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31 de enero de 2007 San Juan Bosco |
Carlos de Habsburgo, primogénito del archiduque Otón y de María Josefa de Sajonia, nace el 17 de agosto de 1887 en Persenbeug, no lejos de Viena (Austria). El pequeño, que es sobrino nieto del emperador de Austria Francisco José, crece bajo la vigilancia amorosa pero estricta de su madre, mujer muy cristiana. Por su parte, el padre lleva una vida licenciosa. La educación de Carlos es confiada a preceptores cristianos que impulsan sus excelentes aptitudes. Sólo tiene un defecto: la timidez.
Carlos toma la primera comunión en 1898, en Viena. Uno de los asistentes comenta: «Si no supiéramos rezar, ese joven nos enseñaría a hacerlo». El muchacho asiste asiduamente al instituto público de los benedictinos escoceses, donde desarrolla sus cualidades: franqueza, caridad, tenacidad y modestia. Aunque de salud algo irregular, el archiduque Carlos no deja de progresar en lo intelectual y espiritual. De conducta irreprochable, no por ello deja de ser alegre, y siente gran afición por la música. En 1905 inicia la carrera militar, obligatoria para un Habsburgo. El año siguiente pierde a su padre, que fallece dando muestras de una piedad y de una serenidad inesperadas. Se convierte, entonces, en el segundo en el orden de sucesión al trono, después de su tío Francisco Fernando, que le inicia en los asuntos de estado.
Ayudarnos mutuamente a ganar el Cielo
En 1912, Carlos sirve en Galitzia con el grado de capitán, encargándose activamente de su tropa para mejorar su bienestar material y moral. El 20 de noviembre, Zita da a luz a un niño, Otón; seis años más tarde, el día de la primera comunión de este primogénito, Carlos consagrará su familia al Sagrado Corazón. En febrero de 1913, la pequeña familia se establece en el castillo de Hetzendorf, cerca de Viena, donde Carlos lleva una vida de asceta, trabajando hasta altas horas de la noche, sometiéndose a todas las molestias de la vida de un oficial, sin aprovecharse nunca de su rango para obtener privilegios.
A principios de 1914, el archiduque Francisco Fernando confiesa a Carlos: «Estoy convencido de que moriré asesinado; la policía está al corriente de ello». De hecho, la francmasonería había condenado a muerte a Francisco Fernando, que representaba un obstáculo para destruir el imperio católico de Austria-Hungría. El empeño por parte de los ambientes masónicos para destruir el último imperio católico de Europa no puede sorprender a nadie. Los grupos masónicos, incluso cuando se llaman a sí mismos espiritualistas, tienen una visión del mundo cerrada a lo sobrenatural y rehúsan la noción de revelación divina como dogma; por eso la francmasonería se ha opuesto constantemente a la Iglesia Católica. Un francmasón de alto grado reconocía, en 1990, ese fundamental antagonismo: «El combate que actualmente se libra condiciona el futuro de la sociedad. Opone dos culturas: una está fundada en el Evangelio, y la otra en la tradición del humanismo republicano. Y esas dos culturas se oponen en lo fundamental. O bien la verdad es revelada y es intangible, procedente de un Dios que se halla en el origen de todas las cosas, o bien encuentra su fundamento en las construcciones del hombre, cuestionadas siempre, ya que son perfectibles hasta el infinito» (Paul Gourdeau). El 26 de noviembre de 1983, el cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, precisaba: «El juicio negativo de la Iglesia hacia las asociaciones masónicas sigue siendo el mismo, porque sus principios se han considerado siempre como irreconciliables con la doctrina de la Iglesia, y la afiliación a esas asociaciones sigue estando prohibida por parte de la Iglesia. Los fieles que pertenecen a asociaciones masónicas se hallan en pecado grave, y no pueden acceder a la Sagrada Comunión».
«Bajo tu protección«»
En noviembre de 1916, Francisco José muere piadosamente, tras un reinado de 68 años. Carlos de Habsburgo se convierte entonces en emperador de Austria y rey apostólico de Hungría. Tiene 29 años. En un manifiesto publicado ese mismo día, declara: «Haré todo lo que esté en mi poder para desterrar lo más pronto posible los horrores y los sacrificios que acarrea la guerra, y para procurar a mi pueblo los beneficios de la paz». El 22 de diciembre, Carlos manda a su ministro Czernin que redacte unas proposiciones de paz, aceptadas con la boca pequeña por su aliado, el emperador de Alemania Guillermo II, pero serán rechazadas por las potencias de la Entente (Francia, Gran Bretaña, Rusia e Italia). El 30 de diciembre de 1916, en Budapest, Carlos ciñe la corona que san Esteban recibiera del Papa Silvestre II en el año 1001. Sin embargo, realiza la siguiente confidencia: «Ser rey no significa satisfacer una ambición, sino sacrificarse por el bien de todo el pueblo». Poco después, Guillermo II da la orden de desencadenar a ultranza la guerra submarina. El soberano austriaco rechaza apoyar esa ofensiva, ya que, al dirigirse contra los barcos mercantes, provocará la muerte de numerosos civiles. No puede soportar la idea de que se produzcan terribles combates, que ya han provocado millones de muertos en toda Europa, y todo ello en beneficio de objetivos irrisorios. Carlos hace la siguiente observación: «No basta que sea el único en querer la paz. Es necesario que todo el pueblo y también todos los ministros estén a mi lado». No obstante, la prensa no cesa de excitar el belicismo del pueblo mediante comunicados triunfalistas, pero escondiendo la verdad acerca de la situación del imperio, donde la miseria del pueblo es cada vez mayor.
Un empeño por la paz
Desde el acceso al trono del emperador, se han organizado campañas calumniosas contra él, incluso en relación a sus costumbres, a pesar de su seriedad y temperamento incontestables. En contrapartida, se le considera un santurrón, ya que oye Misa diariamente y comulga; reza asiduamente el rosario y le gusta visitar los santuarios dedicados a la Virgen. En esa intensa vida espiritual, halla la fuerza necesaria para asumir sus pesadas responsabilidades. Se le acusa también de incapaz, a pesar de haber demostrado ser un oficial destacado. Habla siete lenguas y su capacidad de trabajo es extraordinaria, poseyendo además una singular y elevada capacidad de síntesis. Es capaz de discernir, mucho mejor que su entorno, el peligro mortal en que se halla su imperio. En la primavera de 1917, rechaza enérgicamente que Lenin, que vive exiliado en Suiza, atraviese sus Estados para dirigirse a sembrar la revolución en Rusia, plan maquiavélicamente concebido por el estado mayor alemán. Carlos ha comprendido que Lenin es potencialmente peligroso para toda Europa, ya que, según presiente, el bolchevismo no se contentará con arruinar Rusia, sino que se extenderá por todas partes. Sin embargo, Lenin conseguirá alcanzar Rusia a través de Alemania, viajando en un tren especial.
En el caos de la derrota
En enero de 1918, mediante sus «catorce puntos», inspirados en los objetivos de la francmasonería, Wilson, presidente de los Estados Unidos, proclama la necesidad para la paz futura de reorganizar la Europa central y balcánica según el «principio de las nacionalidades». Ello significa el desmantelamiento del imperio austro-húngaro en provecho de pequeños estados-naciones. Esa concepción utópica, inspirada por los socialistas checos Benes y Masaryk, estará en el origen de los conflictos que desgarrarán Europa central hasta nuestros días. Carlos intenta en vano hacer entrar en razón a la Casa Blanca. En el oeste, las últimas ofensivas alemanas de mayo y junio de 1918 son detenidas, y en julio son seguidas de una contraofensiva por parte de la Entente. Durante las semanas siguientes, Alemania se repliega y, tras el desencadenamiento de la revolución de Berlín, debe solicitar el armisticio, que será firmado el 11 de noviembre. La derrota alemana provoca de rebote la secesión de las nacionalidades eslavas del imperio austro-húngaro. El parlamento húngaro proclama el destronamiento de los Habsburgo. El 2 de noviembre, el emperador se ve obligado a solicitar el armisticio a Italia. Los medios políticos le instan a abdicar, pero no se considera con derecho de disponer de una autoridad que emana de Dios. Tras ser sometido a presiones hostigadoras, el día 12, en Viena, abandona el ejercicio del poder, pero sin haber abdicado. Después, se retira al castillo de Eckartsau, donde es sometido enseguida a vigilancia policial. En marzo de 1919, la «república austriaca» proscribe a Carlos I, que protesta contra el desafuero al que se le ha sometido y reafirma su legitimidad frente a un poder surgido de la insurrección.
El emperador y su familia se instalan en Prangins, cerca de Ginebra, en Suiza. Desde ese lugar, animado por el Papa Benedicto XV, Carlos se esforzará por recuperar el trono de Hungría. Quizás pueda entonces es la esperanza del Santo Padre volver a formar una federación de estados católicos en Europa central. El 25 de marzo de 1921, Carlos abandona Suiza para dirigirse clandestinamente a Hungría. El almirante Horthy, jefe del estado desde 1920, se ha arrogado el título de regente y exhibe su lealtad hacia el rey. De origen calvinista, es en realidad ateo y detesta la tradición católica de los Habsburgo. El día de Pascua, en Budapest, Carlos es recibido por Horthy, que vacila, pone como pretexto mil dificultades y hace lo posible para amotinar a las potencias extranjeras a fin de impedir la restauración monárquica. Carlos, mientras tanto, cae enfermo; a pesar de que sus partidarios le proponen recobrar el poder por las armas, él lo rechaza para evitar el derramamiento de sangre. Finalmente, es enviado manu militari a Suiza a bordo de un tren especial.
Un noble y firme rechazo
Los países de la Entente consideran indeseable al Habsburgo, ocupándose ellos mismos de su expulsión. El 31 de octubre, Carlos y Zita son embarcados en un navío británico que desciende el curso del Danubio hasta el Mar Negro. Luego, un navío rumano los conduce hasta Constantinopla. Ignoran lo que les ha podido suceder a sus hijos, que han quedado en Suiza. Cuando el capitán del buque le confiesa que va a ser trasladado a Asunción, islote perdido en medio del Atlántico sur, Carlos se estremece y exclama: «¡Entonces nunca volveremos a ver a los niños!». No obstante, enseguida sonríe, diciendo con voz sosegada: «¡Qué pusilánime soy! Sólo pueden enviarnos al lugar elegido por Dios». El 19 de noviembre de 1921, el navío atraca en Funchal, capital de la isla portuguesa de Madeira, que será según habían decidido los ingleses el lugar de exilio del emperador destituido. Las «Naciones aliadas» habían previsto una dotación anual para cubrir las necesidades del exiliado, pero nunca será desembolsada. Creen que Carlos es rico, pero en realidad es pobre, por lo que debe buscar un alojamiento poco oneroso. Elige la villa Quinta, situada a 600 metros de altitud, pero la elección es desafortunada, ya que, en invierno, el clima es insalubre a causa de la niebla. El 2 de febrero de 1922, tras enormes dificultades, Zita puede traer a sus hijos a Madeira.
«El Señor hará lo que quiera»
El 9 de marzo, el emperador se resfría tras haber subido a pie desde Funchal a la villa. El 17, su temperatura asciende a 39º y tose. El 21, tiene 40º de fiebre y una bronquitis generalizada, que deriva en congestión pulmonar. Carlos todavía no ha cumplido 35 años, pero se encuentra moral y físicamente debilitado por las pesadas tribulaciones de los años que acaban de transcurrir. Durante los días siguientes, la neumonía se agrava. Los últimos días del emperador son los de un santo. A pesar de su extrema fatiga, asiste a la Misa que se celebra diariamente en su habitación. El 27 de marzo, solicita la Extremaunción y realiza una confesión general con plena lucidez. Manda llamar a su hijo primogénito, Otón, que solamente tiene nueve años: «Quiero que sea testigo de todo; será un ejemplo para toda su vida; debe saber lo que ha de hacer en tal circunstancia un rey, un católico y un hombre». El día 29, Carlos es víctima de dos crisis cardiacas; en privado, confiesa: «¿No es una bendición tener una confianza ilimitada en el Sagrado Corazón? Si no fuera así, mi estado sería insoportable». Un poco más tarde, declara: «Debo sufrir mucho, a fin de que mis pueblos puedan reencontrarse todos juntos». El sábado 1 de abril, tiene deseos de rezar, pero su enfermera le aconseja que duerma. Él responde: ¡«Tengo tanto que rezar!». Durante la mañana, su estado es desesperado, pero todavía puede recibir la Sagrada Comunión en el viático. El Santísimo Sacramento se expone en la habitación del moribundo, que murmura: «Ofrezco mi vida como sacrificio por mi pueblo», y después: «Mi Salvador, ¡hágase tu voluntad!». A las doce y veinticinco minutos, después de haber exclamado «Jesús, María y José», entrega su último suspiro. El emperador-rey deja tras él una viuda que espera su octavo hijo.
A pesar del aparente fracaso de su vida, Carlos I dio un admirable testimonio de conformidad a la divina Providencia en la desgracia. Por eso la Iglesia lo propuso como ejemplo por la beatificación. Puede aplicársele el siguiente pasaje del Libro de la Sabiduría: En cambio, las almas de los justos están en las manos de Dios y no les alcanzará tormento alguno. Creyeron los insensatos que habían muerto; tuvieron por quebranto su salida de este mundo, y su partida de entre nosotros por completa destrucción; pero ellos están en la paz« por una corta corrección recibirán largos beneficios, pues Dios los sometió a prueba y los halló dignos de sí (Sb 3, 1-5). «Desde el principio, el emperador Carlos concibió su cargo como un servicio santo por sus pueblos. Su principal preocupación era seguir la llamada del cristiano a la santidad, incluso en la acción política« Que sea un ejemplo para todos nosotros, sobre todo para quienes tienen hoy en día en Europa la responsabilidad política» (Juan Pablo II).