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30 de noviembre de 2001 San Andrés, Apóstol |
Eduardo Poppe había nacido el 18 de diciembre de 1890, en el seno de una familia flamenca profundamente católica. Su padre, Desiderio, y su madre, Josefa, viven en una modesta casa de la pequeña ciudad de Temse, cerca de Gante (Bélgica). Panadero de profesión, Desiderio trabaja duro para sacar adelante a los suyos. Durante las contrariedades, suele decir: «Hay que contentarse siempre con la voluntad de Dios». Josefa, por su parte, realiza sus quehaceres domésticos con cálido afecto, a la vez que con firme disciplina. Va a Misa todos los días, siempre que puede, pues la familia aumenta rápidamente. Serán once los hijos que alegrarán el hogar: tres morirán en tierna edad, los dos chicos serán sacerdotes, cinco chicas serán religiosas y solamente una se quedará junto a la madre.
Un niño travieso y testarudo
En la primavera de 1904, el señor Poppe confía a Eduardo sus proyectos de ampliación del comercio, pues es su deseo que aprenda el oficio de pastelero. En un principio, Eduardo no dice nada, pues ha tomado la decisión de ser sacerdote. Finalmente, responde al padre que no quiere ser panadero. Algún tiempo después, un sacerdote amigo de los padres les expresa su opinión favorable sobre la vocación de Eduardo, ante lo cual Desiderio dice a su esposa: «Prefiero que sea lo que Dios quiera. Además, no debemos ser egoístas, pues Dios no nos ha dado a nuestros hijos para nosotros». De ese modo, en otoño, el muchacho se marcha al seminario menor de San Nicolás, en Waas.
El 10 de enero de 1907, Desiderio Poppe muere de agotamiento. Eduardo, que tiene 16 años, se plantea renunciar por un tiempo a sus estudios y encargarse de la panadería, pero su madre le dice: «Antes de morir, tu padre me hizo prometer que te dejaría seguir estudiando, y quiero mantener la promesa».
En septiembre de 1910, Eduardo es llamado a filas, en las milicias universitarias, donde podrá iniciar sus estudios de filosofía. En el acuartelamiento, se enteran enseguida de sus deseos de hacerse sacerdote, lo que provoca toda suerte de burlas y provocaciones. La trivialidad y el desenfreno de sus compañeros le resultan insoportables, un «infierno», según sus palabras. Por añadidura, no puede oír Misa ni comulgar entre semana, privación que se le hace muy cuesta arriba. En contrapartida, la experiencia de la vida militar le ilumina acerca de la miseria humana, y le resultará útil cuando, en 1922, le encargan que se ocupe de los seminaristas y de los religiosos que realizan el servicio militar. Después de unos meses, recupera la serenidad, tomando de la Eucaristía, que puede recibir de nuevo, la fuerza para convertir esas pruebas en motivo de apostolado. Ahora comprende mejor la vida y las dificultades de los soldados, poniéndose al servicio de todos, y puede constatar hasta qué punto aquellos hombres de fuerte temperamento necesitan la amistad; gracias a su amabilidad, a su espíritu de servicio y a su buen humor, consigue abrir corazones y conducir a las almas hacia la vida espiritual.
Un día, descubre la vida de santa Teresita: «Aquel libro escribirá me produjo más agrado y provecho que cualquiera otra obra de filosofía; de él aprendí cosas que no habría podido descubrir en muchos años de estudios». Lo que más le seduce de la joven carmelita es su manera de entender la contemplación, que se corresponde a la perfección con sus propios gustos: una oración sencilla, familiar, práctica, que haga referencia a los recodos de todos los acontecimientos y de todas las ocupaciones, formando un todo con la vida, convertida ella misma en la vida y santificándolo todo. De ese modo desaparece el conflicto entre oración y trabajo. San Luis María Grignon de Montfort le aporta la sonrisa maternal de María, pero parece ser que el santo preferido del padre Poppe es san Francisco de Asís, a causa de su amor por la Cruz de Jesús.
Un seminarista bien orientado
Pero las reflexiones desalentadoras que ha oído sumergen a Eduardo en la incertidumbre y en la duda. ¿Será el ideal de santidad una quimera? La oración le resulta penosa y le invade la aridez, incluso cuando invoca a la Virgen. En su vida no consigue ver más que egoísmo, ruindad, vano sentimentalismo, incluso en la oración. «¿Cómo creer que Dios pueda amar a un ser tan vil?». ¡Y pensar que él pretendía llegar a ser santo! Gracias a un buen reflejo confiesa sus pensamientos a su director espiritual, quien le responde: «Diga con frecuencia: «Señor, yo creo, pero ayúdame». Sobre todo no se desanime. Mire el crucifijo; en él encontrará la paz gozosa del sacrificio». Eduardo sigue esos preciosos consejos y, poco a poco, bajo la influencia misericordiosa de María, la espesa niebla que le rodea se disipa. En la contemplación del crucifijo, siente el deseo irrefrenable de compartir el sufrimiento de Cristo, y descubre la misteriosa relación que une el sufrimiento al amor.
En septiembre de 1913, comienza sus estudios de teología en el seminario de Gante. Pero estalla la primera guerra mundial y, el 1 de agosto de 1914, Eduardo es movilizado como enfermero. El día 4 se encuentra en Namur, donde el combate hace estragos. El 25, el ejército belga se repliega hacia el sur. Agotado por el cansancio, Eduardo es depositado medio muerto en el furgón de una ambulancia. En el pueblo de Bourlers, el padre Castelain, párroco del lugar, se hace cargo de él hasta diciembre. Ese sacerdote tiene una gran confianza en San José, y Eduardo quiere experimentarla. Un día, los alemanes se llevan una docena de jóvenes del pueblo, y Eduardo pide a san José que los libere ese mismo día. Unas horas después, regresan a sus casas, excepto un francés. Eduardo reitera su petición, y es escuchado de nuevo. A partir de aquel día, María y José serán inseparables en el corazón del padre Poppe. El padre Castelain le muestra también la vida pobre y ejemplar del beato padre Chevrier.
Después de numerosas peripecias, y gracias al cardenal Mercier, consigue una dispensa de sus obligaciones militares, regresando al seminario en abril de 1915. Eduardo es ordenado sacerdote el 1 de mayo de 1916. Su emoción y su recogimiento son intensos, ofreciéndose al Corazón Eucarístico de Jesús, al igual que Él, como víctima por los pecadores.
En busca del rebaño perdido
Cuando llega el buen tiempo, Eduardo puede ya comenzar su apostolado en la calle. Se muestra amable, regala estampitas a los niños y saluda a los obreros cuando salen de las fábricas por la tarde: «Pronto me conocerán; tienen que notar que les quiero» piensa. Poco a poco, las conversaciones se multiplican y consigue entrar en las casas, en especial en las más sórdidas. Su corazón se hace añicos ante la miseria de aquella pobre gente, pues la guerra ha provocado situaciones trágicas. Su bolsa está siempre abierta y dispuesta a dar todo lo que puede. Ante su evidente benevolencia, las prevenciones anticlericales de los pobres desaparecen; puede hablar de Jesucristo y devolver la vida a las viejas raíces cristianas. Se siente feliz, lleno de esperanza y de fervor.
Pero la cruz redentora le visitará a menudo. Su párroco le dice un día: «No me gusta que frecuente a esa gente. Es demasiado joven para exponerse de ese modo. Y además es inútil, porque se hace usted ilusiones y es una pérdida de tiempo. Reserve sus fuerzas para el cuidado de las almas fieles». Sin embargo, Eduardo podrá visitar a los enfermos y a los moribundos, con quienes hará maravillas. La decisión de su párroco, a quien se somete, le llena de consternación: «Humanamente hablando escribe, es desalentador para el corazón de un sacerdote... ¡Oh, Dios mío, ayúdame!».
La Eucaristía, sol de su vida
Nada más llegar a la parroquia, el joven sacerdote se hace cargo del círculo recreativo infantil. Su meta es que los niños estén ocupados durante las vacaciones. Al final del curso escolar, pasa por el colegio de los Hermanos de la Caridad y se dirige en estos términos a los alumnos: «Ya están aquí las vacaciones; es época de divertirse, y eso está muy bien. Pero no os olvidéis de Nuestro Señor, porque es muy bueno y os quiere, tanto durante las vacaciones como en época de clase. ¡Demostradle que tenéis corazón, yendo a Misa de siete todos los días, y por la tarde a la bendición!... Yo comprobaré quienes son los valientes, y para ellos habrá una tómbola». El discurso es el mismo en el colegio de las Hermanas. Al día siguiente, son treinta los niños que responden a su llamada. Después, los días que siguen serán cincuenta, cien, doscientos... El padre les compensa con una corta instrucción amenizada de historias y de temas divertidos. Luego les entrega una breve invocación que deben repetir varias veces al día. Para evitar tumultos, agrupa a los más revoltosos y los nombra responsables de mantener el orden.
Con objeto de santificar a los niños mediante la Eucaristía, se le ocurre la idea de constituir una Liga de comunión, que será «una asociación de niños que aman a Jesús y quieren santificarse apoyándose mutuamente y dando ejemplo en todo». En las reuniones de la Liga, que el párroco le ha dejado fundar, Eduardo parte de la base de que a los niños no hay que predicarles un Evangelio resumido, como hacen algunos por miedo a desanimarlos, sino el Evangelio íntegro: la perfección cristiana. Para conseguirlo, cada uno puede contar con la gracia que nos llega, sobre todo, de la Eucaristía. En junio de 1917, la Liga de comunión de los niños cuenta ya con 90 miembros. El fervor vuelve a florecer en la parroquia y Eduardo se siente repleto de alegría. Para la solemnidad del Sagrado Corazón, 21 niños de 5 y 6 años toman la primera comunión. Proceden de familias pobres, y sus madres lloran de alegría.
A finales del mes de julio, debilitado por su incansable labor, Eduardo se encuentra extenuado. Le obligan a permanecer en reposo total durante un mes, que pasa con las Hermanas de la Caridad de la ciudad de Melle. A su regreso, recupera el ministerio ordinario, pero el párroco, preocupado por su salud, le dispensa de las reuniones de la Liga de comunión, del círculo recreativo y del catecismo. Con el corazón compungido, Eduardo obedece, pero sin él sus obras se irán derrumbando poco a poco. Más tarde escribirá: «¡Sufrir y obedecer! ¿Está el siervo por encima de su Amo? Somos inteligentes, nos ponemos de acuerdo para concebir y organizar nuestras obras, somos previsores y tenemos iniciativa, e incluso ardemos de entusiasmo. Pero Jesús era mucho más inteligente que nosotros y más entusiasta, más previsor y más entendido que nosotros. Su entusiasmo era como un fuego devorador. Sabía ordenar su vida mucho mejor que nosotros... A pesar de ello Jesús obedece en todo a José y a María. Y la última palabra la deja en manos de la autoridad, reconociendo y enseñando el valor de la autoridad durante treinta años. El precio de la obediencia está por encima de toda evaluación cuando nos percatamos de que Jesús, que se somete a ella, es Dios. Toda su vida, su vida de niño y de joven, su misión y su muerte y una muerte de cruz fue un gran acto de obediencia».
La elocuencia del ejemplo
Si el ardiente apóstol se interesa por un alma en peligro, primero se dirige al ángel de la guarda de la persona, le recuerda su misión y prepara con él su estrategia. Cuando entra en una escuela o en una reunión, saluda a los ángeles de la guarda presentes. Pero conversa, sobre todo, con su propio ángel de la guarda, a quien considera el mensajero que une su alma a Jesús y a María, y lo llama «Gabrielito», por el nombre del ángel de la Anunciación.
El 11 de mayo de 1919, víctima de una crisis cardíaca, recibe la Extremaunción en medio de una gran paz: «Nunca he pedido al Señor que me concediera vivir de viejo declara a un amigo, sino solamente que los hombres le amen y que los sacerdotes se santifiquen». En contra de lo esperado, consigue restablecerse, por lo que el médico permite las visitas y la habitación de Eduardo está siempre llena. El 8 de junio sufre una nueva crisis, más grave que la anterior; adiós a las visitas y adiós a la Misa. De nuevo se restablece, pero se debate entre la vida y la muerte, esperando antes o después el desenlace. Durante esos períodos de sosiego, recupera como puede su trabajo de apostolado. Pide que le instalen en la cama un tablero para poder escribir, sobre todo a sus hermanos sacerdotes. Incluso está al corriente de las cuestiones sociales, que siempre han suscitado entusiasmo en él, preocupándose de la fe y de la práctica religiosa de los obreros, ofreciendo por ellos sufrimientos y plegarias. Se esmera en hacer comprender a uno de sus amigos, que es diputado, la importancia de su función para encontrar una solución equitativa al problema obrero. «Pido a Dios le escribe que te conceda poder adaptar tus convicciones políticas al Evangelio. Me alegraría mucho si al menos un solo diputado contara con Dios a la hora de conseguir un resultado válido en sus esfuerzos».
Su salud mejora durante algunos meses, pero sigue siendo delicada. La propia enfermedad contribuirá a cumplir su misión, como lo explicará el Santo Padre con motivo de su beatificación: «El padre Poppe, que conoció la adversidad, dirige un mensaje a los enfermos, recordándoles que la oración y el amor de María son imprescindibles para el compromiso misionero de la Iglesia».
El apóstol de María
Poco a poco, Eduardo comprendre que su misión en la tierra ha terminado, que Jesús quiere retirarlo de este mundo y que debe morir, sacrificar la vida por sus ovejas, igual que el grano de trigo en la tierra que trae mucho fruto. A partir de ese momento se prepara serenamente para el supremo testimonio de la muerte perfectamente aceptada, y pide a la religiosa que le cuida que le repita continuamente estas palabras: «No sé si Dios está contento de mí; a Él me abandono. ¡Oh! ¡Cuán dulce es en el último momento no pensar en nada, ni en sus propios pecados ni en sus propias virtudes, sino solamente en la Misericordia! Así es realmente la muerte de las pequeñas víctimas de amor». De ese modo, sus últimos días ilustran las máximas escritas al principio de su ministerio: «Hermanos, sólo disponemos de una vida pasajera. Somos viajeros, y es una locura buscar aquí en este mundo nuestra morada y reposo».
Llegada la primavera, a pesar del estado de debilidad de Eduardo, son muchos los que acuden a visitarlo. A veces tienen que esperar su turno durante mucho tiempo, pero no quedan decepcionados ante su reconfortante acogida. El 10 de junio, al amanecer, es abatido por un último ataque de apoplejía. Recibe la Extremaunción y, luego, sus ojos semiabiertos miran por última vez la estatua del Sagrado Corazón, extiende sus manos como para realizar una última ofrenda y entrega su alma a Dios a la edad de 33 años.
Ojalá consigamos recordar esta plegaria, procedente de su corazón de sacerdote: «Recuerda tus sufrimientos, Jesús. ¡Recuerda tu amor y la inocencia de los pequeños! ¡Mándanos a tus sacerdotes!».
El Santo Padre se hizo eco de esta plegaria en el transcurso de la homilía de la Misa de las Jornadas Mundiales de la Juventud (20 de agosto de 2000): «¡Ojalá tuviéramos, en cada comunidad, un sacerdote para celebrar la Eucaristía!... El mundo necesita que no se le prive de la presencia dulce y liberadora de Jesús vivo en la Eucaristía. Sed vosotros mismos testigos fervientes de la presencia de Cristo en nuestros altares. Que la Eucaristía modele vuestra vida y la vida de las familias que formaréis. Que oriente todas vuestras opciones de vida».
Con estos pensamientos rogamos por todas sus intenciones, sin olvidar a sus difuntos.