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6 de enero de 2004 Epifanía |
Muchos son los santos que, después de Jesucristo, nos han dado ejemplo de vida en la pobreza, sabiendo reconocer igualmente los rasgos del Niño de Belén en el rostro de los pobres. El 30 de julio de 2002, el Papa canonizaba en Guatemala a san Pedro de Betancur, terciario franciscano y fundador de la Orden de Belén, quien abrazó por amor a Cristo la causa de los pobres.
Hacerse pequeño
Desde muy joven, el muchacho se encarga del rebaño de su padre, al que guía por los valles y playas de la isla. Ese contacto con la naturaleza desarrolla en él una capacidad de admiración y de serena contemplación de Dios presente en su creación. Después de la muerte de su padre, Pedro abandona el trabajo de pastor para cultivar la exigua propiedad familiar. Un día, al oír hablar a fray Luis de Betancur, pariente suyo, de América, de sus selvas y de sus riquezas, pero también de los amerindios y de los negros reducidos a la esclavitud, brota en su corazón una profunda compasión por aquellos desdichados, así como el deseo de evangelizarlos.
Sin embargo, su madre tiene para él proyectos de matrimonio. Pedro, que no comparte ese deseo, se toma un tiempo de oración, consultándolo con su tía, que vive cerca. Ambos consideran el asunto ante Dios y, finalmente, indicando a su sobrino el camino del mar, la tía afirma: «Debes salir al encuentro de Dios como Pedro sobre las aguas». Lleno de gozo, Pedro se embarca en un navío para cruzar el océano. No obstante, antes de partir escribe a su madre explicándole que un amor mayor y que un servicio de capital importancia le impulsan a abandonarlo todo. Desembarca en La Habana en 1649. Dos años más tarde, deseoso de alcanzar el continente, sube a un navío y se enrola como grumete para costearse los gastos del viaje. Manifiesta tal entusiasmo en el trabajo y se comporta con tanta bondad que, una vez llegado a su destino, el capitán del barco se niega a concederle la libertad. Pedro interpreta aquella situación como una voluntad temporal y expresa de Dios, pero permanece firme en sus aspiraciones como misionero. Poco tiempo después, contrae unas fiebres tan violentas que es desembarcado en una playa de Guatemala (que en aquella época dependía de España), donde un pescador le habla de la ciudad de Santiago de Guatemala, a lo que él contesta: «Deseo ir a esa ciudad, porque un profundo gozo y una fuerza superior me empujan a dirigirme hacia ella».
Antes de entrar en esa capital, a la cual llega a pie, Pedro se arrodilla para rezar y besar la tierra. Es el 18 de febrero de 1651, a las dos de la tarde. Precisamente a esa misma hora, la hermosa ciudad sufre la sacudida de un terremoto. Desdeñando el peligro, Pedro se apresura a socorrer a las víctimas, pero al día siguiente, agotado a la vez por el viaje y por su caritativa dedicación, se dirige al hospital de San Juan de Dios, que acoge a los enfermos más necesitados, en especial a numerosos amerindios y africanos. A pesar de la gravedad de su estado, Pedro consigue curarse, empleándose luego como operario en una panadería. Como testigo que es del sufrimiento de los esclavos condenados a trabajos forzados, Pedro se interesa por su suerte, intenta mejorar su situación a costa de su propio salario, los instruye con bondad y reza con ellos el rosario a fin de cambiar sus depravadas costumbres.
A los pies del crucifijo
«Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales... Bajo sus múltiples formas indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas o psíquicas y, por último, la muerte, la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesidad que tiene de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí e identificarse con los más pequeños de sus hermanos. También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia, que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables» (Catecismo de la Iglesia Católica, CEC, 2447-2448).
Mediante la frase Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis (Jn 12, 8), Jesús nos invita a «reconocer su presencia en los pobres que son sus hermanos. El día en que su madre le reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, santa Rosa de Lima le contestó: «Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos cansarnos de ayudar a nuestro prójimo, porque en ellos servimos a Jesús»» (CEC, 2449).
Animado por el mismo espíritu caritativo que santa Rosa de Lima, fray Pedro adquiere en 1658 una casa muy pobre a la que llama «la casita de Nuestra Señora de Belén». Allí recoge a niños vagabundos, ya sean blancos, mestizos, criollos o negros, y muy pronto acuden convalecientes pobres procedentes de los hospitales, así como estudiantes y extranjeros. De ese modo, aquel hombre con pocos estudios se convierte en el fundador de la primera escuela gratuita de alfabetización de América Central y del primer hospital de convalecencia de las tierras españolas de América. Su éxito es tal que en poco tiempo resulta necesario ampliar el local, consiguiendo adquirir las casas vecinas gracias a donaciones. Como confía en la Providencia no busca ingresos fijos, sino que recurre a la generosidad de familias acomodadas que garantizan, por turnos, el sustento de los indigentes que allí viven. Para poder atender las demás necesidades, Pedro pide ayuda recorriendo incansablemente las calles de la ciudad. En el transcurso de sus idas y venidas, no hay miseria que no se esfuerce por aliviar. En una ocasión, al encontrar en la portería del convento de San Francisco a una pobre anciana, otrora esclava y en ese momento completamente abandonada, le ruega que se aloje en su casa, llevándola él mismo a cuestas. Su caridad universal le ha merecido el título de «Madre de Guatemala», otorgado por el Papa Juan Pablo II en el momento de su beatificación.
El mayor de los engaños
«La sal se utiliza para conservar y mantener en buenas condiciones los alimentos. Como apóstoles del tercer milenio, nos corresponde conservar y mantener viva la conciencia de la presencia de Jesucristo Salvador nuestro, en especial en la celebración de la Eucaristía, memorial de su muerte redentora y de su resurrección gloriosa. Debéis mantener vivo el recuerdo de las palabras que Él pronunció, de las maravillosas obras de misericordia y de bondad que Él llevó a cabo. Debéis recordar al mundo constantemente que el Evangelio es el poder de Dios que salva. Del mismo modo que la sal condimenta y da gusto a los alimentos, así también vosotros, siguiendo a Jesús, debéis cambiar y mejorar el «sabor» de la historia humana. Con vuestra fe, vuestra esperanza y vuestro amor, con vuestra inteligencia, vuestro valor y vuestra perseverancia, debéis humanizar al mundo en el que vivimos. Isaías indicaba ya el modo de conseguirlo: desata los lazos que oprimen... Parte con el hambriento tu pan... nacerá tu luz en las tinieblas (Is 58, 6-10)».
Vivir para ver
El mejor servicio a Dios
Otro de los apostolados del humilde terciario consiste en recorrer durante la noche las calles de la ciudad, agitando una campanilla y clamando en voz alta la siguiente advertencia: «Hermanos, recordad que tenemos un alma y que, si la perdemos, no podremos recobrarla»; de ese modo, consigue hacer recordar a todos el misterio de la eternidad y suscita conversiones. La más famosa de esas conversiones es la de un joven noble, don Rodrigo Arias Maldonado, gobernador de Costa Rica, que se encuentra en ese momento en Guatemala para recibir una recompensa del rey de España. Una de las damas más nobles y ricas de la ciudad, enamorada de Rodrigo, se presenta una noche en su palacio con intenciones culpables, pero sufre enseguida un síncope mortal. Aterrorizado, don Rodrigo se queda sin saber qué hacer, mientras oye de súbito la campanilla nocturna de Pedro. Lleno de furia, Rodrigo se lanza a la calle llevando la espada desenvainada, firmemente decidido a hacer callar a ese molesto personaje. Con bondadosa humildad, Pedro lo mira fijamente; luego, leyendo en el fondo de su corazón, le desvela con todo detalle los hechos que acaban de producirse. Al comprender que se las tiene que ver con un santo, el hidalgo confiesa sus pecados. Tras escucharlo con enorme compasión, Pedro sube hasta la estancia donde yace la mujer, pálida y fría; susurra una oración y dibuja la señal de la cruz sobre ella. Poco a poco, la dama vuelve a la vida y, temblorosa, profiere un gemido. Pedro la tranquiliza, la ayuda a levantarse, la cubre con su manto y la hace volver a casa.
Rodrigo pasa el resto de la noche sin poder dormir, convulso por terribles remordimientos. Al alba, se dirige al hospital y pide ingresar en la comunidad de Pedro. «Todavía no ha llegado el momento» le responde este último, haciéndole volver a casa. Una vez allí le llega la misiva real que estaba esperando desde su llegada a Guatemala: el rey Felipe IV le concede el título de marqués de Talamanca, además de una copiosa asignación, y le anuncia que muy pronto lo nombrará virrey de Nueva España. Tres días después, habiendo reflexionado detenidamente, se presenta de nuevo en el hospital. Esta vez, Pedro lo acoge con un abrazo: «Hermano Rodrigo, que la paz sea contigo. Estás en tu casa. A partir de hoy te harás llamar Rodrigo de la Cruz».
El 20 de abril de 1667, debilitado por sus numerosos trabajos, Pedro contrae una bronconeumonía. Al ver que la muerte está cerca, designa a Rodrigo de la Cruz como sucesor y, bendiciéndolo con las palabras «Que Dios te haga humilde», le indica las directrices que debe seguir en la obra iniciada. El 25 de abril, entrega su alma a Dios henchido de gozo. Rodrigo de la Cruz ejecutó fielmente las voluntades del fundador y redactó las constituciones de la Orden de Belén. Además de las congregaciones de monjes, aceptó igualmente las de monjas. En 1674, el Papa Clemente X aprobó las reglas de unos y de otras.
Una herencia que no debe perderse
«Fray Pedro es una herencia que no debe perderse; debe ser objeto de gratitud permanente y de renovada imitación. Esa herencia debe suscitar entre los cristianos y en todos los ciudadanos el deseo de transformar la comunidad humana en una gran familia, en la que las relaciones sociales, políticas y económicas sean dignas del hombre, y en cuyo seno se promueva la dignidad de la persona a través del reconocimiento efectivo de sus derechos inalienables».
«Quisiera concluir recordando que la devoción a la Santísima Virgen acompañó siempre la vida de piedad y de misericordia de fray Pedro. Que ella nos guíe también a nosotros a fin de que, iluminados por los ejemplos del «hombre hecho caridad», como se le conoce a Pedro de Betancur, podamos llegar hasta su Hijo Jesús».
Es la gracia que pedimos a san José para usted y para todos sus seres queridos.