14 de Febrero de 2006
Beata Ma. Teresa Scherer
Muy estimados Amigos:
«Las manos son para el trabajo y el corazón para Dios», afirmaba la madre María Teresa Scherer. El 29 de octubre de 1995, con motivo de la beatificación de esta religiosa suiza, el Papa Juan Pablo II resaltaba: «Cuanto más engrandecía su vida interior, más atenta estaba a las necesidades del mundo de su época».
Catalina, que es la cuarta de siete hermanos, nace el 31 de octubre de 1825 en Meggen, junto al lago de los Cuatro Cantones (Suiza), en medio de un grandioso decorado de montañas. Desde muy pequeña le enseñan a realizar las labores de casa, a ayudar en el jardín y en los campos, a vivir en la frugalidad y la sencillez. El 15 de febrero de 1833, una neumonía fulminante se lleva a su padre de este mundo. Catalina es confiada a unos parientes –a dos hermanos solteros, uno de los cuales es su padrino–, separándose así de su madre y de sus hermanos y hermanas, que viven, no obstante, en la misma localidad de Meggen.
No puede decirse que Catalina sea una niña modelo, según ella misma confesará más tarde: «Era parlanchina, irreflexiva, distraída« Era irritable y propensa a las rabietas. Me gustaba la ropa bonita y disfrutaba si me halagaban. A menudo, replicaba y desobedecía a la sirvienta». Sin embargo, es inteligente, responsable y dotada de una memoria excelente, y no encuentra dificultad alguna en los estudios. Y sigue escribiendo: «Me gustaban los sermones, y solía frecuentar los sacramentos cuando se presentaba la ocasión».
A la edad de dieciséis años, la llevan a Lucerna. «El cura de la parroquia, así como mi madre, mi hermano y mi hermana mayores –escribe también– sabían de mi vivacidad, de mi vanidad y del amor que sentía por la música, por lo que decidieron alejarme de casa de mi padrino, confiándome a las hermanas hospitalarias de Besançon, en Lucerna, donde llegué de mala gana». Sus comienzos en el hospital resultan penosos, ya que sus tareas como auxiliar de enfermería le obligan a presenciar continuamente el sufrimiento y la muerte. Son muchas las preguntas que le vienen a la mente. Se siente agobiada por la rigurosa monotonía de un horario y de un reglamento severo. El hastío y el agotamiento le provocan una crisis. Pero un día, mediante intervención de la gracia divina, una luz ilumina su alma: «Comencé a rezar más, e hice uso cada vez más de los sacramentos». Se produce en ella un cambio radical: consigue superar sus repugnancias y encuentra alegría en el hecho de entregarse al servicio de los enfermos.
Aquellos tres años en el hospital consiguen hacer madurar a la joven. En julio de 1844, parte en peregrinación a la abadía benedictina de Einsiedeln, donde reflexiona seriamente sobre su vocación y, poco después, toma la decisión de ingresar en una orden religiosa activa. Precisamente por esa época, un capuchino del convento de Altdorf, el padre Teodosio, apóstol de corazón ardiente, está levantando una comunidad femenina que podría encajar con los deseos de Catalina. «Ya antes de 1839 –escribirá el religioso– había tenido la idea de sustituir la enseñanza antirreligiosa por una educación cristiana católica, de conseguir para los pobres, los indigentes y los presos, mediante congregaciones religiosas adaptadas a las necesidades de la región, una asistencia basada en los principios de la fe y de la caridad cristianas». Ese proyecto del padre Teodosio pretende contrarrestar un laicismo virulento instalado en los puestos de dirección de la Confederación Suiza, que suprime despiadadamente las escuelas católicas y las comunidades religiosas.
«Se equivocan«»
La Iglesia ha reconocido siempre la sana laicidad de la sociedad civil, es decir, la separación entre el poder temporal y el poder espiritual, de modo que cada uno se ocupe de sus competencias. Pero el laicismo, que pretende no tener en cuenta a Dios y a la religión si no es en el marco de la vida privada, es un grave error, contrario a la verdad y al bien del hombre, así como al de la sociedad. Al respecto, el Papa Juan Pablo II nos decía: «Se equivoca quien cree que la referencia pública a la fe menoscaba la justa autonomía del Estado y de las instituciones civiles, o que puede incluso fomentar actitudes de intolerancia» (Mane nobiscum, Domine, 7 de octubre de 2004).
El 20 de octubre de 1939, el Papa Pío XII escribía ya: «No hay necesidad más urgente, venerables hermanos, que la de dar a conocer las inconmensurables riquezas de Cristo (Ef 3, 8) a los hombres de nuestra época« Ahora bien, el nefasto esfuerzo con que no pocos pretenden arrojar a Cristo de su reino, niegan la ley de la verdad por Él revelada y rechazan el precepto de aquella caridad que abriga y corrobora su imperio como con un vivificante y divino soplo, es la raíz de los males que precipitan a nuestra época por un camino resbaladizo hacia la indigencia espiritual y la carencia de virtudes en las almas. Por lo cual, la reverencia a la realeza de Cristo, el reconocimiento de los derechos de su regia potestad y el procurar la vuelta de los particulares y de toda la sociedad humana a la ley de su verdad y de su amor, son los únicos medios que pueden hacer volver a los hombres al camino de la salvación«».
«Y en primer lugar es cosa averiguada que la fuente primaria y más profunda de los males que hoy afligen a la sociedad moderna brota de la negación, del rechazo de una norma universal de rectitud moral, tanto en la vida privada de los individuos como en la vida política y en las mutuas relaciones internacionales; la misma ley natural queda sepultada bajo la detracción y el olvido. Esta ley natural tiene su fundamento en Dios, creador omnipotente y padre de todos, supremo y absoluto legislador, omnisciente y justo juez de las acciones humanas. Cuando temerariamente se niega a Dios, todo principio de moralidad queda vacilando y perece« ».
«Narra el sagrado Evangelio que, cuando Jesús fue crucificado, las tinieblas invadieron toda la superficie de la tierra (Mt 27, 45); símbolo luctuoso de lo que ha sucedido, y sigue sucediendo, cuando la incredulidad religiosa, ciega y demasiado orgullosa de sí misma, excluye a Cristo de la vida moderna, y especialmente de la pública y, junto con la fe en Cristo, debilita también la fe en Dios. De aquí se sigue que todas las normas y principios morales según los cuales eran juzgadas en otros tiempos las acciones de la vida privada y de la vida pública, hayan caído en desuso, y se sigue también que donde el Estado se ajusta por completo a los prejuicios del llamado laicismo –fenómeno que cada día adquiere más rápidos progresos y obtiene mayores alabanzas– y donde el laicismo logra substraer al hombre, a la familia y al Estado del influjo benéfico y regenerador de Dios y de la Iglesia, aparezcan señales cada vez más evidentes y terribles de la corruptora falsedad del viejo paganismo. Cosa que sucede también en aquellas regiones en las que durante tantos siglos brillaron los fulgores de la civilización cristiana» (Pío XII, Summi Pontificatus). Era ese espíritu pagano, ya presente en el siglo XIX, lo que el padre Teodosio quería combatir.
Una determinación que le domina
El 5 de octubre de 1844, Catalina conoce al padre Teodosio y, la primavera siguiente, decide comprometerse en su nueva congregación. Su familia considera imprudente esa decisión, pero, ante su determinación, consiente en dejarla ir. El 27 de junio de 1845, parte con una compañera a Menzingen para seguir el noviciado, donde el padre Teodosio acaba de abrir una escuela con tres chicas jóvenes, que han inaugurado su familia religiosa; se trata de las «Hermanas de la Santa Cruz», que siguen el espíritu de la Orden Tercera de San Francisco bajo la dirección de una superiora, la madre María Bernarda. Catalina toma el nombre de sor María Teresa. Su tiempo de noviciado le permite adquirir mayor conciencia de sus defectos: «En aquella época –nos confiesa–, mis principales defectos eran la susceptibilidad, el orgullo y la vanidad». Allí aprende a conocer más profundamente a Dios y a vivir en su presencia. A finales de octubre de 1845, las cinco religiosas pronuncian los primeros votos. Inmediatamente, sor María Teresa es enviada a Galgenen para fundar una escuela, en compañía de otra hermana. Pedagoga nata, sor María Teresa se forma con felicidad y éxito en su labor de maestra. Sin embargo, al tener que compaginar las clases con las tareas domésticas, y tener que renunciar a los momentos de ocio a favor del estudio, sus fuerzas físicas se agotan con rapidez. Ella misma cuenta: «Cada vez era más escrupulosa, me sentía abrumada por penas interiores y, creyéndome perdida, no podía mortificarme lo suficiente». Así pues, cae enferma y debe regresar a Menzingen, donde consigue hallar algo de paz interior, aprobando así el examen-oposición de maestra. En los años siguientes, es requerida en diversas casas, y apreciada en todas ellas por su energía, su labor concienzuda y su buen humor.
Un memorable apretón de manos
El 1 de marzo de 1852, ante la llamada del padre Teodosio, sor María Teresa es enviada a Coire para hacerse cargo de un pequeño hospital fundado por el padre. El edificio donde se ha instalado el hospital no es adecuado, por lo que se hace necesario edificar, pero no se dispone ni de terreno ni de fondos. «El padre Teodosio se declaraba dispuesto, con la ayuda de Dios, a emprender aquella obra si le prometía ayuda, confianza y fidelidad –escribirá la madre María Teresa. Me comprometí mediante un apretón de manos y se marchó tan contento. Dos días después, se adquiría un terreno y empezaba inmediatamente a construirse el hospital de la Cruz». Ese apretón de manos arrastra a sor María Teresa, a quien en adelante llamarán «madre», a una nueva vía de caridad al servicio de los enfermos.
Con inusual energía y gran capacidad de organización, la madre se encarga de la construcción del nuevo edificio, en medio de obstáculos de todo tipo y de abrumadoras humillaciones. Compone una oración para las hermanas que han sido llamadas a cuidar de los enfermos; he aquí un resumen: «Señor, que vean en los pobres y en los enfermos a tus hermanos. Que los amen de todo corazón, los asistan incansablemente con alegría, soporten sus defectos y sus quejas con paciencia y devuelvan el bien por el mal. Que, a pesar de todas las dificultades, sigan siendo humildes, sencillas, obedientes y puras, y que soporten sus sufrimientos por amor a ti, mi Dios, y por la salvación de sus almas». La pobreza del nuevo hospital es extrema, y las religiosas dan preferencia a las necesidades de los enfermos, por lo que, algunos días, las hermanas deben aguantarse el hambre.
Gracias a un hermoso florecimiento de vocaciones, es posible emprender toda suerte de actividades sociales. Junto al hospital, se abre un orfanato, un asilo de ancianos, una escuela de labores manuales y un internado para chicas. Después, se multiplican las fundaciones en otras ciudades. Con objeto de atender los enormes gastos, la madre María Teresa envía a las hermanas a hacer colecta por toda Suiza, y luego por países extranjeros.
Sin embargo, el padre Teodosio se percata muy pronto de que las hermanas de Menzingen, bajo la dirección de la madre María Bernarda, han decidido separarse de él y de las que se dedican a otras obras de caridad, pretendiendo consagrarse exclusivamente a la enseñanza. Un gran malestar se extiende por toda la congregación. Finalmente, se opta por la separación, de modo que cada hermana es libre de elegir entre ambos institutos. «La separación en dos institutos –escribirá una hermana– nunca provocó hostilidad. Las superioras de ambas casas y el padre Teodosio se ayudaron y se apoyaron recíprocamente cuando la necesidad lo exigió. En ello se reconoce el espíritu del padre Teodosio, quien gustaba de decir: «¿Qué más da quien haga el bien en la Iglesia con tal de que se haga? Dadle gracias a Dios»».
Conservar el buen humor
En 1855, el padre Teodosio decide comprar la colina que domina la localidad de Ingenbohl, en Suiza central, con objeto de fundar allí la casa madre de las hermanas. El 13 de octubre de 1857, la madre María Teresa es elegida superiora general de las Hermanas de la Caridad de la Santa Cruz de Ingenbohl. Luego, vendrán años de actividad desbordante, en los que las fundaciones se suceden unas tras otras. Para poder mantener el apostolado de las hermanas, el padre Teodosio introduce en Ingenbohl la adoración perpetua del Santísimo Sacramento. La madre María Teresa encuentra en la Eucaristía una vida espiritual llena de sencillez. Lo que cuenta para ella es el amor que dirige la acción, la fidelidad al deber de estado y la caridad fraterna. Según ella dice, «Hay que rezar con fervor, y acostumbrarse a llevar una vida interior intensa en todas las circunstancias de la vida, sin tener por ello que mostrar un rostro de cuaresma». A una hermana que le pide consejo acerca del ayuno y la penitencia, ella le responde: «Las hermanas no deben ayunar hasta el punto de perjudicarles la salud; necesitan de sus fuerzas para servir al prójimo. No hago mucho caso del cilicio. Prefiero el dominio de uno mismo, la caridad en las palabras y la lucha contra el amor propio« Nuestras verdaderas mortificaciones consisten en contentarnos con lo que nos dan, en ir a donde nos envían y en conservar el buen humor».
La madre María Teresa da muestras de gran bondad de corazón, pues sabe que los desdichados conceden mayor importancia a las atenciones con las que son recibidos que a los bienes materiales que les son entregados. En un hospicio al que acaba de llegar, mientras las hermanas se hallan reunidas junto a ella, aparece un mendigo. La superiora local se muestra solícita y le escucha con paciencia. Las hermanas, algo apuradas, se excusan, pero la madre María Teresa les dice: «Así es como me imagino a una hermana de los pobres; su amor hacia ellos debe ser tan grande que les servirá en primer lugar, no temiendo hacer esperar a la superiora general. Y es más, si hace falta, deberá interrumpir la plegaria para acudir en auxilio de un pobre. No solamente deberá tratarlo como igual, sino que se comportará con él como una madre lo hace con su hijo más desdichado».
Heroica fidelidad
El padre Teodosio se muestra lleno de solicitud por la situación social y espiritual de los obreros, hombres, mujeres y niños, para quienes las hermanas han creado centros de acogida. En 1860, adquiere una fábrica de sábanas que acaba de quebrar, dando empleo a varios centenares de obreros en Oberleutensdorf, Bohemia. En opinión de la madre María Teresa, ese trabajo no conviene a las hermanas. No obstante, y tras largas reflexiones, envía a cinco hermanas a la fábrica. Con el tiempo, queda de manifiesto que los temores de la madre María Teresa eran fundados: las hermanas no son aptas para ese trabajo, y su indomable valor no puede evitar el desastre. El padre Teodosio se agota por los caminos de Europa buscando ayuda. Su salud no lo puede resistir y, el 15 de febrero de 1865, entrega el alma a Dios. Es un momento trágico para la madre María Teresa, que acude a la oración y a la confianza en Dios para fortificarse; luego, con sorprendente dominio de sí misma, manda que se haga balance exacto de los créditos, que resulta excesivamente gravoso. El 15 de septiembre, tras meses de íntimos sufrimientos morales, toma la decisión, por fidelidad al padre fundador y para evitar que los numerosos acreedores tengan que sufrir las consecuencias de las deudas impagadas, de asumir la herencia negativa del padre. Hasta 1870, ayudada por una comisión de auxilio muy activa, la madre consume sus fuerzas dando satisfacción a los acreedores, con una calma que parece inexplicable. En toda la congregación, las hermanas aceptan generosamente realizar esfuerzos heroicos. «Dios –les dice ella– nos ayudará si permanecemos unidas entre nosotras y si nuestro objetivo único es su gloria y el bien de las personas. Pero también debemos trabajar mucho». Por fin, la incansable paciencia y la confianza invencible de la madre logran acabar con las deudas, y la congregación, liberada de ese peso, consigue tomar vuelo de forma considerable.
Apenas realizada la amortización de las deudas, una nueva cruz pone a prueba a la superiora. Un sobrino del padre Teodosio, cegado por la ambición y la codicia, hace valer unos supuestos derechos sobre la herencia del tío. El padre Teodosio había concedido a ese sobrino que le hacía inestimables servicios más confianza de la que merecía. El resultado es un costoso proceso judicial que dura tres largos años, en el que la madre María Teresa sufre cruelmente. A finales de 1872, el asunto se salda con un veredicto favorable a las hermanas, aunque, en concepto de servicios prestados al padre Teodosio, la madre hace entrega de una respetable suma de dinero al sobrino del sacerdote.
Las tribulaciones se suceden. En agosto de 1872, para reemplazar al sucesor del padre Teodosio que acaba de morir, un nuevo superior, el padre Pablo, capuchino, es nombrado en Ingenbohl. Pero ese padre acaricia la idea de transformar la congregación para hacerla más contemplativa, para lo cual intenta ganarse al obispo, a los propios superiores capuchinos, a las hermanas y a las novicias. En sus visitas a varias casas de hermanas, provoca por doquier el desconcierto en las almas. La madre general, que viaja con frecuencia, se percata poco a poco de la situación, manifestando finalmente al padre, y con gran respeto, su desacuerdo sobre las medidas que emprende. Al empecinarse éste en sus ideas, la madre María Teresa escribe al obispo una carta de renuncia al cargo de superiora, y el prelado acepta su dimisión. «Tengamos presente a nuestro Salvador y a las innumerables ofensas que recibe cada día –escribe la madre a una de sus hijas. A mí no se me trata mejor, como usted ya debe saber. No importa, pues no se puede contentar a todo el mundo. ¡Con tal de que Dios está contento de nosotros!». Sin embargo, procedentes no solamente de las religiosas sino también de sacerdotes y de muchas personalidades importantes, el obispo recibe peticiones que reclaman el mantenimiento de la madre en su puesto. En julio de 1873, es nombrado un consejero eclesiástico para examinar el asunto; su informe concluye de este modo: «La idea del padre Pablo es irrealizable desde el punto de vista canónico y, desde el punto de vista práctico, más bien perniciosa». Iluminado por ello, el obispo restablece a la madre María Teresa en sus funciones de superiora general, y el padre Pablo es trasladado.
Lo esencial
En 1880, otra tribulación del mismo tipo alcanza a la madre. Un joven capellán que acaba de ser nombrado para asistir a la casa de Ingenbohl, y que solamente conoce la vida religiosa por los libros, acusa a la madre de violar las Constituciones. Esa malévola acusación la hiere en lo más profundo del alma, aunque guarda silencio al respecto, hablando sólo abiertamente de ese penoso asunto con su asistenta, a quien escribe: «Me siento atormentada, y me resulta penoso dirigirme a la casa madre; quiera Dios que todo sea para bien. Lo esencial es que nos mantengamos unidas y que nos amemos, que llevemos juntas la cruz y el sufrimiento». En enero de 1884, para conformarse al deseo expreso del obispo, presenta por escrito su justificación, obteniendo satisfacción en la controversia. A continuación, el capellán reconocerá sus errores y se convertirá en un sacerdote indulgente y benévolo.
La madre ha tenido que soportar durante toda la vida problemas de salud: reumatismo agudo, varices, hepatitis« A lo largo de 1887, un médico descubre un tumor canceroso en el estómago. El 1 de mayo de 1888, recibe los últimos sacramentos, siendo sus últimos días especialmente dolorosos. El 16 de junio por la noche, le llega la agonía, exhalando apaciblemente el último suspiro tras haber murmurado: «Cielo« Cielo».
La Congregación de las Hermanas de la Caridad de la Santa Cruz contaba, en el momento de la muerte de su fundadora, con 1.658 religiosas trabajando en varios países y repartidas en 434 establecimientos: escuelas, orfanatos, guarderías infantiles, institutos para sordomudos, para ciegos, internados para aprendices y alumnos pobres, casas de acogida para chicas, hospitales, enfermeras a domicilio, manicomios, asilos para personas mayores«
«María Teresa sigue siendo para nosotros un ejemplo –decía el Papa Juan Pablo II con motivo de la beatificación de la madre. Su fuerza interior le viene de su vida espiritual, pues pasa muchas horas ante el Santísimo Sacramento». En su encíclica Ecclesia de Eucharistia, el Santo Padre afirma: «Todo compromiso de santidad« ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria« En la Eucaristía tenemos a Jesús, tenemos su sacrificio redentor, tenemos su resurrección, tenemos el don del Espíritu Santo, tenemos la adoración, la obediencia y el amor al Padre« En el humilde signo del pan y del vino, transformados en su cuerpo y en su sangre, Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza y nuestro viático y nos convierte en testigos de esperanza para todos» (17 de abril de 2003).
No dudemos en dedicar más tiempo a adorar al Santísimo Sacramento, y dejémonos inflamar por ese fuego que Jesús vino a encender en la tierra (cf. Lc 12, 49) para atraer a todos los hombres al Reino del Cielo.
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