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31 de julio de 2002 San Ignacio de Loyola |
María Margarita Dufrost de Lagemmerais había visto la luz el 15 de octubre de 1701 en Varennes, cerca de Montreal, en «Nueva Francia» (llamada «Canadá» a partir de 1763). Su padre, oficial de profesión, era un gentilhombre bretón que se había instalado en Nueva Francia desde 1687. La madre de Margarita, María Renata de Varennes, era también hija de un oficial, Renato Gualterio de Varennes, caballero de San Luis. María Margarita (el uso hará que prevalezca el nombre de Margarita) es la primogénita de una familia de seis hijos. Huérfana de padre desde los siete años, Margarita entra desde muy niña en la escuela de la miseria. Para poder mantener a su familia, su padre sólo disponía de su escaso sueldo de oficial, es decir, lo justo para no perecer de hambre. Tras su muerte, su viuda y sus seis hijos se ven abocados a la mendicidad. Transcurren seis años de penosa espera antes de que la viuda pueda recibir una irrisoria pensión con la que poder sacar adelante a su familia. Gracias a la ayuda de personas caritativas, Margarita estará dos años interna en las Ursulinas de Quebec, donde recibe una intensa educación religiosa, en perfecta armonía con la formación que había recibido en el seno de su familia. A la edad de doce años, regresa con los suyos para ayudar a su madre en las tareas domésticas y en la educación de sus hermanos y hermanas.
El 12 de agosto de 1722, contrae matrimonio con Francisco de Youville, apuesto caballero, pero también aventurero de dudosas costumbres, hijo de un traficante de pieles y de alcohol, y a su vez también traficante. En pocos años, dilapida sus bienes y destruye su salud y la felicidad de su esposa. Muere en 1730, a la edad de 28 años, tras ocho años de infortunado matrimonio, dejando como legado a su viuda muchas deudas y dos hijos de tierna edad, además del embarazo de un tercero (otros cuatro habían muerto al nacer). Margarita acepta todas esas pruebas con valentía y espíritu de fe. Sabe que la solicitud de la divina Providencia es concreta e inmediata, que se preocupa de todo, desde las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia. Porque Jesús exige un abandono filial a la Providencia del Padre celestial, que atiende a las necesidades más perentorias de sus hijos: No andéis pues preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer? ¿Qué vamos a beber?... ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todas ellas. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura (Mt 6, 31-33).
«Consuélese, señora...»
Para el padre Normant, esa mujer es capaz de rehabilitar el hospital, para cuyo fin Dios la convertirá quizás en madre de una familia religiosa. Así pues, imbuido de estas ideas, propone a Margarita de Youville que acepte en su casa a algunos pobres, lo que resultará un noviciado muy indicado para la tarea que estaba por llegar. Más tarde, el sacerdote le consigue una compañera y, al cabo de poco tiempo, otras dos jóvenes se unen a ellas, por lo que se instalan en una casa arrendada, con cinco pobres que enseguida llegarán a ser diez. Transcurre el año 1737, y ése será el núcleo de una nueva comunidad. Sin embargo, esa obra de caridad sufrirá terribles pruebas.
¿Achispadas por el alcohol?
El día de Todos los Santos, Margarita y sus compañeras salen de casa para dirigirse a misa. Al momento, la multitud las increpa con gritos y alaridos, y las humildes mujeres son perseguidas a pedradas. Escenas parecidas se reproducen durante los días siguientes. Siempre fértil en invenciones, la calumnia produce su efecto: los padres se san Sulpicio son acusados de suministrar alcohol a la señora de Youville y a sus ayudantes, que después venden a escondidas a los indios, no sin antes beber de él ellas mismas; de ahí que se les designe irónicamente con el nombre de «Hermanas grises», que en francés significa también «achispadas» por el alcohol.
Al mismo tiempo, una de las compañeras de Margarita con mayor dedicación muere mientras desempeña sus tareas; el padre Normant, único apoyo casi de la naciente comunidad, contrae a su vez una enfermedad mortal. La propia Margarita de Youville no puede levantarse de la silla a causa de un persistente dolor en la rodilla. Por añadidura, el 31 de enero de 1745, un incendio expulsa a la pequeña comunidad de su casa, arrojándolos medio vestidos en plena nieve. Las malas lenguas no desaprovechan la ocasión de ver en ello un «justo castigo del Cielo». Sin embargo, por un misericordioso designio de la Providencia, un dama caritativa pone su casa a disposición de Margarita de Youville para que pueda continuar la obra.
Una pregunta tan apremiante como inevitable
Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su Providencia todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas: No fuisteis vosotros, dice José a sus hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios... aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir... un pueblo numeroso (Gn 45, 8; 50, 20). «Porque el Dios Todopoderoso, escribe san Agustín, por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal». Del mayor mal que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia, sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un bien. «La revelación del amor divino en Cristo ha manifestado a la vez la extensión del mal y la sobreabundancia de la gracia (cf. Rm 5, 20). Debemos, por tanto, examinar la cuestión del origen del mal fijando la mirada de nuestra fe en el que es su único Vencedor» (CEC ibíd.; cf. 309-314). Mediante su pasión y muerte, Cristo concedió al sufrimiento y a la muerte un valor redentor, convirtiéndolos en medios de santificación. Unidos a la suya, las múltiples cruces de los hombres conducen a la Resurrección.
Una toma de posesión poco envidiable
La idea de fusionar el hospital de Montreal con el de Quebec se va consolidando entre los dirigentes de Canadá. Una mañana de 1751, la señora de Youville se entera por las voces de un pregonero que el contrato de 1747 según el cual se le encomendaba la administración del hospital ha sido abrogado y que debe ceder el lugar a las religiosas de Quebec. Pero Margarita no lo entiende así, de modo que, haciendo gala de una intrépida elocuencia, defiende su causa ante las autoridades civiles y religiosas. A partir de ahora puede apoyarse en la opinión pública: desde hace cuatro años, se ha podido observar en el hospital el trabajo que han realizado sus compañeras, que se han mostrado apacibles, buenas y misericordiosas frente a todas las miserias humanas. Además, Margarita, llena de intuición femenina, encuentra el modo de derribar las oposiciones: se ofrece para pagar todas las deudas, y hasta la última moneda, que el Estado ha contraído en ese asunto, y esas deudas son enormes. En 1753, consigue finalmente recuperar el hospital. Dos años más tarde, el obispo erige en comunidad religiosa a ese pequeño grupo de compañeras de Margarita. Haciendo gala de espíritu de humildad y de perdón por las burlas que habían sufrido en los comienzos de la fundación, el nombre que eligen las hermanas es el de «Hermanas Grises», y su hábito es en efecto de color gris. Habían sido necesarios dieciséis años de trabajos, de luchas tenaces, de sufrimientos de toda clase hasta llegar a ese reconocimiento oficial.
Una actividad desbordante
Sin embargo, el ciclo de las pruebas no ha concluido para la fundadora. En 1756, se inicia la guerra de los Siete Años entre Francia e Inglaterra, que se disputan desde hace tiempo el Nuevo Mundo. El conflicto acabará con la victoria de Inglaterra, ratificado en el Tratado de París de 1763. Los males que provoca la guerra son muchos: hambruna y aumento de los precios en Montreal, que se halla repleto de refugiados; temor por el futuro y por la supervivencia de las comunidades religiosas; éxodo hacia Francia de protectores, de amigos o de parientes, de ahí una notable reducción de ingresos a pesar de la multiplicación de las miserias que hay que aliviar; devaluación de la moneda, etc. Margarita de Youville y las hermanas se entregan al máximo de sus posibilidades.
«Tranquilizaos... »
La actitud de santa Margarita de Youville ante ese desastre es un ejemplo heroico de fe en la divina Providencia, a quien nada se le escapa. Santa Catalina de Siena dice a los que se escandalizan y se rebelan por lo que les sucede: «Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del hombre, Dios no hace nada que no sea con este fin». Y santo Tomás Moro, poco antes de su martirio, consuela a su hija: «Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor» (cf. CEC 313). San Francisco de Sales escribe a una de sus comunicantes, afligida por los sufrimientos: «Debe arrojarse con total abandono de su persona en los brazos de la Providencia, pues es la hora conveniente para ello. Confiarse a Dios mediante la dulzura y la paz de las prosperidades casi todos saben hacerlo, pero entregarse a Él en medio de tormentas y tempestades es propio de sus hijos; quiero decir entregarse a Él en completo abandono».
La confianza de Margarita de Youville producirá todavía frutos sorprendentes. Menos de un mes después del incendio, se emprende la reconstrucción del hospital. Cuatro años más tarde, en 1769, todo está de nuevo en su sitio, y la madre Margarita de Youville carece de deudas. Tras el desastre han acontecido varios prodigios, como la multiplicación de un vino que se necesitaba, en el interior de una barrica hallada bajo los escombros, o la presencia inexplicable de monedas en los bolsillos de la fundadora, respuestas todas consoladoras de la Providencia a la sumisión y a la confianza total de la madre. Siempre en beneficio de los pobres, para conseguirles recursos, ésta adquiere una amplia propiedad, donde edifica un molino de agua; para ponerlo en funcionamiento, manda que se construya en los rápidos una presa de tres metros de altura y un canal. En aquellos difíciles momentos de la historia de Canadá, mientras otros pierden el ánimo y la fe y se abandonan a la desesperación, esta fundadora demuestra mediante sus obras las inagotables reservas de la energía cristiana.
A punto de carecer de todo
Al final de su vida, la madre dice a sus hijas: «Queridas hermanas, permaneced siempre fieles al estado que habéis elegido y caminad siempre por los senderos de la regularidad, de la obediencia y de la mortificación; pero, sobre todo, haced que reine entre vosotras la unión más perfecta». Y luego añade: «¡Oh! ¡Cuánto me alegraría encontrarme en el Cielo con todas mis hermanas!».
El 9 de diciembre de 1771, contrae una apoplejía, sufriendo un segundo ataque el día 13 del mismo mes. Expira el día 23, a los setenta años de edad. Según el testimonio cabal de varias personas, en el momento en que su alma se separaba del cuerpo para entrar en el Cielo, una poderosa luz en forma de cruz brilló encima del hospital. Viendo aquello, e ignorando la muerte de la fundadora, una docta y distinguida persona exclamó: «¡Oh! ¿Qué cruz van a tener las pobres Hermanas Grises? ¿Qué les pasará?».
Enraizada en la Cruz
Creemos firmemente que Dios es el dueño del mundo y de la historia. En la vida eterna, conoceremos plenamente las admirables sendas de la Providencia. Mientras tanto, aquí en la tierra, esos caminos nos resultan desconocidos, pero la Palabra de Dios nos asegura que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman (Rm 8, 28). ¡Que esa actitud ilumine nuestro caminar hacia el Cielo, bajo la protección de la Santísima Virgen María, Madre del Perpetuo Socorro!
Rezamos a san José por todas sus intenciones, sin olvidar a sus difuntos.