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5 de abril de 2005 San Vicente Ferrer |
Daniel Comboni nace el 15 de marzo de 1831 en Limone, Lombardía (Italia). En febrero de 1843, ingresa como alumno en el Instituto del padre Mazza, en Verona, donde, al preguntarle qué quiere ser de mayor, él responde: «Sacerdote». El padre Mazza es el fundador de dos centros escolares para niños pobres. Tiene además proyectos misioneros para África Central, y acaricia la posibilidad de recibir en Verona a niños africanos para darles una sólida formación humana y cristiana.
A la edad de quince años, Daniel lee con fruición la historia de los mártires de Japón, siendo testigo además de la marcha de dos padres del Instituto Mazza hacia las misiones de África. Más tarde escribirá: «En enero de 1849, a la edad de diecisiete años, cuando era estudiante de filosofía, hice la promesa ante mi venerado superior, el padre Mazza, de consagrar toda mi existencia al apostolado en África Central, y, con la gracia de Dios, nunca he faltado a aquella promesa». Es ordenado sacerdote para el Instituto Mazza el 31 de diciembre de 1854, aprendiendo la lengua árabe y algunas nociones de medicina.
En el lapso de una noche
«La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte, a pedir a la madre de Dios que interceda por nosotros en la hora de nuestra muerte, y a confiarnos a San José, patrono de la buena muerte: «Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia, no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana?» (Imitación de Cristo 1, 23, 1). «Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución; ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!» (San Francisco de Asís)» (Catecismo de la Iglesia Católica 1014).
A partir de 1859, agotados, los misioneros deben replegarse en Jartum, y el padre Comboni, minado por la fiebre, regresa a Verona. Humanamente, se trata de un completo fracaso. A su alrededor, se abren camino los comentarios jocosos. Su convalecencia la emplea enseñando a los jóvenes africanos acogidos en el Instituto Mazza. El 15 de septiembre de 1864, mientras se encuentran orando en la basílica de San Pedro de Roma, se le ocurre una idea: escribir sus pensamientos sobre África y darlos a conocer a la Congregación para la Propagación de la Fe. Enseguida se pone manos a la obra, trabajando sin descanso durante más de dos días. «Un católico acostumbrado a juzgar las cosas a la luz que procede de lo alto escribe no puede considerar a África desde el único punto de vista de los intereses humanos, sino desde la pura luz de la fe, viendo allí una multitud innumerable de hermanos, hijos de su Padre común del cielo». El padre Comboni preconiza una regeneración de los africanos por los africanos. Los misioneros crearán centros de formación para diferentes oficios, y de esos centros saldrán los directivos de la sociedad negra regenerada y de la evangelización. Al mismo tiempo, se constituirán en Europa importantes asociaciones que aseguren el sostenimiento de la obra.
Una obra católica
Después de un breve viaje por África, el misionero funda en Verona, bajo la autoridad del obispo, la obra del Buen Pastor, que comprende un seminario para la formación de los europeos destinados a las misiones de África. A continuación, parte de nuevo hacia El Cairo, con objeto de instalar allí su obra, encontrándose de nuevo en Europa en julio de 1868. A la vez que suscita por doquier gran interés por sus obras, unas cartas difamatorias contra él llegan desde Egipto a Roma y a Verona, procedentes de un colaborador suyo descontento. Más tarde, ese sacerdote se retractará de la denuncia e implorará perdón, pero de momento, tanto esas cartas como otros malentendidos acarrean la desaprobación pública del padre Comboni por parte de la Congregación para la Propagación de la Fe; así, la obra del Buen Pastor se echa a perder inesperadamente a causa de una decisión de la Santa Sede. La justificación que el padre Comboni presenta al cardenal Barnabo y el testimonio en su favor del vicario apostólico de Egipto, hacen que recupere los favores de Roma.
A finales de febrero de 1869, de regreso a El Cairo, siente el enorme gozo de ver los primeros frutos de su plan. Los alumnos de las dos primeras escuelas estudian bajo la dirección de docentes europeos, pero la tercera escuela, destinada a las chicas, está dirigida por maestras negras. Esa es la prueba de que los africanos son capaces no solamente de aprender sino también de enseñar. En aquella época, esa demostración consigue cambiar las mentalidades. El padre Comboni dirá: «He querido demostrar a los pueblos, mediante un ejemplo notorio, que, según el sublime espíritu del Evangelio, todos los hombres, blancos y negros, son iguales ante Dios, y que todos tienen derecho a la adquisición y a los beneficios de la fe y de la civilización cristianas».
Oyéndolas cantar...
Con motivo de una larga estancia en Viena (Austria), Daniel Comboni escribe, en cuatro meses, más de mil cartas para convencer a sus amigos de que la misión de África Central continúa a pesar de las innumerables dificultades que se le presentan. El Papa Pablo VI recordaba: «La presentación del mensaje evangélico no constituye para la Iglesia algo de orden facultativo: está de por medio el deber que le incumbe, por mandato del Señor, con vista a que los hombres crean y se salven. Sí, este mensaje es necesario. Es único. De ningún modo podría ser reemplazado. No admite indiferencia, ni sincretismo, ni acomodos. Es la salvación de los hombres lo que está en juego... Merece que el apóstol le dedique todo su tiempo, todas sus energías y que, si es necesario, le consagre su propia vida» (Evangelii nuntiandi, 8 de diciembre de 1975). En el mismo sentido, el Papa Juan Pablo II afirma: «El anuncio del Evangelio constituye el primer servicio de la Iglesia a todo hombre y a la humanidad entera. La evangelización, más allá de las intervenciones de promoción humana, en ocasiones incluso arriesgadas, comporta siempre un anuncio explícito de Cristo... La Misión «ad gentes» (para los no cristianos) no debe posponerse a ningún otro compromiso, incluso necesario, de tipo social y humanitario» (5 de octubre de 2003).
En Verona, el padre Comboni crea el Instituto de las Madres Piadosas del África Negra, religiosas destinadas a las misiones. De hecho, está convencido de que, para una acción misionera eficaz y duradera, es necesaria la participación de las mujeres. El 7 de julio de 1872, es nombrado oficialmente provicario apostólico de la Vicaría de África Central. En septiembre, deja Verona para dirigirse a El Cairo, donde es testigo de un acontecimiento que le llena de gozo: un sacerdote africano, antiguo esclavo liberado, bautiza a una mujer adulta africana; es la regeneración de África por África. Tras permanecer tres meses en El Cairo, se dirige a Jartum, su sede de provicario, donde es acogido solemnemente por todos, católicos y musulmanes. Un mes después, se adentra en el continente africano y, el 19 de junio, se encuentra en El Obeid, capital de Kordofan (actualmente en Sudán).
Nada que temer
Daniel Comboni piensa en las siguientes etapas de la misión, la primera de las cuales afecta a la región de Djebel Nuba, en el centro de África. Uno de los jefes nubas viene a visitar a los misioneros de El Obeid, donde observa que hay negros que saben leer y escribir, que hablan lenguas europeas y que conocen las técnicas modernas para los diversos oficios. Asombrado, propone un acuerdo con el padre Comboni para establecer una misión en su región, en Delen, a cinco días a pie de El Obeid. El padre Comboni se desplaza allí en septiembre de 1875. Es acogido con gran amabilidad, y queda prendado por la organización que reina entre los nubas, donde la sabia administración de la justicia hace inútil el recurso a la fuerza. Todo hace prever lo mejor, pero una amarga decepción da un vuelco a la situación. Se declaran epidemias de fiebre que afectan en pocos días a trece de los catorce miembros de la misión. Ante la imposibilidad de curarse in situ, debido a la carencia de medicamentos, no hay más remedio que cerrar la misión. Las hermanas, que le acompañan en esa dura retirada, maravillan al sacerdote con su fuerza espiritual.
En medio de ese revés, el padre Comboni es de nuevo objeto de difamaciones. Se le acusa de ser un administrador inepto, y esas acusaciones provocan dolorosas divisiones en el seno de la misión. Desacreditado en Europa, el misionero decide dirigirse a Roma en la primavera de 1876 para presentar su defensa. Más tarde escribirá: «Sólo en medio de ese «Camino de Cruz» sembrado de espinas podrán madurar, perfeccionarse y culminar con éxito las obras deseadas por Dios... Los obstáculos y las hostilidades contra los cuales ha tenido que luchar desde el primer día la obra sublime de regeneración del África negra, pueden considerarse como garantía infalible de éxito y de futuro feliz». Esa fuerza le viene al padre Comboni de la oración. Poco antes de morir, confesará lo siguiente: «Es un pecado no hacer nunca meditación; pocas veces la he descuidado en el transcurso de mi vida, y nunca, nunca jamás desde hace mucho, ni siquiera en el desierto y ni siquiera una sola vez... Lo mismo he hecho con mi oficio (el breviario)...».
El golpe de una calamidad
En Europa, es víctima de una nueva campaña de desprestigio a cargo de dos sacerdotes que trabajan en África. Existe un nuevo motivo de queja: se le acusa de mantener una relación sospechosa con una religiosa siria, Virginia Mansur, cuya defensa, con justa razón, emprende. Como quiera que las acusaciones han llegado hasta Roma, no tiene más remedio que justificarse. En noviembre de 1880, Mons. Comboni se embarca de nuevo para África, donde coincide con uno de sus acusadores, que reconoce su error. Monseñor Comboni lo toma nuevamente como confesor, al igual que antes de las acusaciones. Sobre él escribirá lo siguiente: «Es un sacerdote bueno y piadoso... Aunque me contraría desde hace cinco años, supongo que Jesús lo ha dispuesto así por amor, para mi beneficio espiritual; pues el hecho de trabajar con él y de tener que soportarlo es una buena ocasión para mí de ejercitarme en la paciencia, de prestar atención a mi conducta, de corregirme en mis grandes defectos, en mis habladurías y en mis pecados...». Después de un alto en El Cairo, donde comprueba que sus cuentas están al día, sin ninguna deuda, parte hacia Sudán a finales de enero de 1881.
Uno de los compañeros del prelado escribe de él: «Mediante el ejemplo y las buenas palabras, animaba a todo el mundo a soportar las privaciones que teníamos continuamente que aguantar; por muy cansado y extenuado que estuviera, nos contaba cosas divertidas para reconfortarnos... Sin pensar en sí mismo, se informaba con esmero de nuestro estado físico y moral, mañana y tarde, y siempre hallaba nuevas frases de apoyo y de ánimo». Monseñor Comboni creó en África una especie de oficina de prensa de la misión: «No tengo más remedio que escribir, en calidad de corresponsal de quince periódicos alemanes, franceses, ingleses y norteamericanos». Sin embargo, esa labor le procura subsidios importantes para sus misiones.
En mayo de 1881, Mons. Comboni se abre camino hacia las Colinas de Nuba, donde, apoyado por el ejército del gobierno, intensifica su lucha contra los esclavistas. Al regresar de aquel viaje, escribirá a Roma: «Dentro de un año, o menos, la abolición total de la esclavitud será un hecho consumado entre los nubas. Es indescriptible el gozo y el entusiasmo de estas poblaciones, que, desde mi visita, no han visto siquiera que les arrebataran un hijo, ni una hija, ni una vaca, ni una cabra; ellos reconocen unánimemente que ha sido la Iglesia Católica la que los ha liberado». Además, su expedición tiene igualmente resultados de utilidad general para el conocimiento de la geografía de la región y de su lengua.
¡Es demasiado!
Los más de cuatro mil misioneros combonianos y combonianas que hay en la actualidad trabajan en África y en otras regiones del mundo. «¿Cómo no dirigir la mirada con afecto e inquietud, también hoy en día, hacia esas queridas poblaciones de África? decía el Papa Juan Pablo II con motivo de la canonización de Mons. Comboni. Como tierra rica en recursos humanos y espirituales, África sigue estando marcada por cantidad de dificultades y de problemas. Hacemos votos para que la comunidad internacional pueda ayudarla activamente a construir un futuro de esperanza. Confío esta llamada a la intercesión de san Daniel Comboni, eminente evangelizador y protector del Continente Negro». Roguemos especialmente por los cristianos de Sudán, cuyas condiciones de vida son tan difíciles y que son víctimas de persecuciones.