22 de Julio de 2005

Beato Miguel Rua

Muy estimados Amigos:

Una mañana de 1847, mientras san Juan Bosco distribuye medallas a unos chicos que se le acercan, un muchacho de unos diez años y de aspecto tímido se planta ante él y extiende la mano. «¡Ah, eres tú, Miguel! ¿Qué quieres? –Una medalla« –¿Una medalla? No, algo mejor que eso. –¿Qué cosa? –Toma». Y en eso don Bosco le tiende la mano izquierda abierta pero vacía, y con la otra, aplicada perpendicularmente, hace el gesto de cortarla en dos para entregar la mitad. «Vamos. ¡Toma! ¡Toma!». Tomar, pero ¿qué, si la mano está vacía? ¿Qué pretende?, se pregunta el niño. Algunos años después, don Bosco desvelará el enigma: «Estimado Miguel, tú y yo, en la vida, lo compartiremos siempre todo: dolores, preocupaciones, responsabilidades, alegrías« y lo que quede, todo lo que quede, lo tendremos en común.

Beato Miguel RuaMiguel Rua nace en Turín el 9 de junio de 1837. Es el más pequeño de nueve hermanos. Su padre, Juan Bautista Rua, supervisor en la fábrica de armas de Turín, fallece el 2 de agosto de 1845. La viuda seguirá alojándose en el interior de la fábrica. Un domingo de otoño de 1845, Miguel traspasa el umbral de la puerta del famoso patronato de don Bosco. Éste se le acerca, le pone durante unos segundos la mano sobre la cabeza y le mira fijamente de manera extraña. Miguel queda prendado enseguida de la bondad del joven sacerdote, quien le acoge providencialmente en el patronato dos meses después de la muerte de su padre. No es un patronato corriente: como ningún propietario soporta a aquellos ruidosos chicos, se desplaza errante de un sitio a otro. Don Bosco es el blanco de numerosas críticas. Un día, el capellán de la fábrica de armas le dice a Miguel: «¿Cómo? ¿No te has enterado de que don Bosco está gravemente enfermo? –No es posible; me crucé con él anteayer. –Pues sí, como te lo digo; está aquejado de una enfermedad difícil de curar: ¡está mal de la cabeza!». Algún tiempo después, el director de la fábrica se lo exagera: «¡Pobre don Bosco! ¿No sabías que se le va la cabeza?». Cincuenta años después, don Miguel Rua confesará: «Si se hubieran referido a mi padre, no me habría sentido tan mal».

El 13 de abril de 1846, el patronato se instala definitivamente en Valdocco, en el extrarradio de Turín. Ante el desarrollo de su obra, don Bosco pone en marcha un método al que ya no renunciará: hacer surgir de la pandilla unos jefes capaces de instruirla y de mandarla. Un día de 1850, le pregunta a Miguel: «¿Qué piensas hacer el año que viene? –Entrar en la fábrica para ayudar a mi madre, que tanto se ha sacrificado por nosotros. –¿Qué dirías si te propusieran proseguir tus estudios para ser sacerdote? –Pues diría que sí, enseguida. Pero mi madre« ¿quién sabe? –Intenta hablarle de ello; ya me dirás lo que opina». La respuesta de aquella madre cristiana es clara: «Si llegaras a ser sacerdote, sería la mayor alegría de mi vida« Dile a don Bosco que te dejo por este año, como prueba». El niño corre en busca del sacerdote para anunciarle la buena noticia. Don Bosco pone la mano en el hombro de Miguel; una inmensa esperanza brilla en su mirada, y en los ojos del niño puede leerse una alegría indecible.

Entrega total a los jeroglíficos

Miguel prosigue sus estudios bajo la atenta mirada de don Bosco. Al principio le invade una cierta negligencia, pero muy pronto se recupera y el éxito es total. En 1851 pierde a su hermano Luis; luego, en 1853, a otro hermano: Juan Bautista. «La próxima vez me toca a mí», le dice a don Bosco. Pero el santo le profetiza cincuenta años de vida. Las horas libres que le dejan sus estudios transcurren en el patronato, en un sinfín de tareas modestas que alivian los hombros de su maestro. También llega a ser experto a la hora de atraerle nuevos chicos. En ocasiones, don Bosco redacta hojas sueltas para instruir a las almas, ocupando en ello largas horas durante la noche, corrigiendo el texto y enmendándolo con notas y signos convencionales. Por la mañana, se divierte mostrando una o dos de ellas ante las miradas espantadas de sus jóvenes alumnos, que no consiguen descifrar su escritura, casi ilegible. «Ya tiene trabajo Rua», exclama entonces don Bosco. Por la noche, en efecto, una vez ha terminado sus deberes escolares, Miguel se entrega por completo a los jeroglíficos de su maestro, y su escritura impecable restituye perfectamente el texto.

El 24 de septiembre de 1853, don Bosco acoge a Miguel en su casa y, el 3 de octubre, le entrega la sotana, a la vez que a otro discípulo, llamado Roccheti. Varios compañeros acuden pronto a unirse a los dos primeros. El 26 de enero de 1854, don Bosco los reúne en su cuarto y les propone una especie de noviciado, tras el cual podrán comprometerse mediante votos. Ese mismo día adoptan el nombre de Salesianos, en recuerdo de san Francisco de Sales, que tenía la gracia de convertir a las almas mediante la bondad y la persuasión. Esos primeros salesianos están al servicio de los jóvenes: jornadas agotadoras de patronato, cursos nocturnos, clases, vigilancias, ensayos de teatro, de gimnasia o de música, recreos accidentados, estudios solitarios, frecuentación de los sacramentos« Ante su mirada se encuentra el ejemplo iluminado de don Bosco: «Me resultaba más provechoso –afirmará más tarde Miguel Rua – observar a don Bosco, incluso en sus actos más sencillos, que leer y meditar un tratado de ascética».

Un año más tarde, Miguel pronuncia en privado sus primeros votos anuales. Sus actividades se multiplican: es nombrado profesor de aritmética, consejero de estudios, vigilante del refectorio, del patio y de la capilla. El hecho de mezclarse constantemente en las conversaciones de los chicos hace que preste atención a cada uno, deseoso como está de ayudar, de animar, de sacar a flote a esos jóvenes errantes en período de formación. También enseña religión y, por la noche, después de la cena, don Bosco le dicta una Historia de Italia destinada a sustituir en las clases ciertos manuales tendenciosos. El trabajo que concluye cada día no le impide seguir, de 1853 a 1860, estudios de filosofía y, después, de teología en el Seminario Mayor. Sus redacciones de clase son precisas y claras. En 1858, don Rua acompaña a don Bosco a Roma para presentar al Papa Pío IX las Reglas de los Salesianos. El 18 de diciembre de 1859, queda fundada oficialmente la Congregación Salesiana. Su fundador es reconocido como Superior General y don Miguel Rua es nombrado director espiritual de la Sociedad.

Contagio de santidad

El 28 de julio de 1860, don Rua se ordena de sacerdote. Don Bosco le entrega por escrito algunas advertencias: «Habrás de trabajar y sufrir mucho. No hay rosas sin espinas, y sabes bien que hay que atravesar el Mar Rojo y el desierto para alcanzar la Tierra Prometida. Soporta la prueba con coraje, incluso en medio de tus penas, y sentirás el consuelo y la ayuda del Señor. Para cumplir tu obra en la tierra, escucha estos consejos: vida ejemplar, prudencia consumada, perseverancia en la fatiga al servicio de las almas, plena docilidad antes las inspiraciones de lo alto, guerra sin cuartel al infierno y confianza incansable en Dios». A partir del comienzo de curso de 1860, don Rua asume la dirección general de las clases. Los comienzos de su administración se caracterizan por la afluencia de alumnos, la atmósfera sobrenatural donde se bañan las almas y el contagio de santidad que se adueña de todos. Un testigo de aquella época escribirá veinticinco años más tarde: «Buen número de nuestros compañeros no solamente eran buenos, sino excelentes, verdaderos modelos de piedad, de trabajo, de dulzura, de penitencia, y ejemplos vivos y radiantes. Eran jóvenes que ni por todo el oro del mundo habrían cometido un solo pecado mortal».

Esos resultados se han conseguido gracias a la frecuentación de los sacramentos. Para don Bosco, la confesión semanal, realizada con el firme propósito de no volver a pecar, prepara la buena comunión: «El punto culminante, si se quiere conseguir la moralidad, es, sin duda alguna, la frecuente confesión y la frecuente comunión bien hechas». Y afirma además: «La comunión frecuente es la columna maestra que sostiene el mundo moral y material, a fin de que no se hunda en la ruina. Creedme –y no exagero–, la comunión frecuente es una columna sobre la cual reposa uno de los polos del mundo; el otro polo reposa sobre la devoción a la Virgen». Don Rua da testimonio de lo siguiente: «Nuestro santo fundador jamás perdía la ocasión de recomendar la frecuente comunión; era la base de su sistema educativo. Quienes no lo han entendido se ven obligados, en definitiva, a adoptar una rigurosa coerción».

La multiplicación del número de salesianos permite que don Bosco funde un Seminario Menor en Mirabello. El 20 de octubre de 1863, don Rua es nombrado su director. Entre los preciosos consejos que le da don Bosco, destaca la preocupación por evitarle al joven director de veintiséis años el escollo del activismo y de la falta de atención a los sufrimientos físicos y morales de quienes estarán a su cargo. La crónica de los Salesianos relatará lo que sigue: «Don Rua se comporta en Mirabello como don Bosco aquí. Se le ve continuamente rodeado de alumnos, conquistados por su amabilidad o por el deseo de oírle hablar acerca de mil temas interesantes. A comienzos de año, ha recomendado a su personal que no se muestre exigente en exceso, que no regañe a los alumnos a cada paso, que sepa cerrar los ojos a menudo. Después de la comida de mediodía, se le ve siempre mezclado con los jóvenes, jugando o cantando con ellos».

Que sepan que se les ama

Don Rua ha asimilado la manera de actuar de su maestro, de quien el Papa Juan Pablo II escribirá: «Desde el punto de vista del método, don Bosco propone «el afecto». Se trata de una actitud cotidiana, que no es simplemente amor humano ni solamente caridad sobrenatural« El afecto se traduce en un compromiso del educador como persona totalmente consagrada al bien de los alumnos, que está presente en medio de ellos, dispuesto a afrontar sacrificios y dificultades en el cumplimiento de su misión. Todo ello requiere una verdadera disponibilidad para con los jóvenes, una simpatía profunda, una capacidad de diálogo« Con una acertada intuición, don Bosco explica: lo que importa es que «los jóvenes no sólo sean amados, sino que sepan que se les ama»» (Carta con motivo del centenario de la muerte del santo, 31 de enero de 1988).

Sin embargo, por muy sacrificado que sea el grupo de educadores salesianos, no es perfecto. Aunque se comete más de un error, los éxitos de la nueva fundación no se hacen esperar. Muy pronto, el Seminario Mayor de la diócesis rebosa de vocaciones procedentes del Seminario Menor. Don Rua es consciente de ello, asaltándole una violenta tentación de amor propio, que, por más que la aparte, regresa sin cesar e impetuosamente. Finalmente, le abre su corazón al maestro, quien le escribe: «Para curar ese mal de orgullo, te recomiendo la medicina de san Bernardo. Repite a menudo las famosas preguntas «¿De dónde vienes?, ¿Cuál es tu misión aquí en la tierra? ¿Dónde debes llegar?». Ese recuerdo bien meditado de las verdades esenciales, ayer como hoy, producirá santos».

En 1865, don Rua se ve en la necesidad de dejar la fundación para reunirse en Turín con don Bosco, que se halla enfermo y abrumado de trabajo. La enorme casa de Valdocco, patronato al cual se ha agregado un internado, cuenta con cerca de setecientos alumnos, y su espíritu se ha ablandado. Con notoria habilidad, don Rua consigue anular poco a poco las malas costumbres y restaurar una adecuada disciplina en el centro. Pero, en el mes de julio de 1868, la incesante actividad de don Rua acaba con sus fuerzas: una peritonitis fulminante le obliga a permanecer en cama. Los médicos no le dan más que unos días de vida. Al ver en una mesa los Santos Óleos para la administración de la Extremaunción, don Bosco afirma: «Escúchame bien, don Rua, aunque te tiraran tal cual por la ventana, te aseguro que no te morirías». De hecho, a los pocos días, a pesar de los pronósticos de la ciencia, el enfermo se encuentra fuera de peligro.

Aliviar a don Bosco

Después de su convalecencia, don Rua se hace cargo otra vez de la mitad, o más, de las preocupaciones de don Bosco. En 1869, éste último le confía la formación de los novicios. Pero esa carga suplementaria, que ejercerá durante seis años, no le ahorra otras muchas. Se enfrenta a esas innumerables tareas gracias a un espíritu tan ordenado como metódico, a su dominio de los nervios, a una memoria prodigiosa, a su obstinación en el trabajo y a su capacidad de aceptar ayuda, pero sobre todo porque ama a don Bosco y quiere aliviarlo. Se las ingenia para hacer de toda la jornada una plegaria continua. Sus obras, sus preocupaciones y sus fatigas de cada día quiere transformarlas en plegaria. Sus actuaciones se desarrollan bajo la mirada de Dios y de María.

Poco a poco, sin embargo, el celo de don Rua por la observancia y la disciplina acaban enajenándole los corazones de los chicos. Es más temido que amado y, en la casa, se propaga un axioma: «Más vale un «no» de don Bosco que un «sí» de don Rua». Don Bosco le retira entonces la responsabilidad de consejero de disciplina, quedándose en exclusiva junto a él para velar por los intereses generales de la Congregación y para acompañarlo en sus viajes por Europa. En adelante, todo lo comparten, incluso el carisma de hacer milagros. Un día, en efecto, una madre de familia afligida le lleva a don Bosco a su hijo, desahuciado por los médicos y al que parecen quedarle sólo unos pocos días de vida. El santo, desbordado, le pide a don Rua que le dé él mismo al pequeño la bendición de María Auxiliadora. Al instante, el niño queda curado.

No obstante, por muy íntimos que sean ambos sacerdotes, cada uno conserva su propia personalidad. En la gestión de los asuntos, se enfrentan a veces con discusiones acaloradas; mientras don Bosco se muestra concentrado en la tarea del día, extremadamente audaz, don Rua es previsor y calculador, reduciendo al máximo posible el margen de lo imprevisto.

En 1884, el estado de salud de don Bosco es inquietante. El Papa León XIII le insta discretamente a que tenga prevista su sucesión. El 24 de septiembre de 1885, el fundador nombra a don Rua para sustituirlo. El que hasta ayer era hombre de disciplina y de severidad exterior proverbial, es hoy un nuevo Superior que se muestra más acogedor, con inflexiones de voz más suaves, con una amable sonrisa que le ilumina el rostro. El 31 de enero de 1888, don Bosco entrega su alma a Dios. Don Rua escribe: «Nuestra alma sólo puede consolarse con la idea de que Dios, infinitamente bueno, no hace nada que no sea justo y sensato». En la noche de aquel día, cuando todo el mundo se ha retirado de la pequeña iglesia donde se ha expuesto al difunto sentado en un sillón, don Rua permanece dos horas en oración ante él. Cuando se incorpora, su alma está llena de una fuerza nueva para asumir la dura tarea que le espera. Poco tiempo después, al ser recibido en audiencia por León XIII, le dice: «Parece que siga oyendo a don Bosco cuando nos decía unas horas antes de morir: «El Papa, el Papa, los Salesianos están a favor de la defensa de la autoridad del Papa, en todas partes y por siempre»». En la entrevista, el Santo Padre aconseja a don Rua que interrumpa la extensión de la Congregación para afianzar lo que ya existe. Durante dos años, la pausa impuesta permite la consolidación esperada y la amortización de las deudas más urgentes. Pero a partir de 1889, las fundaciones se reanudan y se multiplican por todo el mundo.

La finalidad de los patronatos

Apóstol ferviente de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, don Rua escribe a sus hijos: «Contiene todo lo que es salesiano, pues es en el Sagrado Corazón de nuestro Maestro donde iremos a beber, como educadores, el purísimo amor de la juventud, la dulzura y la mansedumbre que deben acompañar nuestras palabras y nuestros actos, la paciencia en las contrariedades y las tribulaciones inherentes a nuestra labor, el espíritu de sacrificio y el celo por las almas». En las circulares a los Salesianos, don Rua recomienda sobre todo los patronatos, insistiendo en que conserven su finalidad primera, y escribe: «La música, el teatro o el deporte son los medios, sólo eso. Allí donde sean útiles, y sólo allí, podemos utilizarlos; pero siempre con prudencia, para atraer a la juventud y asegurar su perseverancia. El objetivo es la enseñanza de la religión y la formación de las almas». Pensando en la perseverancia de los jóvenes que salen de los internados salesianos, promueve las asociaciones de antiguos alumnos. Finalmente, procura mantener un ambiente favorable a la eclosión y al crecimiento de vocaciones que germinan en los centros de su Congregación, del tipo que sean.

Su celo por la juventud le mueve a audacias inverosímiles en él. Para financiar sus obras, recuerda a las personas que nadan en la abundancia el deber que tienen de ayudar a los más desfavorecidos y el beneficio espiritual y temporal de la limosna. Entre 1889 y 1909, en la primavera de cada año, emprende un viaje de alrededor de tres meses, durante el cual recorre más de 100.000 km para visitar cada una de sus comunidades. Pero esos viajes le resultan penosos, ya que no puede acostumbrarse a las travesías marítimas, no soporta fácilmente las noches en ferrocarril y se adapta con dificultad a la alimentación y a las costumbres de los diferentes países. Con la edad, los achaques aumentan: las piernas se le hinchan a causa de las varices o están llenas de llagas, y tiene los párpados siempre inflamados y lacrimosos.

Son años marcados por grandes sufrimientos. En 1895, un sacerdote salesiano es asesinado por un alumno medio loco. Cinco meses después, Monseñor Lasagna, una de las grandes esperanzas de la Sociedad Salesiana, su secretario y cuatro religiosas de María Auxiliadora, son víctimas de un accidente ferroviario. Cuatro años más tarde, una inundación destruye, en Argentina, las realizaciones materiales de diez años de labor misionera. En Francia, con motivo de la denominada ley de Asociaciones (de 2 de junio de 1901), el gobierno exige el cierre y la venta de los centros salesianos. En 1907, se monta en un colegio un gran escándalo contra las buenas costumbres, levantando una violenta tormenta contra los Salesianos en toda Italia. Jamás don Rua estuvo tan triste como en aquellos días. A ciertas horas, se le puede ver con la cabeza entre las manos, hundido durante mucho tiempo en sus reflexiones y su plegaria. No pudiendo soportarlo, hace la promesa de realizar una peregrinación a Tierra Santa si el honor de su familia religiosa le es restituido por completo. Al serle concedido, cumple su promesa en 1908.

El corazón sensible de don Rua, que en una ocasión suplicaba «No me anunciéis malas noticias por la tarde, porque entonces no puedo dormir en toda la noche», conoce también, durante esos años, enormes alegrías. Su familia religiosa se multiplica prodigiosamente: si bien había recibido de don Bosco 700 religiosos a quienes dirigir en 64 casas diseminadas en 6 países, él dejará 4.000 a su sucesor, en 341 casas repartidas por 30 naciones. Además, tres de sus hijos son nombrados obispos por el Papa, dos de ellos para las misiones. El 24 de julio de 1907, don Bosco es declarado venerable; es la primera etapa oficial hacia la canonización. Una de las últimas grandes alegrías de don Rua es, a finales del año 1908, la terminación de la iglesia dedicada a santa María Liberadora, en Roma, que el Papa le había pedido que edificara. El pueblo, desorientado por el anticlericalismo entonces en el poder, es reafirmado en la fe y se apresura a acudir al nuevo santuario.

«Salvar el alma lo es todo, ¡lo es todo!»

En otoño de 1909, don Rua, agotado, debe permanecer en cama. En el mes de abril siguiente, los dolores llegan a ser tan fuertes que una queja escapa de sus labios: «¿Es necesario que siga sufriendo más para morir?». El 6 de abril de 1910, susurra por última vez una oración jaculatoria que aprendió de don Bosco en los años de su infancia: «Virgen Santa, tierna Madre, haz que salve el alma»; luego añade: «Sí, salvar el alma, salvar el alma lo es todo, ¡lo es todo!». Hacia las 9.30 horas, sin gemir, sin moverse, entrega su alma a Dios.

Don Rua, beatificado por el Papa Pablo VI el 29 de octubre de 1972, es uno de los hermosos frutos de santidad suscitados por don Bosco. «En la Iglesia y en el mundo, la visión educadora integral que vemos encarnada en Juan Bosco es una pedagogía realista de la santidad –escribe el Papa Juan Pablo II. Es urgente encontrar la noción real de la santidad como componente de la vida de todo creyente». El secreto de don Bosco, el maestro de la espiritualidad de la juventud, «consistió en no defraudar las profundas aspiraciones de los jóvenes (necesidad de vida, de amor, de expansión, de alegría, de libertad y de futuro), pero también en conducirlos poco a poco y de forma realista a realizar la experiencia de que solamente en la «vida de gracia», es decir, en la amistad de Cristo se realizan plenamente los ideales más auténticos» (31 de enero de 1988).

Pidamos al beato don Rua que nos enseñe a vivir en la amistad de Cristo a través de los actos más comunes de nuestra vida cotidiana.

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