27 de marzo de 2024
Venerable Claire de Soria
Muy estimados Amigos,
«La Eucaristía es el origen de toda forma de santidad, y todos nosotros estamos llamados a la plenitud de vida en el Espíritu Santo. ¡ Cuántos santos han hecho auténtica su propia vida gracias a su piedad eucarística!… La santidad ha tenido siempre su centro en el sacramento de la Eucaristía» ―escribía el Papa Benedicto XVI en la exhortación apostólica Sacramentum caritatis del 27 de febrero de 2007 (núm. 94). Da testimonio de ello la vida de la madre Clara de Soria, clarisa del siglo xx, reconocida como venerable por el Papa Francisco el 3 de abril de 2014.
Clara de Soria Sánchez García nace el 14 de febrero de 1902 en la localidad de Torre en Cameros, provincia de Logroño (España). Es la tercera de siete hijos. El padre, Leopoldo Sánchez, es docente; la madre se llama Agustina García. La niña es bautizada con el nombre de Juana de la Concepción. Su madre la había consagrado, antes de nacer, a san Pascual Baylón (1540-1592), humilde fraile franciscano que obtenía su fuerza de la Eucaristía y pasaba largas horas en adoración silenciosa ante el Santísimo. Poco después la familia se instala en Rollamienta, y luego en Rebollar, en la provincia de Soria. Juana vive en el seno de una familia profundamente cristiana; es de temperamento impulsivo y fuerte, y muestra tener buen corazón, siendo agradable con todos. A la edad de nueve años empieza a enseñar el catecismo a sus hermanos y hermanas pequeños. El día de la primera Comunión de uno de ellos redacta una pequeña oración, pidiendo para él la vocación sacerdotal: «Pascualín (así le llamaba), ¿ no te gustaría ser sacerdote? Celebrarías la Santa Misa y nos darías la Comunión». Estimula a los suyos y a sus amigas a hacer sacrificios. En casa realiza diversas tareas domésticas. Según su hermana, elegía siempre las tareas más penosas y le dejaba a ella las más fáciles.
Pero la niña manifiesta pronto una fuerte predilección por la soledad, y no le cuesta nada pasar mucho tiempo rezando. En cuanto puede se escapa para visitar al Santísimo, quedándose allí el mayor tiempo posible. Le gusta ir a Misa, porque en ella Cristo se sacrifica por amor a nosotros y se nos entrega como alimento y bebida espirituales. En aquella época no se puede recibir cada día la Sagrada Comunión, por lo que, deseando ardientemente unirse a Cristo, pide a su madre: «Di al cura que, en la Misa, levante la Hostia más alto y más tiempo, para que yo pueda tomar la comunión espiritual». Su madre le enseña muy pronto a preocuparse por los pobres, y Juana da pruebas de una generosidad sin límites. Con motivo de algunas festividades importantes, su familia regala una comida a los pobres del lugar, y la joven permanece mucho tiempo con ellos, sirviéndolos, a pesar de perderse su postre favorito.
Aunque está dotada de una inteligencia despierta y profunda, no desea proseguir durante más tiempo sus estudios, pues se siente llamada a la vida religiosa contemplativa. Hasta donde llegan sus recuerdos, siempre ha sentido esa llamada de Dios para hacerse religiosa. Y afirmará: «Había oído decir que había religiosas enclaustradas en su convento, y que alababan a Dios sin cesar, y me dije: seré una religiosa como ellas». Se siente abrazada por el fuego de la Palabra de Dios, un fuego que no puede contener y que la mueve a exclamar a cada momento: He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad (Hb10,7). Según sus propias palabras, quiere convertirse en “alabanza de la gloria de Dios”. Pero sus padres, aunque son buenos cristianos, no la comprenden y la matriculan en la Escuela Normal de Soria. Juana obedece, pero no encuentra su lugar en ese mundo algo superficial y turbulento de los estudiantes, ya que su alma aspira a la casa del Señor. Sin embargo, ella se muestra servicial y disponible para hacer cualquier tipo de favores a sus compañeras. Supera los estudios con brillantez, pero sufre mucho por no poder realizar su deseo. En febrero de 1922, no aguantando más, escribe una carta conmovedora a su hermano mayor, que ya ha empezado a ejercer como docente: «No puedo estudiar más; mi vocación es ser religiosa y debo responder a la llamada del Señor». Muy disgustado, éste muestra la misiva a los padres, quienes aceptan finalmente, no sin pesar, la vocación de su hija, pero pronto sienten una verdadera alegría al pensar que tendrán una hija monja. Sin embargo, el día inicialmente previsto para que entrara en el convento, su padre muere súbitamente a causa de una embolia cerebral. Juana se da cuenta de la difícil situación de su madre viuda y de sus hermanos y hermanas jóvenes, ya que los dos mayores están casados; pero también comprende que debe obedecer a ese Dios que la llama, y que su obediencia será fuente de gracias para los suyos. Así pues, entra en el convento de las Clarisas de Soria el 15 de agosto de 1922. La Orden de las Clarisas, fundada en 1211 en Asís por san Francisco y santa Clara, fue introducida en España en 1223. «Entrar en el convento ―dirá más tarde a sus novicias― es morir al mundo, y para morir hay que pasar por la agonía. Las agonías que sufrimos son verdaderas agonías, pero las alegrías que sentimos después hacen que los sufrimientos del pasado sean muy pequeños».
La soledad de Jesús
La comunidad a la que Juana se incorpora está formada entonces por dieciséis monjas. Pronto se presentará otra postulanta. La maestra de novicias es una buena religiosa, sencilla y animada del espíritu franciscano; al principio, sin embargo, no comprende a Juana, que sufre mucho por ello. En febrero de 1923 tiene lugar el capítulo trienal del convento, en que la maestra de novicias y la abadesa intercambian sus respectivos cometidos. La madre Gregoria Purroy, nueva maestra de novicias, es una mujer espiritual, inteligente, fina y delicada, pero tampoco ella percibe la profundidad de la vida interior de Juana. El 18 de febrero de 1923, ésta recibe el hábito religioso y el nombre de sor Clara de la Concepción. Su gran devoción por el Señor en el Sagrario y por el Niño Jesús de Belén se desarrolla y concreta en unos poemas. A su pesar, la Regla que sigue la comunidad no es la Regla primitiva de santa Clara, que no permitía ninguna propiedad, sino una Regla suavizada aprobada por el Papa Urbano IV: «Paseando un día durante el recreo con mi madre maestra y preguntándole sobre esa segunda Regla ―dirá―, aprendí claramente su significado. ¿ Qué hacer? Pedí al Señor y encontré la solución: observar bien la Regla que había encontrado y pedir constantemente al Cielo, con absoluta confianza, que la comunidad acabara profesando la primera Regla». Siente también una gran tristeza al constatar que Jesús en el Santísimo Sacramento está con frecuencia solo, fuera de las horas del Oficio Divino y de la Misa.
En febrero de 1924 sor Clara es admitida a la profesión temporal, pero permanece en el noviciado que ilumina con su buen humor. En 1925 se presentan otras dos postulantas. Ella está contenta, pues siente un deseo insaciable por ver almas que se consagran a Dios. Es ella quien las inicia en la vida de clarisa, comunicándoles su deseo de adoración perpetua del Santísimo y de retorno a la primera Regla. Tres años más tarde, en 1927, a la edad de veinticinco años, profesa sus votos perpetuos. Empieza entonces para ella un largo período de prueba espiritual: tristeza indecible, aridez, repugnancias y profunda amargura espiritual. Busca en la Sagrada Escritura la luz que ha dejado de iluminar su alma. Su espíritu de fe le permite actuar con fidelidad, como si no pasara nada, conservando su confianza, contra toda esperanza (cf. Rm 4, 18), en Aquel al que ha elegido servir. Continúa irradiando alegría y mostrándose servicial, silenciosa y obediente. Su salud, que era algo delicada durante el noviciado, se muestra en adelante robusta. Desde hace tiempo le han confiado la responsabilidad de asistente de la ecónoma, a lo que se dedica con diligencia y gran espíritu de sacrificio. En 1933 es nombrada tornera, es decir, encargada de la acogida en la puerta del monasterio; seguirá siéndolo hasta su abadiato en 1941.
«¡ Con Él yo me ofrezco!»
La Misa es el centro y el punto culminante de su vida. En unión con el sacerdote, ofrece a la Divina Víctima por la salvación del mundo entero y se ofrece a sí misma: «Padre, te ofrezco a Jesús, con Él yo me ofrezco, Dios mío».
En la encíclica Ecclesia de Eucharistia, el Papa san Juan Pablo II escribirá: «Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y se realiza la obra de nuestra redención. Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre solo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan inestimable don. Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿ Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega hasta el extremo (cf. Jn 13, 1), un amor que no conoce medida» (17 de abril de 2003, núm. 11).
El deseo de sor Clara de ver cómo el Señor es adorado por el mundo entero se engrandece día tras día. Como jadea la cierva tras las corrientes de agua (cf. Sal 41, 2), su alma busca el rostro de Dios. «Un día de 1936 ―dirá ella― comprendí en mi corazón que el Señor quería la exposición permanente del Santísimo en esa iglesia y que debía decírselo al padre Julio (su director espiritual)… Como estábamos en guerra (la guerra civil y religiosa de 1936-1939) y el padre estaba en la otra zona, al no poder comunicarme, dejé el asunto en manos de Jesús… Después de un tiempo, el padre vino a Soria y se lo conté todo. Su respuesta fue: “¡ Dios lo quiere!”». Las hermanas del convento reciben con entusiasmo esa perspectiva. En 1938 sor Clara habla de ello en la comunidad. La abadesa se muestra favorable, pero aparecen fuertes resistencias entre las antiguas religiosas, que ven en esa medida una carga demasiado pesada, y el proyecto se aplaza por “amor a la paz”.
En el Capítulo de 1938, sor Clara es requerida por la comunidad para ser su abadesa. Tiene treinta y seis años; según derecho, hay que tener cuarenta para desempeñar esa función. Por humildad, rehúsa el abadiato y cualquier otro cargo, pero sufre profundamente y llora amargamente, evocando las palabras del salmista: Son mis lágrimas mi pan, de día y de noche (Sal 41, 4), pues se considera culpable, mediante su rechazo, de retrasar la instauración de la adoración del Santísimo Sacramento. Transcurren tres años y, en 1941, sor Clara, que aún no tiene cuarenta años, es elegida abadesa. Se le concede la dispensa de edad solicitada a Roma, así que la madre Clara se instala como abadesa el 11 de junio. Como consecuencia de la reciente guerra civil, el coste de la vida ha aumentado considerablemente, por lo que la nueva abadesa sufre por no poder alimentar a sus religiosas tan bien como desearía, pero deposita su confianza en la Divina Providencia, multiplica las oraciones a los santos y hace esfuerzos considerables para mejorar la situación. En vísperas de algunas festividades, las hermanas rezan, en el momento del recreo, para pedir el alimento del día siguiente, y ven cómo llega todo lo necesario, incluso el postre… «La Divina Providencia nunca falla» ―escribirá la madre.
Una alegría inmensa
En noviembre de ese mismo año, tras el retiro de la comunidad, se establece la adoración perpetua ante el sagrario, y las religiosas se relevan día y noche. En 1942 la Santa Sede aprueba nuevas constituciones para las clarisas, que incluyen la posibilidad de exponer permanentemente el Santísimo Sacramento. La alegría de las hermanas es inmensa. El 11 de agosto, víspera de la solemnidad de Santa Clara, un sacerdote expone al Señor en la custodia para la adoración perpetua.
«En la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros ―escribía el Papa Benedicto XVI en la exhortación Sacramentum caritatis―; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia. Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos… La adoración fuera de la santa Misa prolonga e intensifica lo acontecido en la misma celebración litúrgica… Y precisamente en este acto personal de encuentro con el Señor madura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que quiere romper las barreras no solo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las barreras que nos separan a los unos de los otros… Además, quisiera expresar admiración y apoyo a los Institutos de vida consagrada cuyos miembros dedican una parte importante de su tiempo a la adoración eucarística. De este modo ofrecen a todos el ejemplo de personas que se dejan plasmar por la presencia real del Señor» (núm. 66-67).
La suprema paradoja es que Jesús en el Santísimo es a la vez el gozo y el martirio de la madre Clara. Su corazón arde con el fuego del amor por la Eucaristía: «Debemos ser ―afirma― serafines por el amor; debemos arder de amor por la Eucaristía». Pero ese amor supone también su martirio, ya que la menor sospecha, incluso remota, de que se pueda suprimir la exposición del Santísimo, le causa el sufrimiento más profundo.
La gran devoción de la madre por la Virgen María, que la mueve a rezar cada día el rosario completo, le inspira también, en 1945, la decisión de proclamar a María, en el misterio de su Inmaculada Concepción, abadesa perpetua del monasterio. «Acepta, Madre mía ―pide a María― la carga del gobierno de la comunidad que Dios Nuestro Señor me ha confiado y que, con el mayor placer de mi alma, te entrego hoy… Eres la divina pastora que guiará este pequeño rebaño para conducirlo a Jesús. Nosotras, las abadesas elegidas y nombradas canónicamente, nos constituimos como tus humildes y pequeñas pastoras».
Hacer fructificar
La madre Clara está a disposición de todas las hermanas; todas pueden dirigirse a ella con la confianza de una hija y la familiaridad de una hermana. Conoce como nadie los defectos de sus hermanas, pero no los resalta; se esfuerza más bien en considerar y alentar sus cualidades: «Hay que canalizar las aptitudes de las religiosas asignándoles puestos y funciones donde puedan desarrollarse ―afirma―… No debemos desperdiciar nada, todo es un don de Dios… Debemos hacer que fructifique». Trabaja sobre todo por el crecimiento espiritual de la comunidad, procurándole sesiones de formación. Como asidua lectora de la Sagrada Escritura y de sus comentaristas más autorizados, distribuye con su enseñanza, con motivo de los capítulos o en conferencias, los tesoros que ha acumulado.
Después de numerosas gestiones, la comunidad de Soria pide a la Santa Sede, por mediación del obispo, el paso oficial a la primera Regla que permite a las clarisas vivir sin otros ingresos más que los procedentes del trabajo de sus manos y de las limosnas espontáneas; el rescripto de concesión del Papa Pío XII llega el 22 de mayo de 1953, y es acogido con gran alegría por las hermanas. Misteriosamente, cada vez que el Señor concede una gracia insigne a la madre, esa gracia es precedida de una prueba dolorosa que ella se esfuerza por soportar con alegría y generosidad.
Atraídas por la luz de Jesús en el Santísimo, son numerosas las jóvenes postulantas que piden ser admitidas en el monasterio, de tal suerte que en 1956 el número de monjas sobrepasa las cuarenta. Pero la madre sueña con una comunidad de cincuenta miembros y, con fe confiada, coloca cincuenta guijarros cerca del sagrario para que el Señor, con su poder creador, los transforme en religiosas. Ese sueño se convertirá en realidad, pues durante el abadiato de la madre Clara la comunidad llegará a tener cincuenta y siete miembros. Poco a poco, gracias a la diversidad de las aptitudes, el trabajo se organiza y las dificultades económicas del principio del abadiato se desvanecen. Gracias a la dirección eficaz y desinteresada de un veterinario se crea una pequeña granja.
En 1954, como consecuencia de la Constitución Apostólica Sponsa Christi de Pío XII, se instauran las federaciones de monasterios. La madre Clara es elegida consejera de la Federación naciente de Cantabria, donde sus ideales hallan rápidamente eco. Después, otras comunidades deciden federarse con las de Cantabria y formar un noviciado común: el de Soria.
En mejores manos
Tras ser elegida cada tres años según las Constituciones, la madre Clara ejercerá el cargo de abadesa durante dieciocho años. No obstante, a partir del final del segundo trienio, su reelección eventual es sometida a la autorización formal de la Congregación de Religiosos. Al otorgar esa autorización en 1955, la Congregación advierte de que será el último trienio consecutivo. Así pues, tras el capítulo de 1958, la madre Clara abandona el cargo de abadesa. Para ella es un gozo verse libre de responsabilidades y poder entregarse plenamente a la obediencia, pues se siente más libre para dedicarse a las cosas de Dios. Cumple entonces con alegría las pequeñas observancias, así como los deseos de la nueva abadesa y de todas las hermanas. A un religioso que le pregunta si, tras tantos años como superiora, no siente que le falta algo, ella responde con sencillez: «¡ En absoluto, el cargo ha pasado ahora a mejores manos!».
Al expirar su abadiato, la madre Clara fue nombrada vicaria y maestra de novicias, funciones que conservará hasta su muerte. Se consagra con mucho esmero a sus novicias, cubriendo todas sus necesidades, tanto espirituales como materiales. En su gran humildad, sabe apoyarse en la auxiliadora del noviciado que le han asignado. En caso de problema relacionado con la disciplina, deja plenamente la solución en sus manos diciendo: «Lo hará mejor que yo». Se reserva el catecismo y el aprendizaje del canto coral. Para hacer más fácil y agradable la enseñanza de la doctrina cristiana, la resume en unos poemas que manda cantar a las monjas con melodías populares o compuestas por ella. También le gusta realizar con sus novicias lecturas comentadas para estimular su atención; las acostumbra a una sana autonomía del pensamiento y a la toma de iniciativas, sobre todo cuando discierne en ellas aptitudes especiales. En sus conferencias procura hacer comprender que todas las cosas buenas proceden de Dios, y que la humildad es el cemento de todas las virtudes.
La salud de la madre Clara se mantiene hasta el final de su vida, pero ella habla de su muerte con gran naturalidad: «¡ Ven ―repite―, hermana muerte, ven, pues tengo ganas de verte para volar con mi Amado hasta la morada celestial!». Dos semanas antes de su fallecimiento se fractura varias costillas en una caída, lo que le provoca fuertes dolores. Había adelantado que se iría sin hacer ruido. Previendo su muerte, comulga todos los días en viático y afirma: «¡ Qué hermoso sería si un día, después de haber comulgado, me hallaran muerta en mi silla del coro!». Unos minutos antes de su deceso, asegura a una de las hermanas de la cocina que pronto morirá y sin darles trabajo. Ese 22 de enero de 1973, hacia las once de la mañana, mientras atraviesa el claustro para dirigirse al despacho de la madre vicaria, se desploma sin un grito, fulminada por un infarto de miocardio.
A imitación de la venerable madre Clara de Soria, dirijámonos llenos de alegría y de asombro hacia la Eucaristía, para experimentar la verdad de la Palabra de Jesús a sus discípulos: Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20).