16 de Julio de 2010

Solange Bazin de Jessey

Muy estimados Amigos:

Toulon (Francia), 8 de enero de 1932: un paquebote se dispone a levar anclas. En el puente, el señor y la señora Bazin de Jessey, con el corazón compungido, abrazan por última vez a su hija Solange, de 26 años de edad; nunca volverán a verse. Respondiendo a la llamada de Jesús, Solange abandona todo para unirse a una Congregación de Hermanas indígenas en Papúa Nueva Guinea.

Solange Bazin de JesseyYves y Élisabeth Bazin de Jessey viven en «Montmarin», una hermosa propiedad situada cerca de Saint-Malo. Tras dos años de matrimonio, aún no tienen descendencia. Una mañana, con talega al hombro y bastón en la mano, Yves parte en peregrinación a Sainte-Anne d’Auray. Unos meses después, el tan esperado bebé se anuncia: un niño al que seguirán seis niñas. Solange, que es la cuarta, viene al mundo el Jueves Santo 12 de abril de 1906. La familia reside parte del año en París, pero la Primera Guerra Mundial trastorna su vida. Al ser padre de siete hijos, Yves es exonerado de sus obligaciones militares, pero se alista voluntariamente, obedeciendo a su sentido del deber. Gracias a Dios, regresará indemne. Durante la guerra, Élisabeth asume sola la dura carga de la educación de los hijos, aplicando a su manera el consejo de san Pablo: Esforzaos en vencer el mal con el bien, y prefiere actuar recompensando antes que castigando. Unos años más tarde, Solange anotará estas reveladoras frases: la educación «es lo que el niño respira en la atmósfera en que se encuentra, el lenguaje involuntario e inconsciente de sus padres y del entorno, y no sus consejos oficiales ni sus lecciones regulares, así como las frases que las personas mayores dicen ante ellos sin darse cuenta. Mediante esas expresiones involuntarias, el pensamiento íntimo de los padres se da a conocer a los hijos. Eso es la educación».

«Mi único apoyo»

En el transcurso de su etapa escolar, Solange es con frecuencia la primera de la clase. Es tanto el empeño que pone que se entristece un poco cuando solamente obtiene una nota algo inferior. Es una aspiración humana, pero va acompañada de exigencias espirituales: el retiro que realiza cada año le sirve para hacer balance de los meses trascurridos y de las resoluciones de futuro. «Quiero acabar esos días con el alma purificada, ardorosa de hacer el bien, deseando mortificarme, amando a Dios como único apoyo» (25 de marzo de 1919). Sin acuciarse nunca –podría ser considerada descuidada, pues es fantasiosa, distraída y a veces inexacta–, encuentra tiempo para dedicarse a la música: piano, canto y, más tarde, violín, que pronto le apasiona. En casa, las hermanas mayores la respetan y las menores la admiran. Incluso le piden que medie en ligeras discrepancias familiares. ¿Se entabla una discusión entre los mayores y sus padres con motivo de las libertades a conquistar? Solange escucha en silencio, entristecida si el tono empleado es algo elevado. Unas horas más tarde, su hermana encontrará en su habitación una nota con una puntualización tan discreta y oportuna que la mayor estima completamente natural inclinarse ante el juicio de su hermana menor. Durante el verano, Solange aprecia el marco encantador de Montmarin, donde le gusta prodigarse después de los largos meses de estudio: tenis, natación o largos paseos en bicicleta, actividades todas impulsadas por los padres, quienes, a partir de esa época, luchan contra la costumbre entonces incipiente de hacerse broncear. Los amigos son calurosamente acogidos en Montmarin. En 1911, habían recibido la visita de un primo de Yves de Jessey, monseñor Alain de Boismenu, religioso de los Misioneros del Sagrado Corazón de Issoudun, que había sido enviado a Nueva Guinea y luego elevado a la dignidad episcopal en 1900. Mediante su intensa actividad apostólica, «el obispo de corazón de león» había conseguido sacudir la ciudadela del paganismo que era Papuasia. En Montmarin, impresionado por la personalidad de la pequeña Solange, niña tan curiosa y apasionada, el tío la llamaba su «Pequeña Fuente», por la encantadora limpidez de su mirada. En 1920, esperan de nuevo al misionero. «Este año –anota Solange– ha destacado para mí por la llegada a Montmarin del santo que tenemos como tío. En adelante, mi constante preocupación ha de ser ascender más alto». Cuando descubre que el mundo no es el espacio preservado donde ha vivido hasta ese momento, anota: «Ahora que he probado un poco los placeres del mundo, comprendo hasta qué punto son embriagadores, atractivos y peligrosos. Pero me gustan a mi pesar y me divierto».

Una aspiración más elevada

Después del bachillerato, a fin de profundizar en la lengua inglesa, pasa un año con una de sus hermanas en el internado de las monjas benedictinas de Sainte-Cécile de Solesmes, entonces exiliadas en Ryde, en la isla de Wight. Ambas hermanas son tan felices en aquel paraje, donde la belleza está al servicio de Dios y donde la alegría benedictina es ya un anticipo del Cielo, que sus padres se preguntan si les devolverán a sus hijas. En efecto, regresan; pero es en aquel lugar donde, por primera vez, Solange ha pensado en la vocación. Tras el regreso, no esquiva las actividades mundanas, pero es evidente que el mundo no la satisface. Prepara entonces una de las oposiciones de la Escuela Normal de Música, en París. Sin embargo, esa alumna tan música y tan deseosa de liberarse de los obstáculos de la técnica para obtener de su violín una armonía cada vez más pura, deja entender a su profesor que para ella la música no es un fin, que tiene una aspiración más elevada. Más tarde escribirá: «Dios ha permitido que la música sea uno de los canales que me han conducido a Él. Me ha hecho amar la armonía en todas las cosas, y la he encontrado soberanamente realizada en la caridad».

En Sydney, el 19 de julio de 2008, Benedicto XVI exhortaba de este modo a los jóvenes: «Madurad vuestra fe a través de vuestros estudios, el trabajo, el deporte, la música, el arte. Sostenedla mediante la oración y alimentadla con los sacramentos, para ser así fuente de inspiración y de ayuda para cuantos os rodean. En definitiva, la vida no es un simple acumular, y es mucho más que el simple éxito. Estar verdaderamente vivos es ser transformados desde el interior, estar abiertos a la fuerza del amor de Dios. Si acogéis la fuerza del Espíritu Santo, también vosotros podréis transformar vuestras familias, las comunidades y las naciones».

En 1926, Pío XI, en su Encíclica Rerum Ecclesiæ, daba un vigoroso impulso al apostolado misionero en el mundo entero. Consagrarse a las misiones, conducir a las naciones a Cristo, son objetivos por los que Solange se siente atraída. Quizás su tío podría ayudarla a descubrir el designio de Dios en ella. Precisamente, ese otoño de 1930 se espera la visita de monseñor de Boismenu. La acogida es muy calurosa, por cuanto se le sabe afligido por la muerte de la «Madre de los papúes», la madre María Teresa Noblet (1899-1930), superiora de la congregación fundada por el obispo misionero, las «Siervas de Nuestro Señor», conocidas como «Esclavas». Solange pregunta a su tío si podría ir a continuar la obra de la madre María Teresa. «Ya veremos» –responde simplemente. Pero, desde ese mismo instante, ya sabe que Dios ha escuchado su plegaria y le ha concedido sus deseos. Por su parte, anima a su sobrina a esperar pacientemente, a rezar y a reflexionar. El 11 de febrero de 1931, Solange asiste a una conferencia impartida por el obispo en París, que resulta para ella un rayo de luz. «La gracia de la llamada –escribe a la madre abadesa de Ryde–, con su gran luz interior, se ha impuesto de tal modo a mí que me he sentido trastornada, tanto física como moralmente». Siente que esa tarea está por encima de sus propias fuerzas, pero, «como Nuestro Señor me ha otorgado la enorme gracia –continúa escribiendo– de concederme la completa certeza sobre mi vocación, por encima de todo, me siento proveída de mucha confianza». Puestos al corriente de esa vocación, sus padres Yves y Élisabeth, a pesar de ese durísimo e inesperado trago, consideran enseguida esa llamada desde un único punto de vista: el de la fe y el de la prudencia. Dirigen sus consultas al arzobispo de París, el cardenal Verdier, quien ve en ello la mano de Dios. Ante la objeción de por qué partir tan lejos cuando hay tanto por hacer en Francia, Solange responde: «No me hago religiosa para servir a Francia, sino para servir a Dios, allí donde me necesite». Había pensado en el Carmelo, con la idea de trabajar mediante la oración por la misión de Papuasia, «pero Dios –dice– ha depositado en mí un amor tan grande de su caridad que sufriría mucho si no gastara todas mis fuerzas, todas mis posibilidades apostólicas, haciendo que le amen y amando a sus hijos más desheredados como él nos ha amado. Y desde luego que la gracia de Dios me ha cambiado, pues yo no era así ».

El ejemplo de Solange es un acicate para los jóvenes, también hoy en día, para poder responder a la llamada que el Papa Benedicto XVI hizo en Sydney el 20 de julio de 2008, en la Jornada Mundial de la Juventud: «La Iglesia necesita especialmente del don de los jóvenes, de todos los jóvenes« No tengáis miedo de decir «sí» a Jesús, de sentir alegría al hacer su voluntad, de entregaros por completo para alcanzar la santidad y de poner vuestras capacidades al servicio de los demás».

Unas reglas adaptadas

Solange pasa varios meses en la casa madre de las Franciscanas Misioneras de María, donde se prepara para la vida religiosa y obtiene, bajo la dirección de la Cruz Roja, el diploma de enfermera de hospital, con la calificación de sobresaliente. Después, tras seis semanas de viaje, se encuentra con Mons. de Boismenu en Sydney, Australia. Desde allí, el 3 de marzo de 1932 arriban a Puerto Moresby, capital de Papuasia, en el extremo sureste de Nueva Guinea. En el muelle, tienen la sorpresa de hallar a cuatro hermanas papúes que han realizado un largo viaje a través de la jungla para acoger a la nueva madre. Solange es adoptada enseguida por las hermanitas. Para los apóstoles de Papuasia, los primeros deseos manifestados por los indígenas de consagrarse a Dios habían supuesto una señal de esperanza para la misión. Mons. de Boismenu había tenido que crear una congregación con reglas adaptadas, muy alejadas de la vida que esas jóvenes habían llevado hasta entonces, pero compatibles con su temperamento. El convento se había instalado a unos cien kilómetros al norte de Puerto Moresby, en el valle de Kubuna, en otro tiempo en plena selva virgen, roturada por los misioneros y convertida en un centro de albergue en el camino de las montañas. Las esclavas tienen como modelo a la Virgen María, primera y perfecta sierva de Jesús. Su hábito consiste en un vestido gris de sirvienta, un ligero velo y los pies desnudos prestos a la carrera. «Mostraos siempre graciosas en la compostura y en el rostro –les recomienda el obispo–, y servid amablemente a quien en todo tenéis intención de servir, al Maestro divino de la dulzura y de la dilección». Gracias al impulso de la madre María Teresa Noblet, la obra se había desarrollado durante diez años, más allá de toda esperanza: vocaciones numerosas, ayudas al servicio de la misión, apertura de una guardería infantil en Kubuna y vida religiosa auténtica siguiendo el ejemplo de su santa madre, si bien ésta había muerto de repente el 15 de enero de 1930, ofreciendo su vida por sus hijas.

Una gran isla salvaje

Solange descubre la belleza de Papuasia, gran isla salvaje de selvas vírgenes en la ladera de la montaña: una tierra sin embargo inhóspita, el país de la fiebre, según dicen, donde las personas deben cohabitar con animales salvajes. Enseguida le gustan los rostros de los papúes y su acogida, sus extraños peinados adornados con plumas, sus ataques de risa al ver a los blancos. Todo le gusta, ¡excepto los mosquitos! Aprecia igualmente la sencillez de las relaciones sociales, ya que las relaciones humanas le parecen más directas que en Europa.

El 22 de marzo de 1932, Solange toma el hábito, y, el 4 de abril, profesa los votos temporales. Monseñor de Boismenu evoca las dos palabras clave de las esclavas: Ecce et Scio. Ecce ancilla Domini, He aquí la esclava del Señor: en este versículo está el origen de su nombre (ancilas o esclavas). «Mediante esa respuesta al ángel, la Virgen María, en nombre de todo el género humano, consintió en la Encarnación –explica el prelado. Fue el punto de partida de toda la obra redentora y misionera que, por el Verbo hecho carne, devuelve el mundo a Dios. Nuestro pequeño Ecce viene a significar esa adhesión fundamental a la voluntad divina que es la esencia de toda santidad». Pero hay además el Scio de la confianza: Scio cui credidi, Yo sé bien en quién tengo puesta mi fe (2 Tim 1, 12). Para esas tropas de vanguardia, que son enviadas a expediciones difíciles, a puestos ingratos y peligrosos, «hay –añade– una fuerza increíble en nuestro Ecce y en nuestro Scio ». Ese mismo día, en lo más recóndito de su corazón y con la autorización de su padre espiritual, Solange profesa sus votos perpetuos privados. Una joven francesa, que compartirá durante algún tiempo la vida de las esclavas, dirá de ella: «Su amor hacia Nuestro Señor era tan personal y su confianza en Él tan absoluta que no soportaba entregarse a plazos. ¿Qué riesgo corremos con Dios? –pensaba».

De «blanca», Solange se convierte en cierto modo en «morena» para ponerse a la cabeza de veintitrés hermanas morenas, algunas de las cuales han nacido en chozas de padres caníbales y salen de las tinieblas del paganismo más tosco. Si a ello añadimos la responsabilidad de los veinticinco niños de la guardería, comprenderemos que tendrá pocas ocasiones de descanso. Ya desde la mañana, las preocupaciones del día que empieza invaden en cierto modo su espíritu: «Siempre hay cruces, que llevan al desapego a las almas que llama Jesús« El buen sufrimiento, bien ofrecido, dejará esta noche un buen recuerdo». Su principal preocupación es el desvelo por la formación de sus hijas. Conocedora de los puntos fuertes y débiles de cada una de ellas, la madre Solange retiene preferentemente las cualidades antes que los defectos. Mediante palabras muy sencillas intenta que compartan su amor hacia Nuestro Señor: «Hay que hacer todas las cosas con Él, hay que hacer el esfuerzo del momento. Él sólo espera eso, y es ahí donde nos espera. Hay que dejar que Dios rija el programa de cada día, con el Ecce para todo, con el Ecce cada vez más presto, más amoroso». Monseñor de Boismenu escribe: «Dios se sirve del encanto de la madre para atraer vocaciones y poblar el convento». Además de las clases de inglés o de francés, el canto es lo que tiene más éxito. El despertar musical de los pequeños y de las esclavas es primordial y permite a la madre Solange entrar en comunicación con ellos. Acompañados con el violín, los cantos adquieren otro impulso. Las esclavas cantan las melodías gregorianas que Solange denomina «plegarias sobre la belleza».

«Una vez más se ha puesto de manifiesto –decía Bene-dicto XVI– que la música y el canto, gracias a su hábil unión con la fe, pueden revestir un elevado valor pedagógico en el ámbito religioso. La música como arte puede ser una manera particularmente adecuada de anunciar a Cristo, porque logra hacer perceptible el misterio con una elocuencia muy suya» (12 de febrero de 2009).

Las transformaciones posibles

Las hermanas de Kubuna acogen a personas desamparadas, enfermas o heridas y recogen a los recién nacidos que traen madres sin recursos o expulsadas de sus poblados. Su título de enfermera permite a la madre Solange enseñar a las esclavas cómo curar a los enfermos. Al vivir cristianamente entre sus hermanos de raza, esas religiosas aportan a los papúes el vivo ejemplo de las transformaciones posibles, con la ayuda de Dios, en toda criatura humana. Durante los años 1930 a 1940, nacen numerosos centros de evangelización y de escolarización. La madre Solange forma catequistas que enseñan los rudimentos de la lectura y de la escritura en las escuelas rurales. El año 1935 marca el completo auge de la misión, con 23.000 católicos de 46.000 papúes. De los tres centros que había al principio en 1900, se ha pasado a ochenta y dos.

En enero de 1939, Solange pierde a su madre, Élisabeth. «¡Qué duro es perder a una madre –escribe–, sobre todo cuando se está lejos y cuando se trata de una madre como la que Dios nos había dado». Ese mismo año, los recursos económicos se agotan y los refuerzos materiales se cortan por completo a causa de la Segunda Guerra Mundial. Con motivo de las inquietudes que la guerra suscita, la madre Solange escribe: «Sí, aquí la vida es dura, pero no tenemos esas angustias, y es más reconfortante ver de qué modo los que eran salvajes se humanizan a la luz de la gracia que ver cómo los que eran civilizados regresan a un estado peor que la barbarie, a pesar de todas las comodidades y facilidades de la vida moderna. El progreso, sin Dios, es una presunción, y ¡cuán bajo hace caer Dios a los orgullosos que creen poder hacer un mundo mejor sin Él!».

El 20 de julio de 2008, en la Jornada Mundial de la Juventud de Sydney, Benedicto XVI resaltaba: «En muchas de nuestras sociedades, junto a la prosperidad material, se está expandiendo el desierto espiritual: un vacío interior, un miedo indefinible, un larvado sentido de desesperación. ¿Cuántos de nuestros semejantes han cavado aljibes agrietados y vacíos en una búsqueda desesperada de significado, de ese significado último que sólo puede ofrecer el amor? Éste es el don grande y liberador que el Evangelio lleva consigo: él revela nuestra dignidad de hombres y mujeres creados a imagen y semejanza de Dios. Revela la llamada sublime de la humanidad, que es la de encontrar la propia plenitud en el amor. Él revela la verdad sobre el hombre, la verdad sobre la vida».

«He aquí la esclava del Señor»

En Kubuna, en octubre de 1940, un incendio reduce a cenizas más de la mitad del centro y aniquila veinte años de trabajo. La madre Solange está agotada y sufre frecuentes ataques de malaria, además de cojear a causa de una herida en el pie. Al extenderse la guerra del Pacífico hasta Papuasia, y ante la amenaza de los japoneses, las esclavas son invitadas a refugiarse en Australia. Sin embargo, ellas deciden quedarse en su puesto para poder asegurar los auxilios sanitarios de urgencia de los papúes. Solange aporta cuidado y consuelo a todos, permaneciendo día y noche junto a la cabecera de una de sus hermanas aquejada de una fuerte gripe; pero, a pesar de sus cuidados, la religiosa muere, y ella misma contrae la enfermedad. No tiene más que 35 años, pero, socavada por diez años agotadores y lejos de todo socorro médico, su salud se resiente. Avisado de ello, monseñor de Boismenu acude junto a su sobrina, quien renueva sus votos y ofrece su vida: «Por mis hijas, por mi padre obispo, por la misión, mi familia, mi patria, por el reino de Dios y por la paz». Y luego lanza este grito procedente del corazón: «Soy la hija de María», y sus últimas palabras: «Scio cui credidi, Yo sé bien en quién tengo puesta mi fe». Unas horas después, ese 26 de febrero de 1942, la madre Solange se extingue. Inclinado hacia ella, el obispo murmura: «Ecce Ancilla Domini». Después escribe lo siguiente a su primo: «¡Si supieras cuánto pienso en la congoja de tu corazón de padre! Me basta con sentir la mía para entenderlo. ¡Que Dios te sostenga y te consuele! Seguro que lo hará, pues no hay nada que le afecte más que el sacrificio que tu querida Élisabeth y tú habéis hecho de vuestra querida hija, así como la entrega completa y heroica que ella ha hecho de su vida y de vosotros« Su sacrificio, radical y definitivo, desde que llegó aquí, tuvo cumplimiento cada día a la manera de los santos, sin respiro, sin cálculo, hasta el final». El obispo atribuye a la ofrenda de aquella vida la sorprendente protección con la que se vieron colmados. Puesto que las misiones vecinas, invadidas por los japoneses, estaban arruinadas y su personal diezmado, él se esperaba la misma suerte. Sin embargo, mientras las tropas enemigas, continuando su avance, los rodeaban por todas partes, he aquí que la invasión se detuvo de repente a cierta distancia de la misión: nunca se supo por qué.

«¿Qué sería del mundo si no fuese por los religiosos?». Tras citar esta frase de santa Teresa de Ávila, en la Exhortación Apostólica Vita consecrata (25 de marzo de 1996, n. 105), el Papa Juan Pablo II añadía: «Más allá de las valoraciones superficiales de funcionalidad, la vida consagrada es importante precisamente por su sobreabundancia de gratuidad y de amor, tanto más en un mundo que corre el riesgo de verse asfixiado en la confusión de lo efímero. Sin este signo concreto, la caridad que anima a la Iglesia correría el riesgo de enfriarse, la paradoja salvífica del Evangelio de perder en penetración, la «sal» de la fe de disolverse en un mundo de secularización. La vida de la Iglesia y la sociedad misma tienen necesidad de personas capaces de entregarse totalmente a Dios y a los otros por amor de Dios».

Para que la caridad de la Iglesia no se enfríe, podemos pedir por intercesión de la madre Solange la gracia de entregarnos gratuitamente nosotros mismos a Dios y al prójimo, y de recitar, día tras día, el Ecce de la ofrenda de sí mismo y el Scio de la confianza.

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