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1 de marzo de 2005 Mes de San José |
De la cerveza al whisky
Su cuerpo se va destruyendo lentamente, pero todavía resulta más grave el pecado que mata el alma, ya que el uso inmoderado de la bebida ofende al Creador. Mediante el alcoholismo, al igual que con la droga, el hombre se priva voluntariamente del uso de razón, el más noble de los atributos de la naturaleza humana. Y ese desorden, cuando se consuma con conocimiento de causa y de forma voluntaria, constituye una falta grave contra Dios, así como contra el prójimo, ya que, en estado de embriaguez, uno se expone a ofenderlo gravemente. Como todo pecado grave, semejante abuso acarrea la pérdida del estado de gracia, que es la mayor desdicha que pueda sucederle a la persona. En efecto, pues no hay bien más preciado para el hombre que la amistad de Dios, pero esa amistad se pierde con el pecado grave. Nuestro Señor pone en guardia a sus discípulos contra esa desgracia: El que no permanece en mí es echado fuera, como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan (Jn 15, 6). Mediante esas palabras, Jesús nos revela el destino que se reserva a quienes rechazan la amistad de Dios que se ofrece a todo hombre en virtud de la Encarnación redentora. Ese rechazo conduce a la muerte eterna, el infierno, sobre el cual el Catecismo de la Iglesia Católica (CEC) nos dice lo siguiente: «Jesús habla con frecuencia de la gehena y del fuego eterno que nunca se apaga reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo. Jesús anuncia en términos graves que enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad..., y los arrojarán al horno ardiendo, y que pronunciará la condenación: ¡Alejaos de mí, malditos al fuego eterno! La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, el fuego eterno. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira. Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición, y son muchos los que por ella entran. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la Vida, y cuán pocos los que dan con ella! (Mt 7, 13-14)» (CEC, 1034-36).
La renuncia al pecado y la conversión a Dios son necesarios para cualquiera que desee la vida eterna. A la pregunta que formula el joven, Maestro, ¿qué he de hacer yo de bueno para conseguir vida eterna?, Jesús responde: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos (Mt 19, 16-17). San Benito le contesta lo mismo al discípulo que se presenta para entrar en la vida monástica: «Espera el Señor que cada día le respondamos con nuestras obras a sus santas exhortaciones. Pues para eso se nos conceden como tregua los días de nuestra vida, para enmendarnos de nuestros males, según nos lo dice el Apóstol: ¿No te das cuenta de que la paciencia de Dios te está empujando a la penitencia? Efectivamente, el Señor te dice con su inagotable benignidad: No quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y viva... Por tanto, debemos disponer nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar en el servicio de la santa obediencia a sus preceptos. Y como esto no es posible para nuestra naturaleza sola, hemos de pedirle al Señor que se digne concedernos la asistencia de su gracia. Si, huyendo de las penas del infierno, deseamos llegar a la vida eterna, mientras todavía estamos a tiempo y tenemos este cuerpo como domicilio y podemos cumplir todas estas cosas a la luz de la vida, ahora es cuando hemos de apresurarnos y poner en práctica lo que en la eternidad redundará en nuestro bien» (Regla, Prólogo). Así pues, no hay que dejar para mañana la conversión, como así lo señalaba san Juan Crisóstomo: «Pensemos en nuestra salvación, no tardes en convertirte al Señor, y no lo difieras de un día para otro (Si 5, 7); pues no sabes lo que ocurrirá el día de mañana... ¿Te has embriagado?, ¿has comido hasta hartarte?, ¿has practicado la rapiña? Detente ahora y da media vuelta; da gracias a Dios de que no te haya arrebatado en medio de tus pecados... Considera que se trata del interés de tu alma...» (Homilía sobre la segunda Epístola a los Corintios).
Un golpe de gracia
«¿Seguiré bebiendo?»
Matt ha comenzado una nueva vida, una vida de intimidad con Dios, en la cual la Misa diaria es el principal pilar. Pero en 1892, se suprime la Misa de cinco en la cual acostumbra a comulgar; a partir de ahora, la primera Misa del día es a las seis y cuarto. A pesar de la gran habilidad que ha adquirido en su trabajo, no duda en cambiarlo, colocándose como simple peón para un comerciante de madera, con el cual el trabajo no empieza hasta las ocho. Su nueva tarea consiste en cargar los camiones. Por la tarde, en cuanto acaba el trabajo, se lava con esmero, se pone la ropa de salir pues no quiere entrar en la casa de Dios con su ropa de trabajo y se dirige a la iglesia para visitar al Santísimo Sacramento. Un día, declara a su confesor: «He deseado mucho el don de la oración, y me ha sido otorgado plenamente». En adelante, su existencia se halla orientada totalmente hacia Dios, y más especialmente hacia la presencia real del Señor en el sagrario. «Mientras la Eucaristía es conservada en las iglesias y oratorios, Cristo es verdaderamente el Emmanuel, es decir, Dios con nosotros escribía el Papa Pablo VI. Porque día y noche está en medio de nosotros, habita con nosotros lleno de gracia y de verdad; ordena las costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los débiles, incita a su imitación a todos los que a Él se acercan, de modo que con su ejemplo aprendan a ser mansos y humildes de corazón, y a buscar no ya las cosas propias, sino las de Dios. Y así, todo el que se vuelve hacia el augusto Sacramento Eucarístico con particular devoción y se esfuerza en amar a su vez con prontitud y generosidad a Cristo que nos ama infinitamente, experimenta y comprende a fondo, no sin gran gozo y aprovechamiento del espíritu, cuán preciosa es la vida escondida con Cristo en Dios y cuánto sirve estar en coloquio con Cristo: nada más dulce, nada más eficaz para recorrer el camino de la santidad» (Encíclica Mysterium fidei, 3 de septiembre de 1965).
Significado de las cadenas
Siendo de carácter impulsivo, Matt soporta a duras penas las blasfemias y el lenguaje grosero de sus compañeros. Cuando blasfeman contra el sagrado Nombre de Dios, él levanta su sombrero en señal de respeto. Al ver aquel gesto, sus compañeros arrecian en sus malsonantes palabras. En un principio, Matt les reprende con dureza, pero después se limita a decirles con dulzura: «Jesucristo os está oyendo». En una ocasión, reprocha con firmeza a su capataz el ser poco generoso con una suscripción caritativa. Su patrono le llama al orden y, el día siguiente, Matt se presenta ante el jefe: «Nuestro Señor declara me ha dicho que debía pedirle perdón, y a eso vengo». Su vida ejemplar termina por inspirar respeto, y él, además, demuestra ser un compañero cordial, siempre dispuesto a reír el primero de una buena broma, con tal de que se mantenga en los límites de la decencia.
«Lleva usted una ropa muy mala»
El único lujo que Matt se permite son los libros, pues le gusta ocupar el tiempo leyendo, siendo sus lecturas preferidas la Sagrada Escritura y los escritos de los santos. Al hojear la Biblia que se halló en su casa tras su muerte, se constata que sentía cierta predilección por los Salmos, en especial por los Salmos penitenciales en los que el pecador expresa a Dios el remordimiento por sus pecados, pero también su confianza inquebrantable en la misericordia divina: Tenme piedad, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado purifícame... Vuélveme la alegría de tu salvación... (Salmo 51 [50] «Miserere»). Algunas de sus anotaciones revelan una altura de pensamiento sorprendente para un hombre de instrucción tan rudimentaria. Se encuentran las siguientes reflexiones: «El tiempo de la vida no es más que una carrera hacia la muerte, en la que a ningún hombre se le permite detenerse... La libertad de espíritu se adquiere librándose del amor propio, lo que hace que el alma esté dispuesta a cumplir la voluntad de Dios en las cosas más pequeñas... El uso de la voluntad consiste en hacer el bien, y su abuso consiste en hacer el mal... En la meditación buscamos a Dios mediante la razón y los actos meritorios, mientras que en la contemplación lo percibimos sin esfuerzo... Esa vida de oración y de penitencia es confortada por algunas gracias fuera de lo común. Un día, le cuenta a su hermana: «¡Qué triste resulta comprobar el poco amor de los hombres hacia Dios!... ¡Oh, Susana! ¡Si supieras el gozo profundo que he experimentado la pasada noche al conversar con Dios y con su santa Madre!»; luego, al darse cuenta de que habla de sí mismo, desvía la conversación.
El período comprendido entre 1911 y 1921 es muy turbulento en Irlanda: conflictos laborales acentuados por el paro y las huelgas, lucha por la autonomía política, primera guerra mundial y, finalmente, guerra entre Irlanda e Inglaterra. En medio de esas tribulaciones, Matt consigue mantener su alma en paz, si bien la causa de los obreros le interesa mucho. Condena sin paliativos la insuficiencia de los salarios para los obreros casados, a los que ayuda económicamente cuanto puede. Pero nunca reclama nada para él. Cuando los compañeros dejan el trabajo o son despedidos, él muestra su solidaridad hacia su causa.
«Dar las gracias al «Gran Curandero»»
Matt Talbot es un modelo para todos los hombres. A las víctimas del alcoholismo o de la drogadicción les demuestra con su ejemplo que, con la gracia de Dios, es posible superarlo. «Las dependencias del alcohol son a veces tan fuertes que los allegados de la persona alcohólica pueden pensar que nunca podrá superarlas, y la propia persona alcohólica tiene la tentación de desesperar. En esos momentos es bueno tener presente la Resurrección de Jesús, que nos recuerda que el fracaso nunca es la última palabra de Dios» (Comisión social de los obispos de Francia, declaración del 1 de diciembre de 1998). A quienes son esclavos de otros pecados (idolatría, blasfemia, aborto, eutanasia, contracepción, adulterio, desenfreno, homosexualidad, masturbación, robo, falso testimonio, difamación, etc.), les recuerda que «nunca hay que desesperar de la misericordia de Dios», según la recomendación de san Benito (Regla, cap. IV). Nuestro Señor prometió a santa Margarita María que los pecadores hallarían en su Corazón la fuente y el océano infinito de la misericordia. Del mismo modo que lo propio de un navío es navegar sobre el agua, así también lo propio de Dios es perdonar y hacer misericordia, como lo afirma la Iglesia en una de sus oraciones. Además, santa Teresita, doctora de la Iglesia, escribió lo que sigue al final de sus manuscritos: «Aunque tuviera en la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría con el corazón roto de arrepentimiento, a echarme en los brazos de Jesús, pues sé cómo ama al hijo pródigo que vuelve a Él». Y añadía de viva voz: «Sé que toda esa multitud de ofensas desaparecería en un santiamén, como una gota de agua en una hoguera ardiente». La vida de Matt Talbot prueba de manera elocuente que si dirigimos con sinceridad nuestra alma hacia el Señor para pedir perdón, podemos, mediante el sacramento de la Penitencia, vía ordinaria de reconciliación con Dios, comenzar una nueva vida bajo la mirada maternal de María.
Venerable Matt Talbot, concédenos la gracia de acudir confiados a la misericordia divina y de ir hasta el final de las exigencias de un amor apasionado por Jesús y María.