8 de Septiembre de 2011
Venerable Benedetta Bianchi Porro
Muy estimados Amigos:
Un día del verano de 1955, en la facultad de medicina de Milán, una estudiante se presenta al difícil examen final del segundo año. De improviso, el profesor la llama para la prueba oral; al principio no reacciona, luego se ruboriza y explica con timidez: «Profesor, estoy en tratamiento de una enfermedad nerviosa, no oigo nada« Espero curarme« Le ruego que tenga paciencia« ¿Puede plantearme las preguntas por escrito?». Los estudiantes presentes en la sala se echan a reír. Creyendo que se trata de una broma pesada, el profesor grita: «»¡Paciencia, paciencia! ¿Qué les parece? ¿Dónde se ha visto un médico sordo?». Luego, tira contra la pared la cartilla universitaria de la desconcertada y humillada joven, que murmura: «Le pido perdón; no pretendía ofenderle». Pero el profesor permanece inflexible. Al verse suspendida, la estudiante abandona el aula y dice a una amiga, que lo ha visto todo y que llora: «No pasa nada; escucha, no digas nada a mamá de momento; ya se lo diré mañana»; y será ella misma la que intente excusar al profesor ante su madre. Aquella estudiante nunca consiguió el título de medicina, pero, desde el Cielo, enseña hoy en día a innumerables «pacientes» el arte de saber sufrir.
Benedetta (Benita) Bianchi Porro nace el 8 de agosto de 1936 en Dovadola, población de la provincia de Forlì, en Romaña (norte de Italia). Su madre tiene una fe profunda que se esforzará en transmitir a sus seis hijos. A los pocos meses de vida, Benedetta contrae poliomielitis; aunque se consigue detener a tiempo la enfermedad, su pierna derecha se le quedará más corta que la otra. Un día, durante un juego en el recreo, un muchacho al que la pequeña había contrariado le grita: «¡Vaya con la coja!». Su hermano Gabriel se lo toma a mal, por lo que se produce un intercambio de puñetazos entre los muchachos. Las madres acuden para separarlos, pero Benedetta no se ofusca: «Me ha llamado «coja», pero ¿qué hay de malo en ello?, es la verdad». Esa frase reconcilia a los dos muchachos, que retoman el juego.
Los grandes deseos de una adolescente
En 1942, la familia Bianchi se instala en Sirmione, a orillas del lago de Garda. A partir de 1946, Benedetta confía sus pensamientos a un diario íntimo, en el que la niña anota a menudo sus defectos: «Mamá me ha dicho que soy insoportable« Soy maleducada y mala». En 1949, debe ponerse un corsé ortopédico para no quedarse jorobada. Ese mismo día escribe: «He llorado; ¡el corsé me aprieta tan fuerte bajo los brazos«! Antes, era despreocupada y pensaba que era como los demás. Ahora, ¡qué abismo nos separa! Pero, en la vida, quiero ser como los demás, puede que un poco más. Me gustaría llegar a ser alguien». En clase, la joven consigue resultados brillantes. En 1953, apunta lo siguiente: «Hoy es Pascua; ¡cuánto me gustaría resucitar de mis pecados y vivir sólo de Dios!« hoy, con Gabriel, hemos filosofado un poco sobre Dios y la inmortalidad del alma. ¡Qué tontos son los hombres cuando tienen vergüenza de hablar de esas cosas importantes!».
En una homilía del 15 de abril de 2010 a los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica, el Papa Benedicto XVI resaltaba: «Nosotros hoy, con frecuencia, tenemos un poco de miedo a hablar de la vida eterna. Hablamos de las cosas que son útiles para el mundo, mostramos que el cristianismo ayuda también a mejorar el mundo, pero no nos atrevemos a decir que su meta es la vida eterna y que de esa meta vienen luego los criterios de la vida« Debemos reconocer de nuevo que sólo en la gran perspectiva de la vida eterna el cristianismo revela todo su sentido« La vida eterna existe, es la verdadera vida, y de esta verdadera vida viene la luz que ilumina también a este mundo».
El 15 de febrero de 1953, preguntada oralmente en clase de latín, Benedetta no consigue oír las preguntas del profesor. Los problemas de audición se reproducen. En su diario comenta: «¿Qué parezco en esos momentos? Pero, ¿qué importa? Quizás algún día no entenderé nada de lo que dicen los demás, pero siempre oiré la voz de mi alma, y esa es la verdadera guía que debo seguir». En octubre, a fuerza de trabajo, obtiene la «madurez clásica» (el bachillerato) con una nota sobresaliente. Luego se matricula en la facultad de medicina de Milán; su meta es «Vivir, luchar y sacrificarme por todos los hombres».
Sin embargo, amenazada de sordera, Benedetta pasa un período de desánimo; siente el vértigo de la nada. A su amiga más íntima le escribe: «Sabes, Anna, me da la impresión de encontrarme en un pantano sin fin y monótono, donde me hundo lentamente, lentamente, sin dolor ni pesares, inconsciente e indiferente hacia lo que ocurrirá, incluso cuando desaparezca el último trazo de cielo y cuando el barro se cierre sobre mí »«Muy a menudo, me veo llena de dudas y me hundo en el más profundo de los escepticismos». El mayor peligro que amenazaba a la joven no era la enfermedad, sino la tentación insidiosa de perderse en el nihilismo y en la desesperación. No obstante, es precisamente en ese momento cuando empieza a percatarse de la riqueza de la vida interior, un mundo mucho más vasto que el de los sentidos. Y se le escapa un grito que anuncia la orientación futura de su vida: «¡Cómo me gustaría vivir solamente de Dios!». Pero su encuentro personal con Jesucristo no tendrá lugar hasta más tarde.
Luchando con estoica obstinación contra su discapacidad, Benedetta prosigue con éxito sus estudios. Ha aprendido a leer los labios y, en los exámenes orales, responde a las preguntas rápidamente, sin dejar que se adivine su sordera. En noviembre de 1955, le conceden repetir el examen oral del verano precedente, y en esa ocasión las preguntas se le entregan por escrito, obteniendo una nota excelente; pero esa misma tarde, sufre una migraña y, bruscamente, su campo de visión queda reducido. Enseguida tiene un presentimiento: «¡No, Dios mío! ¡Los ojos no!». Una tarde de 1956, la estudiante enseña a una amiga un tratado de medicina: «Esta es mi enfermedad», y le muestra una fotografía de un enfermo aquejado de «neurofibromatosis difusa», denominada igualmente «enfermedad de Recklinghau-sen». Se trata de una patología rarísima, aunque inexorable, que destruye progresivamente los centros nerviosos formando pequeños tumores; el nervio acústico es el primero en dañarse, y después el nervio óptico y los demás sentidos; al final se produce una parálisis progresiva. Tras examinarla, los médicos admiten, consternados, que el diagnóstico de Benedetta es correcto. Comienza entonces una larga serie de estancias en el hospital y de intervenciones quirúrgicas destinadas a frenar ese terrible proceso.
«Una dócil oveja entre sus manos»
El 27 de junio de 1957, Benedetta es operada de la cabeza. Mirando a la muerte de frente, confía lo siguiente a su madre: «Qué contenta estoy, mamá, de ir pura hacia el Señor, sin un pecado mortal». Estas palabras de san Francisco que tanto amaba le vienen a la memoria: «Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar. Ay de aquellos que mueran en pecado mortal. Bienaventurados los que encontrará en tu santísima voluntad, porque la muerte segunda no les hará mal» (San Francisco de Asís, Cántico de las criaturas). Mientras le rapan la cabellera, se siente humillada, pero recurre a la oración: «Mientras me rapaban, me sentía como un cordero al que trasquilan. He pedido al Señor que me convierta en una dócil oveja entre sus manos». Nada más salir de la anestesia, se toca la cara: «Me han cortado el nervio facial»; ahora, tiene paralizada la mitad izquierda de la cara. El cirujano no sabe cómo pedirle perdón por ese fallo profesional, pero ella le dice simplemente: «Ha hecho usted lo que ha podido; déme la mano y vaya en paz. Es algo que puede pasar; no es usted el Padre eterno».
Sin embargo, la enorme fuerza moral de la que da pruebas ya no le basta para soportar su situación; a su mejor amiga, María Grazia, le escribe un día desde su apartamento milanés situado en un séptimo piso: «Hay momentos en que me entran ganas de tirarme por la ventana». No obstante, no se deja vencer por la enfermedad; a costa de un trabajo persistente, en junio de 1959 termina con éxito su quinto año de medicina; ¡sólo le falta un año para obtener el título! Pero, muy pronto, una operación cuyo objetivo era detener la parálisis progresiva de los miembros inferiores se salda con un fracaso: ya no puede caminar. En 1960, se ve obligada a renunciar por completo a sus estudios; es una dura prueba para esa joven tan dotada y ávida de acción. Sin embargo, mientras sus allegados asisten, impotentes, a su progresiva destrucción física, son también testigos estupefactos de su progreso espiritual. A pesar de su reclusión en la habitación, no manifiesta ni tristeza ni desánimo: «Llevo la vida de todos los días, pero ¡cuán colmada me parece! La vida en sí misma me parece un milagro, y quisiera dirigir un himno de alabanza a quien me la ha dado». Y a su madre que le regala un pajarillo en una jaula diciéndole que es como ella, le responde: «No, mamá, nunca he sido tan libre como desde que estoy aquí inmovilizada». Podrá decirle a María Grazia, con la sinceridad que la caracteriza: «En lo que respecta al alma, estoy perfectamente serena, e incluso mucho más: estoy feliz; no creas que exagero». Al mismo tiempo, se vuelve humilde, dándose cuenta de que es muy imperfecta, «pecadora» a los ojos de Dios; y tiene miedo de perder ese gozo interior del que no se siente digna.
Pero, no todo es fácil. Después de la paz llegan tiempos de angustia interior. En 1960, Benedetta escribe a una nueva amiga, Nicoletta, ya experimentada en la vida espiritual: «En este momento paso un período de gran aridez. Me siento sola, cansada, un poco humillada, con poca paciencia« Lo más doloroso es que no estoy en paz. Reza por mí, reza por mí« ¿Por qué me sucede eso? ¿Por qué lo permite Dios?». Su amiga le responde: «No te esfuerces en sentir que crees, ni en comprender hasta qué punto es justo que sufras tanto. No te trastornes si te parece que te rebelas, ya que, a los ojos de Dios, eso carece de importancia; Él conoce la verdad« Ante ese inmenso misterio, sólo quiere nuestro «sí»; poco importa que lo digamos mal». Benedetta escucha, dice su «sí» y, poco a poco, experimenta la presencia de Jesucristo vivo en ella; podrá escribir a Nicoletta: «Bendita seas por la alegría que me has procurado, una alegría demasiado grande para mí, indigna; me ha invadido la alegría, como si todos los océanos se hubieran vertido en una cáscara de nuez».
A partir de ese momento, Benedetta recibe el sufrimiento más como la marca de una predilección divina que como una carga que hay que sobrellevar heroicamente. Jesús la llama a compartir su cruz con la finalidad de identificarla con Él; ella se abandona y encuentra la fuerza en el Evangelio que lee cada mañana, en san Pablo y en los Salmos.
En su Encíclica sobre la esperanza, Benedicto XVI confirma la conveniencia de esa actitud: «Para que la oración produzca esta fuerza purificadora debe ser, por una parte, muy personal, una confrontación de mi yo con Dios, con el Dios vivo. Pero, por otra, ha de estar guiada e iluminada una y otra vez por las grandes oraciones de la Iglesia y de los santos, por la oración litúrgica, en la cual el Señor nos enseña constantemente a rezar correctamente» (Encíclica Spe salvi, 30 de noviembre de 2007, n. 34).
«¡Háblale a la Virgen!»
En mayo de 1962, Benedetta parte hacia Lourdes en un tren medicalizado. En el hospital, en la cama contigua a la suya, se encuentra una joven de veintidós años, María, paralítica como ella. En una situación material y moral humanamente desesperada, María viene a Lourdes a pedir un milagro a la Inmaculada Concepción; reza sin parar, pero no ocurre nada. El día antes del regreso, las dos inválidas se encuentran juntas, ante la cueva. María solloza. Benedetta le toma entonces la mano y la aprieta en las suyas como queriendo rezar por ella: «María, la Virgen está ahí y te mira. ¡Háblale a la Virgen!». De repente, María se levanta de la camilla. Poco a poco da unos pasos, aún incrédula. Luego, loca de alegría, avanza entre las sillas de ruedas, llorando de emoción y de agradecimiento. Benedetta, feliz de ese milagro, experimenta sin embargo un momento de melancolía al pensar que la beneficiada ha sido otra. Después, se tranquiliza y se abandona en manos de María. Un año más tarde, regresará a Lourdes, desde donde escribirá: «Siento la dulzura de la resignación. Para mí, ese es el milagro de Lourdes este año« La Virgen me ha devuelto todo lo que había perdido. Me ha restituido todo lo que se me había quitado, porque poseo la riqueza del Espíritu Santo». El 20 de agosto de 1963, una enfermera la encontrará en éxtasis; Benedetta le confiará haber visto a la Santísima Virgen y añadirá: «¡Qué hermosa es la Virgen!».
Mientras tanto, se han sucedido varias operaciones en la cabeza. Antes de la última (27 de febrero de 1963), Benedetta confiesa su miedo a María Grazia, que le recuerda entonces este fragmento del Diario de un cura rural, una novela de Georges Bernanos: «Si tengo miedo, diré sin ninguna vergüenza: «tengo miedo», y el Señor me dará fuerzas». Benedetta repite despacio y durante mucho tiempo esta frase, y, poco a poco, la paz se instala en ella. Se lo agradece efusivamente a su amiga. El día siguiente de la operación, anuncia que ahora está ciega, pero pide que no se lo digan al cirujano, para no entristecerlo. Ha aceptado esa cruz de la ceguera que, en 1955, la había aterrado, y su alma se encuentra en paz: «Sólo hay que confiar en Dios, con los ojos cerrados. Estoy viviendo la sencillez, es decir, el despojo del alma« ¡qué hermoso es! ¡Se queda una tan ligera y libre!».
Benedicto XVI, a propósito de esas grandes tribulaciones que parecen humanamente imposibles de soportar, da una luz, el secreto que descubrió Benedetta: «Es importante sin embargo saber que yo todavía puedo esperar, aunque aparentemente ya no tenga nada más que esperar para mi vida («) Sólo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor y que, gracias al cual, tienen para él sentido e importancia, sólo una esperanza así puede en ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar» (Spe salvi, n. 35).
A partir de entonces, y durante casi un año, Benedetta es como un castillo inaccesible, sin puertas ni ventanas. Sin embargo, dos pequeñas «aspilleras» quedan abiertas al exterior: un tenue hilo de voz para hacerse comprender y su mano izquierda, que ha quedado «milagrosamente» sensible; con los dedos de esa mano válida, sus allegados trazarán en su rostro los signos del alfabeto mudo que ella no ve pero que siente (por ejemplo, la «b» se forma con el índice y el corazón juntos, puestos sobre la mejilla)« De ese modo podrá comunicarse. Su habitación se verá asaltada por visitantes que acudirán para darle ánimos, pero también para pedirle ayuda. Benedetta tiene el don de sembrar la alegría a su alrededor; aconseja y muestra a todos la «vía estrecha» que conduce a Dios. Dice a su mejor amiga, que no soporta verla sufrir tanto físicamente: «Debemos aceptar el misterio, María Grazia; lo que nos angustia es preguntarnos «Por qu黫 El Señor nos da tantos sufrimientos como podemos soportar; ni más ni menos». Y su amiga dará el siguiente testimonio: «Entonces me di cuenta de que, de improviso, algo había cambiado en ella desde que se había quedado ciega. Parecía haberle invadido una gran paz, como si se hubiera sentido completamente liberada del miedo y de la angustia». Don Gabriel, un sacerdote que le lleva con frecuencia la sagrada Comunión, recibirá esta confidencia: «Si por un ínfimo instante se manifiestan las tentaciones, yo lo llamo, incluso si palidezco de espanto, e inmediatamente siento la presencia del Señor que me consuela».
Benedetta se interesa por todos, sobre todo por las personas que se hallan lejos de Dios. En mayo de 1963, su madre le lee mediante «el lenguaje de las manos» la carta de un joven, publicada en un semanario. Natalino está aquejado de una grave enfermedad; desorientado y sin esperanza, lanza una llamada de socorro. Ella le escribe: «Soy sorda y ciega, por eso las cosas se han tornado complicadas para mí« Sin embargo, en mi calvario no estoy desesperada; sé que al final del camino me espera Jesús. Al principio en mi sillón, y ahora en la cama, desde entonces mi morada, he hallado una sabiduría más grande que la de los hombres; he descubierto que Dios existe, que es amor, fidelidad, gozo, certeza, hasta el final de los siglos« Mis jornadas no resultan fáciles; son duras, pero dulces porque Jesús está conmigo, con mis sufrimientos, y me entrega su dulzura en la soledad y la luz en la oscuridad« Me sonríe y acepta que colabore con Él. Adiós, Natalino; la vida es corta y pasa pronto; es una pasarela muy corta, peligrosa para quien quiere gozar ávidamente, pero segura para quien coopera con Él a fin de entrar en la Patria».
El 21 de enero de 1964, al sentir próximo el momento del encuentro definitivo con Jesús, su Esposo, Benedetta se confiesa y comulga. Durante la noche del día 22, pide a la enfermera que se quede junto a ella, pues Satanás la está tentando: «Emilia, mañana moriré. Me encuentro muy mal». Por la mañana, su madre se percata de que hay una rosa blanca abierta en el jardín« ¡una rosa en flor en enero! Y anuncia ese descubrimiento a Benedetta, quien responde: «Es la señal que estaba esperando». Le recuerda entonces un sueño que había tenido el día de Todos los Santos precedente: que entraba en el panteón de la familia y lo veía adornado con una rosa blanca resplandeciente de luz. Un poco más tarde, tras sufrir una hemorragia, se extingue a los veintisiete años, murmurando: «Gracias».
«Ya no estaré más sola con el miedo»
La proyección de Benedetta Bianchi Porro, después de su muerte, no ha hecho más que crecer. Innumerables personas que se enfrentan al sufrimiento encuentran fuerza y ánimos leyendo el relato de su vida y sus cartas. Como María Grazia, pueden decirle: «Ya no estaré más sola con el miedo, porque me has enseñado el valor de la oración». El 23 de diciembre de 1993, el Papa Juan Pablo II aprobaba el decreto que proclamaba la heroicidad de sus virtudes; en la actualidad, para que la venerable Benedetta pueda ser proclamada «Beata», falta que sea reconocido un milagro obtenido mediante su intercesión.
En su Exhortación apostólica Salvifici doloris (11 de febrero de 1984), el venerable Juan Pablo II escribió estas líneas, que pueden aplicarse precisamente a la trayectoria espiritual recorrida por Benedetta: «Se puede sin embargo decir que casi siempre cada uno entra en el sufrimiento con una protesta típicamente humana y con la pregunta del «por qué». Se pregunta sobre el sentido del sufrimiento y busca una respuesta a esta pregunta a nivel humano« Cristo no responde directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a medida que él mismo se convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo« Esta es, en efecto, ante todo una llamada. Es una vocación. Cristo no explica abstractamente las razones del sufrimiento, sino que ante todo dice: «Sígueme», «Ven», toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través de mi sufrimiento, por medio de mi cruz. A medida que el hombre toma su cruz, uniéndose espiritualmente a la cruz de Cristo, se revela ante él el sentido salvífico del sufrimiento« Entonces el hombre encuentra en su sufrimiento la paz interior e incluso la alegría espiritual» (n. 26).
El 24 de mayo de 1963, Benedetta confiaba lo siguiente: «Quisiera decir a los que sufren, a los enfermos, que si somos humildes y dóciles, el Señor realizará en nosotros grandes cosas». Siguiendo su ejemplo, pidamos a Jesús que haga de cada uno de nosotros «una dócil oveja entre sus manos».
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