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21 de enero de 2003 Santa Inés, mártir |
Unos años antes, el Papa Juan Pablo II les decía ya a los jóvenes, en Denver (EE.UU.): «Con el tiempo, las amenazas contra la vida no disminuyen. Al contrario, adquieren dimensiones enormes... Se trata de amenazas programadas de manera científica y sistemática. El siglo xx será considerado una época de ataques masivos contra la vida, una serie interminable de guerras y una destrucción permanente de vidas humanas inocentes...» (14 de agosto de 1993). Estamos en realidad ante una «conjura contra la vida», que ve implicadas incluso a instituciones internacionales, dedicadas a alentar y programar auténticas campañas de difusión de la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la eutanasia, con la complicidad de los medios de comunicación social. El recurso a esas prácticas se presenta como un signo de progreso y conquista de la libertad, mientras que las posiciones incondicionales a favor de la vida son despreciadas y consideradas como enemigas de la libertad y del progreso (cf. Encíclica Evangelium vitae, 25 de marzo de 1995, 17).
En un momento en que el mundo se muestra muy preocupado por la paz, recordemos las palabras de la madre Teresa de Calcuta, cuando recibió el premio Nobel de la Paz el 10 de diciembre de 1979: «Hoy en día, el mayor destructor de la paz es el crimen contra el niño inocente que va a nacer». En efecto, Dios no puede dejar impune el crimen de Caín, pues la sangre de Abel exige que Dios haga justicia. Dios dijo a Caín: ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo (Gn 4, 10). No solamente la sangre de Abel clama venganza al cielo, sino también la de todos los inocentes asesinados (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC, 2268). Porque, en el transcurso de los últimos decenios, millones de inocentes han sido aniquilados en el seno de sus madres.
El paso al tercer milenio no ha significado precisamente, en Francia, un giro hacia una política favorable a la vida. Ya desde el año 2000, se ha permitido la distribución de NorLevo (la llamada píldora «del día siguiente», en realidad un producto abortivo) a las menores de edad en los centros escolares, sin autorización paterna. El 4 de julio de 2001, una nueva ley del aborto agrava las disposiciones de la ley precedente (1979), que consideraba la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE = aborto) como último recurso en caso de peligro. Desde ahora lo que existe es un «verdadero derecho al aborto», que se aleja de la mayoría de las disposiciones encaminadas a conservar la vida del niño; el plazo legal se amplía de las 10 a las 12 semanas, se suprime la autorización de los padres para las menores de edad, se despenaliza la incitación al aborto y se refuerzan las causas de persecución contra los que se oponen a él.
Una «buena nueva» para nuestro tiempo
Juana nace el 4 de octubre de 1922 en Magenta (Italia), siendo la décima de trece hijos (de los que cinco morirían muy pronto), en el seno de una familia en la que los padres, que pertenecen a la orden tercera de san Francisco y asisten a misa todos los días, cultivan una atmósfera serena y cristiana. Los domingos por la tarde, los niños acompañan al padre en su visita a los pobres, a las personas mayores, en estado de abandono o desamparadas. La madre, por su parte, se las ingenia para ahorrar a favor de las misiones.
El 14 de abril de 1928, Juana toma la primera comunión, y la Eucaristía se convierte desde entonces para ella en alimento cotidiano indispensable. En el colegio es una alumna de rendimiento medio, y habrá que esperar al final de sus estudios primarios para que obtenga algunos buenos resultados. Recibe la Confirmación el 9 de junio de 1930. Ya en enseñanza secundaria, sigue sin destacar en sus estudios, pero su vida cristiana es intensa y radiante: un tiempo de meditación cada mañana le da fuerza y alegría para amar durante todo el día. Su temperamento es espontáneo, perdonando con facilidad y soportando con paciencia las penas provocadas por las diferencias de carácter. Sabe apreciar las bellezas de la naturaleza y, en vacaciones, toma lecciones de dibujo y de piano. La formación espiritual y el apostolado de Juana se ven reforzados gracias a la Acción Católica femenina italiana, en la que se había inscrito desde la edad de doce años.
Una marca indeleble
En 1942, Juana pierde de repente a su madre, de 53 años de edad. Cuatro meses después fallece su padre. De entre los hijos Beretta que viven, cuatro están ya trabajando y tres están estudiando; Juana acaba de aprobar el examen final de bachillerato. Está considerando la posibilidad de hacerse religiosa misionera en Brasil. Mientras tanto, empieza sus estudios de medicina en Milán. A pesar de las dificultades que existen en la época (Italia se encuentra en guerra), se toma muy en serio sus estudios y, cuando el agotamiento hace mella en ella, se dirige a la iglesia: «Cuando estoy cansada y siento que no puedo más, me renuevo con un poco de meditación hablando con Jesús». Pero sufre a causa de sus puntos débiles: «Los dos defectos que me indica escribe a una religiosa son bien ciertos. Soy obstinada y siempre hago lo que quiero, cuando debería doblegarme... Lo intentaré. En cuanto a la caridad, para no juzgar a mi prójimo, intento desde hace algún tiempo superarme, pero hay veces en que me resulta realmente difícil». Durante las vacaciones, Juana practica el esquí y la escalada de montaña.
Los años de sus estudios universitarios son un tiempo privilegiado para el apostolado. Su temperamento activo y lleno de iniciativa le ayuda a hacer amistades entre las jóvenes, organizando excursiones, fiestas y juegos con el objetivo de alentar a sus amigas hacia el amor a Dios y al prójimo. Contarán de ella que «Escuchaba a las demás y hablaba poco, y que respondía con corrección, como si escuchara una voz interior... En verano, llevaba a sus compañeras de la Acción Católica a su casa de vacaciones para realizar retiros espirituales». Ella misma explica: «Para persuadir no basta solamente con hablar bien, sino que hay que dar ejemplo. Hay que hacer visible la verdad en la persona de uno mismo; hay que hacer amable la verdad ofreciéndose uno mismo como ejemplo atractivo, y si es posible heroico... No tengáis miedo de defender a Dios, a la Iglesia, al Papa y a los sacerdotes. No podemos permanecer indiferentes ante toda esa campaña antirreligiosa e inmoral... Hay que actuar, entrar en todos los campos de acción, en el social, en el familiar y en el político. Y trabajar, porque han confluido todas las fuerzas oscuras y amenazadoras del mal».
Rezar, incluso si todo nos distrae
En noviembre de 1949, Juana obtiene su licenciatura en medicina y cirugía. Se especializa entonces en pediatría, tanto por amor a los niños como para estar cerca de las madres, abriendo después una consulta privada en Mesero. Atiende a cada uno de sus enfermos con gran paciencia y amabilidad. Cuando sus enfermedades son consecuencia de una vida de moral desordenada, ella lo sufre mucho, aconsejándoles con convicción que cambien de conducta. A los enfermos especialmente pobres les ayuda con dinero, además de con medicamentos: «Si atiendo a un enfermo que no tiene qué comer, ¿de qué sirven los medicamentos?». Juana considera su profesión como un verdadero apostolado: «Todos trabajan al servicio del hombre. Nosotros los médicos trabajamos directamente sobre el propio hombre... El gran misterio del hombre es Jesús: «Quien visita a un enfermo me ayuda a mí», dice Jesús... De igual modo que el sacerdote puede tocar a Jesús, así también nosotros podemos tocar a Jesús en el cuerpo de nuestros enfermos... Tenemos ocasiones para hacer el bien de las que carece el sacerdote. Nuestra misión no termina cuando ya no sirven los medicamentos, sino que debemos acercar las almas a Dios, aprovechándonos de la autoridad de nuestras palabras... ¡Cuán necesarios son los médicos católicos!».
Todos los caminos del Señor son hermosos
La educación moral y religiosa de sus hijos ocupa un lugar de privilegio en el corazón de Juana. Nada más son capaces de ello, Juana les obliga a hacer cada noche un examen de conciencia adaptado, animándoles a reflexionar sobre tal o cual acto, y señalándoles por qué Jesús no está contento de ello. En lugar de reprenderles en el acto, espera a la oración de la noche para recapitular sobre lo acontecido durante el día. No quiere pegarles ni levantar demasiado la voz, pues según dice «puede que no tengan a su madre con ellos durante mucho tiempo, y no quiero que guarden un mal recuerdo». El trabajo profesional de Juana no le impide cumplir con sus deberes de esposa y de madre. No obstante, después del nacimiento de Laura, decide que abandonará el ejercicio de la medicina cuando tenga un cuarto hijo.
En agosto de 1961 se anuncia una nueva maternidad. Pero, en el segundo mes de embarazo, Juana siente que se está desarrollando, día tras día, una masa dura junto al útero, amenazando tanto la vida del niño como la suya propia: se trata de un fibroma que deberá ser extirpado. Juana es consciente de los riesgos que corre. Tres soluciones se presentan ante ella: la extirpación del fibroma y del útero con el niño (esta intervención salvará casi con toda seguridad la vida de la madre, pero el niño morirá y ella no podrá tener más hijos); la extirpación del fibroma y el aborto provocado (la madre se salvará y podrá eventualmente tener hijos más adelante), pero es una solución que va en contra de la ley de Dios; la extirpación del fibroma solamente, intentando no interrumpir el curso de la maternidad (solamente esta tercera posibilidad preserva la vida del niño, pero pone en muy grave peligro la de la madre).
En su condición de esposa bien amada, de feliz madre de tres hermosos hijos, Juana debe escoger y decidir: o bien la solución más segura para su propia vida, o bien la única solución que existe para salvar la vida del niño; «él o yo», el niño o la madre. Su decisión se decanta por favorecer la vida que siente desarrollarse en su interior, aceptando poner en riesgo su propia vida. El amor por su hijo es mayor: «¡Que no se preocupen por mí, con tal que todo vaya bien para el bebé!» dice con resolución a los que le rodean.
Olvidarse y entregarse
A pesar de ello, Juana resplandece de alegría, la alegría inenarrable de haber salvaguardado su maternidad y la vida de su hijo. Sabe muy bien lo que significa «ser madre»: olvidarse y entregarse. Ese amor de la maternidad, hasta el heroísmo del sacrificio de su vida, lo obtiene de Dios, fuente de toda paternidad y de toda maternidad (cf. Ef 3, 15). Sin perder la sonrisa de su rostro, Juana pasa los últimos meses de embarazo en plegaria y abandono a la voluntad de Dios, en medio de grandes dolores físicos y morales. El Sábado Santo 21 de abril de 1962, da a luz una niña que recibe en el bautismo el nombre de Juana Manuela. Tras el parto, el estado de la madre se agrava. Cuando el dolor resulta demasiado intenso, ella besa su crucifijo, «su gran consuelo». Tras mandar llamar a un sacerdote, recibe con fervor los últimos sacramentos y, en medio de su agonía, repite sin cesar: «¡Jesús, te amo! ¡Jesús, te amo!». El 28 de abril, hacia las ocho, Juana se apaga apaciblemente en presencia de su esposo, que ha aprobado su opción. Había estado pidiendo todos los días al Señor que le concediera la gracia de alcanzar una buena y santa muerte. Una vez en la verdadera Vida que no termina jamás, la beata, lejos de abandonar a los suyos, intercede desde entonces por ellos con un amor todavía más grande.
Homenaje a las madres...
¡Cuánto deben luchar contra las dificultades y los peligros! ¡Cuántas veces son llamadas a enfrentarse a verdaderos «lobos» decididos a quitar la vida y a dispersar el rebaño! Y esas madres heroicas no siempre reciben apoyo de su entorno. Al contrario, los modelos de sociedad, promovidos y propagados con frecuencia por los medios de comunicación, no favorecen la maternidad. Hoy en día, en nombre del progreso y de la modernidad, los valores de fidelidad, castidad y sacrificio, por los que numerosas esposas y madres cristianas se distinguen y continúan distinguiéndose, se presentan como superados. Sucede entonces que una mujer que decide ser coherente con sus principios se siente profundamente sola. Sola con su amor, al que no puede traicionar y al que debe permanecer fiel. Su principio conductor es Cristo, que nos ha revelado ese amor que nos prodiga el Padre. Una madre que cree en Cristo encuentra un enorme apoyo en ese amor que todo lo soportó. Se trata de un amor que le permite creer que lo que hace por un hijo concebido, traído al mundo, adolescente o adulto, lo hace al mismo tiempo por un hijo de Dios. Como lo escribe san Juan en la lectura de hoy, Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (1 Jn 3, 1). Somos hijos de Dios, y cuando esa realidad se manifieste plenamente seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es (cf. 1 Jn 3, 2)».
El Papa manifiesta igualmente su solicitud paternal con las mujeres que han recurrido al aborto mediante las siguientes palabras de ánimo de la Encíclica Evangelium vitae: «La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la reconciliación.... Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida... seréis artífices de un nuevo modo de mirar la vida del hombre» (Evangelium vitæ, 99).
«Recemos juntos a fin de tener la valentía de defender al niño que va a nacer y de darle la posibilidad de amar y de ser amado decía la madre Teresa de Calcuta . Y creo que de ese modo, con la gracia de Dios, podremos conseguir que haya paz en el mundo».
Que en este año nuevo, la Santísima Virgen y san José nos concedan la paz que el Hijo de Dios vino a dar al mundo mediante su Encarnación.