15 de Junio de 2012
Takashi Nagaï
Muy estimados Amigos:
Al día siguiente del terrible terremoto y del tsunami que devastaron Japón, el 11 de marzo de 2011, fueron numerosas las personas que desplegaron esfuerzos heroicos para socorrer a las víctimas de la tragedia, y para contener el riesgo de contaminación nuclear provocada por la central de Fukushima. El padre Yasutaka Muramatsu, salesiano japonés, dio especialmente testimonio de lo que sigue: «Los jóvenes, cristianos o no cristianos, se movilizaron. Querrían dirigirse inmediatamente a las zonas afectadas para poner sus energías y entusiasmo al servicio de las víctimas, para ayudar, ofrecer una sonrisa, devolver un poco de esperanza. Es realmente emocionante ver cómo arden de amor hacia el prójimo. Es una lección para nosotros, los educadores». En ese mismo país, también se manifestó una dedicación significativa en 1945 tras la explosión de la bomba atómica en Nagasaki, y muy especialmente por parte del doctor Takashi Nagai.
Takashi Nagai nace en 1908, en Isumo, cerca de Hiroshima, en el seno de una familia de religión sintoísta. En 1928, ingresa en la facultad de medicina de Nagasaki. «Desde mis estudios secundarios –escribirá–, me había convertido en prisionero del materialismo. Nada más entrar en la facultad de medicina, me pusieron a disecar cadáveres… Me causaban admiración la maravillosa estructura del conjunto del cuerpo y la organización minuciosa de sus partes más pequeñas. Sin embargo, lo que manejaba de ese modo, no era otra cosa que pura materia. ¿Y el alma? Un fantasma inventado por impostores para engañar a la gente sencilla».
La última mirada de una madre
Un día de 1930, le llega un telegrama de su padre: «¡Ven a casa!». Parte a toda prisa y, nada más llegar, se entera con estupor de que su madre ha sufrido un ataque y de que ya no puede hablar. Se sienta a su lado y lee en su mirada un último adiós. Esa experiencia de la muerte, le cambia la vida: «Mediante aquella última y penetrante mirada, mi madre derrumbó el marco ideológico que me había construido. Aquella mujer, que me había dado la vida y educado, aquella mujer que jamás se había entregado a un momento de reposo en su amor hacia mí, en los últimos momentos de su vida, me habló con gran claridad. Su mirada me decía que el espíritu humano continúa viviendo después de la muerte. Todo ello se presentaba como una intuición, una intuición que sabía a verdad».
Takashi empieza entonces a leer los Pensamientos de Pascal, gran sabio y pensador francés del siglo xvii. «El alma, la eternidad… Dios. Así pues, ese gran predecesor que fue el físico Pascal había admitido seriamente esas cosas –se dijo. ¡Ese sabio incomparable creía realmente en ello! ¿En qué podía consistir esa fe católica para que el sabio Pascal la hubiera aceptado, sin contradecir su ciencia?». Pascal explica que encontramos a Dios mediante la fe y en la oración. Incluso si todavía no podéis creer –dice–, no despreciéis la oración ni la asistencia a Misa. Siempre estoy dispuesto a verificar una hipótesis en el laboratorio –piensa Nagai–, ¿por qué no probar esa oración en la que tanto insiste Pascal? Decide entonces buscar una familia católica que acepte tomarlo como interno durante sus estudios, lo que le ofrecerá la ocasión de conocer el catolicismo y la oración cristiana. Es recibido en la familia Moriyama. El señor Moriyama, comerciante de ganado, desciende de uno de aquellos viejos linajes cristianos que, a través de dos siglos y medio de persecuciones, supieron conservar la fe que aportó a Japón san Francisco Javier. La pureza de esa fe cristiana asombra al joven Nagai: ¡unos humildes granjeros le enseñan con su ejemplo aquello en lo que había creído Pascal, el gran sabio!
En marzo de 1932, una grave otitis hace que Takashi quede sordo del oído derecho, trastornando de ese modo sus proyectos de futuro; al no poder usar el estetoscopio, debe renunciar a la medicina ordinaria. Orienta entonces sus estudios hacia la medicina radiológica, que está comenzando en Japón. Esa ciencia ofrece a los médicos grandes posibilidades para descubrir enfermedades.
El señor y la señora Moriyama tienen una hija, Midori, maestra en otra ciudad. Los tres rezan por la conversión de Takashi, pensando que quizás Dios le haya enviado con esa finalidad. El 25 de diciembre de 1932, Midori se encuentra en casa de sus padres por Navidad. «Doctor –pregunta el señor Moriyama a Takashi–, ¿por qué no viene con nosotros a la Misa del gallo? – ¡Pero si no soy cristiano! – No importa; los pastores y los reyes magos que acudieron al establo tampoco lo eran. Sin embargo, cuando vieron al Niño, creyeron. Jamás podrá creer, si no viene a rezar a la iglesia». Tras unos instantes, Nagai se sorprende a sí mismo cuando responde: «Sí, me gustaría acompañarles esta noche». Cinco mil cristianos llenan la catedral, cantando todos el mismo Credo en latín. Nagai queda fuertemente impresionado y animado en su reflexión sobre la religión católica, sin dejarse convencer no obstante.
Una noche, el señor Moriyama despierta a Takashi, pues Midori se retuerce de dolor en la cama. Rápidamente, el joven médico diagnostica una apendicitis aguda, al punto que oye murmurar al señor Moriyama: «Es la voluntad de Dios. Quién sabe el bien que vendrá de ello…». A pesar de la abundante nieve, Takashi corre a la escuela vecina para telefonear al hospital: «¿Oiga? Aquí Nagai. ¿Quién está en urgencias esta noche? Bien. ¿Podría llamarlo, por favor?». Un amigo acude al teléfono y Nagai le pregunta si puede practicar inmediatamente una apendicectomía. Ante la respuesta afirmativa, Takashi regresa a buscar a Midori: «Llevaría demasiado tiempo llamar a un taxi, con esta nieve. No podemos correr el riesgo de esperar», y, dirigiéndose al señor Moriyama: «Si usted va delante con la linterna, puedo llevar fácilmente a Midori». Durante el trayecto, Takashi se percata de que el corazón de Midori se acelera y que arde de fiebre. Su vida corre peligro. Él apura el paso. Finalmente, llegan al hospital. La sala de operaciones está dispuesta y, siete minutos después, todo ha terminado: Midori está a salvo. Como agradecimiento, ella pondrá todo de su parte para conseguir la conversión de su salvador.
El pequeño catecismo de Midori
Al año siguiente, Takashi es movilizado en el ejército japonés y parte a combatir a Manchuria. En un paquete que Midori le envía, hay un pequeño catecismo que él lee con interés. Al cabo de un año, regresa a su país, casi desesperado al ser consciente de los desórdenes de su vida y el recuerdo de los horrores de la guerra. Se dirige a la catedral de Nagasaki, donde encuentra a un sacerdote japonés que lo recibe durante largo rato. Lleno de ánimo, Takashi se reincorpora a su trabajo de radiología y se pone a estudiar la Biblia, la liturgia y la oración de los católicos. Pero las exigencias morales del Evangelio y la necesidad de separarse de los lazos religiosos sintoístas de su familia son aún un obstáculo a su conversión. Un día, en medio de sus dudas, retoma los Pensamientos de Pascal y lee una frase que le llama la atención: «Hay suficiente luz para quienes sólo desean ver, y suficiente oscuridad para quienes manifiestan una disposición contraria». De repente, todo queda claro para él. Toma una decisión y pide el bautismo, que recibe en junio de 1934. Elige el nombre de Pablo, en recuerdo de san Pablo Miki, mártir japonés crucificado en Nagasaki en 1597.
Dos meses más tarde, se casa con Midori. Con anterioridad, ha querido mostrarle los graves peligros a los que está expuesto a causa de su profesión. En efecto, pues los radiólogos de la época no disponían de suficientes medios para protegerse contra los rayos X. Midori ha entendido el peligro que ello supone para la vida de Takashi, pero comprende sus razones y comparte su ideal de “pionero”, para salvar vidas humanas. Nagai se convertirá en algo más que un médico: será un apóstol de la caridad para con el prójimo. Él mismo escribe: «La labor del médico es sufrir y alegrarse con sus pacientes, ingeniárselas para aliviar los sufrimientos como si fueran propios. Hay que simpatizar con sus dolencias. Sin embargo, a fin de cuentas, no es el médico quien cura al enfermo, sino el beneplácito de Dios. Una vez se ha entendido esto, el diagnóstico médico engendra la oración».
De nuevo movilizado, de junio de 1937 a marzo de 1940, participa como médico en la guerra chino-japonesa. Su dedicación a todos, militares japoneses o chinos, mujeres, niños y ancianos arrastrados despiadadamente a horribles matanzas, adquirió una extensión heroica. A su regreso a Japón, las solicitudes de radiografías se multiplican. Muy pronto, Takashi observa en sus manos unas huellas inquietantes; además, se siente con frecuencia agotado. A veces, en los momentos de agotamiento, cierra la puerta y se sienta ante la estatua de María que hay en su despacho. El rezo del Rosario le devuelve poco a poco la paz interior.
Tres años de vida
Un colega de Takashi le persuade de que pase él mismo por radiografía. Una mañana de junio de 1945, lo cumple: «Prepare el aparato –dice a su ayudante. – Pero, doctor, aún no ha venido ningún paciente. – Aquí está el paciente –responde Nagai mostrando su pecho. – ¿Y el médico? – Aquí está –dice señalando sus ojos». Al ver la radiografía, a Nagai se le corta la respiración: en la parte izquierda se observa una amplia mancha negra, lo que significa hipertrofia del bazo. Diagnostica una leucemia y murmura: «Señor, no soy más que un siervo inútil. Protege a Midori y a nuestros dos hijos. ¡Que se cumpla en mí tu voluntad!». El doctor Kageura, jefe del departamento de medicina interna, confirma su análisis: «Leucemia crónica. Esperanza de vida: tres años». Ha empleado su vida para salvar a innumerables enfermos que ninguna otra persona habría podido radiografiar.
De regreso a casa, Takashi se lo cuenta todo a Midori. Ésta se arrodilla ante el crucifijo que su familia había guardado durante los dos siglos y medio de persecuciones, y reza durante largo rato, en medio de sollozos, hasta que la paz vuelve a su alma. También Nagai reza; le invade el remordimiento ante la idea de que siempre se ha entregado ciegamente a su trabajo, sin pensar suficientemente en su esposa. Pero Midori se muestra a la altura de la circunstancia. Al día siguiente, quien parte a su trabajo es un hombre nuevo: la aceptación total de la tragedia por parte de Midori y su rechazo a oír hablar de “negligencia” le han llenado de fuerza.
Es el 9 de agosto de 1945; son las once horas y dos minutos. Un rayo cegador. Una bomba atómica acaba de explosionar en Urakami, el barrio norte de Nagasaki. En la guerra que les opone a Japón, los dirigentes de los Estados Unidos han recurrido a una nueva arma terrorífica: la bomba A. Una primera bomba se ha lanzado sobre Hiroshima, y una segunda devasta Nagasaki: 9.000º de temperatura, 72.000 muertos, 100.000 heridos. En la facultad de medicina, situada a 700 metros del centro de la explosión, Nagai, que se encuentra clasificando placas de radiografías, es lanzado al suelo, acribillado por trozos de cristales. La sangre fluye abundantemente de su sien derecha… Muy pronto, una marea ininterrumpida de heridos, de siluetas ensangrentadas, con la ropa desgarrada y los cabellos quemados, acuden a la puerta del hospital… una imagen dantesta.
¡Su rosario!
El incendio se aproxima al hospital. Se evacua a los pacientes en dirección a la cima de una colina próxima. Nagai se dedica a ello hasta el límite de sus fuerzas. A las dieciséis horas, el incendio ataca el departamento de radiología. Trece años de investigaciones, los instrumentos, la valiosa documentación, todo se convierte en humo. El 10 de agosto trascurre curando a los heridos. El 11, el trabajo se vuelve algo menos apremiante, y Takashi parte en busca de Midori, que se había quedado en casa mientras los niños y su abuela estaban seguros en la montaña, desde el 7 de agosto. Difícilmente encuentra el lugar de su domicilio en medio de una zona de tejas y cenizas. De súbito, descubre los restos carbonizados de su esposa. Arrodillado, reza y llora, recogiendo luego los huesos en un recipiente. Un objeto brilla débilmente en el polvo de los huesos de la mano derecha: ¡su rosario!
Él inclina la cabeza: «Dios mío, gracias por haberle permitido morir rezando. María, madre de los dolores, gracias por haberla acompañado en la hora de la muerte… Jesús, tú has llevado la pesada cruz hasta ser crucificado en ella. Y ahora acabas de derramar una luz de paz sobre el misterio del sufrimiento y de la muerte, la de Midori y la mía… Extraño destino, pues había creído que sería Midori quien me conduciría a la tumba… Ahora, sus pobres restos descansan en mis brazos… Su voz parece murmurar: perdona, perdona». El perdón de Nagai será total. Incitará a los cristianos desconsolados por la pérdida de sus familias a abandonarse a la Providencia de Dios, que siempre saca bien del mal.
El 15 de agosto de 1945, a mediodía, la radio transmite un mensaje del emperador anunciando la capitulación de Japón. A principios de septiembre, Nagai está moribundo. Las radiaciones de la bomba A han agravado su dolencia. Recibe los últimos sacramentos y dice: «Muero contento», y luego se sumerge en un estado de semicoma. Le traen agua de la gruta de Lourdes construida no lejos de allí por el padre Maximiliano Kolbe. «Oí una voz –escribirá– que me decía que pidiera al padre Maximiliano Kolbe que rezara por mí. Así lo hice. Luego, me dirigí a Cristo y le dije: “Señor, en tus manos divinas me entrego”». Al día siguiente, Takashi está fuera de peligro, y atribuirá al padre Kolbe (actualmente canonizado) la moratoria de seis años que le dejará su enfermedad.
«Yo quiero ser el primero en vivir allí»
Mientras que los habitantes temen regresar a Urakami, Nagai declara: «Yo quiero ser el primero en vivir allí». Se construye un refugio cerca de su antigua casa con unas planchas que descansan sobre el resto de un muro. Delante, dos piedras forman un fogón improvisado sobre el que cuelga un caldero. Al lado, una vieja botella sin cuello: la reserva de agua. Como ropa lleva uno de los uniformes de marino que el ejército ha distribuido a los siniestrados. Al empezar a retirar los cascotes de su casa, descubre el crucifijo que pertenecía al altar familiar: «Me lo han quitado todo –dice; lo único que he encontrado es este crucifijo».
El 23 de noviembre de 1945, Nagai es invitado a tomar la palabra con motivo de una Misa de Requiem celebrada junto a los escombros de la catedral de Urakami. El holocausto de Cristo en el Calvario ilumina y da sentido al “holocausto” de Nagasaki: «La mañana del 9 de agosto –dice Takashi– una bomba explosionaba encima de nuestro barrio. En un instante, Dios llamó a 8.000 cristianos… Esa medianoche, nuestra catedral empezó a arder de repente y se consumió. En aquel momento preciso, en el palacio imperial, Su Majestad el emperador dio a conocer su decisión… El 15 de agosto, se promulgó oficialmente el edicto imperial que ponía fin a los combates, y el mundo entero vislumbró la luz de la paz. El 15 de agosto es también la gran fiesta de la Asunción de María. La catedral de Urakami no le estaba dedicada sin motivo… Porque hay una profunda relación entre el aniquilamiento de esta ciudad cristiana y el fin de la guerra. Nagasaki era la víctima elegida, el cordero sin mácula, holocausto ofrecido sobre el altar del sacrificio, inmolado por los pecados de todas las naciones durante la segunda guerra mundial… Demos gracias de que Nagasaki haya sido elegida para este holocausto. Demos gracias, porque, mediante ese sacrificio, el mundo ha alcanzado la paz, así como Japón la libertad religiosa».
En la primavera de 1947, la enfermedad de Takashi le obliga a quedarse en cama en su cabaña. Ha tenido que abandonar el cargo de profesor, por lo que se halla sin recursos. «Mi cabeza aún trabaja –se dice. Los ojos, los oídos, las manos y los dedos todavía están bien». Así pues, se pone a escribir. Para sus hijos, que todavía son jóvenes, Makoto y Kayano, redacta una antología de consejos: «Queridos hijos: amad a vuestro prójimo como a vosotros mismos. Esta es la frase que os dejo. Precisamente con ella inauguraré este escrito, quizás con ella lo concluiré y también con ella recapitularé». El solo ejemplo de este mensaje habría bastado para imprimirlo en sus corazones. ¿Acaso toda la existencia de su padre ha sido otra cosa que un heroico servicio al prójimo, servicio que le conduce hoy a la muerte? A ese servicio quiere consagrarse Nagai hasta sus últimas horas.
Acostado boca arriba, escribe sosteniendo una tablilla de dibujo como la que usan los escolares. Y anota: «Al despertarme esta madrugada a la una, me había bajado la fiebre. Tras beber el café del termo, he podido escribir hasta las siete de la mañana, ¡y el trabajo ha cundido!». Muy pronto, solo dispondrá de la noche para escribir, pues las visitas empiezan a llegar por la mañana, aunque no da muestras de impaciencia alguna: «Esto me incomoda –escribe–, pero ya que tienen la amabilidad de venir, ¿cómo no intentar verter un poco de alegría en su corazón y hablarles de nuestra esperanza católica? No puedo despacharlos».
Una sola garantía
En medio de esas difíciles condiciones, Nagai escribe y publica quince volúmenes en cuatro años. ¿Qué objetivo se propone alcanzar en esos escritos? En primer lugar, presentar un informe fiel de la explosión atómica, a través de su experiencia excepcional y de su competencia personal; después, trabajar por el restablecimiento de la paz. Convencido sobre todo de que una paz duradera sólo puede basarse en el espíritu de amor que resplandece en la doctrina católica, considera como una vocación propia propagar el mensaje cristiano. Al final de su libro Las campanas de Nagasaki, escribe: «¿Será la humanidad feliz en la era atómica, o bien miserable? Esa arma de doble filo, escondida por Dios en el universo y ahora descubierta por el hombre, ¿qué se hará con ella? Su buen uso hará progresar a grandes pasos la civilización; pero un mal uso destruirá el mundo. La decisión reposa en el libre albedrío del hombre, que es quien tiene el destino en sus manos. Al pensar en ello, uno se siente invadido por el terror y, por mi parte, creo que un verdadero espíritu religioso es la única garantía en este aspecto… Arrodillados en las cenizas del desierto atómico, rezamos para que esta Urakami sea la última víctima de la bomba. Tañe la campana… ¡Oh, María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que a ti recurrimos!».
En marzo de 1951, el estado de salud del médico es alarmante, sin que por ello se altere su buen humor. En abril, escribe su último libro. Nada más terminarlo, es víctima de una hemorragia cerebral. Es trasladado al hospital, donde pierde el conocimiento. Al volver en sí, dice en voz alta: «Jesús, José y María»; después, más débilmente: «En vuestras manos entrego el alma mía». Emocionada, la enfermera entrega el gran crucifijo de la familia a Makoto, su hijo, para que se lo acerque al padre. Éste lo toma y exclama con voz sorprendentemente fuerte: «Rezad, por favor, rezad…»; enseguida llega el final, ese uno de mayo, principio del mes de María.
Durante los funerales, en la catedral de Urakami, el alcalde de Nagasaki da lectura solemne a trescientos mensajes de pésame, comenzando por el del Primer Ministro. Al final de la ceremonia, la multitud emprende el camino hacia el cementerio, a un kilómetro y medio; cuando la cabeza del cortejo llega a su destino, la mayor parte de él todavía no ha dejado la catedral. Takashi Nagai es enterrado junto a Midori. Para la tumba de ésta, él había escogido el siguiente epitafio: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38); para la suya: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer (Lc 17,10). Su influencia se propagó gracias a sus libros (a partir de 1948, se leían en todo Japón), que contribuyeron de manera destacada a la educación social de sus conciudadanos y a la evangelización del país.
Pidamos a la Santísima Virgen y a san José, para nosotros y para todos nuestros seres queridos, una verdadera conversión, un amor al prójimo hasta el sacrificio supremo y una muerte santa que nos introduzca en la eterna felicidad del Cielo. Y confiemos a la población digna y valerosa de Japón a Nuestra Señora de Nagasaki, cuya estatua de madera quedó milagrosamente a salvo del peligro nuclear en 1945.
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