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1 de mayo de 2008 Ascensión del Señor |
Jérôme Lejeune había nacido en 1926 en Montrouge, en el seno de una familia que quedó arruinada por la guerra de 1939-1945. A la edad de 13 años, descubre a dos autores, Pascal y Balzac, que lo marcan de por vida. Subyugado por el doctor Bénassis, héroe de la novela Médico de campaña, también él quiere convertirse en médico de campaña, dedicándose a los humildes y a los pobres. Después de la guerra, se sumerge con entusiasmo en los estudios de medicina. Enseguida, una motivación se añade como estímulo a su trabajo: acaba de conocer a una joven danesa, Birthe, de la que se ha enamorado apasionadamente. El 15 de junio de 1951, defiende con éxito su tesis doctoral. Ese mismo día, su futuro queda decidido en una dirección del todo diferente a la de sus proyectos: uno de sus maestros, el profesor Raymond Turpin, le propone colaborar en una magna obra sobre el «mongolismo», enfermedad que afectaba a un niño de cada seiscientos cincuenta. Jérôme acepta, por lo que, a partir de ese momento, su camino queda trazado. El 1 de mayo de 1952, contrae matrimonio en Odense (Dinamarca) con Birthe Bringsted, convertida al catolicismo, con la que tendrá cinco hijos. La vida en familia es para él objeto de predilección, sobre todo durante las vacaciones. Durante sus estancias en el extranjero, escribe a su mujer todos los días.
En 1954, se convierte en miembro de la Sociedad Francesa de Genética y en investigador del Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS). A partir de las explosiones de Hiroshima y de Nagasaki, el efecto de las radiaciones nucleares sobre la reproducción humana está al orden del día. Turpin orienta a su equipo hacia ese campo, y, en 1957, Jérôme es nombrado «experto sobre los efectos de las radiaciones atómicas en genética humana» para la ONU. Desde entonces, participa en congresos internacionales, donde destaca por su candorosa libertad de lenguaje, frente a la voluntad de dominación de algunas delegaciones.
Son ya tres hijos los que dan felicidad al hogar. Por esa época, la salud del padre de Jérôme se degrada. Jérôme debe afrontar la evidencia: se trata de un cáncer de pulmón. La agonía del padre amado le muestra hasta qué punto «es insoportable ver el sufrimiento de aquellos a quienes se ama». Su mirada se hace entonces más profunda, ya que reconocerá al propio Cristo en el rostro de cada paciente.
Aprovechando los nuevos procedimientos fotográficos, Jérôme descubre, en un tejido preveniente de un pequeño «mongólico», la presencia de un cromosoma suplementario, a nivel del par 21 (el ser humano cuenta con 23, en total 46 cromosomas). Ese es el origen del «mongolismo», enfermedad que se llamará a partir de entonces «trisomía 21». En marzo de 1959 se comunica ese descubrimiento a la Academia de Medicina. En noviembre de 1962, Jérôme recibe el «premio Kennedy»; en octubre de 1965, adquiere la titularidad de la primera cátedra de genética fundamental en París. Todo conduce a la esperanza: su descubrimiento, así como la publicidad que de él se ha hecho en el mundo científico, le hace pensar que estimularán la investigación y permitirán poner a punto tratamientos adecuados para curar a los enfermos y dar esperanza a sus padres. Las familias de los enfermos, atraídas por la celebridad internacional de Jérôme y su accesibilidad, se dirigen cada vez en mayor número a él. Da tratamiento a varios miles de jóvenes pacientes que acuden a su consulta del mundo entero; a otros les hace un seguimiento por correspondencia. Ayuda a los padres a comprender y a aceptar esa tribulación desde un punto de vista cristiano: esos hijos trisómicos, creados a imagen de Dios, están destinados a un porvenir eterno donde no quedará nada de sus imperfecciones. Les asegura que su hijo, a pesar de su grave discapacidad intelectual, rebosará de amor y de ternura.
El racismo cromosómico
En agosto de 1967, el profesor Lejeune es invitado a la séptima asamblea mundial de la Asociación Médica Israelita, que tiene lugar en Tel-Aviv. Alternan los trabajos y las excursiones; la primera de ellas tiene como meta el lago Tiberíades. «Entré en una pequeña capilla de mal gusto relata Jérôme«. Me estiré en el suelo cuan largo era para besar la huella imaginaria de los pasos de quien estaba allí». En aquel instante, nota un sentimiento desconocido: «Un hijo que reencuentra a un Padre muy amado, un Padre finalmente conocido, un Maestro reverenciado, un Corazón sacratísimo descubierto; había de todo ello y mucho más«». Todo se funde en el fuego de esa hoguera de amor: el mundo, los honores, el éxito y el temor a la opinión del prójimo. Sólo existe el Señor y la necesidad de responder a su bondad solícita.
Cuando Jérôme alcanza a los demás congresistas, una fuerza se ha apoderado de él. ¿Con qué objetivo? Un incidente le dará la pista. Al llegar a Caná, el guía pregunta si alguien sabe la razón de la fama internacional de la ciudad. Jérôme toma el micro y, de manera ingenua, cuenta el episodio evangélico de las bodas y el milagro del agua convertida en vino. Silencio. Luego, el guía dice: «¡No lo ha acertado usted! La importancia de Caná reside en la presencia de los laboratorios de cosmética Helena Rubinstein». Risotada general. Jérôme calla; se siente impotente para vengar el ultraje que Cristo acaba de recibir ante sus propios ojos. Se encuentran ahora en Nazaret; al salir del autocar, todos se dirigen a la basílica de la Anunciación. Unos hablan en voz alta, otros se dedican a hacer bromas obscenas sobre la visita del ángel y la virginidad de María. Jérôme nota que le están provocando. ¿Qué puede hacer? Entra y, lentamente, se santigua y se arrodilla por reverencia hacia el misterio de la Encarnación acontecido en ese lugar. Curiosamente, su actitud humilde y valiente hace callar a los burlones. Después de esa profesión pública de fe, nadie provocará ya al profesor Lejeune, pero es marginado por el grupo.
«He perdido el Nobel»
Un combate mediático
El tema del aborto agita en ese momento toda Europa; Gran Bretaña ha acabado pisando los talones a los Estados Unidos, donde se ha legalizado el examen médico preventivo de la trisomía y su «tratamiento» mediante el aborto. La campaña mediática, en Francia, se extiende al aborto de todos los niños no deseados: «Un bebé no se convierte legalmente en una persona hasta que no ha nacido»; «una mujer tiene derecho a hacer lo que quiere de su cuerpo»« Son argumentos engañosos, ante los cuales muchos católicos se muestran permeables, incluso a veces hasta el punto de propagarlos.
Con motivo de un viaje a Virginia en octubre de 1972, le presentan a Jérôme un protocolo aplicable a partir de experimentos de fisiología o de bioquímica practicados en fetos de cinco meses, «tomando muestras» con ese objetivo mediante cesárea. Él escribe lo siguiente a su esposa: «El texto dice que deben ser tratados como cualquier otro tipo de toma de muestras de tejidos o de órganos, pero precisa que hay que matarlos transcurrido un tiempo« He dicho sencillamente que ningún texto podía reglamentar ese crimen». ¿Cómo es posible que esos colegas tan cualificados hayan llegado tan lejos? Con el pretexto del rigor científico, han recibido una formación con un punto de vista en que Dios no significa nada: está «bien», no lo que es conforme a la ley de Dios, sino lo que es eficaz; está «mal» lo que obstaculiza el progreso material. Para ellos, el feto ya no es un hombre, una criatura de Dios, cuyo destino es verlo y amarlo durante toda la eternidad. A partir de entonces puede convertirse en el blanco de todos los ataques; basta con obtener la mayoría.
El eslabón más débil
El 13 de mayo de 1981, Jérôme y su esposa se hallan en Roma, ya que el Santo Padre deseaba recibirlos en audiencia privada. Después de la entrevista, el Papa los retiene espontáneamente para que coman con él. Esa misma tarde, de regreso hacia París, se enteran del atentado del que acaba de ser víctima Juan Pablo II, pocas horas después de haberle dejado. La salud de Jérôme se resiente por esa noticia. En otoño, preocupado por la situación internacional, el Papa decide enviar a cada jefe de Estado en posesión de armas nucleares una delegación de miembros de la Academia Pontificia de las Ciencias, para que les trasmitan un informe sobre los peligros de la guerra atómica. En el caso de la URSS, designa a Lejeune y a otros dos; el encuentro tiene lugar el 15 de diciembre de 1981. «Nosotros los científicos dice con claridad Jérôme sabemos que, por primera vez, la supervivencia de la humanidad depende de la aceptación por parte de todas las naciones de preceptos morales que trasciendan todo sistema y toda especulación». Aquella misión diplomática no deja eco alguno en la prensa. Los enredos administrativos que, a partir de la votación de la ley Veil, habían empezado a centrarse en Jérôme, sobre todo en forma de controles fiscales repetidos, toman un cariz más grave: se le suprimen los fondos de investigación y es obligado a clausurar su laboratorio. Indignados por esa actuación, unos laboratorios norteamericanos y británicos le conceden sin contrapartida alguna fondos privados; dicha solidaridad desinteresada le permite reconstituir un equipo de investigadores animados por las mismas convicciones.
A pesar de la burla
En 1991, Jérôme esboza unas «reflexiones sobre deontología médica» en siete puntos: «1) «Cristianos, no temáis». Sois vosotros quienes detentáis la verdad, y no la habéis inventado vosotros, sino que sois su vehículo. A todos los médicos, habría que repetirles: hay que vencer la enfermedad, no atacar al enfermo. 2) El hombre ha sido creado a imagen de Dios. Es la única razón que lo hace respetable« 3) «El aborto y el infanticidio son crímenes abominables» (Vaticano II). 4) La moral existe objetivamente, y es clara y universal porque es católica. 5) El hijo no es manipulable y el matrimonio es indisoluble. 6) Honrarás a tu padre y a tu madre: la reproducción monoparental por clonación o por homosexualidad no es posible. 7) El genoma humano, el capital genético de nuestra especie no es manipulable». Dejemos constancia de esta frase valiente: «En las sociedades llamadas plurales nos machacan los oídos con la frase: «pero vosotros, cristianos, no tenéis derecho a imponer vuestra moral a los demás». Pues bien, yo os digo: no solamente tenéis derecho a intentar que vuestra moral penetre en las leyes, sino que es vuestro deber democrático».
En comisión de servicios
El Miércoles Santo 30 de marzo de 1994, al encontrarse delirando preso de una fiebre de más de 40 grados, es trasladado a cuidados paliativos. Al día siguiente, al alba, recobra el conocimiento; el Viernes Santo, confía lo siguiente al sacerdote que le suministra los últimos sacramentos: «Nunca he traicionado mi fe». Es eso lo que cuenta ante Dios« Y a sus hijos, que le preguntan por lo que quiere legar a sus pequeños enfermos, les dice: «No tengo gran cosa, ya lo sabéis« Pero les he dado mi vida. Y mi vida era todo lo que tenía». Después, emocionado hasta el punto de derramar lágrimas, murmura: «¡Oh, Dios mío! Era yo quien debía curarlos y me voy sin haber encontrado« ¿Qué será de ellos? A continuación, radiante, se dirige a los suyos: «Hijos míos, si puedo dejaros un mensaje, este es el más importante de todos: estamos en manos de Dios. Yo mismo lo he comprobado varias veces». El día siguiente, Sábado Santo, transcurre sin altibajos: Jérôme se encuentra sereno. Sin embargo, a finales de la tarde, las molestias respiratorias se reproducen, esta vez de manera más intensa. De repente se muestra autoritario y ordena a su esposa y a los suyos que regresen a casa. No quiere que asistan a su agonía. El domingo por la mañana, hacia las siete, dice penosamente a un colega casi desconocido que le ha estado dando la mano gran parte de la noche: «Ya ve usted« he hecho bien«» y entrega el espíritu. En el exterior, pueden oírse las primeras campanadas: es el día de la Resurrección, el día de la Vida, la que no acabará nunca. Pues Jesucristo es el Dios verdadero y la vida eterna (1 Jn 5, 20).
Al día siguiente, el Papa Juan Pablo II escribía a propósito de Jérome Lejeune: «Hoy hemos sabido de la muerte de un gran cristiano del siglo XX, de un hombre para quien la defensa de la vida se convirtió en un apostolado. Es evidente que, en la situación actual del mundo, esa forma de apostolado de los laicos es especialmente necesaria«».