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24 Setembro 2003 Ntra Sra de la Merced |
Anna Schäffer nace el 18 de febrero de 1882 en Mindelstetten, un pueblo de la Baja Baviera de la diócesis de Ratisbona (sur de Alemania), en el seno de una familia numerosa y cuyo padre es carpintero. Los Schäffer son buenos cristianos: siguen fielmente las oraciones de la mañana, del mediodía y de la noche, y acuden a la iglesia para oír Misa todos los domingos y fiestas de guardar, aunque también durante la semana cuando pueden. Anna es una niña discreta, dulce y tímida, dotada para los estudios y habilidosa en las tareas manuales. En 1896 muere el padre, a la edad de cuarenta años, dejando a la familia en extrema pobreza. Anna, cuyo deseo es llegar a ser religiosa, y si es posible en una congregación misionera, se ve obligada a trabajar para reunir su dote (contribución económica indispensable en aquella época para ingresar en un convento). A los catorce años trabaja como «chica para todo», primeramente en una farmacia de Ratisbona, y luego con un consejero del tribunal de instancia de Landshut. Precisamente en ese lugar, una tarde de junio de 1898, recibe por primera vez un mensaje del Cielo; se le aparece un santo (cuyo nombre ella no sabría decir) que le dice: «Antes de que cumplas viente años comenzarás a sufrir mucho. Reza el rosario». Más tarde contará los peligros que, durante esos años, corrió su pureza virginal y que pudo superar gracias al santo Rosario.
Durante la tarde del 4 de febrero de 1901, la joven, empleada en la casa forestal de Stammham, se encuentra lavando la ropa con una compañera, Wally Kreuzer. En eso se dan cuenta de que el tubo del calentador que pasa por encima de la caldera de lavado se ha desprendido de la pared; para reparar la avería, Anna se sube a un muro bajo en forma de repisa, pero pierde el equilibrio y cae de pie, con el agua hirviendo de la colada hasta las rodillas. Aterrorizada, Wally, en lugar de socorrer a su compañera, corre en busca de ayuda. Acude un cochero y consigue sacarla de la caldera; luego, llevan a la desdichada en carreta hasta el hospital más cercano, que se encuentra a siete kilómetros. A las once de la noche, por fin, se hace cargo de ella un médico, que la opera durante dos horas. Las semanas siguientes son horribles, pues hay que cortar continuamente trozos de carne gangrenada.
Más de treinta intervenciones quirúrgicas
A partir de aquel momento, los proyectos de vida religiosa de Anna Schäffer resultan irrealizables. La joven se resigna con dificultad a su suerte, clamando por su sufrimiento y aferrándose a la esperanza de una curación. Sin embargo, su alma crece en la dura escuela de la Cruz. El párroco de Mindelstetten, el padre Rieger, que será su director espiritual, será testigo de no haber oído salir jamás de su boca queja alguna. En medio de sus incesantes dolores, Anna es fortificada y consolada por Dios vivo y, en especial, por la Sagrada Eucaristía.
«Los hombres abordan sus sufrimientos con disposiciones bien diferentes, escribe el Papa Juan Pablo II. De entrada, sin embargo, podemos afirmar que todas las personas entran casi siempre en el sufrimiento con una protesta del todo humana, que es preguntándose «¿Por qué?». Todos se preguntan qué sentido tiene el sufrimiento, buscando una respuesta en el plano humano a esa pregunta. Y esa interpelación es dirigida varias veces a Dios y a Cristo. Además, la persona que sufre no puede dejar de constatar que aquel a quien pide una explicación también sufre, y que quiere responderle desde la Cruz, desde lo más profundo de su propio sufrimiento. Pero a veces se necesita tiempo, incluso mucho tiempo, para que esa respuesta comience a ser percibida interiormente... Porque Cristo no explica de manera abstracta las razones del sufrimiento, sino que ante todo dice: «¡Sígueme! ¡Ven! ¡Toma parte con tu sufrimiento de esa obra de salvación del mundo que se cumple mediante mi propio sufrimiento! ¡Mediante mi Cruz!». A medida que el hombre toma su cruz, uniéndose espiritualmente a la Cruz de Cristo, el significado salvífico del sufrimiento se manifiesta ante él» (SD, 26).
Entre 1910 y 1925, Anna Schäffer escribe sus pensamientos en doce diarios; conservamos, además, 183 de sus cartas o notas. Su lenguaje es muy sencillo, pero la originalidad y el carácter personal de sus escritos conmueven al lector, quien descubre en ellos un alma fuertemente consolidada en la fe de Jesucristo muerto y resucitado, y en la Comunión llena de vida con todos los elegidos de Dios. Esa indefectible confianza en Dios, así como la certeza de su amor infinito, manifestado en ella a través de sus sufrimientos, influyen en los que se acercan a ella para confesarle sus intenciones o para pedirle ánimo y consejo. Esos visitantes, en un principio en número limitado, se multiplican poco a poco, y las personas con más prevenciones contra Anna no dejan de sentirse impresionadas por su paciencia y bondad.
La «venganza» de Anna
La habitación de la enferma, accesible sólo mediante una empinada escalera, tiene como únicos ornamentos un crucifijo, un «Ecce Homo» e imágenes de santos. Anna nunca abandona esa habitación y esa cama (a la que llama también su cama-cruz), y sólo en contadas ocasiones la llevan a la iglesia en un sillón. A partir del momento en que el Papa Pío X autoriza la comunión diaria, el padre Rieger le lleva todos los días la Eucaristía, de donde obtiene toda su fuerza.
A Anna no le gusta nada que hablen de ella. Sus jornadas transcurren entre la oración, el trabajo manual y la escritura. Ella misma nos dice: «Tengo tres llaves del paraíso. La más grande es de puro hierro y muy pesada: es mi sufrimiento. La segunda es la aguja de coser, y la tercera el portaplumas. Con esas llaves diferentes, me esfuerzo cada día en abrir la puerta del Cielo; cada una de ellas debe llevar marcadas tres pequeñas cruces, que son la oración, el sacrificio y el olvido de mí misma». Los niños del pueblo acuden con frecuencia a visitar a Anna. Se sienten atraídos por ella, y la enferma les habla del Salvador, de la Virgen y de los Santos, explicándoles cómo ir al Cielo. En conjunto, la población de Mindelstetten se comporta con simpatía con ella; la quieren, sienten piedad por ella e intentan complacerla. Los días festivos, acude a visitarla una delegación del pueblo y, a veces, la banda de música le ofrece una serenata cuando pasa bajo sus ventanas.
Es la caridad para con el prójimo, también doliente, lo que hace que Anna salga de su silencio. En cuanto ve a una persona afligida, encuentra mil palabras alegres y amistosas para reconfortarla, y ella misma parece la más feliz de las criaturas. Conserva preciadamente todos los encargos de oración que le confían y los presenta incansablemente ante Dios. Todos los escritos de Anna muestran una profunda sumisión a la divina Providencia y una gozosa aceptación de las cruces. Muchas veces, sus cartas llevan una pequeña estampa dibujada por ella con plumilla, a dos o tres colores, que representa la Cruz, un cáliz rodeado de espinas o incluso alguna otra escena de la Pasión. El 14 de diciembre de 1918, escribe esto a una amiga: «Querida Fanny, debemos considerar nuestros sufrimientos como nuestros mejores amigos, que quieren acompañarnos sin cesar, noche y día, para recordarnos que debemos dirigir nuestra mirada hacia lo alto, hacia la santa Cruz de Cristo».
Job no es culpable
«Para estar en condiciones de percibir la verdadera respuesta al «porqué» del sufrimiento, debemos dirigir nuestra mirada hacia la revelación del amor divino... Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna (Jn 3, 16)... El hombre perece cuando pierde la vida eterna... El Hijo único ha sido dado a la humanidad, ante todo, para proteger al hombre contra ese mal definitivo y contra el sufrimiento definitivo...».
«Cristo sufre voluntariamente, y es glorioso que sufra... El sufrimiento humano alcanzó su culminación en la pasión de Cristo, y, simultáneamente, fue revestido de una nueva dimensión y entró en un orden nuevo, pues se vio unido al amor, al amor que crea el bien, obteniéndolo incluso del mal, obteniéndolo mediante el sufrimiento, del mismo modo que el bien supremo de la Redención del mundo se obtuvo de la Cruz de Cristo... Y es precisamente en la Cruz de Cristo donde debemos plantear de nuevo la pregunta sobre el sentido del sufrimiento, así como donde buscar a fondo la respuesta a esa pregunta» (SD, 10, 11, 13, 14, 18).
¡Qué rápido pasa el tiempo!
«El Redentor sufrió en lugar del hombre y por el hombre... Todo el mundo es llamado a participar del sufrimiento por el que se cumplió la Redención... Al proceder a la Redención mediante el sufrimiento, Cristo elevó al mismo tiempo el sufrimiento humano hasta darle valor de Redención. De ese modo, todo hombre puede participar, con su sufrimiento, en el sufrimiento redentor de Cristo... Porque quien sufre en unión con Cristo... completa en sus aflicciones lo que resta de los sufrimientos de Cristo (Col 1, 24)... Porque el sufrimiento de Cristo creó el bien de la Redención del mundo. Y ese bien es, en sí mismo, inagotable e infinito, y ningún hombre puede añadirle nada en absoluto. Pero, al mismo tiempo, en el misterio de la Iglesia que es su cuerpo, Cristo, en cierto sentido, ha abierto su sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre... Y así es, porque la Redención vive y se desarrolla como el cuerpo de Cristo la Iglesia y, en esa dimensión, todo sufrimiento humano, en virtud de la unión en el amor con Cristo, completa el sufrimiento de Cristo. Y lo completa como la Iglesia completa la obra redentora de Cristo» (SD, 20, 24).
Nuestro Señor Jesucristo, la Virgen y los Santos hablan con frecuencia a Anna durante sus sueños nocturnos, y esos mensajes celestiales son para ella como un refresco y como un anticipo del Paraíso. Sin embargo, esos consuelos nunca le aportan una impasibilidad sobrehumana, y ella acepta con agradecimiento hasta el final el débil alivio que le aporta la medicina. En el transcurso de los veinticinco años de su «martirio», se lleva a cabo un progreso en la aceptación interior de las aflicciones, pues llega a descubrir poco a poco el secreto de la paz interior, que expresa del modo siguiente en su sencillo lenguaje: «¡Oh, cuánta felicidad y cuánto amor se esconden en la cruz y en el sufrimiento!... No pasa un cuarto de hora sin que padezca sufrimiento, y desde hace mucho tiempo ya no sé lo que es vivir sin dolor... A menudo, sufro tanto que apenas puedo articular palabra, y en esos momentos pienso que mi Padre que está en los Cielos debe amarme especialmente». Al igual que la frase de san Pablo, que dice sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones (2 Co 7, 4), ella sufre con gozo misterioso y no sensible.
Una fuente de gozo
Tres años y medio antes de su muerte, Anna debe interrumpir sus labores de costura, que hasta ese momento le servían de distracción y le daban la ocasión de ser útil. Además, resulta ya del todo imposible transportarla a la iglesia parroquial vecina para oír Misa; esa renuncia resulta para ella muy dolorosa. Este es su testimonio escrito: «Mi vida se apaga poco a poco en medio del sufrimiento... la Eternidad se acerca sin cesar; muy pronto viviré de Dios, que es la propia Vida. El Cielo no tiene precio, y a cada minuto me regocijo de la llamada del Señor hacia esa patria infinitamente hermosa» (16 de marzo de 1922). El 5 de octubre de 1925, después de recibir la Sagrada Comunión y de santiguarse murmurando la frase «Señor Jesús, te amo», Anna Schäffer se apaga apaciblemente a la edad de 43 años. Su cuerpo reposa en el cementerio de Mindelstetten, esperando la «resurrección de la carne» (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 988-1019). «Cristo venció definitivamente al mundo con su Resurrección; no obstante, puesto que su Resurrección va unida a su pasión y a su muerte, venció al mismo tiempo a este mundo con su sufrimiento. Así es: el sufrimiento se insertó de forma especial en esa victoria sobre el mundo, manifestada en la Resurrección. En su cuerpo resucitado, Cristo guarda las huellas de las heridas que le causó el suplicio de la cruz, en sus manos, en sus pies y en su costado. Mediante la Resurrección, manifiesta la fuerza victoriosa del sufrimiento» (SD, 25).
A imitación del buen samaritano
El Papa concluye de este modo su exhortación apostólica: «A todos vosotros que sufrís, os pedimos que nos ayudéis. Precisamente a vosotros que sois débiles, os pedimos que os convirtáis en manantial de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. En el terrible combate entre las fuerzas del bien y del mal que el mundo contemporáneo nos ofrece en espectáculo, que vuestro sufrimiento, unido a la Cruz de Cristo, salga victorioso» (SD, 31). La beata Anna Schäffer salió victoriosa gracias a la Cruz de Jesús. Incluso antes de la sentencia oficial de la Iglesia, muchas gentes de Baviera, y después de toda Europa, se dirigieron a su sepultura para implorarle su ayuda. En 1998, se contabilizaron en la parroquia de Mindelstetten 551 gracias obtenidas mediante su intercesión y, desde 1929, se han registrado más de 15.000 gracias atribuidas a su plegaria.
Con motivo de su beatificación, acontecida el 7 de marzo de 1999, el Papa decía lo siguiente: «Si dirigimos nuestra mirada hacia la beata Anna Schäffer, podremos leer en su vida un comentario vivo de lo que san Pablo escribió a los romanos: La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rm 5, 5). Ciertamente, no le fue ahorrada la lucha para abandonarse a la voluntad de Dios. Pero sí que se le concedió comprender cada vez más que, precisamente, la debilidad y el sufrimiento son las páginas en las que Dios escribe su Evangelio... Su lecho de enferma se ha convertido en la cuna de un apostolado que se ha extendido al mundo entero».
Bien sea en sus cartas o en sus labores manuales, la beata Anna Schäffer representa de manera preferente el Corazón de Jesús, símbolo del Amor divino. Por nuestra parte le recomendamos a todos los que sufren, a fin de que les ayude a unirse al Corazón de Cristo, en espera de la gloriosa eternidad.