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29 de junio de 2004 San Pedro y San Pablo |
Clara de Castelbajac nace el 26 de octubre de 1953 en París, siendo la última de una familia de cinco hijos. Es bautizada tres días después de su nacimiento, bajo la advocación de santa Clara y de la Virgen Inmaculada. Los cinco primeros años de vida los pasa en Marruecos, en Rabat, hasta que regresa definitivamente a Francia en 1959. Su madre le enseña muy pronto a santiguarse y a rezar, y cuando hace las compras o va de paseo suele acudir a la iglesia a rezar unas cortas oraciones, pues sabe muy bien que la iglesia es la «casa de Jesús». El brío de su temperamento se revela desde muy pronto, ya que carece de toda moderación cuando algo le gusta, cuando desea algo o cuando da alguna cosa. A la edad de tres años, Clara tiene impulsivos accesos de cólera, pero a esos arrebatos le siguen actos de contrición inmediatos, tan impulsivos como sus manifestaciones coléricas. A pesar de esa vivacidad, la niña padece desde muy pronto la tribulación de la enfermedad, ya que sólo tiene cuatro años cuando una toxicosis la conduce a las puertas de la muerte. Poco tiempo después, una infección intestinal, seguida de unas anginas víricas, debe ser tratada mediante inyecciones. Por eso, cuando ve aparecer a una enfermera, toda ella se transforma en furia, gritando y agitándose en todas direcciones. No será hasta el invierno siguiente, antes de recibir la primera comunión, cuando entenderá lo que significa «Ofrecer su sufrimiento a Jesús», aprendiendo entonces poco a poco a dominarse para soportar la dolencia.
El regreso a Francia supone para Clara un conflicto psicológico. Abandonar la preciosa villa de Rabat y su maravilloso jardín para irse a vivir a la vieja morada familiar de Lauret (en el sudeste de Francia), «la casa grande toda rota», como ella la llama, supone una auténtica ruptura. Recibe por primera vez la Sagrada Eucaristía en junio de 1959, tras grandes esfuerzos por prepararse para ello. Su generosidad al ofrecerse a Dios en las pequeñas cosas se mantiene durante los años siguientes. Por ejemplo, anota lo que sigue: «1) no he tomado agua; 2) acto de amor; 3) he obedecido enseguida a mamá; 4) no me he quejado de tener dolor de barriga», etc. Clara quiere examinarse con esmero para la primera confesión, por lo que toma su libro para niños y considera atentamente «todos los pecados de la lista», diciéndole luego a su madre: «No entiendo nada, así que no sé si he hecho esos pecados. Explícamelos... Si conociera todos los pecados, entonces ya no haría más, porque no querría apenar a Jesús».
¡Que todos vayan al Cielo!
En su intensa necesidad de comunicarse, Clara dirige a sus padres unas cartas que deposita con gran secreto en sus platos o bajo sus almohadas. Acaba de cumplir nueve años cuando traza las siguientes líneas: «Mi muy querida mamá: lo primero que quiero decirte es que te quiero mucho, mucho, más que a nada. ¡¡¡Eres tan buena!!! Además, al pedirte perdón por todas las faltas que he cometido seguro que me perdonas, porque eres tan buena, querida mamá...» (sic). La mañana de su décimo cumpleaños, a pesar de sentirse cansada, Clara insiste en ir a Misa. Y esa misma noche le confiesa a su madre: «¿Sabes qué he pedido esta mañana?... que permanezca siempre pura, como lo era después del bautismo». Al despertarse cada mañana, adquiere la costumbre de invocar a la Virgen: «Oh, María Inmaculada, te entrego la pureza de mi corazón. Sé su guardiana para siempre». A los once años y medio, como es costumbre en Francia, toma solemnemente la comunión. Mientras sus compañeras de internado han recibido una avalancha de regalos profanos, Clara agradece a sus padres por no haberle dado ninguno, excepto una imagen de recuerdo, en la que la madre le ha escrito un texto que será de gran importancia para ella: «Desead íntimamente que el Señor os dé todo lo que sabe que os falta por su honor y su gloria» (san Juan de la Cruz).
Sus estudios primarios los ha realizado en casa, bajo la atención de su madre; en 1964 ingresa en un internado de Toulouse, con las religiosas del Sagrado Corazón, donde manifiesta una intensa alegría de vivir, una apasionada generosidad y una especial atracción hacia las cosas de Dios, tal como ella misma escribe: «¡Es fantástico! Esta mañana he asistido a Misa y he comulgado... He pensado en vosotros, queridos padres, que me habéis enseñado la religión católica, que me habéis enseñado a rezar, que me habéis dado el bautismo. Os lo debo todo y os lo agradezco más de lo que pueda decirlo o pensarlo».
Unos niños que piden
Con la fogosidad propia de sus quince años, Clara se enoja del viento de contestación que se abate sobre la Iglesia y que tiende a hacer tabla rasa del pasado. Y lo sufre hasta el punto de caer enferma y de tener que terminar el último curso de bachillerato en casa. Al percatarse de que la juventud de su localidad no tiene ocasión de reunirse para distraerse en común, organiza primero una coral; luego, el grupo se anima a preparar dos obras de teatro, con objeto de distraer a las personas mayores del asilo próximo, a los discapacitados o simplemente a los habitantes de la población. Para cursar el preuniversitario, Clara ingresa en el colegio de las dominicas de Seilh, cerca de Toulouse. Lo hace sin demasiado entusiasmo, pero el buen humor consigue prevalecer. Le escribe lo siguiente a una amiga: «Resulta extraño ver, si bien lo pensamos, cuántos motivos de felicidad podemos encontrar. La vida no es otra cosa que felicidad. Son los hombres los que hacen de ella una desgracia». Sin embargo, los combates están siempre presentes. El 8 de septiembre de 1970, festividad de la natividad de la Virgen que Clara tanto aprecia, se niega a acompañar a Misa a una amiga. Su rostro errante delata otra influencia que, ese día, la esclaviza. Durante su último curso escolar (1970-71), se instala en una habitación independiente en Toulouse, continuando con sus clases en las dominicas.
Hermoso pero difícil
En agosto, tras cinco meses de sufrimientos, los médicos deciden realizarle una operación de la columna vertebral que tiene éxito. Clara consigue caminar pronto, pero los ataques de ciática volverán periódicamente. Tres semanas después de haber abandonado el hospital, aprueba con buenos resultados el examen final de bachillerato, y luego decide dedicarse a la restauración de pinturas y de frescos. En su opinión, esa profesión tiene una gran ventaja: la independencia en el trabajo y la posibilidad, más tarde, de permanecer en casa.
Clara toma la decisión de prepararse para el examen de ingreso en el Instituto Central de Restauración de Roma, instituto estatal que reserva cada año tres plazas para los candidatos extranjeros. Se prepara asistiendo a las clases de historia del arte de la Universidad de Toulouse. Además de dedicarse a ello, su carácter sociable le impulsa a realizar muchas visitas, en especial y con regularidad a personas mayores y a inválidos del barrio donde reside. Su devoción no desfallece. «Ayer por la tarde decidí ir a Misa todos los días... Tengo el tiempo justo de llegar a la facultad en cuanto termina; salgo curada, pura y santa y, montando en la bicicleta, me pierdo entre la multitud».
No temas nada
La fecha del examen, retrasada a causa de las huelgas, se fija para el 1 de diciembre. Clara obtiene la tercera de las plazas para extranjeros. Se siente entusiasmada, pero nuevos combates se avecinan. «La mano de Dios no cesa de protegerme escribe a sus padres. Lo que me fastidia es mi éxito, del todo involuntario, creedme, con los chicos. Hay uno que está realmente enamorado de mí. Además, hay un libanés que está lleno de atenciones...; y hasta podría añadir dos italianos, especialmente cumplimenteros y perros fieles. Al cabo de nueve días es realmente mucho... ¡Aunque pronto me van a conocer de verdad!... Qué difícil resulta esconder el carácter y evitar las risas, tomarlo todo a broma y hacer juegos de palabras en todo momento... Pero estoy segura de la protección divina, virginal y benedictina (pues lleva puesta la medalla de san Benito), sin hablar de los ángeles de la guarda».
Unos días más tarde, añade lo que sigue: «Tengo prisa por estar realmente instalada, a fin de poder escribir mis cartas y hacer media hora de lectura espiritual cada día. El rosario lo tengo resuelto con los dos cuartos de hora, o los cuatro, que paso en el metro. Necesito de vuestras oraciones... cuantas más personas conozco más deprimida me siento; pensaba que el arte por el arte y la belleza por la belleza, es decir, el significado de la gratuidad de las cosas, confería a las personas cierta profundidad y alguna cosa más... Está claro que, aparte de dos o tres esnobs, todos se interesan por lo que hacen, e incluso les apasiona, pero después, ¡plof!, lo único que les interesa es el placer en todas sus modalidades. Y eso me deprime y me hastía un poco. No puedo juzgarlos, pero todos aquellos con los que hablo, excepto dos, son de esa manera. Casi todos viven con una «pareja»... Así que estoy decepcionada... ¡Todos los chicos me persiguen! ¡Caray!, que no llevo minifalda... e incluso me voy quitando de encima con frialdad y malas pasadas a quienes debo evitar. Y cuanto más intento quitármelos de encima, más insisten... Pero a lo que tengo miedo, en este momento, es a mí misma; porque os lo voy a contar todo. Aquí no me siento alentada por gente buena, como en Toulouse; así que, algunas veces, al ver a los que me rodean, me digo a mí misma que no debe ser desagradable actuar como ellos... Entonces rezo y rezo para ser valiente, incluso podría hablar a veces del heroísmo de resistir, de no tener ningún «ragazzo» antes de mi compromiso de matrimonio...».
Hacer locuras
Con ese régimen de vida, las notas de Clara en el «Restauro» son deplorables, faltándole muy poco para ser expulsada. Uno de sus tíos le da un día la siguiente reprimenda: «Me siento afligido por tus padres, sobre todo por tu padre que ya es mayor, porque estás malgastando tu vida...». Pero ella replica: «¡Pues mientras tanto, yo me lo paso en grande!». Sin embargo, se siente descontenta en secreto consigo misma. Su profundo sentido de Dios, su parcial fracaso en los estudios y también, sin duda, la reflexión de una estudiante («Ya verás, acabarás asumiendo nuestro ateísmo. Antes de un año serás como nosotras...»), provocan en ella un saludable sobresalto. El verano trae consigo unas felices vacaciones en Lauret, interrumpidas por la peregrinación nacional a Lourdes. A principios de octubre, parte de nuevo animada hacia Roma. Escribe a sus padres: «Me doy cuenta hasta qué punto caí en la vanidad y en el egoísmo fácil, bajo la denominación engañosa de emancipación...». La excelente predisposición que marca el comienzo de ese nuevo año no flaqueará. Dios se halla de nuevo en el centro de su vida, a pesar de algunas ocasionales «rebeliones de espíritu».
Un año más tarde, el 16 de septiembre de 1974, Clara se marcha durante tres semanas a Tierra Santa con un grupo de unos diez jóvenes, bajo la dirección de un padre dominico. «Estamos en Belén. Vamos por desierto durante horas. Mucho cansancio y hambre. Ascesis: incomparable por la pureza, es verdad». Y escribe a sus padres: «Me estoy convirtiendo por completo, estoy encontrando la fe, descubriendo su verdadero significado, y aprendiendo continuamente el a, b, c de mi religión. Estoy almacenando el máximo de elementos de fervor, de piedad, de ejemplo y de pobreza de espíritu, para poder organizarme la vida, en Roma, tal como la entiendo ahora, y no como la estaba viviendo. Empiezo a captar el significado del término Amor de Dios; creo que no hay que apasionarse por asuntos secundarios, sino dirigirlo todo hacia Dios, y sólo hacia Él».
Una dicha completamente nueva
El 10 de diciembre, escribe de nuevo: «Desde que puedo contar los días que nos separan, nado aún más en la beatitud. Mientras tanto, me ahogo de excitación: el exceso que conocéis de mí reina en todo su esplendor... La directora de estudios me da libertad para ir por todos los sitios donde, al día siguiente, se quitarán las tablas, a fin de que pueda dar la última pincelada. Y ni siquiera va a comprobarlo después, lo que me molesta mucho, pues la responsabilidad es mayor de lo que yo pueda asumir. Pero no importa, pues tengo carta blanca. ¡Esto sí que es vida! Libre, en uno de los lugares más bellos de Europa...».
Clara llega a Lauret el 18 de diciembre, para pasar las vacaciones de Navidad. Sus allegados la encuentran transfigurada. Pasa en Lourdes la jornada del lunes 30 de diciembre, donde, postrada de rodillas delante de la gruta, con la frente en el suelo, queda inmóvil durante mucho tiempo. Cuando se incorpora, su rostro es otro, como ausente, infinitamente lejano; algo ha sucedido entre la Virgen y ella... El sábado 4 de enero, se le manifiesta una meningoencefalitis vírica fulminante. El día 17, recibe, sin conocimiento, el sacramento de los enfermos. El domingo 19, mientras parece dormida, dice de repente con toda nitidez y muy fuerte: «Dios te salve, María. Llenas eres de gracia...»; después se para, agotada. Su madre continúa la plegaria; al final de cada Ave María, Clara murmura: «más... más», para que siga el rosario. La tarde del día 20, se hunde cada vez más en un coma profundo, entrando en la eternidad donde Dios la ha llamado el miércoles 22 de enero de 1975, hacia las cinco de la tarde, a la edad de veintiún años y tres meses.
Clara quería «ir derecha al Cielo». Había hablado mucho con su tío, el padre Felipe de la Trinidad, de la Primera Epístola de san Juan: En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros: en que tengamos confianza en el día del Juicio (1 Jn 4, 17). En 1970, había escrito a una amiga: «¿Crees de verdad que la proximidad siempre creciente de la muerte sea angustiosa? Creo que no; no hay que temer a la muerte. La muerte no es otra cosa que el paso de una vida que en realidad no es sino un examen de alegrías y de pequeñas desgracias... a la felicidad completa, a la visión perpetua de quien nos lo ha dado todo. ¿Angustiosa, la muerte? No, no debería serlo; mejor anhelada y esperada (y por lo tanto preparada...). ¿Te acuerdas de que en el Sagrado Corazón, algunas chicas (tú entre ellas) me habían predicho que moriría joven?, y sin consultarse. Pues bien, te confieso que no me importa en ab-so-lu-to, ya que, en la eternidad, ¿qué son 50 años más o menos de vida terrenal?».
Siguiendo el ejemplo de Clara de Castelbajac, preparémonos a «dirigirlo todo hacia Dios», no buscando otra cosa sino agradarle, y así el Señor nos recompensará más allá de toda medida.