22 de Febrero de 2008
Beata María de Jesús Deluil-Martiny
Muy estimados Amigos:
«Pero, ¿tiene todavía valor y sentido un «Salvador» para el hombre del tercer milenio? ¿Es aún necesario un Salvador para el hombre que ha alcanzado la Luna y Marte?« A pesar de tantas formas de progreso, el ser humano es el mismo de siempre: una libertad tensa entre bien y mal, entre vida y muerte. Es precisamente en su intimidad, en lo que la Biblia llama el «corazón», donde siempre necesita ser «salvado»« ¿Quién puede defenderlo sino Aquél que lo ama hasta sacrificar en la cruz a su Hijo unigénito como Salvador del mundo?« No temáis, abridle el corazón, acogedlo, para que su Reino de amor y de paz se convierta en herencia común de todos» (Benedicto XVI, Mensaje de Navidad de 2006). Los santos, iluminados por el Espíritu Santo, perciben claramente hasta qué punto necesita el mundo un Salvador, y su mayor preocupación es que Jesús reine en los corazones. Ese fue el caso de la madre María de Jesús Deluil-Martiny, que escribía: «¡Es necesario que reine!« Porque a Él pertenece el imperio por los siglos de los siglos, y todas las naciones le han sido entregadas en herencia. ¡Es necesario que reine!« nuestro Jesús, nuestro Hermano, nuestro Salvador, nuestro Amigo, nuestro Esposo. Es necesario que reine en nosotros mismos plenamente, sin sombra alguna de reserva o división, es necesario que reine en el mundo y en los corazones, y, para conseguirlo, rezaremos, ofreceremos, nos sacrificaremos, moriremos todos los días«». ¿Quién era esa mujer que ardía en semejante amor divino?
María Deluil-Martiny nace en Marsella el 28 de mayo de 1841, siendo bautizada ese mismo día. Es la primogénita de cinco hermanos, heredando de su padre, un abogado profundamente cristiano, una valentía que le permitirá vencer las dificultades de la vida; por parte de su madre, comparte una fe ardiente y una gran delicadeza de corazón. Sin embargo, da muestras de un temperamento altanero y dominante. Cuando llega la época de la primera Comunión, y con objeto de ofrecerle una preparación seria, sus padres la internan en la Visitación de Marsella. Un día, durante el recreo, María interrumpe de repente su juego, se lleva aparte a una amiga y le dice: «¿Sabes, Angélica? ¡La sangre de Jesús se está derramando en estos momentos en el altar por el mundo!». Y se queda unos instantes como absorta por ese pensamiento que acaba de atravesar su espíritu como un relámpago. María toma su primera Comunión el 22 de diciembre de 1853, recibiendo el sacramento de la Confirmación el 29 de enero de 1854 de manos de san Eugenio de Mazenod, obispo de Marsella. Hacia la edad de quince años, mientras todavía permanece en el internado, reúne a un grupo de alumnas a las que denomina «Oblatas de María» y al que considera como una pequeña orden religiosa, con regla, noviciado y profesión. Ese grupo es descubierto y disuelto por las superioras.
Al finalizar sus estudios, María realiza un retiro espiritual decisivo para su vocación, tal como escribe en su diario: «Jesucristo es el único que merece ser amado; en la hora de la muerte, quisiera haber amado sólo a Él« Para vivir bien en el mundo, debo aborrecer el pecado, huir de las malas ocasiones, odiar el mundo y lo que es del mundo« Ven y sígueme, dice Jesús; ¡Oh, Dios, qué hermosa es esa palabra!« ¡Y es mía si así lo quiero!». También durante esa época recibirá la gracia de conocer al párroco de Ars, san Juan María Vianney, y de hablarle de su vocación. Siente con gran claridad que Jesús la llama a entregarse por completo a Él, y por ese motivo rechaza diversas proposiciones de matrimonio.
Tribulaciones interiores
Pero aquella alma elegida necesita purificarse. Por eso permite Nuestro Señor que pase por numerosas tribulaciones interiores, en especial por una grave crisis de escrúpulos. Al ver en todas partes el pecado, teme verse separada de Aquél a quien ama por encima de todo: «Vivir con la idea de estar a malas contigo, ¡oh, Jesús! –escribe–, es morir mil veces; ¡es tan duro, dulce Maestro, no sentirte siempre plenamente y esperar el Cielo para gozar de ti!». Gracias a la ayuda de un sabio confesor, María consigue salir de esa angustiosa situación. En 1859, Clemencia, la más joven de sus hermanas, muere de enfermedad después de haber comulgado por primera vez; sus otras dos hermanas, así como su hermano, morirán los años siguientes. María se queda sola en el hogar paterno, junto a sus padres enfermos y sometidos a reveses de fortuna.
En 1864, conoce una nueva asociación fundada por una monja salesa de la localidad de Bourg-en-Bresse y denominada «Guardia de honor del Sagrado Corazón de Jesús»; su objetivo es glorificar, amar y consolar al Sagrado Corazón entregándose con Él a una vida de oración, de penitencia y de caridad para reparar los pecados del mundo. María recibe muy pronto el título de «primera celadora» de la obra que se compromete a propagar en numerosas almas a través del mundo, incluidos obispos, mediante impresos, imágenes y medallas.
Con motivo de la beatificación de la vidente de Paray-le-Monial, sor Margarita María Alacoque, en junio de 1865, María es invitada a realizar un retiro espiritual en la Visitación de Bourg, en el transcurso de la cual recibe preciosas revelaciones. Hacia finales de diciembre de 1866, escucha la alocución de un sacerdote jesuita, el padre Juan Calage, que habla de la sangre y del agua que han brotado del Corazón de Jesús. Siente la inspiración de ponerse en contacto con ese sacerdote, manifestándole su deseo de abrazar la vida religiosa: «Ha sentido usted la llamada –le responde el buen religioso–, es cierto, pero aún no ha llegado el momento; su entrada en religión actualmente desbarataría los planes de Dios, pues Él tiene proyectos especiales para su alma« Le compete a usted prepararse mediante su propia renunciación». Así pues, le aconseja que se entregue totalmente a Nuestro Señor, lo que realiza el primer viernes de mayo de 1867.
El peor de los males
A fin de conocer los designios del Señor para ella, María pasa largas horas de meditación ante el sagrario. Comprende que Jesús busca almas dispuestas a ofrecerle perpetuo homenaje de reparación por las heridas causadas a su Divino Corazón. Pero, ¿qué debe entenderse por «reparación»? El pecado es una ofensa que se le hace a Dios, pero hiere igualmente a la humanidad: «A los ojos de la fe, ningún mal es más grave que el pecado y nada tiene peores consecuencias para los pecadores mismos, para la Iglesia y para el mundo entero» (Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 1488). En su todopoderosa misericordia, Dios habría podido borrar todas nuestras ofensas sin exigir reparación, pero la revelación nos enseña que quiso una reparación perfecta, enviando a su Hijo para expiar los pecados: Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero (1 Jn 2,1-2). Según destaca santo Tomás de Aquino, el Padre manifiesta de este modo una misericordia todavía más abundante: sabedor de que el hombre no puede reparar por sí mismo el pecado, le dio a su propio Hijo para que lo hiciera en su lugar. «El amor hasta el extremo (Jn 13, 1) es lo que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida» (CEC 616). Así pues, la oblación de Jesús en el Calvario se renueva en cada Misa, y los cristianos son invitados a unirse a ella. San Pablo escribe lo siguiente a los Colosenses: Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que faltara a las tribulaciones de Cristo, a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (col 1, 24). Por eso el Sagrado Corazón busca almas generosas que, como María, Madre de Jesús, y uniéndose a su Sacrificio renovado en cada Misa, deseen cooperar en su obra redentora y añadir su gota de agua al cáliz de su Pasión.
«¡Es necesario que reine!«»
El primer sábado de septiembre de 1867, María se encuentra orando en una iglesia cuando Jesús le dirige la palabra: «No soy conocido, no soy amado« Quiero encontrar almas que me comprendan« Soy un torrente que quiere desbordarse y cuyas aguas ya no pueden ser contenidas« Quiero construirme unas copas para llenarlas con las aguas de mi amor« Tengo sed de corazones que me aprecien y que consigan cumplir el objetivo por el cual estoy aquí. Soy ultrajado, soy profanado. Antes de que los tiempos acaben, quiero ser compensado de todos los ultrajes que he recibido« Quiero esparcir todas las gracias que han sido rechazadas«». María siente una profunda tristeza por el rechazo que el mundo opone a Jesús, y escribe: «El mundo ya no quiere nada de Él. En la actualidad, hay quienes se sonrojan de Él, quienes lo odian y lo rechazan; intentan excluirlo de los corazones y de la sociedad. Ante esas vergüenzas, ante esos odios, ante esos desprecios, ante esas impiedades satánicas, respondamos en voz alta y con firmeza: «¡Es necesario que reine!«». Con ese espíritu, el Papa Juan Pablo II incitaba a los fieles a adorar al Santísimo Sacramento: «Postrémonos largo rato ante Jesús presente en la Eucaristía, reparando con nuestra fe y nuestro amor los descuidos, los olvidos e incluso los ultrajes que nuestro Salvador padece en tantas partes del mundo» (Carta apostólica Mane nobiscum Domine, 7 de octubre de 2004, 8).
El 8 de diciembre de 1867, con el permiso del padre Calage, María profesa el voto de virginidad. En septiembre de 1868, ante la estatua de la Virgen de la Saleta en llanto, recibe una inspiración: «La Santísima Virgen quiere víctimas que se interpongan, en unión con su Corazón traspasado y con Jesús inmolado, entre los crímenes de los hombres y la justicia de Dios«». El mes siguiente, pronuncia esta hermosa plegaria: «¡Oh, Jesús, recíbeme de manos de la Santísima Virgen y ofréceme contigo, inmólame contigo« Me entrego a esta inmolación mientras te plazca y mientras mi debilidad lo permita« Veré todas las cruces, todos los sufrimientos que tu Providencia me destine y me envíe como prendas que me aseguran que has aceptado mi humilde ofrenda». A principios del año 1869, María deja por escrito un resumen completo de la obra futura: «Al igual que María en el Calvario, unida al Padre Eterno, ofreció a su divino Hijo y renovó esa ofrenda de manos de san Juan, las Hijas del Corazón de Jesús, unidas a todos los sacerdotes del mundo, ofrecerán a Jesús inmolado como víctima propiciatoria de altar en altar. Ofrecerán especialmente la sangre y el agua procedente de la divina herida del Sagrado Corazón. Serán las adoradoras de la Eucaristía expuesta solemnemente en las iglesias de sus monasterios y podrán todo el empeño en rodearlo de los más profundos testimonios de respeto y de amor; eso será su vida, su razón de ser«».
Sobrevienen sin embargo tribulaciones humillantes, al mismo tiempo que una abundancia de gracias. El padre Calage lo aprovecha para enraizar a María en la humildad: «Intente empequeñecer su temperamento; su alma es ágil y usted es obediente, pero su temperamento debe ser moderado« Dios modera normalmente el temperamento mediante las humillaciones y las tentaciones; ellas le dicen: mira lo que eres sin la gracia, algo repulsivo, execrable«».
Consagrarse a los sacerdotes
El 14 de agosto de 1872, María escribe: «El sacerdote tiene como única misión y cometido inmolar a la Víctima; tiene como única misión y cometido ofrecerla como sacrificador. El alma del cristiano de a pie debe pasar forzosamente por el alma del sacerdote, fundirse en ella para participar en la oblación de la víctima y glorificar a Dios en la medida en que puede serlo. ¡Oh, sacerdote, te necesito para glorificar al Padre« me basta con que me des al Hijo!« Los sacerdotes son los brazos de la Iglesia, siempre levantados para sacrificar y ofrecer, y toda la Iglesia debería sin cesar, unida a ellos, sacrificar y ofrecer con sus manos consagradas« La unión al altar, la unión al Sacrificio, esa identificación de una vida entera con los ministros del Señor –a fin de que celebren más dignamente– es una atracción sublime, es puro cristianismo; hay que ayudar a los sacerdotes, consagrarse a ellos». Aún escribe algo más: «Envío a mi ángel de la guarda a asistir a todos los sacerdotes en el santo altar. Lo envío para que lleve mi alma a todas las patenas, a fin de que sea ofrecida con Jesucristo inmolado».
Esta intuición de María concuerda con lo que afirmará el Papa Pío XII en la encíclica Mediator Dei (113, 20 de noviembre de 1947): «Pero al poner sobre el Altar la Víctima divina, el Sacerdote la presenta al Padre como oblación para la gloria de la Santísima Trinidad y para el bien de todas las almas. En esta oblación propiamente dicha, los fieles participan en la forma que les está consentida y por un doble motivo: porque ofrecen el sacrificio, no sólo por las manos del Sacerdote, sino también, en cierto modo, conjuntamente con él y porque con esta participación también la ofrenda hecha por el pueblo cae dentro del culto litúrgico«». Y el Concilio Vaticano II enseña: «El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque su diferencia es esencial, no sólo gradual, sin embargo se ordenan el uno para el otro« Ciertamente, el sacerdocio ministerial« modela y dirige al pueblo sacerdotal, realiza el sacrificio eucarístico representando a Cristo, ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo; los fieles, por su parte, en virtud de su sacerdocio regio, participan en la oblación de la Eucaristía, y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y caridad operante (Lumen Gentium, 10).
Unas buenas ocasiones
El proyecto de Dios para con María se ha demorado mucho en revelarse plenamente, aunque, por fin, ha llegado el momento de realizarse. Sin embargo, las convulsiones políticas imposibilitan una fundación en Francia. Por tanto, con la ayuda de un prelado belga, Monseñor Van der Berhe, el 20 de junio de 1873 funda en Berchem-lez-Anvers (Bélgica) la Sociedad de las Hijas del Corazón de Jesús. A la vez que recibe el nombre de madre María de Jesús, recibe también el velo y un hábito blanco que lleva bordados dos corazones rojos rodeados de espinas. Siguiendo el espíritu del mensaje de Nuestro Señor a santa Margarita María Alacoque, los objetivos del nuevo instituto son los siguientes: hacer reparación de los pecados cometidos contra el Corazón de Jesús, ofrecerle una incesante acción de gracias por todos los favores que reparte sin cesar en el mundo, ofrecer a la Santísima Trinidad la Sangre preciosa de Jesucristo para obtener el advenimiento de su reinado en el mundo. El medio privilegiado para realizar ese ideal será una vida enclaustrada, centrada en el oficio divino y en la adoración del Santísimo. Las religiosas del nuevo instituto recitarán cada día las últimas siete frases de Jesús en la Cruz, frases de redención y fuente de santidad para las almas. A fin de compensar la falta de acción de gracias hacia los favores divinos, recitarán el Magníficat varias veces al día. Con la intención de abrir las puertas de la vida religiosa a personas de delicada salud que no pueden soportar las austeridades de las órdenes antiguas, la madre María de Jesús concede menos importancia a las mortificaciones corporales que a la mortificación interior y a la renuncia mediante la obediencia. Su preferencia se decanta por las mortificaciones que se presentan por sí mismas: «Esos sufrimientos causados por el calor o el frío –escribe– son unas buenas ocasiones para un alma mortificada. No decir nada en esos momentos es una mortificación preciosa, porque nadie la ve ni le presta atención; todo es solamente para Jesús». Nuestra Señora le había dicho: «En el futuro instituto, la oblación del Santo Sacrificio de la Misa, la ofrenda celestial de la divina Víctima inmolada en el altar suplirá de manera excelente las inmolaciones corporales que algunas personas de delicada salud no se pueden permitir». En efecto, como lo enseñaba Juan Pablo II, «cada consagración eucarística consigue un efecto de remisión de los pecados del mundo y contribuye de ese modo a la reconciliación de la humanidad pecadora con Dios. El sacrificio que se ofrece en la Eucaristía no es, de hecho, un simple sacrificio de alabanza. Es un sacrificio expiatorio o propiciatorio, como declaró el Concilio de Trento, ya que en él se renueva el propio sacrificio de la Cruz en el que Cristo expió por todos los hombres y mereció el perdón de los pecados de la humanidad» (Audiencia del 15 de junio de 1983).
Un buen golpe de ala
Las constituciones del nuevo instituto son aprobadas en 1876 y, el 22 de agosto de 1878, la fundadora y las cuatro primeras religiosas profesan los votos perpetuos. Sin embargo, la madre María de Jesús siente el deseo de asentar la obra en su país natal. En junio de 1879, se establece una fundación en «La Servianne», propiedad heredada de sus padres, cerca de Marsella. En adelante, la vida de la madre María de Jesús se divide entre el gobierno de sus monasterios y una voluminosa correspondencia. Su bondad innata se ha enriquecido con la ternura de una madre, y su solicitud vela por todos los detalles de la vida de sus hijas. Si alguna de ellas está enferma, pasa noches enteras a la cabecera de su lecho, curándola con sus propias manos y sugiriéndole piadosos pensamientos. A una de sus hijas le escribe lo siguiente: «¿No resulta ridículo que pasemos el tiempo contemplándonos, admirándonos, o quejándonos, compadeciéndonos de esos males nuestros tan pequeños que nos parecen tan grandes, limitándonos a gemir sobre nuestras miserias, cuando los grandes intereses de Dios y de la salvación de las almas nos llaman, cuando tenemos un Dios a quien amar y servir, almas a quienes ayudar y socorrer? Pues en eso nos parecemos a un hombre que, en medio de un gran incendio que arrasa su casa y que va a asfixiar a su madre, a su padre y a sus hijos, en lugar de darse prisa en extinguirlo, gemiría en un rincón por haberse ensuciado la ropa de llevar cubos de agua, y se dedicaría a quitarse, en medio de lamentaciones, las motas de ceniza depositadas en su ropa. Pues bien, eso es lo que hacemos cuando, en medio de este desdichado mundo que intenta incendiar la Iglesia y que insulta a Jesucristo Nuestro Señor, nos pasamos el tiempo lamentándonos sobre nuestros males interiores, nuestras tribulaciones personales, etc. Nos estamos encogiendo sobre nosotras mismas, cuando podríamos ensancharnos abrazando a Dios y convertirnos en santas sirviendo a su causa mediante nuestras renuncias y sacrificios. Demos un buen golpe de ala y, mediante la gracia, elevémonos, abandonemos la tierra, abandonémonos sobre todo nosotras mismas, y no veamos otra cosa sino a Jesús».
En noviembre de 1883, la madre María de Jesús contrata a un ayudante de jardinero de veintiún años, Luis Chave, para sacarle de la miseria. Muy pronto, sin embargo, éste se muestra perezoso, maleducado y exigente, relacionándose además con los anarquistas. El 27 de febrero de 1884, Miércoles de Ceniza, organiza una emboscada en el parque de «La Servianne», por donde pasarán las religiosas durante su recreo. Cuando se da a conocer, y mientras la superiora le dirige unas palabras amables, él la agarra de la cabeza y le dispara dos veces a bocajarro con un revólver. Herida en la carótida, la madre María de Jesús se desploma murmurando: «¡Le perdono« por la Obra!». Muere poco después.
Inhumada en el panteón familiar, y luego trasladada a Berchem en 1899, su cuerpo fue exhumado el 4 de marzo de 1989 con motivo de su beatificación. Estaba intacto y maleable. La Congregación de las Hijas del Corazón de Jesús cuenta en la actualidad con monasterios en Francia, en Bélgica, en Suiza, en Austria y en Italia, y con una fundación en Croacia. Después de la muerte de la fundadora, la propagación de su comunidad condujo al establecimiento de «la Asociación de las Almas Víctimas», que ha contado con miles de adhesiones, entre ellas las de los santos Pío X y Maximiliano Kolbe, los beatos Carlos de Foucauld, Columba Marmion, Eduardo Poppe y María José Cassant. Con motivo de la beatificación de María Deluil-Martiny, el 22 de octubre de 1989, el Papa Juan Pablo II resumió del siguiente modo su itinerario espiritual: «Quedó conmovida muy pronto por las heridas causadas al amor de Jesús y por los rechazos demasiado frecuentes de Dios en la sociedad. Al mismo tiempo, descubría la grandeza del don que Jesús hacía al Padre para salvar a los hombres, la riqueza del amor que se propaga de su Corazón y la fecundidad de la Sangre y del agua que brotan de su costado abierto. Estaba convencida de que había que participar del sufrimiento redentor del Crucificado en espíritu de reparación por los pecados del mundo».
Que también nosotros, por la salvación del mundo, podamos unirnos al Sacrificio redentor de Jesús con María presente al pie de la Cruz.
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