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11 de julio de 2001 San Benito |
Nacido en París el 25 de julio de 1863, Adolfo Retté no conoce en su infancia la alegría del hogar familiar. Su padre vive en Rusia, y es preceptor de los hijos de un gran duque. Su madre es músico de profesión y, absorta por su arte, solamente se ocupa de su hijo por capricho, para experimentar en él métodos educativos contradictorios. El niño recibe el bautismo a instancias de su abuela, piadosa católica practicante. Su abuelo, rector de la Universidad de Lieja, un implacable anticlerical, se opone a cualquier tipo de enseñanza religiosa.
Adolfo es un muchacho soñador e impresionable, ávido de lecturas y amigo ya de la soledad. A la edad de catorce años continúa sus estudios como interno. Su padre le exige que siga las prácticas del culto protestante, pero el joven sólo adquiere una vaga creencia en Dios y repulsión hacia el cristianismo. A los dieciocho años se enrola por cinco años en el ejército. La vida militar le enseña a refrenar su impetuosa naturaleza, pero él se deja llevar por el desenfreno. Cuando uno de sus amigos propone «Vayamos de fiesta», él exclama: «Vayamos no, ¡corramos!». Liberado del servicio militar, comienza una carrera literaria. Siente entusiasmo por la naturaleza, sobre todo por el bosque, y se orienta en primer lugar hacia el panteísmo (sistema que identifica a Dios con el mundo).
Una economía dilapidada
«Me habría arrepentido de por vida»
Comienza entonces para Adolfo un período de fluctuación, en busca de una convicción que pueda calmar la inquietud de su corazón. Ya en su juventud había sido seducido por la anarquía: «Echémoslo todo por la borda: Dios, la familia, la propiedad, las leyes y las tradiciones. Entonces los hombres se abrazarán unos a otros y, al compartir según las necesidades de cada uno todos los bienes de la tierra, vivirán en una fiesta perpetua, completamente libres y solidarios». Pero, tras una reflexión más amplia, llegará a escribir: «Quien carece de fe puede sentirse atraído, durante cierto tiempo, por los aspectos generosos y las ilusiones poéticas de la doctrina anarquista... Pero enseguida se da uno cuenta de que la
sociedad, tal como la anhelan esos anarquistas, solamente podría subsistir si todas las facultades humanas guardaran un constante equilibrio entre ellas». En definitiva, la experiencia le enseña que resulta difícil resistirse a la esclavitud de la ira, de la lujuria y del orgullo.
Durante algún tiempo se aproxima a las ideas del político Clémenceau y a los radicales, con quienes comparte la pasión antirreligiosa. Es la época de su vida en que más blasfema, experimentando un extraño placer al ridiculizar la vida de Jesús, al que denomina siempre como el «Galileo». Paradójicamente, en el fondo de su ser se indigna de la persecución contra las congregaciones religiosas, de las expulsiones, de las vejaciones de todo tipo que se infligen a la Iglesia. Pero es tan grande su repulsión por el cristianismo que no quiere proclamar sus verdaderos sentimientos. Finalmente, desengañado, se retira en su soledad, y su estimado bosque de Fontainebleau consigue apaciguarlo un poco. En su casa se muestra sombrío, taciturno y desasosegado; la mujer con la que vive le exaspera con sus mentiras, proferidas por el mero placer de mentir, y con sus incesantes disputas. Cuando, en algunos momentos, mira hacia el interior de su alma, la encuentra tan sucia como una cloaca, y siente la necesidad de un noble ideal. Entonces dirige su mirada hacia Kant, pero la moral de ese filósofo le decepciona. Se encamina también hacia el budismo, pero la perspectiva de un Nirvana en que la personalidad queda aniquilada, así como la ascesis que tendría que practicar para conseguirlo le mueven enseguida a cerrar esos libros.
«Si Dios existiera, ¡qué suerte la mía!»
Al día siguiente, durante un paseo, pasa revista a todos los errores en los que había creído. Éstos se desploman unos detrás de otros, y exclama: «¿Qué me queda ahora?». Una voz interior le responde: «Dios». Se apoya en el tronco de un roble y prosigue su reflexión: «¿Por qué estamos en el mundo? Cien religiones han intentado resolver ese enigma, cambiando según las circunstancias y, sobre todo, según los caprichos del espíritu humano. La Iglesia Católica, sin embargo, permanece inmutable entre esa perpetua versatilidad, y dura ya diecinueve siglos... Así pues, si la Iglesia nunca ha cambiado, su unidad y su constancia deben obedecer a una causa más que humana, puesto que la humanidad, abandonada a sí misma, no es sino cambio. Por añadidura, los preceptos de su moral son saludables, y es verdad que si los aplicáramos seríamos mucho mejores. Seguramente la Iglesia debe detentar la verdad consoladora y salvífica... ¡por lo tanto Dios existe!». Cayendo entonces de rodillas, por primera vez desde que tenía quince años, Adolfo suplica: «¡Dios mío, puesto que existes acude en mi auxilio».
Debería en ese momento buscar un sacerdote, aunque esa posibilidad le espanta. Pero he aquí que un anciano sacerdote pasa en aquel momento por el sendero, no lejos de él, rezando el breviario. Retté le oye decir esta frase, que el evangelista San Juan aplica a Jesucristo: Y el Verbo se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros (1, 14). «Por favor, señor. ¿Qué desea? Rece por mí, se lo suplico. Sí, rezaré por usted, y voy a hacerlo enseguida». Adolfo le deja marchar sin añadir nada, repitiendo sin cesar en su interior: Y el Verbo se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros. La Santísima Trinidad había impreso en su alma el misterio adorable de la encarnación. «Empecé a rezar a Dios escribe en cualquier circunstancia en que me encontrara afligido, tanto por padecimientos morales como por dificultades materiales. Puedo asegurarlo: nunca sucedió que no fuera escuchado; no siempre ocurría del modo que yo esperaba, pero era siempre en mayor beneficio mío».
«El libre albedrío existe...»
proceda la voz del espíritu bueno o del malo... Ninguna teoría de naturaleza humana es suficiente para explicar ese fenómeno... ¡Ah! Es el momento en que nos damos cuenta de que el libre albedrío existe. Porque el alma que es presa de ese conflicto es completamente dueña de someterse al uno o al otro de los beligerantes».
Las sugerencias que proceden del demonio producen en el alma tinieblas, turbación, diversas agitaciones y tentaciones que la mueven a la desconfianza, la dejan sin esperanza y sin amor, triste, tibia, perezosa y como separada de su Creador y Señor (cf. Ejercicios Espirituales de San Ignacio, 317). El demonio sugiere lo siguiente a Adolfo: «Si Dios permite que estés aislado en la desolación es para mostrarte que no debes esperar nada de Él... Pecadores de tu misma estofa no pueden redimirse... Recupera tus costumbres... Ya que Dios te rechaza, ya que tu existencia se ha convertido en un tormento continuo, lo mejor que puedes hacer es escaparte con la muerte. Así que actúa como un hombre; admite que todo ha terminado para ti y salta al vacío...». Al contrario, su ángel bueno le consuela, le da ánimos y fuerzas, enviándole buenas inspiraciones (cf. Ibíd., 315): «La misericordia de Dios es infinita para quien se arrepiente. Espera y reza... acepta con constancia esta prueba, pues resulta necesaria... Acércate, humíllate y no temas nada, porque serás escuchado». Y con esta benéfica influencia, Retté siente cómo recupera la confianza: «En aquellos momentos, una gran paz entraba en mi interior; pensaba en Dios de una manera muy dulce y me ponía a rezar».
«No puedo, tengo miedo...»
Por aquella época, Adolfo se separa de su compañera, pero enseguida es atacado violentamente por el demonio, quien, para llevarlo a la desesperación, le recuerda tantos libros y artículos en los que había sembrado la blasfemia a manos llenas. Una noche, agotado por los asaltos del espíritu malo, Adolfo se acuesta, pero no puede conciliar el sueño. Un nuevo y encarnizado combate contra el demonio le deja empapado de sudor. «De repente escribirá, oí, sí, oí lo juro por mi salvación eterna, oí la voz celestial que tan bien conozco que me gritaba: «¡Dios! ¡Dios está ahí!». Fulminado por la gracia, caí de rodillas y, en ese mismo instante, me pareció ver en mi interior la imagen de Nuestro Señor Jesucristo crucificado que me sonreía con una expresión de misericordia inenarrable. Una gran paz penetró en mi alma... Me quedé quieto, radiante, estupefacto, pletórico de agradecimiento, sin dejar de repetir: «¡Gracias, Dios mío, me has salvado!»». Al alba del día siguiente, Adolfo regresa junto a la estatua de la Virgen para darle las gracias.
Una sonrisa reconfortante
El sacerdote le entrega un catecismo, pidiéndole que se aprenda en primer lugar los actos de fe, de esperanza y de caridad, el «Padre Nuestro», el «Ave María» y el «Credo», y luego añade: «¿Sabe usted hacer la señal de la Cruz? Pues no. Se la voy a enseñar...». Una vez terminada la entrevista, el cura despide al penitente: «Puede ir en paz, hijo mío. Confianza y oración, eso es todo». Adolfo se queda pensativo y feliz de haber tomado esa acertada decisión: «¿Quién me habría dicho pensé que iba a ser tan fácil? Después me sentí fascinado por la bondad de la Providencia, que me ha conducido, como llevado de la mano, hasta el sacerdote que yo necesitaba. Ahora concluí metiéndome en la cama sólo tengo que dejarme llevar... ¡Uf!, ¡qué liberación!... ¡Oh, Madre de Dios!, en tus manos me entrego por entero... Entonces, después de trazar sobre mi cuerpo la señal de la cruz, me dormí en un sueño apacible, como no lo había tenido desde hacía muchos días».
Una cosecha que alcanza la plenitud
El día previsto para la confesión, Adolfo se presenta al cura que le había instruido. «A medida que confesaba mis pecados escribe me parecía que Dios estaba allí en persona. Era como si, con mano cariñosa e imperiosa a la vez, cosechara los pecados de mi alma y los desparramara en forma de polvo ante sus adorables pies. Al mismo tiempo sentía cómo mi pobre alma, doblegada por completo por el lastre del mal, se enderezaba poco a poco y recuperaba por fin su rectitud, alcanzando a continuación la plenitud entre oleadas de amor y de agradecimiento. Cuando terminé, cuando el cura pronunció sobre mi cabeza la sublime fórmula de la absolución, me levanté. Me tendió los brazos y yo me abalancé sobre él en un mar de lágrimas. En verdad que estábamos muy emocionados, tanto él como yo... Después hablamos unos minutos y, finalmente, me marché... Ya en la calle, empecé a caminar lleno de alegría. Me decía a mí mismo: «Estoy perdonado, ¡qué felicidad!». Era como si hubiera rejuvenecido diez años... A la mañana siguiente me preparé para la comunión... Experimenté un gozo apacible y me quedé admirado al comprobar hasta qué punto se habían allanado todos los obstáculos... A medida que se acercaba el momento de la comunión, me sentía elevado por impulsos de adoración... Ni los más refinados placeres de los sentidos, ni siquiera las ebriedades cerebrales que proporcionan el arte y la poesía pueden compararse a ese éxtasis, en el que el alma, que se une a Dios, se derrite por entero. Durante el transcurso de mi acción de gracias, saboreaba plenamente la radiante paz que reinaba en mí». Es el año 1906, y Adolfo tiene 43 años.
Mostrar a Dios
Poco tiempo después de su primera comunión, Adolfo se retira en su soledad, compaginando su tiempo entre la oración y la redacción de su libro Del diablo a Dios, punto de partida de una nueva actividad que él define del siguiente modo: «Mostrar a Dios a mis contemporáneos». Desde 1907 hasta 1930, año de su muerte, llega a escribir una veintena de libros en los cuales invita a sus lectores a vivir bajo la mirada de Dios, en generosa unión con Cristo en su Pasión. Él mismo escribe que recibe su fuerza de Jesús en la comunión: «¡Santa Eucaristía, cuán dignos de compasión son los ignorantes y los extraviados que desconocen tus virtudes! Reconozco que eres para mí la fuente de todo bien, manantial de esperanza y de energía de donde, en los días de tristeza y de desánimo, el alma extrae el consuelo y la alegría». Para expresar su amor por la Virgen y su afecto por la Iglesia, sabe encontrar palabras sencillas que conmueven los corazones. Sus obras le traen una abundante correspondencia. Bajo su influencia, incluso su propia madre, que vivía en la indiferencia, recupera la práctica religiosa, y varios médicos, profesores de la enseñanza pública así como numerosas personas reemprenden el camino del Cielo. Consigue con ello que los cristianos tibios se conviertan en devotos, suscitando vocaciones. Más allá de un proceso personal de purificación, su conversión adquiere un carácter apostólico, pues es verdad que nuestra propia salvación se alcanza trabajando también por la de los demás.
Sin embargo, después de una vida tan atormentada, para ser fiel al Evangelio se hace necesario un constante esfuerzo de mortificación. Adolfo sigue siendo débil y experimenta muchos sufrimientos. En 1924 escribe: «A mis sesenta y un años soy un hombre desgastado que, al haber sufrido mucho y trabajado enormemente, comienza a desfallecer. Además, estoy pagando equitativamente los excesos de mi escandalosa juventud». Habría deseado retirarse a un monasterio para terminar allí sus días, pero no era esa la voluntad de Dios.
Muere en Beaune el 8 de diciembre de 1930, en la festividad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María. Su lápida funeraria lleva la siguiente inscripción: In te Domine speravi... En ti, Señor, deposité mi esperanza... Y aquella esperanza no se vio defraudada. Le pedimos a San José que una esperanza como ésa nos dé fuerzas, en medio del tempestuoso oleaje de esta vida, y nos conduzca hasta el puerto de la bienaventurada eternidad.