26 de Abril de 2006
Beato Josémaría Cassant
Muy estimados Amigos:
17 de febrero de 1903, en Francia. La guerra anticlerical y antirreligiosa está en pleno apogeo. Georges Clemenceau, apodado «el Tigre», recibe en su biblioteca a Dom Jean-Baptiste Chautard, abad de Nuestra Señora de Sept-Fons. Apenas promulgadas las leyes de expulsión de las congregaciones religiosas, el abad exige defender la causa de su Orden ante el muy anticlerical presidente de la comisión del Senado encargada de decidir su suerte. Tras aguantar una guasa en toda regla con la que «el Tigre» deja en ridículo a los monjes, el padre abad, manifiestamente inspirado, toma la palabra: «La Eucaristía es el dogma central de nuestra religión, y necesita disponer de monjes que se dediquen a su adoración. Cristo está vivo, presente en la Eucaristía. Y a ese Rey divino, presente entre nosotros, no se le puede negar una corte para adorarle. Nuestros cantos proceden de lo más hondo de nuestro ser, y nuestras oraciones de lo más hondo de nuestro corazón, pues nuestros cantos van dirigidos a Él, a quien amamos. La Misa es el acontecimiento más relevante que pueda acontecer en la tierra. Mayor misterio es la Comunión, en la cual es Dios, amor infinito, quien acude a insuflarme su propia vida. Al vivir de las gracias de la Comunión, queremos derramar sus beneficios sobre la humanidad entera mediante una vida gozosamente austera, en unión con el divino Crucificado». Visiblemente emocionado, «el Tigre» replica: «He comprendido que es posible sentirse orgulloso de ser monje si uno lo es profundamente. Considéreme amigo suyo». Los trapenses no serán expulsados. Dom Chautard ignoraba que, en ese momento, era respaldado por las plegarias de un joven monje de la Trapa de Santa María del Desierto, el padre José María Cassant.
Pedro José Cassant ve la luz en Casseneuil-sur-Lot, Cerca de Agen, en el suroeste de Francia, el 7 de marzo de 1878; el día siguiente, nace a la vida de la gracia mediante el santo Bautismo. Sus padres son agricultores acomodados, trabajadores y profundamente cristianos. Antes que él está su hermano Emilio, nueve años mayor. El niño presenta un aspecto frágil. Desde muy pequeño, José siente un atractivo inhabitual hacia la oración, y su juego preferido consiste en levantar por todas partes altares improvisados ante los cuales esboza los gestos del sacerdote en la Misa. Su madre afirmará que «de muy pequeño ya pensó en ser sacerdote» y que desde entonces «sólo deseaba eso».
Apenas tiene seis años cuando José comienza su escolaridad con los Hermanos de las Escuelas Cristianas, con quienes permanecerá nueve años. Es un compañero excelente, amable, sacrificado, nada orgulloso, afectuoso y sencillo. Sin embargo, el alboroto de los recreos, la algarada de los chicos y sus empujones le espantan y le hacen añorar la paz de los campos. En clase, le espera una prueba: su lento razonamiento le crea dificultad en los estudios. Su imaginación es pobre, su memoria ingrata y su inteligencia poco aguda. No obstante, con aplicación consigue resultados satisfactorios. En él se cumple el adagio latino «Labor improbus omnia vincit: La constancia en el trabajo todo lo consigue». En octubre de 1889, José es admitido en la Congregación de la Virgen, asociación de alumnos que se comprometen a honrar a María. Unos meses más tarde, recibe el escapulario de Nuestra Señora del Monte Carmelo y, el 15 de junio de 1890, toma la primera Comunión. Al final de una misión parroquial, en 1892, recibe el sacramento de la Confirmación.
En primavera de 1893, el cura de la parroquia a la que asiste José está perplejo: ni él ni su vicario, ni tampoco el director de los Hermanos de las Escuelas Cristianas dudan de la vocación del joven, pero vacilan acerca de sus capacidades y están persuadidos de que no lo admitirán en el seminario menor. La solución que adoptan es aceptar a José como interno en el presbiterio, a fin de que emprenda sus estudios bajo la dirección del vicario. José se muestra estudioso, feliz de poder vivir cerca de la iglesia y de dedicarse con frecuencia a la oración, aunque a veces algo travieso con el sacristán. Pero las dificultades en los estudios persisten, y el párroco llega a la conclusión de que nunca conseguirá el nivel necesario para convertirse en sacerdote encargado de una parroquia. Le aconseja entonces orientarse hacia la vida monástica, que podría responder mejor a sus aptitudes y a su atracción espiritual por la oración y el silencio; de esa manera, podría acceder al sacerdocio en condiciones más adaptadas a su temperamento. Esa manera de realizar su vocación sonríe a José. En otoño de 1894, se dirige con su párroco a la Trapa de Santa María del Desierto, a treinta kilómetros de Toulouse. Ese primer contacto con la vida monástica seduce al joven. El padre Andrés Malet, por entonces maestro de novicios, escribirá tras su primera entrevista con él: «He recibido la impresión de tener ante mí un alma muy delicada y muy profunda, que buscaba a Dios. Le he hecho una señal de la cruz en la frente mientras le decía: «Tenga confianza, le enseñaré a amar a Jesús». Y las lágrimas asomaban en sus ojos».
La partida de José hacia la Trapa, el 30 de noviembre de 1894, no se realiza sin pesar. La separación de sus padres representa un desgarro que revela los fuertes lazos que le unen a los suyos. Pero se introduce enseguida en esa nueva vida: «Aquí es imposible aburrirse –escribe a sus padres–, pues cada hora está regulada« Las principales tareas son el estudio y el trabajo manual, y buena parte del tiempo se emplea también en los oficios de la iglesia». Unos días más tarde, escribirá: «Me encuentro muy a gusto en esta nueva vida que, cuando uno se acostumbra, es agradable». Sin embargo, se trata de una vida austera: levantarse a las dos, régimen exclusivamente vegetariano, seis meses de ayuno al año, ningún recreo« El día de la Epifanía de 1895, recibe el hábito monástico y el nombre de hermano José María.
«Llenos de Jesús»
A los ojos del padre Andrés, la vida religiosa es un perfeccionamiento, un desarrollo de la vida cristiana, de la vida de unión con Cristo Jesús. Cuando habla del ideal cisterciense definido mediante dos palabras, penitencia y contemplación, el maestro de novicios subraya la subordinación de la primera a la segunda. «Por la penitencia, el monje se aleja del dominio de los sentidos; por la contemplación, vive de la vida sobrenatural, vive de Dios». Para él, la Regla de san Benito es un aprendizaje del amor de Jesús. «No obstante, ¿bastará pues, para descubrir a Jesús, tener ante sí o en los labios el texto de la sagrada Regla? No, sino que debemos estar «llenos de Jesús». Porque a Jesús sólo se le encuentra y se le goza mediante el amor, y el amor exige la unión con el bienamado». El ejercicio así concebido de la vida sobrenatural es una adhesión al Verbo hecho carne mediante una intensa devoción hacia el Sagrado Corazón de Jesús, morada de caridad y símbolo del amor de Dios hacia nosotros. En la medida en que nos conformamos con la voluntad divina, en medio incluso de las penas más crueles, la paz y todos los bienes celestiales se establecen en nuestra alma. El camino hacia la perfección es una labor de renuncia, primeramente interior, realizada en la obediencia.
Durante el noviciado, el hermano José María lee y estudia mucho, no sin dificultades, pero con incansable perseverancia. Su instintivo deseo de sentirse apoyado por un entorno, de fundirse en un grupo organizado, le hace fácil la vida comunitaria y la obediencia. Actúa con el convencimiento de que cumple la voluntad de Dios, sometiéndose a todos, como lo quiere san Benito, y sintiéndose contento en lo más común y en lo más humilde. Pero su vida no transcurre sin luchas. El amor propio, la envidia (en ocasiones violenta) que siente a causa de la superioridad intelectual o de la virtud de los demás, le hacen experimentar sus mordeduras secretas. Su carácter emotivo hace que se estremezca incluso con acontecimientos insignificantes: una coyuntura fortuita, una frase desagradable o un desliz personal desencadenan en él una enorme turbación. Tampoco los pensamientos impuros están ausentes; a propósito de ello escribe: «Cuando un mal pensamiento me atraviesa el alma, si permanece a pesar mío, no me siento responsable« Para que exista pecado y para tener la obligación de decirlo en confesión, es necesario que me haya detenido en él voluntariamente». Y continúa: «Sustituir los malos pensamientos por el amor de Jesús». Repite con frecuencia la siguiente oración jaculatoria: «Todo por Jesús».
Una labor de apaciguamiento
La profunda relación de confianza mutua que se establece entre el hermano José María y su maestro de novicios asegura el equilibrio del joven monje, cuya tendencia es caer en los escrúpulos. La comprensión, la firmeza y la paciencia del padre Andrés saben apaciguar sus angustias. Pero a veces hay que retomar esa labor de apaciguamiento durante varios días seguidos, pues el hermano sigue sintiéndose turbado por la incertidumbre del perdón de sus pecados, por la inquietud hacia el valor de sus confesiones, por el miedo a ofender a Dios mediante actos menos perfectos, por no corresponder a la gracia, por no conseguir una buena muerte, etc. A pesar de esas alarmas que renacen sin cesar, el hermano José María se muestra muy dócil ante los sabios consejos de su director. Año tras año, se va sintiendo cada vez más profundamente unido a ese padre espiritual, pero incluso ese afecto le alarma. El padre Andrés le responde entonces: «No censuro ese sentimiento, pues resulta natural en el corazón de un joven. Dios no prohíbe encariñarse con quienes se ama. Al contrario, es Él quien ha modelado nuestro corazón, dándole tal naturaleza que es una necesidad para él encariñarse con lo que ama. Si nuestro amor es legítimo y sano, nuestro cariño será entonces legítimo y sano. Hay que regularlo, eso es todo. ¿Qué hacer para regularlo? Hay que mantenerlo, como también todo nuestro ser y todas nuestras acciones, en la dependencia hacia Dios« La firme dirección del padre Andrés recurre a menudo al sacramento de la Penitencia, con objeto de hacer progresar al joven hermano en la unión con el Sagrado Corazón de Jesús. «Sería ilusorio querer tender a la santidad, según la vocación que cada uno ha recibido de Dios, sin acercarse con frecuencia y fervor a este sacramento de la conversión y de la santificación, afirmaba el Papa Juan Pablo II« Nunca seremos lo suficientemente santos como para no tener necesidad de esta purificación sacramental: la humilde confesión, hecha con amor, suscita una pureza siempre más delicada en el servicio de Dios y en las motivaciones que lo sostienen« Progresivamente, de Confesión en Confesión, el fiel experimenta una siempre más profunda comunión con el Señor misericordioso, hasta la plena identificación con Él, que se encuentra en aquella perfecta «vida en Cristo» en que consiste la verdadera santidad» (Discurso a la Penitenciaría Apostólica, 27 de marzo de 2004).
El hermano José María profesa los primeros votos monásticos (por tres años) el 17 de enero de 1897. Después de ese día de gozo, la vida cotidiana vuelve a la monotonía. La celebración de los Oficios lo retiene unas siete horas al día en la iglesia, donde halla la alegría, pero también muchos sufrimientos. En más de una ocasión es reprendido por no inclinarse bastante profundamente, y no se sabrá hasta más adelante que el motivo era una enfermedad del pecho, que convertía en penosas esas flexiones. Por otra parte, su voz delicada y desafinada no le permite cantar con brío; además, las tareas le resultan pesadas a causa de su timidez y del sentimiento íntimo de incapacidad.
El libro como medio de meditación
En la oración, el hermano pide mucho y con perseverancia. Normalmente, durante la meditación en comunidad, él la hace leyendo: «Cuando no tengo libro –explica–, si mantengo los ojos abiertos me distraigo, si los cierro me duermo». De hecho, vive en un estado de continua fatiga. El padre Andrés dirá al respecto: «La meditación del hermano José María no tenía nada de extraordinario. Cuando meditaba sin libro, se sustentaba preferentemente de los misterios de la Pasión de Nuestro Señor. Seguía este método (lectura meditada) siempre que podía, pues consciente de su mala memoria y de su incapacidad para construir por sí mismo justas y santas consideraciones, prefería servirse de las que encontraba en los libros piadosos». El objetivo de la meditación no es otro que el de unirnos a Dios. Para algunos, esa relación de íntima amistad que es la meditación se establece fácilmente, pero no resulta tan sencillo para la mayoría. La propia Santa Teresa de Jesús sufrió mucho por esa dificultad, sugiriendo un remedio que le funcionó muy bien: «Conviene a esas almas –afirma– entregarse mucho a la lectura, ya que por sí mismas no pueden extraer ningún pensamiento bueno» (Vida, cap. 4). A veces es necesario seguir la acción de Dios cuando quiere atraernos a una meditación más elevada (en ese caso, cualquier lectura sería inútil e incluso contraindicada), a veces sería pernicioso dejar suelto nuestro pensamiento, a merced de las distracciones y de una sequía que nada tendría de sobrenatural y de provechosa. Sin embargo, el libro sigue siendo un medio. Lo utilizamos para intentar establecer con Dios un contacto que no llega, o que se ha perdido. Así pues, no se trata de transformar la meditación en lectura o de intentar «matar el tedio». Si la conversación con Dios se inicia, hay que saber detener la lectura, por muy apasionante que sea, para dedicarse al intercambio íntimo con Él. El libro elegido puede ser la Sagrada Escritura, el escrito de un santo u otro libro piadoso, según la inclinación íntima o la necesidad del alma. Para entrar en meditación, también podemos servirnos de una plegaria preferida o mirar una imagen, el crucifijo, el sagrario, o contemplar la creación. El hermano José María utiliza a menudo, para rezar, objetos de culto, en especial imágenes, y siente predilección por las oraciones jaculatorias: «Siempre recordaré –nos dice– que es mejor una plegaria corta y de lo hondo del corazón, si no podemos hacer más, y que eso es lo que más agrada a Dios». Su deseo queda expresado del siguiente modo: «¡Oh, Jesús! Espero alcanzar esta gracia: que la conversación contigo sea continua».
El hermano José María siente igualmente gran afecto por las almas del purgatorio; por ellas ofrece los sufrimientos, según la fórmula aprobada por su padre espiritual al principio de su vida religiosa: «Dios mío, cedo gustoso de todo corazón a las almas del purgatorio la parte satisfactoria de todas las buenas obras que pueda realizar en el futuro, las indulgencias que pueda ganar, así como los sufragios que puedan ofrecerse en mi intención después de mi muerte, y todo lo deposito en las manos de la Virgen Inmaculada».
Una experiencia por realizar
Desde la infancia, el hermano José María acaricia la idea de convertirse en sacerdote y, aunque acepta la eventualidad de no llegar a serlo si sus capacidades no se lo permiten, persiste con ardor en ese propósito. La Eucaristía no es para él una devoción banal, tal como escribe: «Vivir para poder comulgar cada día si no puedo ser sacerdote, si Jesús lo permite». En la Eucaristía, el hermano José María contempla a un Jesús que acoge con ternura a todos los que confían en Él para ser curados de sus males espirituales: « Jesús mío, qué bueno eres al entregarte a mí, tan miserable, tan cargado de iniquidades. Quieres que te reciba en mi corazón, aunque sea pobre, porque sabes que, al recibirte, se recibe la vida, y porque quieres hacerme vivir». En su Encíclica sobre la Eucaristía, el Papa Juan Pablo II escribía: «Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto, palpar el amor infinito de su Corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el «arte de la oración», ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!» (Ecclesia de Eucharistia, 17 de abril de 2003, n. 25). El hermano José María no separa la Comunión del sacrificio de la Misa, del cual consigue la fuerza para llevar la Cruz. Al evocar las Misas que se celebran en el mundo entero, escribe: «La víctima del calvario que recorre cada día el universo entero, a fin de inmolarse sin cesar por la gloria del Padre y la salvación del mundo«, el tullido, el enfermo y el afligido, a cualquier hora del día y de la noche, durante las largas y penosas horas de sufrimiento y de insomnio, todas esas pobres almas podrán decir: a esta hora, en tal sitio, un sacerdote sube al altar y ofrece la víctima propiciatoria, la víctima expiatoria».
Sacerdote y víctima
El 24 de junio de 1900, el hermano José María profesa los votos perpetuos. No obstante, en el camino que conduce al sacerdocio, las dificultades en el estudio constituyen un temible obstáculo, sobre todo porque su profesor de teología no le facilita en nada el trabajo, tratándolo de incapaz y considerándolo no apto para el sacerdocio. Pero hay otros problemas añadidos: violentos dolores de cabeza y de estómago le impiden dedicarse al estudio como el querría. Sin embargo, el aliento del padre abad y del padre Andrés, que lo consideran capaz de terminar los estudios y ser ordenado, lo reconforta. De hecho, el 12 de octubre de 1902, recibe el sacerdocio de manos de Monseñor Marre, antiguo monje de Santa María del Desierto, nombrado en 1900 obispo auxiliar de Reims. El día siguiente por la mañana, celebra su primera Misa ante la comunidad. ¡Ya es sacerdote por toda la eternidad! Su esfuerzo se centra, en adelante, en poner en práctica el ideal que esbozará el Papa Pablo VI: «Ha habido muchos santos que han querido unir sacerdocio y profesión de vida monástica, porque percibían cierta armonía entre la consagración propia del sacerdote y la consagración propia del monje. Es verdad que la verdadera soledad, donde la ocupación es sólo Dios, el abandono total de los bienes de este mundo, la renuncia a la propia voluntad, en lo cual son ejercitados los que entran en el monasterio, preparan de una manera muy especial el alma del sacerdote a ofrecer santamente el sacrificio eucarístico, que es fuente y apogeo de toda la vida cristiana. Por otro lado, cuando al sacerdocio se añade ese don total de sí mismo por el cual el religioso se consagra a Dios, éste se convierte de forma especial en semejante a Cristo, que es al mismo tiempo sacerdote y víctima» (Pablo VI, Carta a los Cartujos, 18 de abril de 1971).
«En mi propia carne»
La salud del nuevo sacerdote nunca ha sido buena, pero ya hace mucho tiempo que padece dolencias preocupantes: extrema fatiga y dolores en el pecho. De carácter tímido y discreto, apenas habla de ello, ya que no quiere llamar la atención ni importunar a sus superiores. Sin embargo, desde principios de ese año de 1902, hay que rendirse a la evidencia: el joven monje languidece. El médico le diagnostica simplemente una extrema fatiga, pero en realidad se trata de tuberculosis. Por eso, el mismo día de su primera Misa, y por orden de sus superiores, el padre José María marcha a casa de sus padres para tomarse un descanso y recuperar fuerzas, ya de por sí muy deterioradas. A pesar de ese descanso de dos meses, su salud decae rápidamente. De regreso a su querido monasterio, con perfecta lucidez, se prepara para la muerte. La celebración diaria del Santo Sacrificio le ayuda a unir sus fuerzas a las del Salvador, a imitación de san Pablo, quien decía: Suplo en mi carne lo que resta de los sufrimientos de Cristo a favor de su cuerpo que es la Iglesia (Col 1, 24). «Cuando ya no pueda celebrar la santa Misa –dice el padre José María a su padre espiritual–, el Corazón de Jesús podrá retirarme de este mundo, pues ya no tendré apego por la tierra».
En las últimas semanas de vida, los sufrimientos del joven sacerdote son enormes. Si permanece acostado, se ahoga; si está sentado, debe soportar el dolor de profundas úlceras. El padre Andrés pasa largos ratos con él para animarle a tener confianza en el Sagrado Corazón. El miércoles 17 de junio de 1903, mientras su padre espiritual está celebrando a su intención la Misa de la Santísima Virgen, el padre José María se apaga en la butaca de la enfermería.
Con motivo de la beatificación del padre José María, el 3 de octubre de 2004, el Papa Juan Pablo II lo presentaba como ejemplo del siguiente modo: «Siempre depositó su confianza en Dios, tanto en la contemplación del misterio de la Pasión como en la unión con Cristo presente en la Eucaristía. Se impregnaba así del amor de Dios, abandonándose a Él, «la única felicidad de la tierra», y desprendiéndose de los bienes de este mundo en el silencio de la Trapa. En medio de las tribulaciones, con la mirada fija en Cristo, ofrecía sus sufrimientos por el Señor y por la Iglesia. Que nuestros contemporáneos, en especial los contemplativos y los enfermos, puedan descubrir mediante su ejemplo el misterio de la oración, que eleva el mundo hasta Dios y que da fuerzas en las tribulaciones».
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