|
Descargar como pdf![]() [Cette lettre en français] [This letter in English] [Dieser Brief auf deutsch] [Deze brief in het Nederlands] [Questa lettera in italiano] [Esta carta, em Português] |
7 de marzo de 2007 Santas Perpetua y Felicidad |
Esa llamada a la conversión, por exigente que sea, es obra del Corazón infinitamente amoroso de Nuestro Señor. En su solicitud maternal para con nosotros, la Santísima Virgen vino para darnos de nuevo ese mensaje. Durante sus apariciones sucesivas en Fátima, la Virgen, modelo de sabiduría y de bondad sin igual, nos manifiesta su pedagogía sobrenatural. Con motivo de la primera aparición, acontecida el 13 de mayo de 1917, educa a los tres jóvenes videntes según el deseo del Cielo: mientras María, de extraordinaria belleza, envuelta en una luz y vestida completamente de blanco y con un velo que le llega hasta los pies, se presenta ante Lucía, ésta, la de mayor edad del grupo, le pregunta: «¿De qué lugar sois, señora? Vengo del Cielo. ¿Y qué deseáis de nosotros? Vengo a pediros que os presentéis en este mismo lugar cinco veces seguidas, a esta misma hora, el día 13 de cada mes. Después, ya os diré quién soy y lo que deseo de vosotros. ¡Venís del Cielo!« y yo, ¿iré al Cielo? Sí que irás. ¿Y Jacinta? También. ¿Y Francisco? También irá; pero tiene que rezar el rosario«».
El Cielo es el objetivo de nuestra existencia. «Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada» (Catecismo de la Iglesia Católica, CEC, 1). Quienes mueren en la gracia y en la amistad de Dios, y que son perfectamente purificados, entran en el Cielo, donde son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven tal cual es (cf.1 Jn 3, 2), cara a cara (cf, 1 Co 13, 12). Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8). Esa vida de perfecta comunión y de amor con la Santísima Trinidad, con la Virgen María, los ángeles y los santos, además de ser fruto del don gratuito de Dios, es la realización de las más profundas aspiraciones del hombre, el estado de felicidad suprema y definitiva. Porque Dios, en efecto, ha depositado en el corazón humano el deseo de felicidad, a fin de atraerlo a Él. La esperanza del Cielo nos enseña que la verdadera felicidad no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor (cf. CEC, 1723). «Sólo Dios sacia», afirma santo Tomás de Aquino.
«¡Sí, queremos!»
El 13 de julio siguiente, la Virgen desvela a los niños una terrorífica realidad: «Nuestra Señora nos mostró un gran mar de fuego que parecía encontrarse bajo tierra, y donde estaban, sumergidos en ese fuego, los demonios y las almas, como si fueran brasas transparentes, negras o tostadas, con forma humana. Se encontraban flotando en ese incendio, levantados por las llamas que salían de ellos mismos, entre nubes de humo. Caían por todos los lados, como caen las chispas en los grandes incendios, sin peso ni equilibrio, entre gritos y gemidos de dolor y desesperación que causaban horror y hacían temblar de espanto. Los demonios se distinguían por sus formas horribles y repugnantes de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes y negros. Aquella visión sólo duró un momento, gracias a nuestra Madre del Cielo, que nos había prevenido antes, prometiéndonos que nos llevaría al Cielo. De otro modo, creo que habríamos muerto de espanto y de miedo. Luego, alzamos la vista hacia Nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza: «Lo que habéis visto es el infierno, donde van a parar las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado. Si se hace lo que voy a deciros, muchas almas se salvarán y habrá paz»».
Una prueba más
Durante su vida pública, nuestro Salvador Jesús insiste con frecuencia en el tema del infierno, de la gehenna, del fuego que no se apaga (cf. Mc 9, 43-48), reservado a quienes se niegan hasta el final de su vida a creer y a convertirse, y donde pueden perderse a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Así nos lo recuerda el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica (núm. 395): «El pecado mortal destruye en nosotros la caridad, nos priva de la gracia santificante y conduce a la muerte eterna del infierno si no existe arrepentimiento». El magisterio de la Iglesia se ha expresado a menudo sobre este asunto; el propio Papa Pío XII subrayaba el 23 de marzo de 1949: «La predicación de las principales verdades de la fe y de los fines últimos, no solamente no ha perdido vigencia en la actualidad, sino que se ha convertido más que nunca en necesaria y urgente, incluso la predicación sobre el infierno. Hay que tratar sin duda este asunto con dignidad y prudencia, pero en lo que se refiere a la sustancia de esa verdad, la Iglesia tiene, ante Dios y ante los hombres, el sagrado deber de anunciarla y enseñarla, sin atenuación alguna, tal como Cristo la reveló, y no existe ninguna circunstancia temporal que pueda disminuir el rigor de esa obligación. Ella condiciona en conciencia a todos los sacerdotes, pues, ya sea en el ministerio ordinario o extraordinario, se les confía el cuidado de instruir, de advertir y de guiar a los fieles. Si bien es verdad que el deseo del Cielo es en sí un motivo más perfecto que el temor de las penas eternas, no por ello se deduce que resulte el motivo más eficaz para alejar a todos los hombres del pecado y convertirlos a Dios».
La preocupación de una Madre
El mensaje de Fátima es en esencia el del Evangelio. Desde el principio de su vida pública, Nuestro Señor proclamó: El Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva (Mc 1, 15). Esta llamada está constantemente presente en el centro de la predicación de la Iglesia. San Benito la expone ya en el prólogo de su Regla: «Escucha, hijo mío, estos preceptos de un maestro, inclina el oído de tu corazón, acoge con gusto esta exhortación de un padre entrañable y ponla en práctica, para que por tu obediencia laboriosa retornes a Dios, del que te habías alejado por tu indolente desobediencia« Pues para eso se nos conceden como tregua los días de nuestra vida, para enmendarnos de nuestros males, según nos lo dice el Apóstol: ¿No te das cuenta de que la paciencia de Dios te está empujando a la penitencia? (Rm 2, 4). Efectivamente, el Señor te dice con su inagotable benignidad: No quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y viva (Ez 18, 23)».
Convertirse, cambiar de vida, significa volver el rostro a Dios, manifestándole nuestro arrepentimiento por haberle ofendido. Especialmente afectado por la tristeza de Nuestra Señora cuando ésta pide que se deje de ofender a su Hijo, Francisco siente el deseo de consolarlo, empezando por abstenerse de todo pecado. «¡Amo tanto a Nuestro Señor! ¡Pero está tan triste a causa de todos nuestros pecados! ¡No, ya no cometeremos ningún pecado!». Por eso, los tres niños están dispuestos a afrontar las persecuciones y la muerte antes que mentir para librarse de las contradicciones. Sin embargo, el cambio de vida supone, además de la confesión sacramental para recibir el perdón de los pecados, la mortificación del corazón y de los sentidos para reparar los pecados anteriores y unirse a Cristo en la Pasión. Es un hecho destacable que las apariciones encendieron en los corazones de los tres videntes un celo ardiente por compartir los sufrimientos de Cristo. Por ejemplo, deciden entregar la merienda diaria a niños pobres, contentándose con lo que pueden encontrar en la naturaleza. Un día, la madre de uno de los niños les llama para que coman unos higos de una variedad suculenta. Jacinta se sienta junto al cesto, deleitándose sólo con pensar en comer frutas tan hermosas, pero, después de tomar una, cambia de repente de opinión: «Todavía no hemos hecho ningún sacrificio por los pecadores, así que hagamos éste». Y vuelve a colocar el higo en el cesto.
Cuando la gracia de Dios penetra en un alma, ésta no se contenta con hacer penitencia por sus propios pecados, sino que desea también sacrificarse por los demás. De ese modo, durante la larga y cruel enfermedad que se la llevará el 20 de febrero de 1920, Jacinta recibe ánimos gracias a la constatación de que sus sufrimientos, unidos a los de su Salvador, convertirán pecadores y les evitarán la condenación eterna. Aquella niña delicada, gruñona por naturaleza, se ha transformado en una persona paciente e incluso fuerte ante el sufrimiento. Poco antes de morir, le dice a sor María Purificación Godinho, la religiosa que la cuida: «La mortificación y los sacrificios agradan mucho a Nuestro Señor. ¡Oh! Evite el lujo. Evite las riquezas. Estime la santa pobreza. Sea muy caritativa, incluso con los malos. No hable nunca mal de nadie, y huya de quienes hablan mal de los demás. Sea muy paciente, porque la paciencia conduce al Cielo. ¡Rece mucho por los pecadores! Rece mucho por los sacerdotes, por los religiosos y por los gobernantes. Los sacerdotes deberían ocuparse únicamente de los asuntos de la Iglesia. Deben ser puros, muy puros. La desobediencia de los sacerdotes y de los religiosos a sus superiores y al Santo Padre ofende mucho a Nuestro Señor».
La penitencia que Dios espera
La recomendación del rosario se encuentra, igualmente, en el centro de las apariciones de Fátima, y la Virgen habla de él en diferentes ocasiones. En 1917, el mundo sigue inmerso en los horrores de la primera guerra mundial, sin que nadie vislumbre una salida. Cuando se produce la tercera aparición, el 13 de julio, Nuestra Señora insiste: «Hay que rezar todos los días el rosario en honor a la Virgen, para conseguir que termine la guerra mediante su intercesión, porque solamente ella puede acudir en nuestra ayuda». Y el 13 de octubre, ella misma se nombra como «Nuestra Señora del Rosario». Y en esa plegaria tradicional, ella pide que se añada, al final de cada decena, la siguiente invocación: «¡Oh, Jesús! Perdona nuestros pecados; presérvanos del fuego del infierno y conduce al Cielo a todas las almas, sobre todo a las que más necesitan de tu misericordia». Efectivamente, el auxilio de la gracia de Dios se extiende lo más lejos posible, de forma que nadie es excluido de la voluntad salvífica de Dios, ni por consiguiente de la solicitud maternal de María, que nos enseña el papel primordial de la oración en la obra de la salvación. «Hay que rezar mucho para impedir que las almas vayan al infierno», repetía a menudo Jacinta.
«Tomad entre las manos el rosario»
«Ten piedad del corazón de tu Madre»
Podríamos preguntarnos cuáles son esos ultrajes que tanta pena causan al Corazón de Nuestra Señora. Generalmente, son todos los pecados que ofenden a Dios. Entre ellos hay algunos que ofenden especialmente al Corazón de nuestra Madre del Cielo: en primer lugar, las blasfemias contra sus tres grandes privilegios (su Concepción Inmaculada, su Virginidad perpetua y su Maternidad divina); luego, los ultrajes contra las imágenes que la representan y, finalmente, el crimen de quienes enseñan a los niños a despreciar, a burlarse e incluso a odiar a su Madre del Cielo. Sin duda, hay que contar entre lo que ofende especialmente a su Corazón Inmaculado las faltas a la virtud de la pureza. A propósito de ello, Jacinta compartirá con sor María Purificación las palabras recibidas de Nuestra Señora: «Los pecados que más almas llevan al infierno son los pecados de impureza. Vendrán ciertas modas que ofenderán mucho a Nuestro Señor. Las personas que sirven a Dios no deben seguir esas modas». La propia Jacinta, poco antes de morir, decía también a Lucía: «Permanecerás aún aquí en la tierra para que los hombres puedan saber que el Señor quiere extender en el mundo la devoción al Corazón Inmaculado de María. Recuerda a todo el mundo que Dios quiere concedernos sus gracias a través del Corazón Inmaculado de María, y que hay que pedírselas a ese Corazón Inmaculado« El Corazón de Jesús quiere que el Corazón Inmaculado de María sea venerado junto al suyo».
El mensaje de Fátima sigue estando de actualidad. En pleno tercer milenio, el Papa Juan Pablo II se expresaba del siguiente modo con motivo de la beatificación de Francisco y de Jacinta: «El mensaje de Fátima es una llamada a la conversión; apela a la humanidad para que no siga el juego del dragón, cuya cola arrastra la tercera parte de las estrellas del cielo y las precipita sobre la tierra (Ap 12, 4). El fin último del hombre es el Cielo, su verdadera casa, donde el Padre celestial, en su amor misericordioso, está esperando a todos. Es voluntad de Dios que nadie se pierda, y por eso envió a la tierra hace dos mil años a su Hijo, para buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 10). Él nos salvó mediante su muerte en la cruz. ¡Que nadie convierta en vana esa cruz! Jesús murió y resucitó para ser el primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29). En su solicitud maternal, la Santísima Virgen María se presentó aquí, en Fátima, para pedir a los hombres que «dejaran de ofender a Dios Nuestro Señor, que está ya muy ofendido». Es el dolor de una madre lo que la obliga a hablar, pues lo que está en juego es el destino de sus hijos. Por eso les pide a los jóvenes pastores: «Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, pues son muchas las almas que acaban en el infierno porque nadie reza y se sacrifica por ellas!»» (13 de mayo de 2000).
Ojalá contribuyamos al establecimiento en el mundo de la devoción al Corazón Inmaculado de María, para conducir a gran número de almas a la conversión y a un ardiente amor por Jesús y María.