|
Descargar como pdf![]() [Cette lettre en français] [This letter in English] [Dieser Brief auf deutsch] [Deze brief in het Nederlands] [Questa lettera in italiano] |
25 de julio de 2007 Santiago, Apóstol |
En primer lugar, se trata de acreditar al que habla en nombre de Dios. El día de Pentecostés, san Pedro declara: Israelitas, escuchad estas palabras: A Jesús Nazareno, hombre a quien Dios acreditó entre vosotros con milagros, prodigios y señales« vosotros le matasteis clavándole en la cruz« a éste, pues, Dios le resucitó (Hch 2, 22-24). «En este testimonio explica el Papa Juan Pablo II se contiene una síntesis de toda la actividad mesiánica de Jesús de Nazaret« Los prodigios y las señales, al mismo tiempo testificaban que Aquél que los realizaba era verdaderamente el Hijo de Dios» (Audiencia general [AG] del 11 de noviembre de 1987). De la misma manera, san Juan Evangelista afirma: Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Éstas lo han sido para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre (Jn 20, 30-31).
Por añadidura, también los propios fieles efectuarán, a lo largo de los siglos, «milagros-signos» en nombre de Jesús; de hecho, el divino Maestro ya lo había anunciado a sus apóstoles: Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras. Yo os aseguro: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún (Jn 14, 11-12). «El fin esencial de esos signos precisa Juan Pablo II es hacer ver el destino y la vocación del hombre al reino de Dios» (AG del 13 de enero de 1988). No obstante, esos «milagros-signos» han chocado en algunos con cierto prejuicio contrario a lo sobrenatural «que pretendería limitar el poder de Dios o restringirlo al orden natural de las cosas, como obligando a Dios a respetar sus leyes» (AG del 9 de diciembre de 1987). En consecuencia, existen en la actualidad muchas personas que niegan la existencia o, incluso, la posibilidad del milagro, siguiendo a autores famosos cuya influencia está lejos de haberse extinguido.
Ninguna pata de palo
Efectivamente, el milagro y el mundo sobrenatural van unidos. Al no admitir este último, los racionalistas niegan la posibilidad del primero. Así pues, suelen clasificar como fábulas los relatos evangélicos que, sin embargo, «son dignos de fe de igual modo y con mayor razón que aquellos que contienen otras obras históricas» (Juan Pablo II, AG del 9 de diciembre de 1987). Los milagros evangélicos son hechos que han tenido lugar verdaderamente y que han sido realizados realmente por Cristo, y los que los cuentan han dado testimonio de ello hasta la muerte. Respecto a los Evangelios, poseemos manuscritos mucho más antiguos y más numerosos que escritos profanos de la Antigüedad considerados históricos.
¿Qué es un milagro? Un milagro es un hecho perceptible que se produce al margen o superando la manera de actuar de la naturaleza creada, y por ello mismo es una manifestación de la intervención de un poder superior a la naturaleza. Por lo demás, no han faltado milagros: «La historia de la Iglesia y, en particular, los procesos practicados para las causas de canonización« constituyen una documentación que, sometida al examen, incluso al más severo, de la crítica histórica y de la ciencia médica, confirma la existencia del poder de lo alto (Lc 24, 49) que obra en el orden de la naturaleza y la supera» (Juan Pablo II, AG del 13 de enero de 1988).
Renan desmentido
Miguel Juan Pellicer recibe el bautismo el 25 de marzo de 1617. Es el segundo de los ocho hijos de unos modestos agricultores que llevan una vida virtuosa. La instrucción del niño se reduce al catecismo, pero esa formación religiosa elemental consigue enraizar en él una fe católica sencilla y sólida, basada en la recepción regular de los Sacramentos y en una ardiente y filial devoción a la Virgen María, venerada en Zaragoza con la apelación de Nuestra Señora del Pilar, patrona de España. A la edad de diecinueve o veinte años, Miguel se instala como obrero agrícola al servicio de un tío materno, en la provincia de Valencia. A finales de julio de 1637, mientras conduce hacia la finca un carro llevado por dos mulos cargado de trigo, cae del tiro y una de las ruedas le aplasta la pierna por debajo de la rodilla, provocándole la fractura de la tibia.
Su tío Jaime traslada sin demora al herido a la pequeña ciudad vecina, y luego a unos 60 kilómetros de allí, a Valencia, donde llega el 3 de agosto. Miguel permanece en el lugar cinco días, mientras se le aplican diversas curas que no surten efecto. Regresa entonces a Zaragoza, donde llega los primeros días de octubre de 1637. Agotado y con fiebre, es admitido en el Real Hospital de Gracia. Allí es examinado por Juan de Estanga, profesor de la universidad de Zaragoza, jefe del servicio de cirugía, y por dos maestros cirujanos, Diego Millaruelo y Miguel Beltrán. Al constatar dichos facultativos una gangrena avanzada en la pierna, concluyen que el único medio de salvar la vida al enfermo es la amputación. En su declaración ante los jueces, esos médicos describirán la pierna como «muy flemonosa y gangrenada», casi «negra». Hacia finales de octubre, Estanga y Millaruelo proceden a operar, cortando la pierna derecha a la altura de «cuatro dedos por debajo de la rodilla». A pesar de encontrarse adormecido por la bebida alcoholizada y narcótica que se usaba en aquella época, el paciente experimenta unos dolores atroces: «En medio de aquel tormento dirán los médicos el joven invocaba sin cesar y con gran fervor a la Virgen del Pilar». Un estudiante de cirugía, Juan Lorenzo García, se encarga de recoger la pierna cortada y de enterrarla dignamente en la parte del cementerio del hospital reservada al efecto. En aquel tiempo de fe, el respeto hacia el cuerpo destinado a la resurrección imponía que incluso los restos anatómicos se trataran con piedad. García dará testimonio más tarde de haber enterrado el trozo de pierna, horizontalmente y «en un hoyo de un palmo de profundidad», es decir, de veintiún centímetros, según la medida aragonesa.
El poder de la Virgen
A principios de 1640, Miguel emprende el regreso a su comarca natal. Llega a Calanda, montado en un borrico, en el mes de marzo. Ese viaje de unos 120 kilómetros lo ha agotado, pero la afectuosa acogida de sus padres le ayuda a recuperar las fuerzas. Miguel va a cumplir pronto 23 años. Al no poder ayudar a los suyos con su trabajo, vuelve de nuevo a pedir limosna. Muchos serán los que darán testimonio de haber visto al joven mutilado por los pueblos de los alrededores de Calanda, montado en un borrico, con la pierna claramente cortada, para requerir la caridad de los lugareños. Ese año, el 29 de marzo de 1640, se celebra el decimosexto centenario de la «venida en carne mortal» de la Virgen María a las orillas del río Ebro, según el convencimiento de las gentes de la región. Ése es el origen de la veneración secular de los españoles hacia la Virgen del Pilar. Por la misma época, se publica en Lovaina (en Flandes, entonces española) el «Augustinus», libro del obispo Cornelius Jansen, que dará nombre al Jansenismo, doctrina tristemente célebre que rechaza como indignos de la fe pura, la devoción mariana, la piedad popular, las peregrinaciones, las procesiones, el interés de la gente sencilla por los milagros, etc.
Aquel jueves 29 de marzo, Miguel se esfuerza por ayudar a los suyos a llenar con estiércol las alforjas de su borrico. Lo hace nueve veces seguidas, a pesar de la dificultad de mantenerse de pie sobre su pata de palo. Llegada la noche, regresa a casa agotado, con el muñón más dolorido que de costumbre. Aquella misma noche, los Pellicer deben hospedar, por orden del gobernador, a uno de los soldados de la Caballería real, que se dirige hacia la frontera para repeler a las tropas francesas. Miguel se ve obligado a cederle la cama y a tumbarse sobre un colchón en el suelo, en la habitación de sus padres. Son cerca de las diez de la noche cuando se acuesta. Tras quitarse la pata de palo, se cubre con un simple abrigo, demasiado corto para cubrirle todo el cuerpo, pues ha prestado su manta al soldado, y se duerme«
Dos pies y dos piernas
Recuperado de su primera emoción, el joven comienza a mover y a palparse la pierna. Observándola, se pueden descubrir en ella marcas de autenticidad: la primera de ellas es la cicatriz que le dejó la rueda del carro que le fracturó la tibia; existe además la huella de la escisión de un gran quiste que tuvo cuando era pequeño; dos profundos arañazos producidos por una planta espinosa y, finalmente, las huellas de la mordedura de un perro en la pantorrilla. Miguel y sus padres están, pues, convencidos de que «la Virgen del Pilar ha obtenido de Dios Nuestro Señor la pierna que había sido enterrada más de dos años antes». Así lo declararán bajo juramento y sin vacilación ante los jueces de Zaragoza. Una gaceta de la época, «el Aviso Histórico», recoge en la fecha del 4 de junio de 1640, víspera de la apertura del proceso, que, a pesar de las pesquisas realizadas en el cementerio del Hospital de Zaragoza, la pierna enterrada no ha sido hallada, y que el hoyo que la contenía estaba vacío.
Todos están asombrados
Sin embargo, al principio la pierna no tiene buen aspecto: es de color morado, los dedos del pie están encorvados, los músculos se encuentran atrofiados y, sobre todo, su longitud es inferior en algunos centímetros a la de la pierna izquierda. Son necesarios tres días para que la pierna recobre su aspecto normal, con su agilidad y su fuerza. Dichas circunstancias, cuidadosamente observadas y estudiadas con motivo del proceso, confirman que no se trata de un número de ilusionismo, sino que prueban que la pierna restituida es la misma que había sido enterrada dos años y cinco meses antes, a más de 100 kilómetros de distancia« Durante el mes de junio siguiente, los testigos afirman ante los jueces de Zaragoza que Miguel «puede apoyar el talón en el suelo, mover los dedos y correr sin dificultad». Se constata, además, que desde finales de marzo el miembro recobrado se ha «alargado casi tres dedos», y que ahora es tan largo como el otro. Sólo hay una marca que no desaparece: la cicatriz que forma un círculo rojo en el lugar donde el segmento de pierna se ha juntado con el otro. Es como una marca indeleble del prodigio.
«Así pues, un milagro debería ser constatado por cierto número de personas sensatas que carecieran de interés en la causa afirmaba Voltaire. Y sus testimonios habrían de ser debidamente registrados, pues si necesitamos tantas formalidades para actas tales como la compra de una casa, un contrato matrimonial o un testamento, ¿cómo no iban a ser necesarias en el caso de tener que verificar cosas naturalmente imposibles?» (Artículo «Milagro» de su Diccionario filosófico). Pero he aquí que, ciento veinte años antes, un acta tal se levantó precisamente en Calanda. El lunes 1 de abril de 1640, cuarto día tras el prodigio, el párroco y un vicario de Mazaleón, localidad situada a 50 kilómetros, se desplazaban con el notario real del lugar para verificar la realidad de los hechos y redactar un acta oficial.
Ninguna voz discordante
Puede aplicársele a todo verdadero milagro lo que san Agustín decía de los de Cristo: «Los milagros realizados por Nuestro Señor Jesucristo son obras divinas que enseñan a la inteligencia humana a elevarse por encima de las cosas visibles, a fin de comprender lo que Dios significa». Por su parte, el Papa Juan Pablo II comenta: «A este pensamiento podemos referirnos al reafirmar la estrecha unión de los «milagros-signos» realizados por Jesús con la llamada a la fe. Efectivamente, tales milagros demostraban la existencia del orden sobrenatural, que es objeto de la fe. A quienes los observaban y, particularmente, a quienes en su persona los experimentaban, estos milagros les hacían constatar, casi con la mano, que el orden de la naturaleza no agota toda la realidad. El universo en el que vive el hombre no está encerrado solamente en el marco del orden de las cosas accesibles a los sentidos y al intelecto mismo condicionado por el conocimiento sensible. El milagro es «signo» de que este orden es superior por el poder de lo alto, y, por consiguiente, le está también sometido. Este poder de lo alto (cf. Lc 24, 49), es decir, Dios mismo, está por encima del orden entero de la naturaleza. Este poder dirige el orden natural y, al mismo tiempo, da a conocer que a través de él y por encima de él, obliga a conocer que el destino del hombre es el reino de Dios. Los milagros de Cristo son «signos» de este reino« Después de la Resurrección, la Ascensión y Pentecostés, los «milagros-signos» realizados por Cristo se prolongan a través de los apóstoles, y después, a través de los santos que se suceden de generación en generación» (AG del 13 de enero de 1988).
El milagro de Calanda, impensable y sin embargo perfectamente atestiguado, tiene la función de confortar nuestra fe en la existencia de un mundo invisible: el de Dios y de su reino eterno, al cual somos llamados a participar en calidad de hijos adoptivos. Ésa es la realidad suprema y eterna, a la que debemos agregar todas las demás, como un hombre prudente ordena los medios para un fin. Los milagros nos revelan sobre todo el Corazón amoroso y misericordioso de Dios hacia el hombre, en especial hacia el hombre que sufre, que se encuentra necesitado o que implora la curación, el perdón y la compasión. Los milagros contribuyen a asentarnos en una esperanza indefectible en la misericordia de Dios y nos incitan a decir con frecuencia: «Jesús, en ti confío».