18 de Marzo de 2020

Santas Perpetua y Felicidad

Muy estimados Amigos:

Al comentar esta frase de Nuestro Señor : Porque quien quiera salvar su vida, la perderá ; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará (Lc 9, 24), el Papa Francisco pudo afirmar : « A lo largo de dos mil años, una multitud inmensa de hombres y mujeres sacrificaron su vida por permanecer fieles a Jesucristo y a su Evangelio. ¡ Y en la actualidad, hay numerosos mártires —muchos más que durante los primeros siglos— que son conducidos a la muerte porque no renegaron de Jesucristo ! (Alocución con motivo del Ángelus del 23 de junio de 2013).

Santas Perpetua y Felicidad En el siglo iii, las persecuciones contra los cristianos, que eran considerados en el Imperio Romano « enemigos públicos », causaron innumerables víctimas. El primer emperador romano nacido en África, Septimio Severo, publicó un edicto contra los discípulos de Cristo con el fin de golpear a todos los nuevos adeptos al cristianismo, de tal modo que los más ilustres de ellos fueron los catecúmenos (candidatos al Bautismo) o los neófitos (nuevos bautizados). La iglesia de África fue especialmente afectada. Perpetua y Felicidad, dos jóvenes de diferente condición social, padecieron martirio en tiempos de este emperador, en el año 202 o 203, probablemente en Cartago (actualmente Túnez), al mismo tiempo que otros cuatro cristianos llamados Revocato, Saturnino, Saturo y Secúndulo. Muy pronto, el relato de su lucha se leyó en las iglesias, como lo atestigua san Agustín : « Esas dos mártires designan con sus nombres la recompensa concedida por sus generosas luchas, que las hacen merecedoras de la felicidad eterna. Pero el esfuerzo era de todos, ya que, en el combate de la confesión y de la pasión, todos los mártires se esforzaron valerosamente en el momento fijado para gozar de la perpetua felicidad. Por tanto, la divina Providencia actuó de tal suerte que esas dos mujeres fuesen, no solamente mártires, sino también, como sucedió, compañeras unidísimas en un mismo martirio. Ambas eran madres, circunstancia que las hacía aún más sensibles al sufrimiento, de forma que el enemigo esperaba que cedieran inmediatamente y que enseguida fueran suyas » (Sermón 282). Los tres documentos que relatan su martirio, entre los que se halla el de la propia Perpetua, son, a ojos de los historiadores, de una autenticidad incuestionable.

Aquellos cristianos catecúmenos fueron arrestados por su fe, probablemente como consecuencia de una denuncia. Perpetua, con sus veintidós años de edad, es de noble cuna y cultivada ; tiene dos hermanos, uno de ellos también catecúmeno, así como un hijo de tierna edad al que amamanta ella misma. Felicidad es esclava, también está casada y está embarazada de siete u ocho meses. Después de su detención, ambas jóvenes permanecen algunos días con sus perseguidores, pero sin ser encarceladas. El padre de Perpetua, movido por su afecto, intenta hacerla renunciar de su fe : « Padre —le dice—, ¿ ves esa jarra que yace en el suelo ? —Sí, la veo. —¿ Podría dársele otro nombre diferente del que tiene ? —¡ No ! —De igual modo, yo tampoco puedo tener otro nombre diferente del que tengo : cristiana ». Enfadado por esas palabras, el padre se lanza hacia la hija para pegarle, pero nada consigue. Durante los días que siguen, Perpetua no vuelve a ver a su padre, da gracias al Señor por su ayuda y recupera sus fuerzas. Poco después, recibe el Bautismo con los demás catecúmenos : « El Espíritu Santo —afirmará la joven— me dictó que pidiera al agua solamente la fuerza para soportar los tormentos de la carne ».

El único motivo para encarcelar a Perpetua y a Felicidad, que aparece en las Actas de su martirio, es su fe cristiana. Ellas habían entendido que los bautizados, « incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia » (Constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II, núm. 11). En el Imperio Romano, el emperador era adorado como dios, por lo que no se toleraba la religión cristiana, para la cual solamente hay un Dios, a quien se debe obediencia antes que a las leyes humanas.

« Unos días después —cuenta Perpetua en su relato— nos encerraron en prisión ; y tuve miedo, pues jamás había conocido semejantes tinieblas. ¡ Oh, día de terror ! Calor asfixiante a causa de la multitud ; mil extorsiones de los soldados. Por añadidura, me consumía de inquietud por mi hijo. Entonces, Tercio y Pomponio, los benditos diáconos que velaban por nosotros, obtuvieron con dinero que nos dejaran algo de espacio para que pudiéramos recobrar fuerzas. Una vez fuera de la prisión, cada uno era libre de ir a sus ocupaciones. En cuanto a mí, amamantaba a mi hijo, casi medio muerto de hambre. Ansiosa por él, hablaba de ello a mi madre, intentaba reconfortar a mi hermano, les confiaba a mi hijo ; me consumía de tristeza, porque veía cómo se afligían por mi causa. Tales fueron las inquietudes que soportaba durante muchos días, y después conseguí que mi hijo permaneciera conmigo en la cárcel ; y enseguida me encontré mejor, pues me liberé de la pena y de la inquietud que mi hijo me causaba, y la prisión se convirtió en un palacio que prefería a cualquier otra estancia… ».

Por el poder de Dios

«Después se extendió el rumor de que íbamos a ser interrogados —continúa Perpetua. Entonces vi llegar a mi padre ; el dolor se dibujaba en su rostro, y una pena mortal lo consumía : “Hija mía —me dijo—, apiádate de mis canas, apiádate de tu padre ; si es que todavía merezco ese nombre por tu parte, si es verdad que te eduqué yo mismo hasta la flor de la edad en que estás, si es verdad que te he preferido a tus hermanos, no hagas de mí un objeto de vergüenza ante las gentes. Piensa en tus hermanos, en tu madre, mira a tu hijo que no podrá vivir si tú mueres ; abandona tu orgullo y no hagas que muramos todos de pena. Nadie de nosotros osará ya hablar sin temor si eres condenada a suplicio”. Mi padre hablaba de ese modo por afecto hacia mí, pues me besaba las manos, se dejaba caer a mis pies, me llamaba no ya su hija sino su dama. Confieso que me afligía un agudo dolor, pensando que sería el único de nuestra familia que no se alegraría de nuestro martirio. Le dije para consolarlo : “Cuando estemos en el estrado, sólo nos sucederá lo que Dios quiera ; debes saber que nada depende de nosotros, sino de Dios”. Y se retiró sumido en la tristeza.

Otro día, mientras estábamos comiendo, vinieron a prendernos súbitamente para ser interrogados, y llegamos al foro. Inmediatamente se corrió la voz por los barrios vecinos, y se congregó una muchedumbre inmensa. Subimos al estrado. Al ser interrogados, todos los demás confesaron claramente a Jesucristo. Entonces me llegó a mí el turno. Y de pronto apareció mi padre con mi hijo en los brazos, y arrastrándome abajo del estrado me dijo en tono de súplica : “¡ Ofrece sacrificio ! (a los dioses paganos, señal de apostasía de la fe cristiana). ¡ Ten piedad de tu hijo !”. Y el procurador Hilariano me dijo : “Ten consideración a las canas de tu padre ; ten consideración a la tierna edad de tu hijo, ofrece sacrificio por la salvación de los emperadores”. Y yo respondí : “¡ No, no ofreceré sacrificio ! —Así pues, ¿ eres cristiana ? —me dijo. —Sí, lo soy”. Pero mi padre, que esperaba aún convencerme, seguía allí. Entonces Hilariano dio orden de que lo echaran, y uno de los guardias lo golpeó con una verga. Yo sentí el golpe como si lo hubiera recibido yo misma, tanto sufrí de ver así maltratado a mi padre, por su vejez y por mi culpa. Entonces el juez pronunció la sentencia por la cual se nos condenaba a todos a ser entregados a las fieras, y, llenos de gozo, volvimos a bajar a la prisión. Como quiera que yo amamantaba a mi hijo y que normalmente permanecía conmigo, envié al diácono Pomponio a pedírselo a mi padre, pero él no quiso entregárselo. Pero Dios permitió que el niño ya no pidiera pecho y que no me sintiera incomodada por mi leche ; de ese modo, me liberé de toda inquietud ».

San Pablo afirma : Y todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones (2 Tm 3, 12). Al resistir los asaltos patéticos de su padre, Perpetua hizo suyas las palabras de Jesús, dirigidas a todos : El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí (Mt 10, 37). « Jesús —dice san Jerónimo— no prohíbe amar a su padre o a su madre, pero añade de una manera expresiva : más que a mí », y san Hilario precisa : « Aquellos que dan preferencia a los afectos humanos sobre el amor de Dios se hacen indignos de la herencia de los bienes futuros y eternos » (cf. santo Tomás, Catena, in Mt 10, 37-39). Más generalmente, los paganos se mofaban de los mártires porque despreciaban los placeres de este mundo y aceptaban padecer tormentos a causa de su vana esperanza de bienes imaginarios. Pero aquellos cristianos sabían que la esperanza teologal es segura y sólida (Hb 6, 19), pues está fundada en las promesas de Dios. Y la esperanza no falla (Rm 5, 5).

¡Alguien sufrirá por mí!

En cuanto a Felicidad, tiembla de pensar que quizás se le otorgará un aplazamiento a causa de su estado, pues está prohibido presentar al suplicio a mujeres embarazadas ; teme que, después, deba derramar su sangre pura e inocente junto a la de los criminales, en lugar de derramarla con la de los cristianos condenados. Pero sus compañeros de martirio también se afligen profundamente, temiendo abandonar a quien comparte tan bien su suerte en el camino que conduce a su común esperanza. Dos días antes de los juegos del circo, uniendo sus corazones en una misma queja, dirigen al Señor una oleada de plegarias. Cuando apenas han terminado, los dolores de parto asaltan a la joven. Ante su dolor y el sufrimiento de un parto en el octavo mes, uno de los carceleros le dice : « Si ahora ya te quejas, ¿ qué será cuando seas arrojada a las fieras, a las que despreciaste cuando no quisiste hacer sacrificio ? ». Y Felicidad le responde : « Ahora soy yo la que padezco lo que padezco ; mas allí habrá otro en mí, que padecerá por mí, pues también yo he de padecer por Él ». Y así dio a luz una niña, que una mujer cristiana criará como a su propia hija.

La víspera del combate, los prisioneros toman una última comida que denominan “libre”, y que transforman como pueden en ágapes ; lanzan a la multitud que los rodea palabras llenas de firmeza, amenazándola con el juicio de Dios, dando testimonio de su felicidad por sufrir la pasión y burlándose de la curiosidad de quienes acuden para verlos. Saturo les dice : « ¿ Acaso no os basta mañana ? ¿ Qué placer sentís al ver a quienes detestáis ? Por lo menos, memorizad cuidadosamente nuestros rostros para reconocernos el Gran Día ». Por eso los paganos, llenos de sorpresa, los dejan tranquilos y, entre ellos, muchos empiezan a creer.

Por voluntad propia

Después, llega el brillante día de su victoria. Los condenados abandonan la prisión por el anfiteatro, alegres, con el rostro sereno como gentes que van al Cielo. Se estremecen de gozo, y no de miedo. Perpetua camina tras ellos, con el rostro luminoso y el paso tranquilo, como una esposa unida a Cristo, como la hija amada de Dios. El brillo de su mirada fuerza a todos a bajar la vista. Felicidad también va igual, alegrándose de haber parido felizmente para poder luchar contra las fieras con los otros mártires, pasando de un baño de sangre a otro, de la partera al gladiador, dispuesta a lavarse, después del parto, mediante un segundo bautismo. En la puerta del anfiteatro, según la costumbre, pretenden obligarlos a llevar cierta ropa : a los hombres, el manto de los sacerdotes de Saturno ; a las mujeres, la muñequera de las sacerdotisas de Ceres. Perpetua se resiste y lo rechaza firmemente diciendo : « Si hemos llegado hasta aquí por voluntad propia es para no dar por vencida nuestra libertad ; hemos entregado la vida para no cumplir con actos de ese tipo, y es lo que hemos convenido con vosotros ». El injusto magistrado reconoce entonces la justicia de esa frase, por lo que el tribuno les concede que puedan entrar en el anfiteatro vestidos simplemente como están. Perpetua canta un himno. Cuando llegan a la altura de Hilariano, los mártires le gritan : « ¡ Para nosotros, tú eres el juez ; pero para ti, es Dios ! ». El pueblo, exasperado por ese atrevimiento, pide que los golpeen con vergas, pero ellos dan gracias por tener que soportar una parte de los sufrimientos del Señor.

Han destinado para las dos jóvenes una vaca de las más salvajes, como un insulto hacia su sexo. La primera en ser derribada al suelo por el animal es Perpetua, cayendo de espaldas. Al recuperarse, la joven mártir se percata de que su túnica está desgarrada por un costado, por lo que se cubre con un girón de tela, preocupándose antes del pudor que del dolor. Luego, se ata los dispersos cabellos, pues no conviene que una mártir sufra su pasión con los cabellos dispersos, para no dar apariencia de luto en el momento de su gloria. Entonces se levanta y, al ver a Felicidad tendida en el suelo, se acerca, le tiende la mano y le ayuda a levantarse. Y las dos mujeres se aguantan de pie. Vencida la crueldad de la multitud, son llevadas vivas a la Puerta Sanavivaria.

El alma de Perpetua era pura y de una delicadeza llena de pudor. « El bautizado, con la gracia de Dios y luchando contra los deseos desordenados, alcanza la pureza del corazón mediante la virtud y el don de la castidad, la pureza de intención, la pureza de la mirada exterior e interior, la disciplina de los sentimientos y de la imaginación, y con la oración. La pureza exige el pudor, que, preservando la intimidad de la persona, expresa la delicadeza de la castidad y regula las miradas y gestos, en conformidad con la dignidad de las personas y con la relación que existe entre ellas. El pudor libera del difundido erotismo y mantiene alejado de cuanto favorece la curiosidad morbosa. Requiere también una purificación del ambiente social, mediante la lucha constante contra la permisividad de las costumbres, basada en un erróneo concepto de la libertad humana » (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 529-530).

Al salir de la arena, Perpetua es sostenida por un catecúmeno llamado Rústico ; como si volviera en sí después de un sueño, de tan contenta que estaba en espíritu y en éxtasis durante esos acontecimientos, mira a su alrededor y exclama ante el estupor general : « ¿ Cuándo van a echarnos a esa famosa vaca ? ». Y cuando le dicen que eso ya había sucedido, no lo cree hasta haber constatado las marcas de las heridas en su cuerpo y en su ropa. Luego, tras llamar a su hermano y al catecúmeno, les habla en estos términos : « Permaneced firmes en la fe y amaos los unos a los otros ; no os escandalicéis de nuestros sufrimientos ». Al exigir la multitud que aparecieran en medio de la arena para la ejecución final, los mártires se levantan por sí mismos y se dirigen allí. Tras besarse unos a otros a fin de consumar el martirio con el rito de la paz, todos, inmóviles y en silencio, son decapitados.

A contracorriente

Al anunciar el Jubileo del año 2000, san Juan Pablo II escribía : « Que la admiración por los mártires de todos los tiempos esté acompañada, en el corazón de los fieles, por el deseo de seguir su ejemplo, con la gracia de Dios, si así lo exigieran las circunstancias » (Incarnationis mysterium, 29 de noviembre de 1998). « También hoy creer en Jesús, seguir a Jesús… conlleva una opción por Él —decía el mismo Papa a los jóvenes de las Jornadas Mundiales de la Juventud de 2000— y, no pocas veces, es como un nuevo martirio : el martirio de quien, hoy como ayer, es llamado a ir contra corriente para seguir al divino Maestro, para seguir al Cordero a dondequiera que vaya (Ap 14, 4)… Quizás a vosotros no se os pedirá la sangre, pero sí ciertamente la fidelidad a Cristo. Una fidelidad que se ha de vivir en las situaciones de cada día. Estoy pensando en los novios y su dificultad de vivir, en el mundo de hoy, la pureza antes del matrimonio. Pienso también en los matrimonios jóvenes y en las pruebas a las que se expone su compromiso de mutua fidelidad. Pienso, asimismo, en las relaciones entre amigos y en la tentación de deslealtad que puede darse entre ellos… » (19 de agosto de 2000).

¿ Qué significa perder su vida a causa de Jesús ? —pregunta a su vez el Papa Francisco—. « Eso puede llegar de dos maneras —responde el Santo Padre— : explícitamente confesando la fe, o implícitamente defendiendo la verdad… ¡ Cuántas personas rectas prefieren ir a contracorriente, con tal de no negar la voz de la conciencia, la voz de la verdad ! A vosotros jóvenes os digo : Id a contracorriente y tened este orgullo de ir precisamente a contracorriente… ¡ Cuántas personas pagan a caro precio el compromiso por la verdad ! Una de ellas es san Juan Bautista. Juan murió a causa de la verdad, cuando denunció el adulterio del rey Herodes y de Herodías » (13 de junio de 2013).

« La confrontación entre la posición de la Iglesia y la situación social y cultural actual —escribía san Juan Pablo II— muestra inmediatamente la urgencia de que precisamente sobre tal cuestión fundamental se desarrolle una intensa acción pastoral por parte de la Iglesia misma : “La cultura contemporánea ha perdido en gran parte este vínculo esencial entre Verdad-Bien-Libertad y, por tanto, volver a conducir al hombre a redescubrirlo es hoy una de las exigencias propias de la misión de la Iglesia, por la salvación del mundo. La pregunta de Pilato : ¿ Qué es la verdad ? (Jn 18, 38), emerge también hoy desde la triste perplejidad de un hombre que a menudo ya no sabe quién es, de dónde viene ni adónde va. Y así asistimos no pocas veces al pavoroso precipitarse de la persona humana en situaciones de autodestrucción progresiva. De prestar oído a ciertas voces, parece que no se debiera ya reconocer el carácter absoluto indestructible de ningún valor moral… el hombre ya no está convencido de que sólo en la verdad puede encontrar la salvación. La fuerza salvífica de la verdad es contestada y se confía sólo a la libertad, desarraigada de toda objetividad, la tarea de decidir autónomamente lo que es bueno y lo que es malo. Este relativismo se traduce, en el campo teológico, en desconfianza en la sabiduría de Dios, que guía al hombre con la ley moral. A lo que la ley moral prescribe se contraponen las llamadas situaciones concretas, no considerando ya, en definitiva, que la ley de Dios es siempre el único verdadero bien del hombre » (Encíclica Veritatis splendor, 6 de agosto de 1993, núm. 84).

A la inversa, « Cristo manifiesta, ante todo, que el reconocimiento honesto y abierto de la verdad es condición para la auténtica libertad : Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres (Jn 8, 32). Es la verdad la que hace libres ante el poder y da la fuerza del martirio. Al respecto dice Jesús ante Pilato : Para esto he venido al mundo : para dar testimonio de la verdad (Jn 18, 37). Así los verdaderos adoradores de Dios deben adorarlo en espíritu y en verdad (Jn 4, 23). En virtud de esta adoración llegan a ser libres. Su relación con la verdad y la adoración de Dios se manifiesta en Jesucristo como la raíz más profunda de la libertad » (Ibíd., núm. 87).

Un signo preclaro

El testimonio que el martirio aporta para la verdad recuerda hasta dónde debe llegar la fidelidad a la ley de Dios, y pone de manifiesto la diferencia que existe entre el bien y el mal. « El martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia —escribía san Juan Pablo II— : la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte, es anuncio solemne y compromiso misionero usque ad sanguinem (hasta derramar la sangre) para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no sólo en la sociedad civil sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre : la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades. Los mártires, y de manera más amplia todos los santos en la Iglesia, con el ejemplo elocuente y fascinador de una vida transfigurada totalmente por el esplendor de la verdad moral, iluminan cada época de la historia despertando el sentido moral » (Ibíd., núm. 93).

Todo el que es de la verdad, escucha mi voz (Jn 18, 37) —dice Jesús—. Pidamos a los santos mártires que nos mantengan atentos a la enseñanza de Cristo, para que también nosotros, en cualquier circunstancia y si es necesario hasta la muerte, seamos testigos de la verdad.

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