mérito». Sin embargo, el demonio está muy enfadado de ver cómo ese gran pecador convertido se burla de él mediante la penitencia y sus buenas obras, y también cómo encadena su poder y le arranca las almas. Intentará desviarlo por todos los medios de su misión de exorcista.
«De Jesús tiene la Iglesia el poder y el oficio de exorcizar —recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica—. En forma simple, el exorcismo tiene lugar en la celebración del Bautismo. El exorcismo solemne llamado “el gran exorcismo” sólo puede ser practicado por un sacerdote y con el permiso del obispo. En estos casos es preciso proceder con prudencia, observando estrictamente las reglas establecidas por la Iglesia. El exorcismo intenta expulsar a los demonios o liberar del dominio demoníaco gracias a la autoridad espiritual que Jesús ha confiado a su Iglesia… Por tanto, es importante asegurarse, antes de celebrar el exorcismo, de que se trata de una presencia del Maligno y no de una enfermedad» (núm. 1673). El exorcismo, sin embargo, no dispensa de practicar una vida moral y espiritualmente ordenada.
En la capilla de Santa Ana
En 1658, el padre Kériolet cae gravemente enfermo. A esa tribulación de salud se añaden cargos de conciencia, pues, a pesar de su vida de penitencia y sus virtudes, no recuerda más que sus pecados y tiembla ante la idea de comparecer ante su juez. Solicita que le lleven al convento carmelita de Santa Ana, donde espera morir. Al cabo de dos meses, sobreviene una inesperada mejoría, de manera que, a pesar de una gran fatiga, Pedro puede retomar su vida apostólica. Siente una gran atracción por el santuario de Santa Ana, donde los carmelitas le han reservado una celda. En la noche del 21 al 22 de septiembre de 1660, a pesar de estar aquejado de un grave dolor de garganta, tiene la fuerza de dirigirse al convento, donde, el 5 de octubre, recibe la Extremaunción. Sus sufrimientos son tales que llega a exclamar: «¡Qué agonía, Dios mío! ¡Dios mío! Un poco de sosiego…». Su confesor le recuerda la agonía del Salvador y su divina resignación; en el acto, el moribundo cambia su lamento por sumisión o acción de gracias: «Me siento muy honrado de compartir la agonía y el abandono que Jesucristo sufrió por mí». Muere el 8 de octubre, a la edad de cincuenta y ocho años. De todas partes se afanan por asistir a sus exequias. Su cuerpo es depositado en la capilla de Santa Ana. En su tumba se grabará lo siguiente: «Aquí yace Pedro de Kériolet, conquista de María. Fue su fiel y devoto servidor».
Siguiendo a Pedro de Kériolet, afiancémonos en la verdadera devoción a la Virgen, pues así experimentaremos que nuestra Madre «fortalece al alma en el bien y la vuelve valiente para oponerse al mundo en sus modas y máximas, a la carne en sus problemas y pasiones, y al diablo en sus tentaciones» (san Luis María Grignion de Monfort).
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