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20 de diciembre de 2002 Santo Domingo de Silos |
En el camino de regreso, Bernadette no para de repetir, por miedo a olvidarlas, aquellas palabras incomprensibles para ella: «Que soy era Immaculada Councepciou». Se dirige rápidamente a casa del párroco y le dice sin darle siquiera los buenos días: «Que soy era Immaculada Councepciou. ¿Qué has dicho, pequeña orgullosa? Son las palabras que me ha dicho la Señora... ¡Tu Señora no puede llamarse así! ¡Te equivocas! ¿Sabes lo que quiere decir, la Inmaculada Concepción? No lo sé; por eso he repetido todo el rato esas palabras hasta aquí, para que no se me olvidaran».
¿Cómo va a saber ella lo que significa la «Inmaculada Concepción», si todavía no sabe leer y acaba de apuntarse al catecismo? Pero el sacerdote lo sabe perfectamente, ya que, apenas cuatro años antes, el Papa Pío IX había proclamado a la Virgen Inmaculada en su Concepción. En la Bula Ineffabilis del 8 de diciembre de 1854, nos dice: «Definimos como doctrina revelada por Dios, y que por ende debe ser creída firmemente y constantemente por todos los fieles, que la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano». Así pues, más de dieciocho siglos después de Jesucristo, el Papa definió mediante ese acto solemne un nuevo dogma. Hay quienes se preguntan: ¿cómo es eso posible? ¿Posee la Iglesia ese poder? ¿No terminó acaso la revelación con Jesucristo?
Efectivamente, en la Carta a los Hebreos podemos leer lo siguiente: Habiendo hablado Dios muchas veces y de muchas maneras a los padres en otro tiempo por los profetas, últimamente, en estos días, nos ha hablado por el Hijo (Hb 1, 1-2). San Juan de la Cruz comenta en estos términos este pasaje: «En cuanto nos dio a su Hijo, que es su Palabra, Dios no tiene otra palabra que darnos. Nos lo ha dicho todo a la vez y de una sola vez en esa única Palabra... pues lo que decía por partes a los profetas lo ha dicho por completo en su Hijo, dándonos ese todo que es su Hijo». El Concilio Vaticano II nos recuerda igualmente: «La economía cristiana, por tanto, como alianza nueva y definitiva nunca cesará y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la manifestación gloriosa de nuestro Señor Jesucristo» (Dei Verbum, 4).
Crecer en la inteligencia de la fe
En las Sagradas Escrituras, ese dogma se basa en el saludo del ángel Gabriel a la Virgen María: Dios te salve, llena de gracia (Lc 1, 27); pero esa plenitud de gracia sólo es verdaderamente completa si se aplica, en el tiempo, al primer instante de la vida de la Virgen: el de su concepción. Sin embargo, aunque ese pasaje del Evangelio nos ofrezca una indicación preciosa, no es suficiente en sí mismo para demostrar la verdad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; para que la luz que contiene sea captada plenamente hay que recurrir al testimonio de la Tradición. Porque la Iglesia «no deriva solamente de la Sagrada Escritura su certeza acerca de todas las verdades reveladas. Por eso se han de recibir y venerar ambas (la Sagrada Escritura y la Tradición) con un mismo espíritu de piedad» (Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 9).
La creencia en la concepción inmaculada de María se remonta a los primeros siglos de la historia de la Iglesia. Los padres de la Iglesia que hablaron de ello son unánimes a la hora de reconocer que la Madre de Jesucristo es la esposa toda hermosa y sin tacha de la que se habla en el Cantar de los Cantares (4, 7). San Efrén ( 373) escribió que la Virgen es «llena de gracia..., toda pura, toda inmaculada, toda sin falta..., completamente ajena a toda mácula y a todo estigma de pecado» (Oratio ad Deiparam). La fiesta litúrgica de la Concepción de María (8 de diciembre) existe al menos desde el siglo vii en la Iglesia griega. Bien es verdad que, durante la Edad Media, eminentes teólogos formularon objeciones contra la creencia en la Inmaculada Concepción, que les parecía que atentaba contra la universalidad de la Redención de Cristo. El beato Duns Scot (1266-1308), y después de él los teólogos de la escuela franciscana, alegaron que María quedó libre de toda mácula de pecado original, en previsión de los méritos futuros de Jesucristo, Salvador del género humano. Así pues, la Virgen quedó redimida mediante la sangre de Jesucristo, pero de una manera del todo sublime, cual es la de la preservación del pecado.
San Maximiliano Kolbe, muerto como mártir de la caridad en Auschwitz en 1941, figura entre los franciscanos que mejor hablaron de la Inmaculada Concepción. San Francisco Antonio Fasani, canonizado por el Papa Juan Pablo II el 13 de abril de 1986, es menos conocido, pero mucho antes de la proclamación del dogma, ese religioso tuvo el mérito de dar a conocer y amar a la Inmaculada.
El «pecador de la Inmaculada»
Entre 1696 y 1709, fray Francisco Antonio sigue estudios de teología, que termina en Asís con la obtención del grado de maestro, por lo que le llaman «il Padre Maestro». Su afecto y veneración hacia la Inmaculada no dejan de crecer y, en su humildad, él mismo se define muy a menudo como «el pecador de la Inmaculada», es decir, un pobre pecador redimido por la intercesión de María Inmaculada.
En la cuaresma de 1707, el padre Fasani es enviado de improviso a predicar a Palazzo, cerca de Asís. Su juventud, la seguridad de sus conocimientos teológicos, la calidez de su voz, el ascetismo de su rostro, donde trasluce una profunda vida interior, así como la convicción que le anima, generan en el pueblo entusiasmo y edificación. Uno de aquellos testigos refiere lo que sigue: «Predicaba con un fervor tierno, de tal suerte que conseguía imprimir en el alma de sus oyentes las verdades que anunciaba... Hablaba de la Santa Madre de Dios con tal arrebato de devoción, con tanta ternura y con una expresión en el rostro tan afectuosa, que parecía que hubiera mantenido una conversación cara a cara con ella».
El peor de los males
Y a quien se sirve de la bondad de Dios para permanecer en el pecado y tranquilizarse sobre su destino eterno, san Pablo le responde: ¿Desprecias, tal vez, sus riquezas de bondad, de paciencia y de longanimidad, sin reconocer que esa bondad de Dios te fuerza a la conversión? Por la dureza y la impenitencia de tu corazón vas atesorando contra ti cólera para el día de la cólera y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual dará a cada cual según sus obras: a los que, por la perseverancia en el bien busquen gloria, honor e inmortalidad: vida eterna; mas a los rebeldes, indóciles a la verdad y dóciles a la injusticia: cólera e indignación (Rm 2, 4-8).
Desde el púlpito, san Francisco Antonio se enardece contra los vicios y los escándalos públicos, de ahí que sobre él lluevan reacciones de cólera e injurias, tratándolo de histérico y de palurdo; pero al final, sin embargo, acuden a él para confesarse. Permanece todos los días muchas horas en el confesionario, acogiendo a toda suerte de personas con la mayor de las paciencias y con alegría en el rostro. Sus palabras incitan al arrepentimiento y al propósito de la enmienda. Dicho ministerio acaba por absorber lo mejor de su tiempo, pero su gozo es enorme cuando consigue encaminar a la conversión a personas de costumbres disolutas o escandalosas, o a pecadores inveterados.
María, refugio de los pecadores
En la Inmaculada Concepción, san Francisco Antonio ve en primer lugar la realidad positiva, la sublimidad de la gracia que eleva desde el principio a la persona de María, perfectamente santificada para preparar su misión de Madre de Dios. El santo destaca además, a modo de contraste con la grandeza del don divino, la humildad de la Virgen como criatura; su sublimidad le viene en exclusiva de Dios, pues no es una conquista de la naturaleza humana. El padre Fasani subraya también que, después de ese resplandeciente comienzo, la vida de Nuestra Señora quedó señalada por una creciente y constante espiritualidad en medio de una libre correspondencia hacia las gracias de Dios.
Con motivo de sus predicaciones, el santo distribuye con generosidad, sobre todo a los niños, pequeñas estampas de la Virgen Inmaculada, en cuyo dorso se halla escrita una recomendación piadosa, una breve oración o un noble pensamiento. Los frutos espirituales de esa sencilla práctica son numerosos, y la Virgen se digna incluso llevar a cabo curaciones milagrosas al contacto de esas imágenes.
Modelo del alma en oración
La elección del tiempo y de la duración de la oración responde a una voluntad determinada que revela los secretos del corazón. No se hace oración cuando se tiene tiempo, sino que hay que tomarse el tiempo necesario para estar con el Señor, determinados a permanecer en su presencia cualesquiera que sean las tribulaciones y la aridez del encuentro. La oración puede convertirse en «contemplación», es decir, mirada de fe puesta en Jesús. «Le miro y Él me mira», decía a su santo párroco un campesino de Ars cuando rezaba ante el sagrario. La luz de la mirada de Jesús alumbra los ojos de nuestro corazón, al cual purifica, y nos enseña a verlo todo con la luz de su verdad y de su compasión hacia todos los hombres. La contemplación fija también su mirada en los misterios de la vida de Cristo, aprendiendo de ese modo a conocer al Señor con un conocimiento íntimo, para amarle y seguirle más (cf. san Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, 104).
Defensor de los pobres
Sabe gestionar con sabiduría el «banco de crédito» que tiene sede en el convento y cuyo objetivo es proteger a los pobres contra las especulaciones de los usureros. Gracias a ese organismo puede disponer todos los días de una mesa con comida para los necesitados. A ella acude cada día una humilde mujer del pueblo, Isabel, la propia madre del padre Fasani. En aquella región arruinada por las guerras, donde los grandes propietarios agobian a los campesinos con enormes impuestos, el franciscano recuerda a los ricos el deber que tienen de compartir los bienes de este mundo y de pagar un justo salario a sus obreros.
Hoy como ayer, la práctica de la justicia social es una obligación formal para todos los cristianos, especialmente para los más afortunados. «San Juan Crisóstomo lo recordaba vigorosamente a sus contemporáneos: «No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida. Lo que poseemos no son bienes nuestros, sino los suyos». Es preciso «satisfacer ante todo las exigencias de la justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia». «Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia» (San Gregorio Magno) (CEC, 2446)».
Este deber de justicia es especialmente importante en una época como la nuestra, marcada por «el escándalo de las sociedades opulentas de hoy, en las cuales los ricos son cada vez más ricos, porque la riqueza produce riqueza, y los pobres son cada vez más pobres, porque la pobreza tiende a crear otras pobrezas. Ese escándalo no existe solamente en el interior de las diferentes naciones, sino que tiene dimensiones que sobrepasan ampliamente sus fronteras... En realidad, lo que debe crecer en el mundo es el espíritu de solidaridad, para vencer el egoísmo de las personas y de las naciones» (Juan Pablo II, 4 de noviembre de 2000).
La humildad que hace milagros
El 29 de noviembre de 1742, en el principio de la novena preparatoria de la festividad de la Inmaculada Concepción, el padre Francisco Antonio Fasani muere de agotamiento. El 16 de abril de 1986, al canonizarlo, el Papa Juan Pablo II resaltaba lo siguiente: «Predicador incansable, san Fasani nunca atenuó las exigencias del mensaje evangélico para complacer a los hombres». Que nos ayude desde lo alto del Cielo a recurrir sin desmayo a aquella que, exenta por siempre de toda mácula, puede librarnos de todo el mal que existe en nosotros.
«¡Oh, María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que acudimos a Vos».