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12 de diciembre de 2007 Nuestra Señora de Guadalupe |
Más que una pasión
A ese pequeño grupo se unen enseguida otros cuatro estudiantes. Ignacio propone entonces a sus seis compañeros entregarse más plenamente a Dios y unirse entre ellos mediante el vínculo de los votos religiosos. El 15 de agosto de 1534, en la capilla de Nuestra Señora de Montmartre, Pedro Le Fèvre, en ese momento el único sacerdote del grupo, oficia la Santa Misa en la que todos profesan los votos perpetuos de pobreza y de castidad, con la promesa de dirigirse a Tierra Santa o de confiarse a la voluntad del Sumo Pontífice. Mientras esperan la santa voluntad de Dios, se reúnen a menudo para rezar y animarse mutuamente en la práctica de las virtudes.
Derecho al corazón
Tras un viaje de tres meses, el padre Javier llega a Lisboa en compañía de Simón Rodríguez; ambos son recibidos por Juan III, hombre verdaderamente piadoso y preocupado por la salvación de las almas. En espera de partir hacia las Indias, se entregan al ministerio del cuidado de las almas en la capital de Portugal. Su dedicación apostólica suscita tanta admiración en Lisboa que el rey recibe peticiones de que permanezcan en el país. Ignacio decide que Rodríguez se quede en Lisboa; en cuanto al padre Javier, saldrá hacia las Indias. Su marcha, en compañía de tres jóvenes cofrades, tiene lugar el 7 de abril de 1541.
Por aquella época, el viaje desde Portugal a las Indias por el cabo de Buena Esperanza es una aventura arriesgada, de la que nadie puede presumir previamente de salir vivo. Cuando el navío no naufraga, las epidemias, el frío, el hambre y la sed se encargan con frecuencia de diezmar a los pasajeros. El 1 de enero de 1542, el padre Javier escribe a sus hermanos de Roma: «He padecido mareos durante dos meses; todos han sufrido mucho durante cuarenta días ante las costas de Guinea« Es tal la naturaleza de las penas y de las fatigas, que por nada del mundo las hubiera afrontado ni un solo día. Hallamos no obstante consuelo y esperanza sin cesar y creciente en la misericordia de Dios, con la convicción de que nos falta el talento necesario para predicar la fe de Jesucristo en tierra pagana». El 6 de mayo de 1542, alcanzan Goa, en la costa occidental de la India.
Primer modo de orar
El padre Javier escribe en una carta a san Ignacio: «Me marcho contento, pues todo lo hago por Dios: soportar las fatigas de una larga travesía, cargar con los pecados de los demás cuando a uno le basta con los propios, permanecer junto a los paganos y sufrir los ardores de un sol abrasador; se trata seguramente de grandes consuelos y un motivo de gozos celestiales. Porque, finalmente, para los amigos de la cruz de Jesucristo, la vida bienaventurada es, según parece, una vida sembrada de cruces semejantes« ¿Existe mayor felicidad que la de vivir muriendo cada día, resquebrajando nuestras voluntades para buscar y hallar no lo que nos es de provecho sino lo que es de provecho para Jesucristo?». Los cristianos con los que se encuentra en la costa de la Pesquería lo ignoran todo de su religión, de modo que el padre Javier empieza con los rudimentos de la fe: la señal de la cruz acompañada de la invocación de las tres Personas en Dios, el Credo, los diez mandamientos, el Padrenuestro, el Ave María, la Salve y el Confiteor.
Esa preocupación por transmitir los rudimentos de la fe es también la de la Iglesia. Efectivamente, pues en una época como la nuestra, marcada por un exceso de información y por la especialización de los estudios superiores, se constata que las verdades más sencillas, las que conducen a la salvación eterna, no se transmiten. Por eso precisamente el Santo Padre Benedicto XVI ha promulgado el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, que, «por su brevedad, claridad e integridad, se dirige asimismo a toda persona que, viviendo en un mundo dispersivo y lleno de los más variados mensajes, quiera conocer el Camino de la Vida y la Verdad, entregado por Dios a la Iglesia de su Hijo» (Motu proprio para la aprobación del Compendio, 28 de junio de 2005).
«Si los obreros no faltaran«»
Preocuparse del alma
Es tanta la multitud de gente que Francisco Javier conduce cada día a la fe, que, con frecuencia, los brazos se le cansan de tanto bautizar. Abrumado de tanto trabajo, solamente encuentra la soledad durante las noches, que consagra en buena parte a sus ejercicios religiosos y a estudiar la lengua del país. Pero Dios nunca abandona a los que le sirven; en esta ocasión, inunda el alma del misionero de consuelos celestiales, además de concederle el don de los milagros. A finales de octubre de 1543, el padre Javier decide regresar a Goa en busca de amparo. Allí se entera con tres años de retraso que Pablo III ha dado su aprobación a la Compañía de Jesús y que Ignacio ha sido elegido su general. Así pues, profesa solemnemente sus votos, haciendo uso de la fórmula empleada por sus hermanos de Roma.
Sin embargo, el padre es consciente de que otras regiones esperan la Buena Nueva, aunque está indeciso: ¿es conveniente llegar hasta aquellas tierras lejanas, donde tantos hombres desconocen el nombre de Cristo? Se dirige entonces hasta el sepulcro del apóstol santo Tomás, con objeto de pedir a Dios que le ilumine. Permanece allí durante cuatro meses (entre abril y agosto de 1545), asistiendo al párroco, que hablará de él en los siguientes términos: «Seguía en todo la vida de los apóstoles». «En la santa casa de santo Tomás escribe el misionero a los padres de Goa me he dedicado a rezar sin interrupción para que Dios Nuestro Señor me conceda sentir en mi alma su santísima voluntad, con la firme resolución de cumplirla« He sentido con gran consuelo interior que era voluntad de Dios que me dirigiera a esos lugares de Malaca, donde recientemente se han bautizado algunos cristianos.
Después de pasar algunos meses en la península de Malaca, donde no teme ir en busca de los pecadores a domicilio, en las casas de juego y de lenocinio para reconducirlos al buen camino, el 1 de enero de 1546 emprende una travesía de más de 2.000 kilómetros, en el transcurso de la cual evangeliza varias islas, en particular la isla del Moro, donde arriesga su vida en medio de poblaciones caníbales. En una carta dirigida a sus cofrades de Europa, que se hallan preocupados por esa aventura, les responde: «Es preciso que las almas de la isla del Moro sean instruidas y que alguien las bautice para que se salven. Por mi parte, tengo la obligación de perder la vida del cuerpo para asegurar a mi prójimo la vida del alma. Así pues, iré a la isla del Moro, para socorrer espiritualmente a los cristianos, y afrontaré cualquier peligro poniendo mi confianza en Dios Nuestro Señor y depositando en Él toda mi esperanza. Es mi deseo, en la medida de mis pequeñas y miserables fuerzas, realizar en mí mismo la prueba de esta frase de Jesucristo, Redentor y Señor nuestro: El que encuentra su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará (Mt 10, 39)».
La salvación integral
El Japón« y la China
Sin embargo, consciente de sus deberes de nuncio apostólico, vuelve a tomar contacto con las Indias y regresa a Goa, que abandonará el 15 de abril de 1549 en beneficio del Japón. El 15 de agosto siguiente, atraca en Kagoshima, donde pasa más de un año iniciándose en la lengua y costumbres japonesas. Hacia finales de 1550, se dirige a la residencia del príncipe más poderoso de Japón, y luego a la capital. Pero allí le espera una gran decepción: el rey, que de hecho no es más que un fantoche, ni siquiera le recibe. No obstante, el padre Javier obtiene permiso del príncipe para poder predicar la fe cristiana, y goza de la alegría de acoger algunos centenares de conversiones. Pero enseguida estalla una revolución, por lo que el misionero se ve en la obligación de partir. Al carecer de noticias de las Indias desde hace dos años, decide volver a Malaca, donde llega a finales de 1551. Allí es donde recibe una carta de san Ignacio escrita más de dos años antes, en la cual lo nombra «Provincial del Oriente», es decir, de todas las misiones de la Compañía de Jesús desde el cabo Comorín, en el sur de la India, hasta el Japón.
El 17 de abril de 1552, el misionero se hace de nuevo a la mar, en esa ocasión con destino a la China. Ese viaje, el último de su vida, servirá a sus últimas renuncias y lo asimilará a Cristo sufriente. A comienzos de septiembre de 1552, alcanza la isla de Sancián, a diez kilómetros de las riberas de la China. Los pocos portugueses que hacen escala en ella lo acogen con alegría, construyéndole una choza de madera y una pequeña capilla de ramajes. El padre Javier empieza a ocuparse enseguida de los niños y de los enfermos, a predicar, catequizar y confesar. No obstante, intenta igualmente contactar con algún «pasador» chino que le pueda conducir clandestinamente a Cantón. Y es que el acceso a las riberas de la China está terminantemente prohibido, y cualquiera que se atreva a desafiar esa prohibición está abocado, si es descubierto, a la tortura y a la muerte. Al menos en dos ocasiones, el misionero consigue encontrar a un hombre que accede a conducirlo mediante el pago de una importante suma de dinero, pero cada vez, después de haber cobrado, el «pasador» desaparece.
El 21 de noviembre, el padre Javier celebra su última misa. Al bajar del altar, se siente desfallecer. Intenta hacerse de nuevo a la mar, pero el balanceo del navío le resulta insoportable. Conducido a Sancián, pasa en ese lugar los últimos días de su vida, medio inconsciente. Privado de medicamentos, y seguro de que su muerte está próxima, alza su mirada al cielo y conversa con Nuestro Señor o con la Virgen: «Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí. ¡Oh!, Virgen María, Madre de Dios, acuérdate de mí». El último suspiro lo exhala pronunciando el nombre de Jesús, al amanecer del 2 de diciembre de 1552. Sólo tiene cuarenta y seis años. Su cuerpo es trasladado a Goa, donde sigue siendo venerado por los fieles. Francisco Javier, canonizado al mismo tiempo que Ignacio de Loyola, el 12 de marzo de 1622, es el patrono celestial de los misioneros católicos.
Cuando consideramos la vida de este gigante en la santidad, nos llama poderosamente la atención la cantidad de trabajos y de sufrimientos que tuvo que soportar. Su secreto se halla en un amor sin límites por Jesús. En los Ejercicios Espirituales, san Ignacio le enseñó a escuchar la llamada de Cristo: «Mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre; por tanto, quien quisiere venir conmigo ha de trabajar conmigo, para que, siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria» (Ej. Espir. 95). En su docilidad, Francisco Javier se mostró «presto y diligente para cumplir su santísima voluntad» (ibíd. 91); a su vez, se entregó por entero a todos los trabajos a fin de extender el reino de Dios sobre la tierra. Que obtenga para nosotros la gracia de ser como él, colmados de celo por la salvación eterna del prójimo.