12 de Octubre de 2011

Isabel y Felix Leseur

Muy estimados Amigos:

«Podríamos tener un conocimiento «intelectual» muy completo del cristianismo y, sin embargo, no vivir su vida. Lo que debe- mos alcanzar es la plenitud de vida interior, la fe íntima que transforma al alma, y es ese don lo que hay que pedir sin descanso a Dios, el único que puede concederlo». Estas profundas palabras de Isabel Leseur a una amiga nos desvelan su alma, y explican y aclaran su propio intinerario espiritual.

Isabel y Felix LeseurIsabel Leseur nace el 16 de octubre de 1866 en París, primera hija de Antonio y María Laura Arrighi. Después de ella nacerán tres chicos y una niña. Su padre, de origen corso, es doctor en derecho; gracias a su seriedad, consigue una envidiada situación en el Palacio de Justicia. La madre enseña a rezar a sus hijos y les abre al amor de Dios. Isabel escribe un primer diario donde anota, el 14 de noviembre de 1877: «Ayer fui al catecismo por tercera vez. ¡Oh, es eso lo que me interesa!« Estoy muy contenta, porque esta semana iré a confesarme; lo necesito mucho». Se organiza unas reglas de vida y se esfuerza cada día en la meditación según las capacidades de su edad. De ello obtiene el deseo de corregir sus defectos, pero no resulta fácil: «Pues bien, no, no soy más buena, al contrario –escribe« Cuando me dicen una cosa, yo digo lo contrario, sobre todo con Pedro (su hermano)« Nunca quiero confesar que estoy equivocada». En mayo de 1879, toma la primera Comunión y recibe el sacramento de la Confirmación. Su inclinación por todo lo que sea intelectual y artístico no le hace perder de vista lo seria que es la vida: «El predicador nos ha hablado de la misión de la joven y de la mujer cristiana –anota con motivo de un retiro espiritual. Nos ha dicho que se trata de una misión divina. Que, durante nuestro paso por la tierra, podíamos hacer mucho bien o mucho mal« También nos ha dicho que debíamos temer el egoísmo, que solamente piensa en sí mismo». Isabel tiene unos veinte años cuando conoce a Félix Leseur.

Nacido el 22 de marzo de 1861 en Reims, Félix es el tercer hijo de una familia acomodada. Su padre, brillante abogado, es miembro de diversos grupos católicos. Su madre, mujer muy piadosa, ha sabido crear un hogar donde hay amor y donde se piensa en los demás. Félix cumple su etapa escolar en centros católicos. Ávido de lecturas, devora a escondidas a los autores libertinos del siglo XVIII y a los grandes novelistas del XIX. Siente pasión por la geografía, y se orienta hacia una carrera al servicio de las colonias francesas. No obstante, por el interés incluso de las lejanas regiones donde aspira a que le envíen, estudia primero medicina en Reims, en un ambiente de materialistas convencidos. También él acaba negando todo dogma y abandonando toda creencia religiosa. Sin embargo, mientras vive en familia no rompe abiertamente con la Iglesia, por temor a afligir a sus padres. Termina su formación en la Facultad de Medicina de París. De repente, la atmósfera de frenética actividad de París le gusta; allí encuentra por doquier ocasiones para aprender, pero también para divertirse: teatros, conciertos, cabarets artísticos« Escribe artículos periodísticos sobre las colonias, que desvelan la amplitud de sus conocimientos y la seguridad de su opinión. En unas pocas líneas convincentes y documentadas, pone de relieve los hechos susceptibles de interesar al gran público.

Los mismos gustos

Unos amigos le presentan a Isabel Arrighi, de quien aprecia la alegría, la delicadeza de espíritu, la distinción de los modales, la exquisita sensibilidad y la amplia cultura. A pesar de una divergencia de opinión en el plano religioso, ambos jóvenes comparten los mismos gustos, las mismas reacciones ante los acontecimientos y las mismas curiosidades intelectuales. Se comprometen el 23 de mayo de 1889. Poco después, los padres de Isabel dejan entender a Félix que jamás aceptarían que su hija partiera a ultramar con él. Renuncia entonces a su carrera colonial para casarse con Isabel. Esta señal de amor verdadero y profundo, así como el compromiso de Félix de dejarle toda la libertad de practicar la religión, confieren a Isabel la esperanza de poder ayudarle a regresar a la fe de su infancia. El casamiento tiene lugar el 31 de julio de 1889. Hacia finales del verano, Isabel sufre un absceso en el intestino. No quedará restablecida del todo hasta después de varios meses, y esa enfermedad le dejará secuelas durante toda su vida.

En marzo de 1892, Félix es contratado por un periódico, «La République Française», de tendencias fuertemente anticlericales. En él publica artículos sobre la política exterior y las colonias. En octubre de 1894, pasa a la redacción del «Siècle», otro importante diario parisino muy anticlerical. Poco después, es nombrado miembro del Consejo Superior de las Colonias, con sede en África. Pero Félix rechaza el puesto y entra en el consejo de administración de una gran empresa de seguros cuyo director es el hermano de la señora Arrighi. Pronto ocupa el puesto del tío.

Intentar no creer

Los esposos Leseur llevan una vida muy mundana. Isabel se aficiona a regresar tarde a casa, a cenar en restaurantes de moda y a los espectáculos. Enajenado por esa atmósfera materialista, Félix se esfuerza «en buscar motivos de incredulidad, como un verdadero cristiano indaga sus motivos para creer». Se ha montado una biblioteca donde se puede encontrar a todos los grandes maestros del librepensamiento, del modernismo o del protestantismo liberal. Poco a poco, se hace intolerante e incluso agresivo respecto a las convicciones de su mujer. No obstante, ese profundo desacuerdo no merma el amor que sienten ambos esposos, ni la intimidad del hogar. Isabel, por su parte, desarrolla su cultura general, sobre todo mediante el estudio del latín, del ruso y del italiano. Pero también lee autores cuyo pensamiento tiene una influencia nefasta sobre la fe, y acaba perdiendo sus costumbres de recogimiento.

Entre 1893 y 1897, Félix y su esposa realizan largos viajes por el extranjero: Roma, Argelia, Túnez, Alemania y Europa del Este. Al regresar del último periplo, Isabel abandona toda relación con Dios. Un día de 1898, le dice a su esposo: «Ya no me queda nada que leer. Dame algo». Contando con acabar destruyendo su fe, Félix le propone las obras de Renan, autor brillante aunque racionalista. Isabel empieza a leer la Vida de Jesús. Muy pronto comprende, gracias a su profunda inteligencia y a su sólida cultura, que detrás de ese estilo seductor se esconden una falta de sinceridad y frágiles hipótesis. Así pues, retoma el Evangelio; en contacto con la persona y la palabra de Jesús, la intensa vida religiosa de su juventud se despierta. Molesto por el imprevisto cambio de su mujer, Félix insiste en sus críticas hacia el cristianismo y se ensaña en burlarse de lo que Isabel más estima. Pero ella soporta con dulzura esas contrariedades, esforzándose por seguir siendo una esposa solícita, llena de atención y ternura.

El 11 de septiembre de 1899, Isabel empieza un nuevo diario. «Me he puesto a estudiar filosofía –escribe–, y me interesa mucho. Ese estudio clarifica muchas cosas y pone orden en el pensamiento. No entiendo por qué no se culmina con él toda la educación femenina». Medita con asiduidad el Evangelio y lee los escritos de los Padres de la Iglesia y de los Santos. Sus conocimientos la capacitan para mantener reñidas discusiones con su marido o con amigos ateos, y refuta sus argumentos con tanta dulzura como pertinencia.

Renovada por Él

Entre 1899 y 1901, los esposos Leseur emprenden nuevos viajes: visitan Rusia, Asia Menor, Grecia, Italia, España, Marruecos, Bélgica y Holanda. Al terminar el último periplo, regresan sin tardar a París, pues Isabel sufre del hígado. En 1902, se instalan durante el verano en la casa que se han edificado en Jougne, en el departamento del Jura. La apacible estancia en ese lugar resulta muy beneficiosa para Isabel. El año siguiente, viajan a Roma con una pareja de amigos. El miércoles de la semana de Pascua, en la Basílica de San Pedro, Isabel recibe una gracia poco común después de la Comunión: «He sentido en mí –escribirá–, presente y aportándome un amor inefable, a Cristo bendito« Me he sentido renovada por Él hasta en lo más profundo». Pero no dice nada a su marido, esperando para él la hora de la gracia.

Para expresar a Félix su afecto, Isabel le escribe en 1904: «Gracias por todo y por encima de todo de ser tú mismo. Y perdóname por ser yo misma, es decir, alguien que en sí misma no vale gran cosa y que sólo ha mejorado por influencia del sufrimiento aceptado, y aceptado gracias a un socorro y a una fuerza más grande que la mía. A causa de eso, hay que ser indulgente con unas convicciones que el tiempo y Dios han hecho profundas, y gracias a las cuales no me he convertido en un ser amargado y egoísta». Sin embargo, su gran cariño por Félix no le impide tomar en ocasiones posiciones que la ponen en conflicto con él. Sobre todo, desaprueba la boda de un amigo de su marido con una persona divorciada. Félix monta en cólera, pero Isabel guarda la calma y espera para explicarse. Esa disensión es el único encontronazo serio entre los esposos Leseur durante sus veinticinco años de matrimonio. Isabel ama mucho a su esposo, y desea ante todo verle regresar a Dios. Por eso ofrece a Dios todas las pequeñas penas, las contrariedades y las humillaciones «que llenan nuestras jornadas», así como las tribulaciones más penosas de la enfermedad y de los sufrimientos morales.

En primavera de 1905, Julia, la hermana de Isabel, muere de tuberculosis. Esto la afecta muy profundamente y se produce un cambio en su alma: acepta los sufrimientos con mucha más paz. Los lazos espirituales que permanecen en Julia más allá de la muerte le hacen tomar conciencia del dogma de la comunión de los santos: «Gracias a ese bendito dogma –escribe–, incluso el ser más aislado, el más pobre, el que se ve postrado en un doloroso lecho o cuya vida la forman humildes renuncias y sacrificios diarios, un ser así puede ejercer influencia sobre otros y alcanzar, mediante la gracia divina, a quienes su acción quizás no habría afectado« Ni una de nuestras lágrimas, ni una de nuestras plegarias se pierde, y tienen una fuerza que muchas personas desconocen». Escribirá además: «Cada alma que se eleva, eleva al mundo».

Percibir el sufrimiento escondido

Dios no concedió a Isabel los gozos de la maternidad, pero le dio un tacto especial con los niños, con los que sobresale ocupándolos, distrayéndolos o haciéndoles trabajar. Colabora con la Unión Familiar, conjunto de asociaciones fundadas con el fin de ayudar a las familias obreras. Un poco más tarde, ofrece sus servicios a la Unión Popular Católica, obra que se apoya en dos principios: hacer caridad pagando con su persona y buscar constantemente la elevación de las almas y su salvación eterna, cualquiera que sea el tipo de caridad que se ejerza. Gracias a sus obras, Isabel aprende a conocer más íntimamente el sufrimiento humano: «Cuántas veces una palabra, un gesto que nadie advierte, desvelan un sufrimiento ignorado –escribe–; y si supiéramos observar eso como observamos muchas cosas que no valen la pena, descubriríamos muchas cosas y nos ahorraríamos muchas torpes palabras». En lo que a ella respecta, acoge sonriendo a las personas que acuden a verla, incluso cuando su visita resulta inoportuna.

En julio de 1910, los esposos Leseur se desplazan a Beaune para visitar el famoso hospicio regentado por religiosas: el Hôtel-Dieu. Una profunda relación se traba entre Isabel y sor María Goby; la amistad de esa hermana –escribe a su madre– «introduce una gran dulzura en mi vida, aunque realmente están cerca algunas enfermedades y operaciones». Durante esos años, efectivamente, Isabel padece una enfermedad crónica del hígado que exige, en varias ocasiones, reposo absoluto. Con motivo de una operación de cáncer de pecho, a principios de marzo de 1911, ofrece su vida a Dios. En ocasiones, el sufrimiento la abate de tal manera que ya no le resulta posible hacer nada: «Ya sabe que acabo de pasar por una gran tribulación –escribe a sor Goby. Ello ha significado la destrucción, y como el sufrimiento no ha dejado resquicios para un pensamiento, para una plegaria, el despojo de todo« Comulgaba de ese modo; era Él quien aportaba todo, pues yo ofrecía solo mi sufrimiento». Sus propios sufrimientos la hacen comprensiva con respecto a los de los demás. Escribe a un amigo que se le había quejado: «Que quien, explícitamente o en el fondo de sí mismo, no se haya quejado nunca, le tire la primera piedra; no seré yo« Hay momentos en que nuestra pobre y abatida naturaleza lanza el grito que el propio Calvario oyó, creyéndose abandonada« Creo que el sufrimiento le ha cincelado y ha puesto en usted toda una devoción y una simpatía humana que quizás la felicidad no le habría dado en el mismo grado».

En 1912, los Leseur viajan a Lourdes. Ante los enfermos, Félix se siente impresionado: «Me encontraba junto a un joven sacerdote español, acostado en una litera e inmovilizado por una parálisis –cuenta« En mi interior me decía: «Es un crimen traer a un enfermo aquí en ese estado« Este hombre, que evidentemente no va a curarse, regresará desconsolado«». Pero, con gran sorpresa por mi parte, si bien el enfermo no se curó, su rostro reflejaba una alegría y una paz profundas. Entonces me dije: ¿Habrá algo? ¡Es realmente extraño! ¡Si fuese yo, me habría rebelado!». Poco después, Félix ve a su esposa rezando en la cueva: «Tenía ante mis ojos –escribe– el espectáculo de un hecho que se me escapaba, que no entendía, pero que se me aparecía con nitidez, «lo sobrenatural»« Regresé a París muy desconcertado« Pero todo ello se borró rápidamente de mi alma, al menos en apariencia«». De hecho, en aquel instante, Isabel pedía a María la conversión de su esposo. Había escrito poco antes a sor Goby: «Sigo con respeto y emoción el trabajo que Dios realiza en el alma de mi querido esposo; que diría que está preparando« el terreno a la fe. Pero para conseguirla, hay que unir más que nunca nuestras plegarias y nuestros sacrificios». El verano siguiente, con motivo de un paseo con sor Goby, Isabel predice su propia muerte prematura, la conversión de Félix y su ingreso en la vida religiosa.

Un baño de serenidad

En 1913, el cáncer de Isabel se generaliza. Después de una novena a sor Teresa del Niño Jesús, se produce una tregua. Isabel profesa gran devoción hacia la santa carmelita, de la que su marido se burla. «Pero si es una cosa infantil, esa hermanita de nada». Y ella responde: «Al contrario, es algo muy grande, pero no puedes entenderlo». No obstante, la tregua dura bien poco y el mal continúa haciendo estragos. Félix se sorprende del fulgor de su esposa: «Cuando regresaba a casa –escribirá– y estaba de nuevo junto a ella« recobraba también la paz y retomaba una especie de confianza que no me explicaba« Se trataba, seguramente, del fulgor de esa paz íntima, de esa serenidad que Dios concede a las almas que le pertenecen por completo». Las demás personas que se acercan a Isabel sienten, con asombro, una impresión parecida. Uno de sus amigos aconseja a su esposa, cuando está angustiada: «Ve a visitar a Isabel; ve a tomar tu baño de serenidad».

El 24 de abril de 1914, Isabel empieza a delirar. En un momento de pleno conocimiento, tiende los brazos a su esposo con una expresión de inmensa ternura. Poco después, entra en coma. Félix manda que le administren la Extremaunción. Exhala su último suspiro el domingo 3 de mayo, en brazos de Félix. Cuando observa el rostro sosegado de Isabel, presiente que toda la belleza de esa vida no puede quedar en nada. Cuando abre el testamento redactado en su intención, siente su presencia cerca de él: «Ama a las almas –había escrito–, reza, sufre y trabaja por ellas. Merecen todos nuestros padecimientos, todos nuestros esfuerzos y todos nuestros sacrificios». Descubre entonces el diario de Isabel, tomando conciencia de los sufrimientos que involuntariamente le causó, así como de los sacrificios realizados para conseguir que volviera a Dios. Isabel sólo había alcanzado semejante serenidad, semejante elevación de pensamiento, gracias a su ferviente devoción. Eso le conmociona«

«Allí, cerca de mí«»

En junio de 1914, Félix parte de viaje con un amigo. En el coche, percibe de repente la presencia de Isabel: «Tuve la impresión, muy nítida –escribirá– de que estaba allí, cerca de mí; inmediatamente me dije: «Pero si está viva, su alma está junto a mí, acabo de tener la impresión casi física de su presencia». La emoción fue tan intensa que me resultó imposible dominarla« Pero entonces –me repetía–, si Isabel está viva como esta irresistible intuición me acaba de demostrar, eso significa que el alma es inmortal; entonces Dios existe, y el mundo sobrenatural es la verdad». Unos días después, en la basílica de Paray-le-Monial, una nueva llamada se manifiesta: «Tuve la percepción más precisa aún de su querida presencia; caí de rodillas de forma irresistible en un reclinatorio« Me dirigí a Nuestro Señor« Tenía realmente la intuición de que Él estaba allí, en el sagrario, y de que su infinita bondad se inclinaba hacia mí». Sin embargo, de regreso a París, se persuade de que ha sido el juguete de una ilusión cuya causa es el choque afectivo producido por el fallecimiento de Isabel.

Al estallar la Gran Guerra, Félix parte hacia Burdeos. En el transcurso del viaje, Isabel le inspira que vaya a Lourdes. Una vez allí, se dirige a la cueva y pide a la Virgen que le conceda el perdón de sus pecados. Entonces, Dios se apodera de su alma, lo envuelve con su Bondad y le comunica una paz y una serenidad que jamás antes había conocido. Se produce en él una revolución, sin especial esfuerzo por su parte: «¡Había sido conquistado! Se había hecho la luz». De regreso a París, se aplica al estudio de la fe católica y se documenta profusamente en la biblioteca que Isabel había dejado, donde hay toda suerte de obras anotadas de su puño y letra. Muy pronto, entra en contacto con el padre Janvier, célebre dominico, que le escucha durante largo tiempo, recibiendo a continuación la Confesión sacramental. El día siguiente, en la Misa, toma la Comunión, imaginándose que sentirá una gracia semejante a la que había recibido en Lourdes. Pero no sucede nada, por lo que regresa a casa desengañado y desanimado. Entonces, oye interiormente la voz de Isabel: «¡Sería demasiado cómodo! Después de toda tu existencia de hombre renegado, de haber combatido a Dios y a Jesucristo, sería casi inmoral si, por haberte confesado y comulgado, fueras a poseer de golpe todas las claridades y todos los consuelos. Ahora ya no se trata de tu sensibilidad, sino de tu voluntad, que debes poner en adelante al servicio de Cristo». Aturdido, Félix decide comulgar de nuevo el día siguiente.

En la primavera de 1917, empujado por varios amigos, publica el Diario de Isabel. En un momento en que Francia pasa por un período trágico de su historia, considera que las almas necesitan vida interior y, sobre todo, comprender el valor infinito que puede tener el sufrimiento. Esa publicación alcanza un inmenso éxito. Sin embargo, Félix se siente llamado pronto a consagrarse por completo a Dios en la vida religiosa. En 1919, ingresa en el noviciado de los Dominicos de París, siendo ordenado sacerdote el 8 de julio de 1923. El apostolado que se le confía consiste principalmente en dar a conocer la vida y las obras de Isabel. Después de dedicarse a ello con gran éxito hasta la vejez, entrega su alma a Dios a finales del mes de febrero de 1950. Gracias a sus trabajos, la causa de beatificación de Isabel se abrirá en 1955.

En su audiencia general del 18 de agosto de 2010, el Papa Benedicto XVI afirmaba: «En la base de nuestra acción apostólica, en los distintos campos en los que actuamos, siempre debe haber una íntima unión personal con Cristo, que es preciso cultivar y acrecentar día tras día« Sólo si estamos enamorados del Señor seremos capaces de llevar a los hombres a Dios y abrirles a su amor misericordioso, y de este modo abrir el mundo a la misericordia de Dios».

Que el ejemplo de Isabel Leseur nos anime en nuestra vida de unión al Señor.

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Beata María MacKillop

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Venerable Benedetta Bianchi Porro

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Beato Marcel Callo

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