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4 de agosto de 2004 San Juan Ma. Vianney, Cura de Ars |
Jan Beyzym nace el 15 de mayo de 1850 en Beyzymy Wielkie, actualmente en la República de Ucrania. Es leal y entusiasta en el trabajo, aunque da muestras de una gran timidez juvenil. Desde su más tierna infancia, comparte la especial devoción de su familia hacia María. Jan piensa en ejercer como sacerdote en una modesta parroquia campesina, pero su padre le orienta más bien hacia los jesuitas. Tras una larga lucha interior, el 10 de diciembre de 1872 ingresa en el noviciado de la Compañía de Jesús. Durante los dos años de noviciado, Jan se inicia en la vida religiosa, compaginando ejercicios espirituales, ocupaciones materiales y obras de caridad. Acostumbrado como está a una vida dura, no sufre demasiado con la disciplina a la que debe doblegarse, aunque sigue manifestando cierta rudeza en sus relaciones con el prójimo. Una vez concluido el noviciado, sigue estudios de filosofía y de teología hasta su ordenación sacerdotal en Cracovia (Polonia), el 26 de julio de 1881. Su alma ardorosa se revela en las siguientes palabras: «Trabajamos por Dios, por el cielo, y no deberíamos dejar que nos superaran en nuestra labor y en nuestros sacrificios aquellos que trabajan por los bienes materiales o que únicamente viven por la tierra».
Levemos anclas y ¡adelante!
La energía y la dulzura se unen en el alma del padre Beyzym. Le gusta la naturaleza, las flores, que cultiva para adornar el altar y las habitaciones de los enfermos. Tiene un acuario, una jaula de canarios y otra, que él mismo ha construido, para que pueda juguetear una ardilla. La visión de esas criaturas le sirve de ayuda para elevar sus pensamientos y los de sus alumnos hacia Dios. Se esfuerza por transmitir a los niños su devoción hacia María, y una de las conferencias que les da empieza en estos términos: «La ayuda más segura y más necesaria para nuestra conversión, para nuestra santificación y para nuestra salvación es la devoción a la Santísima Virgen». El padre Beyzym conoce admirablemente la juventud, sus debilidades y sus cualidades, y una mirada suya de tristeza ante una fechoría basta para que el culpable se llene de arrepentimiento.
Entregado por completo al servicio de los niños, el padre Beyzym siente crecer en su interior la necesidad de amar y de sacrificarse todavía más por los desdichados. Es entonces cuando solicita dedicarse al servicio de los leprosos. Su deseo es atendido y se le asigna la misión de Madagascar; deja su país el 17 de octubre de 1898 y llega a Tananarive el 30 de diciembre siguiente. Queda al cargo de la leprosería de Ambahivoraka, a 10 km al norte de la ciudad. Los 150 leprosos que allí viven llevan una existencia más que miserable; se hallan excluidos de la sociedad, atormentados por los dolores, hambrientos y sedientos; habitan en ruinosos barracones, sin ventanas, sin suelo y sin objetos de primera necesidad. Durante la época de las lluvias, viven en el agua y en la humedad. Ante semejantes sufrimientos, el padre Beyzym ruega a Dios para que conceda un alivio a aquellos desdichados y, cuando nadie lo ve, llora a lágrima viva, pues es incapaz de mirar sin compasión aquellos sufrimientos humanos. En un primer momento vive en Tananarive, desplazándose a la leprosería para los entierros (tres o cuatro a la semana) y para oficiar la Misa dominical, pero muy pronto se le concede permiso para residir de continuo entre los leprosos.
«No tiene miedo de tocar las llagas»
Hay otra preocupación que desangra el corazón del padre Beyzym: «Sin embargo, lo que me atormenta aún más es su miseria moral, consecuencia de su estado material. Se encuentran expuestos a mil ocasiones de pecado« ¡Cuando veo a esos niños pequeños que no solamente no aprenden a amar a Dios, sino que ni siquiera saben que exista un Dios, mientras los mayores les enseñan ya a ofenderle!... Ruego sin cesar a la Virgen María que tenga piedad de ellos y que ayude a salvar cuanto antes a estos desdichados« En cuanto el amor y la confianza hacia la Santísima Virgen eche raíces en estos pobres corazones, todo ocupará el lugar que le corresponde y podré estar tranquilo por ellos».
En lo primero que se esmera el padre Beyzym es en impedir que los leprosos se mueran de hambre, y su larga experiencia de enfermero le sirve de mucho: se acerca a sus enfermos y venda sus llagas, suscitando la admiración de los testigos. Él mismo escribe: «Cuando recibí por primera vez un trozo de tela y me dispuse a vendar la llaga de uno de ellos, todos me rodearon como si se tratara de un espectáculo extraordinario, y unos decían a los otros: «¡Mira, mira! No tiene miedo de tocar las llagas»». No obstante, ese servicio exige una abnegación heroica: «Hay que permanecer unido a Dios y ser capaz de rezar continuamente« Hay que acostumbrarse al mal olor, pues aquí no huele a flores, sino a la hediondez de la lepra« La visión de las llagas tampoco es nada atractiva. Cuando, después de tres o cuatro horas de atenciones médicas, que realizo al aire libre ante los barracones, regreso a mi casa, y después de haberme lavado y desinfectado con fenol, noto que todo en mí sigue desprendiendo mal olor« Al principio, era incapaz de mirar las heridas y, después de haber visto una herida especialmente repugnante, a veces he llegado a desmayarme. En la actualidad, miro las heridas de mis desdichados enfermos, las toco cuando las curo o cuando doy la extremaunción con el santo óleo, sin que ello me impresione. A decir verdad, siento algo en mi corazón cuando me ocupo de las llagas, pero solamente en el sentido de que me gustaría tenerlas todas en mí antes que verlas en esos pobres desdichados».
Una manifestación de libertad
Tanta caridad por parte del padre Beyzym despierta total confianza en sus palabras cuando habla de Dios, de la vida eterna o de la enseñanza de Jesucristo. Por eso, al cabo de algunos meses, un gran número de leprosos han solicitado y recibido el bautismo. La gratitud del padre hacia la Santísima Virgen María es profunda: «No sé si podré agradecer de manera conveniente a la Virgen María su protección. Y no me refiero a otras mil gracias que me ha concedido, sino a la de utilizarme al servicio de los leprosos».
Sin embargo, el padre se percata de que su conocimiento de la lengua malgache es rudimentario, pues son muchas las palabras que desconoce. Con objeto de perfeccionar el idioma, en 1901 decide pasar dos meses en un destino cercano, volviendo sólo al asilo el domingo, para la Misa. Sus progresos le permiten organizar un primer retiro: «Acabamos de realizar escribe un retiro de tres días« según el método de san Ignacio: tres conferencias al día, con exámenes de conciencia, confesiones, comuniones« Entre los leprosos reinaba un silencio y un recogimiento dignos de nuestros asiduos a los retiros más civilizados. Doy gracias a la Virgen sin cesar, pues muchos de mis enfermos vivirán y morirán como verdaderos católicos».
De hecho, durante los catorce años de apostolado del padre Beyzym, ni uno solo de sus leprosos murió sin haber recibido el sacramento de los enfermos. Los sufrimientos del misionero no son en balde en su fecundidad apostólica, ya que, además de las dificultades cotidianas de la vida, siente la «morriña» por su país de origen: «Suspiro por la patria escribe a sus antiguos colegas de Polonia, en especial por nuestra casa y la enfermería, con aquellos chiquillos». Son muchos los misioneros que pasan por esos sufrimientos íntimos, que normalmente sólo Dios conoce. «En la Sagrada Escritura escribe el Papa Juan Pablo II se da una fuerte y evidente ligazón entre servicio y redención, como de hecho se da entre servicio y sufrimiento, entre Siervo y Cordero de Dios. El Mesías es el Siervo sufriente que padece, que se carga sobre la espalda el peso del pecado humano, es el Cordero conducido al matadero (Is 53, 7) para pagar el precio de la culpa cometida por la humanidad y ofrecerle así el servicio del que más tiene necesidad. El Siervo es el Cordero que fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca (Is 53, 7), mostrando de esta manera una fuerza extraordinaria: la de no devolver el mal con el mal, sino respondiendo al mal con el bien. Es la humilde energía del siervo que encuentra en Dios su fuerza y que, por esto, Él le transforma en luz de las naciones y en artífice de la salvación (cf. Is 49, 5-6). La vocación al servicio es siempre, misteriosamente, vocación de tomar parte de forma muy personal, aunque costosa y dolorosa, en el ministerio de la salvación» (Ibíd).
Una venda cayó de mis ojos
La salida tiene lugar en medio del sufrimiento. Al llegar a su destino, en octubre de 1902, el misionero se pone manos a la obra, encargándose de un nuevo grupo de leprosos. La obra avanza poco a poco. Un día, ocurre un acontecimiento inesperado: una mujer y dos hombres leprosos, agotados tras una larga marcha, preguntan por él. «¿De dónde venís? Si queréis ingresar aquí, debéis presentaros al médico en Fianarantsoa y volver con un certificado. «Hablas como si no nos conocieras dice la mujer. Pues claro que no os conozco. Acuérdate de Ambahivoraka y nos reconocerás». Al oír aquello, me pareció como si una venda cayera de mis ojos. No había reconocido a mis pajarillos: en primer lugar, porque hacía dos años que no los había visto; después, a causa de aquel aspecto tan lamentable que tenían y, finalmente, porque no les consideraba en condiciones de realizar un viaje tan largo. ¡Podéis imaginaros cómo me latía el corazón y qué alegría sentí al verlos!... Cuando, al cabo de unos días, mis viajeros hubieron descansado, aquella valiente mujer se confesó y comulgó; a continuación, le entregué todo lo que pude para el camino, la bendije y la envié a buscar el resto de mis queridos marginados». Algunas semanas mà1s tarde, los antiguos enfermos de Ambahivoraka van llegando, unos tras otros: «Los recibo como su fueran mis parientes más próximos».
Sin embargo, al mismo tiempo que esas alegrías, el padre recibe también tribulaciones, a las que él denomina astillas de la Cruz de Jesús. Hay quienes consideran que sus proyectos son demasiado audaces, y sus objeciones influyen en el obispo del lugar, que duda a la hora de conceder los permisos necesarios. Además, en las esferas gubernamentales se está considerando la posibilidad de laicizar todos los asilos. Sin embargo, la confianza del padre Beyzym en la protección de María, consuelo de los afligidos, le permite resistir. También le ayuda mucho la oración de san Ignacio, que reza varias veces al día: «Tomad, Señor, y aceptad toda mi libertad, mi memoria, mi inteligencia, mi voluntad, todo lo que tengo, todo lo que poseo. Vos me lo habéis dado y a vos lo devuelvo. Todo es vuestro, disponed de todo según os plazca. Dadme vuestro amor y vuestra gracia, eso sólo me basta».
Un grifo que da miedo
Por suerte, «al cabo de unos días, se aplica el reglamento y nuestra casa se parece más a un convento que a un hospital. Se cumple con la separación de hombres y mujeres, observándose también el silencio a ciertas horas; no hay peleas y, ante una palabra más alta que la otra, enseguida se hacen las paces« Cada uno trabaja según se lo permite la salud; los cantos y las risas están al orden del día« En la actualidad, casi todos toman la comunión diariamente. En una palabra: quiera Dios que dure, pues el hospital es un islote de fe en medio de la marea de pecado siempre ascendente que es el mundo. Y no creáis que estoy adornando la realidad, porque es la pura verdad».
Hacia los más abandonados
Mientras espera la decisión sobre ese nuevo apostolado, el padre Beyzym multiplica catecismos y ejercicios espirituales. Su sensibilidad hacia el honor que se rinde a Jesús en la Eucaristía le mueve a dorar el altar y el sagrario de la capilla. Pero su salud se debilita, ya que sufre de arteriosclerosis y tiene el cuerpo cubierto de llagas. Un día, vencido por violentos sufrimientos, debe quedarse en cama. Un religioso sacerdote, que ha contraído la lepra al servicio de los leprosos y que morirá también nueve días más tarde, acude a administrarle los últimos sacramentos. Finalmente, el 2 de octubre de 1912, el padre Beyzym entrega su alma a Dios. Su muerte se debe, con toda probabilidad, al agotamiento, y no a la lepra.
«Pero Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos dio vida juntamente con Cristo (Ef 2, 4-5)« La Iglesia desea anunciar incansablemente ese mensaje« El deseo de aportar misericordia a los más indigentes llevó al beato Jan Beyzym, jesuita y gran misionero, hasta la lejana isla de Madagascar, donde, por amor de Cristo, consagró su vida a los leprosos« La obra caritativa del beato estaba inscrita en su misión fundamental, que era llevar el Evangelio a quienes no lo conocen. Ese es el mayor don de la misericordia: conducir a los hombres a Cristo» (Juan Pablo II, Homilía de la beatificación de Jan Beyzym, 18 de agosto de 2002). Si bien son pocas las personas llamadas a servir a los leprosos, todos debemos dar testimonio concreto de la misericordia de Dios. Para ello «es necesaria una «imaginación de la caridad» continúa diciendo el Papa; que no falte el espíritu de iniciativa allí donde una persona suplique en la necesidad: Danos hoy el pan nuestro de cada día. Gracias al amor fraterno, que nunca falte ese pan. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (Mt 5, 7)».
Pidamos a la Santísima Virgen María que haga de nosotros, siguiendo al beato Jan Beyzym, misioneros de la misericordia de Dios en el mundo contemporáneo.