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13 de enero de 1999
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Un día de 1915, en Roma, un hombre de edad madura vocifera ante el hermano Maximiliano Kolbe contra el Papa y la Iglesia. El joven franciscano entabla una discusión, ante lo cual el desconocido exclama: «¡Sé muy bien lo que digo, jovencito! Soy doctor en filosofía». «Y yo también», contesta el joven hermano de veintiún años que aparenta tener dieciséis. Asombrado, aquel hombre cambia de tono. Entonces, pacientemente y con inexorable lógica, el hermano recupera uno tras otro los argumentos de su interlocutor y los vuelve contra él. «Hacia el final de la discusión -nos cuenta un testigo- el incrédulo se calló, pareciendo que reflexionaba profundamente». ¿Quién es ese ardiente apóstol, descrito por el Papa Pablo VI como una «clase de hombre al que podemos adecuar nuestro modo de vida, reconociéndole el privilegio del apóstol Pablo de poder decir al pueblo cristiano Sed mis imitadores, como yo lo soy de Cristo (1 Co 11, 1)»?
Las dos coronas
Aquella reprimenda produce en el niño una verdadera conversión, tornándose sensato y obediente. La madre se da cuenta de que a menudo desaparece detrás del armario donde hay un pequeño altar de Nuestra Señora de Czestochowa; allí reza y llora. «Vamos a ver, Raimundo, le pregunta su madre, ¿por qué lloras como una niña? - Madre, cuando me dijo "Raimundo, ¿qué será de ti?" sentí mucho pesar y fui a preguntarle a la Virgen qué sería de mí... La Virgen se me apareció sosteniendo dos coronas, una blanca y otra roja. Me miró amorosamente y me preguntó cuál de ellas elegía; la blanca significaba que sería siempre puro y la roja que moriría mártir. Yo le respondí: "¡Elijo las dos!"».
A partir de aquel encuentro, el alma del muchacho guardará un amor indefectible hacia la Virgen. La lectura de los escritos de San Luis María Grignion de Monfort le enseñan que «Dios quiere revelar y descubrir a María, obra maestra de sus manos, en esos últimos tiempos... María debe brillar, más que nunca, en misericordia, en fuerza y en gracia» (Tratado de la verdadera devoción a la Virgen). Así pues, él entrega su vida a la Virgen. La consagración marial es un don de amor que ofrece toda la persona y que la une a la Inmaculada. «Al igual que la Inmaculada es de Jesús, de Dios, de igual modo cada alma será por Ella y en Ella de Jesús, de Dios, y ello mucho mejor que sin Ella», escribirá San Maximiliano. «La Iglesia Católica ha afirmado siempre que la imitación de la Virgen María no solamente no desvía del esfuerzo por seguir fielmente a Jesucristo, sino que lo hace más amable y más fácil» (Pablo VI, Exhortación apostólica Signum Magnum, 13 de mayo de 1967, nº 8).
Atraído por María, Raimundo Kolbe abraza la vida religiosa. El 4 de septiembre de 1910, toma el hábito franciscano, con el nombre de "hermano Maximiliano María". En otoño de 1912, sus superiores lo envían a la universidad gregoriana de Roma. Los estudios no lo apartan de su ideal de santidad, pues quiere procurar la mayor gloria posible a Dios. «La gloria de Dios consiste en la salvación de las almas. Por tanto, nuestro noble ideal es la salvación de las almas y la perfecta santificación de éstas, redimidas ya a un alto precio mediante la muerte de Jesús en la cruz, empezando naturalmente por nuestra alma». Pero el camino de la salvación se halla en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Por eso el joven hermano le escribe a su madre: «No voy a desearle ni salud ni prosperidad. ¿Por qué? Porque quisiera desearle algo mejor que eso, algo tan bueno que ni el propio Dios podría desearle nada mejor: que la voluntad de ese Padre inmensamente bueno se cumpla en usted, madre, y que sepa cumplir en todo la voluntad de Dios. Es todo lo mejor que puedo desearle».
Bajo los pies de Lucifer
hermano Maximiliano, y cuando hubieron levantado su estandarte bajo las ventanas del Vaticano, aquel estandarte en el que, sobre fondo de color negro, Lucifer pisoteaba bajo sus pies al arcángel San Miguel, cuando se pusieron a repartir panfletos lanzando imprecaciones contra el Santo Padre, se me ocurrió la idea de fundar una asociación que tuviera como objetivo combatir a los francmasones y a los demás secuaces de Lucifer».
La francmasonería es una sociedad secreta de mil ramificaciones, que se esfuerza en dirigir el mundo según unos principios que excluyen la autoridad de Dios y su Revelación. «Como quiera que la misión propia y específica de la Iglesia Católica consiste en recibir en su plenitud y en guardar con pureza incorruptible las doctrinas reveladas por Dios, como también la autoridad establecida para enseñarlas, junto con los demás auxilios recibidos del cielo para la salvación de los hombres, precisamente por eso los francmasones despliegan contra ella con el mayor encarnizamiento sus más violentos ataques» (León XIII, Encíclica Humanum genus, 20 de abril de 1884). Pero la francmasonería destruye igualmente la sociedad civil, pues sus principios contradicen la ley natural y socavan «los fundamentos de la justicia y de la honradez» (ibíd.). Con gran frecuencia, propone al hombre como única regla de acción la satisfacción de sus deseos. Por otra parte, la pretensión de hacer que el Estado sea del todo extraño a la religión y a la administración de los asuntos públicos como si Dios no existiera, es «una temeridad sin precedente» (ibíd.). En efecto, de igual manera que todo hombre tiene la obligación de «ofrecer a Dios el culto de un piadoso reconocimiento, ya que a Él debemos nuestra vida y los bienes que la acompañan, un deber semejante se impone a los pueblos y a las sociedades» (ibíd.).
La Congregación para la doctrina de la fe confirmó la enseñanza de León XIII mediante una instrucción fechada el 26 de noviembre de 1983: «El juicio de la Iglesia sobre las asociaciones masónicas permanece inmutable, porque sus principios han sido siempre considerados inconciliables con la doctrina de la Iglesia, y la inscripción a esas asociaciones sigue estando prohibida por la Iglesia. Los fieles que pertenecen a las asociaciones masónicas permanecen en estado de pecado mortal y no pueden acceder a la sagrada comunión».
Amenazas programadas científicamente
En presencia de las mismas fuerzas del mal, que ya actuaban en su época, San Maximiliano supone para nosotros un hermoso ejemplo de celo apostólico. Siguiendo a San Pablo, se esmera en vencer el mal con el bien (Rm 12, 21). Fortalecido por su fe y por una teología segurísima, se dirige hacia la Virgen María y hacia su divino Hijo. Para podernos salvar, el Verbo de Dios se dignó hacerse hombre y elegir como Madre a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María (Lc 1, 27). La Madre del Salvador, María, fue provista por Dios de dones a la medida de tan gran responsabilidad. En el momento de la Anunciación, el ángel Gabriel la saluda como llena de gracia (Lc 1, 28). Explicitando esa expresión, el Papa Pío IX proclamó en 1854 el dogma de la Inmaculada Concepción: «La Bienaventurada Virgen María, en el primer instante de su concepción, mediante una gracia y un favor singular de Dios Todopoderoso, a causa de los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, fue preservada intacta de toda mancha del pecado original». Al no haber conocido el pecado, la Inmaculada posee un poder inmenso contra todo mal y se ha convertido en la «Madre de toda Gracia».
Salvar a todas las almas
Los miembros de esa "Misión" harán ofrenda total de sí mismos a la Bienaventurada Virgen María Inmaculada, como instrumentos en sus manos, y llevarán la medalla milagrosa. Una vez al día rezarán la siguiente oración: «Oh María, concebida sin pecado, ruega por nosotros que a ti recurrimos y por todos los que no recurren a ti, en especial por los francmasones y por todos los que te son recomendados».
Cristianizar la cultura
Su deseo consiste en «hacer que todo progreso esté al servicio de la gracia de Dios», es decir, cristianizar la cultura moderna. El Concilio Vaticano II declara que «se prestará atención a la problemática y las investigaciones modernas, de manera que se llegue a ver con mayor claridad cómo la fe y la razón convergen en una sola verdad... Que de esta manera el pensamiento cristiano pueda hacer acto de presencia pública, estable y universal en toda tentativa de promover una cultura superior, y que los alumnos de estos institutos (escuelas superiores, universidades y facultades) se formen hombres que destaquen por su doctrina, y preparados para desempeñar las funciones más importantes en la sociedad y para ser en el mundo testigos de la fe» (Gravissimum educationis, 10).
Pero el santo llegará a experimentar que no puede hacerse el bien sin la cruz. En efecto, como lo recuerda Santa Teresa del Niño Jesús, «solamente el sufrimiento alumbra las almas». Hacia finales de 1919, es enviado a Zakopane, a un sanatorio donde falta ayuda religiosa. Aunque se halla enfermo, emprende un difícil apostolado entre sus compañeros, con la ayuda de medallas milagrosas. Consigue así ganarse los corazones uno a uno, y lo hace tan bien que es invitado a impartir conferencias. El apóstol de María lo estaba esperando, y muchos incrédulos se convierten.
El veneno de la indiferencia
En 1927, el padre Maximiliano funda la ciudad marial franciscana de Niepokalanow (literalmente: la ciudad de la Inmaculada), donde todo es consagrado a María. Son muchos los que piden ser admitidos en el noviciado, hasta el punto de que el convento llegará a contar con mil religiosos. «En Niepokalanow, dice el padre, vivimos con una idea fija, si así puede expresarse, voluntariamente elegida y amada: la Inmaculada». La prensa, cuya influencia no deja de crecer, se le representa como un terreno de apostolado privilegiado, por lo que, con el objetivo de la evangelización, lanza la revista "El caballero de la Inmaculada", que muy pronto llega a ser la publicación más importante de Polonia, alcanzando en 1939 una tirada de un millón de ejemplares.
«¿Sabe usted japonés?»
Una vez conseguidos todos los permisos, el padre sale para Japón en 1930, junto a cuatro hermanos. A base de trabajo, de audacia, de plegarias y de confianza en la Inmaculada, consiguen crear el "Mugenzai no Sono", textualmente: el jardín de la Inmaculada. Dos años después de aquella fundación de Japón, el padre Maximiliano se embarca para seguir fundando en la India. En momentos de conflicto y de grandes dificultades, le reza a Santa Teresa de Lisieux: ¿acaso no había convenido con ella, hacía tiempo y en Roma, que rezaría todos los días por su canonización, pero que a cambio ella sería la patrona de sus obras? Santa Teresita hace honor al contrato, y todos los obstáculos desaparecen como por encantamiento. Pero, extenuado y minado por la fiebre, el apóstol de María Inmaculada debe regresar a Polonia en 1936.
El amor o el pecado
El 17 de febrero de 1941, unos agentes de la Gestapo detienen al padre Maximiliano y a otros cuatro hermanos, conduciéndolos primero a la prisión de Pawiak, en Varsovia. Allí, en tanto que religioso y sacerdote, el padre es golpeado violentamente. Escribe lo siguiente a sus hijos que permanecen en Niepokalanow: «La Inmaculada, Madre amantísima, nos ha rodeado siempre de ternura y velará por nosotros... Dejémonos conducir por ella, cada vez con mayor perfección, donde ella quiera y le plazca, a fin de que, cumpliendo hasta el final con nuestros deberes, podamos por amor salvar a todas las almas». Algunos días más tarde, el padre Kolbe es trasladado al campo de concentración de Auschwitz.
Como consecuencia de los malos tratos sufridos, pronto es hospitalizado, confesando a los prisioneros durante las noches, a pesar de la prohibición y de la amenaza de represalias. Sabe convertir en bien el propio mal, y en una ocasión le explica a un enfermo: «El odio no es una fuerza creadora. Solamente el amor es creador. Estos sufrimientos no conseguirán someternos, sino que deben ayudarnos cada vez más a ser fuertes. Junto con otros sacrificios, resultan necesarios para que los que queden después de nosotros sean felices». Consigue compartir con sus compañeros la experiencia del misterio pascual, donde el sufrimiento vivido en la fe se transforma en gozo. «La paradoja de la condición cristiana ilumina singularmente la de la condición humana: ni la contrariedad ni el sufrimiento son eliminados de este mundo, pero adquieren un nuevo sentido en la certeza de participar de la Redención operada por el Señor y de compartir su gloria» (Pablo VI, Exhortación Apostólica Sobre el gozo cristiano, 9 de mayo de 1975).
Trabajar con ambas manos
En el bloque de la muerte, los carceleros se percatan de que ocurre algo nuevo. En lugar de los habituales gritos de angustia, lo que oyen son cánticos. La presencia del padre Maximiliano ha transformado el ambiente de aquella horrible celda, haciendo que la desesperación deje sitio a una aspiración llena de esperanza, de aceptación y de amor hacia el cielo y hacia la Madre de Misericordia. La víspera de la Asunción, solamente el padre Maximiliano está plenamente consciente. En el momento en que los guardianes entran para rematarlo, él se encuentra rezando. Al ver la jeringuilla, él mismo alarga su descarnado brazo para la inyección mortal.
En vida, San Maximiliano Kolbe gustaba de repetir: «Aquí en la tierra solamente podemos trabajar con una mano, pues con la otra debemos aferrarnos para no caer. Pero en el Cielo será diferente, no habrá peligro de resbalar ni de caer, por lo que trabajaremos mucho más, con ambas manos». A él le pedimos que interceda, ante la Virgen Inmaculada y San José, por Usted y por todos sus seres queridos, vivos y difuntos.
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