|
[Cette lettre en français] [This letter in English] [Dieser Brief auf deutsch] [Deze brief in het Nederlands] [Questa lettera in italiano] |
26 de mayo de 2004 San Gregorio VII, Papa |
En el siglo xvi, la Virgen, conmovida de lástima por el pueblo azteca, que, viviendo en las tinieblas de la idolatría, ofrecía a sus ídolos multitud de víctimas humanas, se dignó ocuparse ella misma de la evangelización de aquellos indios de América Central, que eran también sus hijos. Un dios de los aztecas, al que se había atribuido la fertilidad, se había transformado con el tiempo en un dios feroz. Ese dios, símbolo del sol y en combate permanente con la luna y las estrellas, necesitaba, según se creía, de sangre humana para reparar sus fuerzas, pues si sucumbía él, la vida se extinguiría. Por lo tanto, parecían imprescindibles cada vez nuevas víctimas para ofrecerle en perpetuo sacrificio.
Un águila sobre un cactus
En 1474, viene al mundo un niño al que se pone el nombre de Cuauhtlatoazin («águila que habla»). A la muerte de su padre, es un tío suyo quien se encarga del pequeño. A partir de la edad de tres años, como a todos los niños aztecas, le enseñan a participar en las tareas domésticas y a comportarse dignamente. En la escuela, aprende canto, danza y sobre todo la religión de múltiples dioses. Los sacerdotes ejercen una influencia muy importante sobre la población, a la que mantienen en una sumisión que raya en el terror. Cuauhtlatoazin tiene trece años cuando se procede a la consagración del gran templo de Tenochtitlan. Durante cuatro días, los sacerdotes sacrifican 80.000 víctimas humanas a su dios. Después del servicio militar, Cuauhtlatoazin se casa con una joven de su condición, emprendiendo juntos una vida modesta de agricultores.
En 1519, Hernán Cortés desembarca en México al frente de 500 soldados, conquistando el país para la corona española, pero con el afán añadido de evangelizar a los aztecas. En 1524 consigue que lleguen a México doce franciscanos; estos misioneros se integran rápidamente en la población, ya que su bondad contrasta con la dureza de los sacerdotes aztecas y con la de algunos conquistadores. Aunque empiezan a edificarse iglesias, los indios se muestran bastante remisos al Bautismo, sobre todo a causa de la poligamia, que deben abandonar.
Cuauhtlatoazin y su mujer figuran entre los primeros en recibir el Bautismo, con los nombres respectivos de Juan Diego y María Lucía. Tras la muerte de ésta, en 1529, Juan Diego se retira a Tolpetlac, a 14 km de México, en casa de su tío Juan Bernardino, convertido también al cristianismo. El 9 de diciembre de 1531, como tiene costumbre de hacer cada sábado, parte muy temprano para asistir a la Misa que los padres franciscanos celebran, cerca de la ciudad de México, en honor de la Virgen. Al pasar al pie de la colina de Tepeyac, oye de repente un canto suave y sonoro que parece provenir de un enorme grupo de pájaros. Levanta la vista hacia lo alto de la colina y vislumbra una nube blanca y resplandeciente. Mira a su alrededor para cerciorarse de que no está soñando y, de súbito, el canto se interrumpe y una voz de mujer, dulce y delicada, lo llama: «¡Juanito, Juan Dieguito!». Trepa rápidamente por la colina y se encuentra en presencia de una hermosísima joven cuyos vestidos brillan como el sol.
«Un templo donde manifestaré mi amor»
Juan Diego se dirige sin dilación al obispado. Monseñor Zumárraga, religioso franciscano y primer obispo de México, hombre piadoso y lleno de entusiasmo, de corazón desbordante de bondad hacia los indios, escucha atentamente a ese pobre hombre, pero, creyendo que se trata de una ilusión, no da crédito a sus palabras. Por la tarde, Juan Diego emprende el camino de regreso. En la cima de la colina de Tepeyac recibe la agradable sorpresa de encontrarse de nuevo con la aparición, a quien relata su misión, añadiendo: «Os suplico que confiéis vuestro mensaje a alguien más conocido y respetado que yo, para que puedan creerlo. Yo no soy más que un humilde indio que habéis enviado a las altas esferas como mensajero. Además, no me han creído y no he podido más que causaros una gran decepción. Querido hijo mío, responde la Dama, debes comprender que hay muchos de mayor condición que la tuya a quienes habría podido confiar mi mensaje; sin embargo, mi proyecto se llevará a cabo gracias a ti. Regresa mañana ante el obispo... y dile que soy yo, en persona, la Virgen María, Madre de Dios, quien te envía».
El domingo por la mañana, inmediatamente después de la Misa, Juan Diego se presenta ante el obispo. El prelado le hace muchas preguntas y, luego, le pide una señal tangible de la realidad de la aparición. Cuando Juan Diego regresa a su casa, dos servidores del obispo le siguen con discreción. Llegado al puente de Tepeyac, Juan Diego desaparece de su vista y, a pesar de buscarlo en la colina y por los alrededores, no consiguen encontrarlo. Llenos de ira, declaran al obispo que se trata de un impostor al que no hay que creer en absoluto. Mientras tanto, Juan Diego cuenta a la hermosa Dama, que lo estaba esperando en la colina, su nueva entrevista con el obispo. «Regresa mañana por la mañana a buscar la señal que reclama, responde la aparición».
¡Rosas en pleno invierno!
Juan Diego corre en pos del obispo. A su llegada, los servidores le hacen esperar durante largas horas, pero, sorprendidos por tanta paciencia e intrigados por lo que lleva en la tilma, acaban llamando al obispo, quien, aunque acompañado por varias personas, le hace pasar inmediatamente. El indio relata su aventura, despliega la tilma y deja caer en el suelo las flores todavía destellantes de rocío. Con lágrimas en los ojos, Mons. Zumárraga cae admirado de rodillas ante aquellas rosas de su país. De súbito, percibe sobre la tilma el retrato de Nuestra Señora. Allí está María, como impresa en el manto, hermosísima y llena de dulzura. Las dudas del obispo dejan paso a una fe sólida y a una maravillada esperanza. A continuación, toma la tilma y las rosas, y las deposita con respeto en su oratorio privado. Al día siguiente, se dirige con Juan Diego hasta la colina de las apariciones y, tras examinar el lugar, deja que el vidente regrese junto a su tío. Juan Bernardino se encuentra completamente curado. Su curación había tenido lugar a la misma hora en que Nuestra Señora se le había aparecido al sobrino. Él mismo lo cuenta: «Yo también la he visto. Ha venido hasta aquí y me ha hablado. Quiere que se levante un templo en la colina de Tepeyac y que su retrato reciba el nombre de «Santa María de Guadalupe»; pero no me ha explicado el motivo». El nombre de Guadalupe es perfectamente conocido por los españoles, pues existe en este país un santuario antiquísimo dedicado a Nuestra Señora de Guadalupe. Por lo tanto, muy bien pudo ser interpretación castellana de la palabra náhuatl Coatlaxopeuh: La que aplasta la serpiente...
El rumor de aquel milagro se extiende rápidamente y, en poco tiempo, Juan Diego se convierte en una persona popular: «Extenderé tu fama», le había dicho María; pero el indio continúa siendo igual de humilde. Con el fin de facilitar la contemplación de la imagen, Mons. Zumárraga ordena que la tilma sea trasladada a su catedral. Después, se emprende la construcción de una pequeña iglesia y de una ermita, para Juan Diego, en la colina de las apariciones. El 25 de diciembre siguiente, el obispo consagra su catedral a la Santísima Virgen para darle las gracias por los insignes favores con los que colma la diócesis; luego, en magnífica procesión, la imagen milagrosa es llevada hasta el santuario de Tepeyac, que acaba de ser construido. Como manifestación de alegría, los indios disparan sus flechas, pero una de ellas es lanzada sin precaución y termina atravesando el cuello de uno de los asistentes, que cae al suelo herido de muerte. Se produce un silencio impresionante y una intensa súplica asciende hacia la Madre de Dios. De repente, el herido, que había sido trasladado a los pies de la milagrosa imagen, vuelve en sí y se levanta, lleno de vigor. El entusiasmo de la multitud llega hasta el paroxismo.
Millones de indios se hacen cristianos
Cuando llegó hasta los indios la nueva de las apariciones de Nuestra Señora, se propagó entre ellos un gozo y un entusiasmo jamás conocido y, renunciando a sus ídolos, a sus supersticiones, a sus sacrificios humanos y a la poligamia, muchos de ellos pidieron el Bautismo. Nueve años después de las apariciones, nueve millones de ellos se habían convertido a la fe cristiana, es decir, ¡casi 3.000 al día!
Los detalles de la imagen de María conmueven profundamente a los indios: esa mujer es más grande que el rey sol, pues aparece de pie ante el sol; está por encima del dios luna, pues mantiene la luna bajo sus pies; no es de este mundo, pues está rodeada de nubes y es sostenida por encima del mundo por un ángel; sus manos juntas la presentan en actitud de plegaria, lo que significa que existe alguien más grande que ella...
Sin embargo, todavía en nuestros días, el misterio de esa imagen milagrosa no ha sido desvelado. La tilma, gran capa tejida a mano con fibras de cactus, lleva la imagen sagrada que mide 1,43 m de altura. La figura de la Virgen es perfectamente ovalada y de color gris tirando a rosa. Los ojos poseen una gran expresión de pureza y de dulzura. La boca parece sonreír. Su hermosísimo rostro, parecido al de una india mestiza, está enmarcado por una cabellera negra que, vista de cerca, consta de sedosos cabellos. Una amplia túnica, de un rosa encarnado que nunca se ha podido copiar, la cubre hasta los pies. Su manto, azul verdoso, lleva un ribete de oro y está salpicado de estrellas. Un sol de tonos diversos forma un magnífico fondo en el que brillan rayos dorados.
La conservación de la tilma desde 1531 hasta la actualidad es inexplicable. Después de casi cinco siglos, aquella tela de calidad mediocre sigue conservando la misma frescura de fábrica, la misma vivacidad de tonos que en su origen. Basta compararla con una copia de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe que fue pintada con gran esmero en el siglo xviii y conservada en las mismas condiciones climáticas que la de Juan Diego, y que se deterioró por completo en pocos años.
A principios del siglo xx, período doloroso de revoluciones para México, unos incrédulos depositaron una carga de dinamita bajo la imagen, en un jarrón lleno de flores. La explosión destruyó los peldaños de mármol del altar mayor, los candelabros, todos los floreros, así como el retablo en mármol del altar, que quedó hecho añicos, y el Cristo de latón del sagrario, que quedó doblado por la mitad. Se rompieron, además, los cristales de la mayoría de las viviendas próximas, pero el que protegía la imagen ni siquiera se resquebrajó, y la imagen quedó intacta.
La experiencia más emocionante de mi vida
Por otra parte, los astrónomos han comprobado que todas las constelaciones presentes en el cielo cuando Juan Diego abrió su tilma ante el obispo Zumárraga, el 12 de diciembre de 1531, se encuentra en el sitio que les corresponde sobre el manto de María. También se ha descubierto que, al aplicar un mapa topográfico de la zona central de México sobre el vestido de la Virgen, las montañas, los ríos y los principales lagos coinciden con la decoración de ese vestido.
Las exploraciones oftalmológicas concluyen que el ojo de María es un ojo humano que parece vivo, incluyendo la retina donde se refleja la imagen de un hombre con las manos extendidas: Juan Diego. La imagen de dentro del ojo obedece a las leyes conocidas de la óptica, sobre todo a la que afirma que un objeto bien iluminado puede reflejarse tres veces en el ojo (ley de Purkinje-Samson). Un estudio posterior ha permitido descubrir dentro del ojo, además del vidente, a Mons. Zumárraga y a otras personas, presentes cuando apareció en la tilma la imagen de Nuestra Señora. Finalmente, la red venosa normal microscópica que aparece en los párpados y en la córnea de los ojos de la Virgen es perfectamente reconocible. Ningún pintor humano habría podido reproducir semejantes detalles.
Embarazada de tres meses
De ese modo, la ciencia, que ha servido con frecuencia de pretexto a la incredulidad, nos ayuda en la actualidad a hacer patentes las señales que habían quedado escondidas durante siglos y para las que no encuentra explicación.
La imagen de Nuestra Señora de Guadalupe lleva consigo un mensaje evangelizador: la basílica de México es un centro «de donde fluye un río de luz del Evangelio de Cristo, derramándose por toda la tierra por medio de la imagen misericordiosa de María» (Juan Pablo II, 12 de diciembre de 1981). Además, mediante su intervención en favor del pueblo azteca, la Virgen ha contribuido a salvar innumerables vidas humanas, y su embarazo puede interpretarse como una llamada especial en favor de los niños que van a nacer y en defensa de la vida humana; esta llamada está de rabiosa actualidad, ya que en nuestros días se multiplican y se agravan las amenazas contra la vida de las personas y de los pueblos, sobre todo cuando esa vida es débil y carece de defensa. El Concilio Vaticano II deploraba ya con fuerza los crímenes contra la vida humana: «Todos los delitos que se oponen a la misma vida, como son los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia... todo esto y otras plagas análogas son, ciertamente, lacras que afean a la civilización humana; en realidad rebajan más a los que así se comportan que a los que sufren la injusticia. Y ciertamente están en máxima contradicción con el honor debido al Creador» (Gaudium et Spes, 27). Frente a esos azotes, que se desarrollan gracias a los progresos científicos y técnicos, y que se aprovechan de un amplio consenso social y de reconocimientos legales, invoquemos a María con confianza. Ella es un «modelo incomparable de acogida y cuidado de la vida... Mostrándonos a su Hijo, nos asegura que las fuerzas de la muerte han sido ya derrotadas en él» (Juan Pablo II, Evangelium vitae, 25 de marzo de 1995, 102, 105). «La muerte y la vida tuvieron enconada lucha; murió el Autor de la vida, pero ahora reina vivo» (Secuencia Pascual).
Pidamos a san Juan Diego, canonizado por el Papa Juan Pablo II el 31 de julio de 2002, que nos inspire una verdadera devoción hacia nuestra Madre del Cielo, pues «la compasión de María alcanza a todos los que la solicitan, aunque sea solamente con una sencilla «Ave María»» (San Alfonso de Liguori). Ella obtendrá para nosotros la misericordia de Dios, especialmente si hemos caído en faltas graves, porque es Madre de Misericordia.